De cómo filmar los sentimientos El prolífico -y siempre interesante- director francés Benoît Jacquot se reencuentra con una de sus actrices-fetiche, la inmensa Isabelle Huppert, para una película fascinante e inasible a la vez, de esas en apariencia pequeña pero de muy compleja y ambiciosa realización. Se trata de una historia que no se sostiene demasiado en una trama convencional, en las típicas relaciones de causa-efecto sino que se propone (nada menos) que abordar los sentimientos, los estados de ánimo, la intimidad, la introspección de una mujer que decide terminar con su vida anterior y aventurarse hacia nuevos destinos. En esta transposición del best-seller de Pascal Quignard (el mismo de Todas las mañanas del mundo), Huppert interpreta a Ann, una famosa compositora y concertista de piano que descubre a su marido Thomas (Xavier Beauvois, director de la inmensa Des hommes et des dieux) besando a otra mujer y, a los pocos instantes, se reencuentra con Georges (Jean-Hugues Anglade), un viejo amigo que se convertirá en su confidente y protector. La protagonista abandona todo (esposo, obligaciones profesionales, posesiones y hasta su identidad) y se retira a la perdida isla italiana del título. Allí, tendrá un fugaz affaire (con una mujer) y algún que otro reencuentro familiar, pero lo que en definitiva ella busca es recuperar la soledad para repensarse y reconstituirse. Lejos del cine demagógico de autoayuda a-lo-Comer, rezar, amar, Villa Amalia resulta un film estimulante y a la vez algo árido, parco, como su protagonista. La dupla Jacquot-Huppert sigue -después de tanto tiempo- transitando nuevos caminos, probando, evitando las fórmulas y los lugares comunes. Los verdaderamente grandes son aquellos que, habiéndolo conseguido todo, siguen buscando cual entusiastas principiantes. La audacia y la innovación no son patrimonio exclusivo de los jóvenes.
La reinvención Una mujer, cuyo marido le es infiel, se deshace de todo lo que fue y tuvo. No es la primera vez que Benoît Jacquot convoca a la gran Isabelle Huppert para que sea la columna vertebral de una película suya, una película anclada en los sentimientos -si es que se puede anclar lo fluctuante y lo incierto-, basada en la novela de un autor de prestigio. En 1998 ( La escuela de la carne ) lo hizo con Yukio Mishima; ahora, en Villa Amalia , lo hace con la novela homónima de Pascal Quignard, autor de Todas las mañanas del mundo . El personaje de Huppert (Ann), con su sensualidad distante e inasible, “es” la película. Interpreta a una mujer de 50 años que, en la primera secuencia sigue a su marido (interpretado por Xavier Beuvois), hasta que lo ve llamar a la puerta de una casa desconocida y besar a otra mujer. Al mismo tiempo, ella -que es pianista, como el personaje sadomasoquista que encarnaba en el filme de Michael Haneke- se reencuentra con un viejo amigo (Jean-Hugues Anglade), quien la desea con temor y resignación: destinado a derrota. Pero lo central es que a partir de esa noche lluviosa algo se quiebra en el interior de Ann, algo que, en realidad, venía agrietándose desde hacía tiempo. La infidelidad de su pareja parece haberle provocado menos asombro que triste confirmación. Su decisión (¿su pulsión?) es dejar atrás todo lo que la constituyó hasta el momento: dejar atrás a la mujer que fue, y tal vez, sólo tal vez, reinventarse. Su destino -interno y externo- será, a partir de ese instante, peregrino. Jacquot no es un director condescendiente con el espectador: la trama no toma un rumbo convencional, sino introspectivo. El talento y las características de Huppert hacen que su viaje sea geográfico y también interior. Su personaje no procura la piedad ni tampoco redenciones mágicas: dos características que se les suelen “cargar” a las mujeres abandonadas en las ficciones. Pero, ¿es Ann una mujer abandonada? En realidad, su marido quiere volver acercarse a ella. Además, ¿a quién alude la palabra “ella”? Ni siquiera Jacquot o Huppert parecen saberlo. Ambos confesaron que, por momentos, avanzaron a tientas, o a pura intuición, durante el rodaje. El resultado es, por lo tanto, mucho más inquietante. Ann no tiene hijos, sí un padre -también músico- ausente, una madre de la que se aleja y un hermano muerto. Mientras la cámara elige una posición contemplativa, ella inicia el proceso de desaparecer completamente, de convertirse en una ausencia; desde ahí, acaso podrá ir encontrando o construyendo una identidad. Pero no hay certezas, sólo incomodidad. En la vida, en el amor y en el buen cine. O al menos en el de Jacquot, que funciona muy bien con Huppert como musa.
Crisis moderna Hay en Villa Amalia (2009) una historia existencial narrada a través del personaje femenino que interpreta Isabelle Huppert. Todo sucede por dentro de su personaje. Lo narrado (o mejor dicho descrito) expone las sensaciones de una mujer que superó los cuarenta años y descubrió que no estaba viviendo la vida que quería vivir. Isabelle Huppert compone a Ann, una mujer que cambia su vida de un día para el otro luego de ver a su marido besar a otra mujer. O al menos eso infiere el film, porque Villa Amalia muestra y demuestra pero nunca explicita ninguna de las acciones que se suceden en la trama. La “Amalia” que da título al film es una veterana anciana que vive en un aislado pueblo en la montaña. Su particular personalidad posibilita que entable una relación con Ann. La película dirigida por Benoît Jacquot adscribe a ciertos parámetros del cine moderno. Uno es el desarrollo dramático de la historia que transcurre por dentro del personaje de Huppert. No se impone un relato sino que se deja fluir el devenir y es, en ese devenir, donde las acciones de Ann adquieren importancia. Otra característica del cine moderno es la identificación del paisaje con el proceso interno que vive el personaje, donde el primero “habla” de los cambios internos que experimenta el segundo. Así, las vistas panorámicas del mar, la montaña o el campo adquieren una relación con la apertura de la personalidad de la protagonista. A la inversa sucede con los espacios cerrados: las ventanas y puertas que se abren y cierran simbolizan actitudes transformadores que vive internamente Ann. Del mismo modo que el personaje de Kristin Scott Thomas en Partir (2009), Huppert interpreta a una mujer en plena crisis existencial capaz de despojarse de toda su vida -literalmente hablando- para conectarse con aquello que le resulte placentero, sea sexual, filosófico o trascendental. Todo este giro dramático está mejor logrado que en Partir. Aquí hay una decisión acertada de generar suspenso y describir los actos mediante una fragmentación que provoca cierta tensión que hace más verosímil el relato. Y no es que haga esto último mediante su construcción narrativa, sino que busca la conexión voluntaria con las sensaciones que la protagonista advierte. Adaptación de la novela del escritor Pascal Quignard (Todas las mañanas del mundo) Villa Amalia, sin ser una gran película, propone un relato desde el orden de lo simbólico, como el buen cine europeo supo hacer. Ese mismo cine al que se lo denominó moderno.
La huida interior La identidad se define por fragmentos; pedazos o momentos que nos determinan y construyen lo que somos. Por eso cuando el desconsuelo de lo que somos es mayor a lo que proyectamos, el único remedio es el mecanismo del olvido. Y olvidar no es otra cosa que reinventar la realidad, crearle huecos o fisuras para empezar de nuevo; para, incluso, dudar de aquello que nos causa placer o alegría aunque esa sensación se torne fugaz. Pero cuando uno está dispuesto a destruir progresivamente las ataduras con el pasado y con el presente, en ese instante de absoluto extrañamiento vive el aquí y ahora como si fuese una eternidad y la mirada del entorno renace y con ella entonces los colores de la vida monótona recuperan brillo, se vuelven más vivos. Por este proceso de aniquilación de la identidad transita el personaje de Villa Amalia, Ann Hidden (Isabelle Huppert), pianista exquisita que so pretexto de la infidelidad de su pareja Thomas (Xavier Beauvois) –lleva con él quince años- toma la decisión de dar un vuelco al rumbo de su vida cortando con todo lazo que la une a su rutina: profesión, afectos, bienes materiales, cuentas bancarias, en un acto de pleno despojo para el que se propone no dejar rastro ni huella en cada paso que da. Todo lo quema, avanza en medio de la confusión y la excitación de lo nuevo, que se puede encontrar a la vuelta de la esquina en el reencuentro con un viejo amigo (Jean-Hugues Anglade) o quizá en un remoto pueblo de Italia a orillas del mar. Esa entrega a la fuga hacia adelante o, mejor dicho, una huida interior, acompañada adecuadamente por una banda sonora de Bruno Coulais integrada al relato y a su cambio constante de ritmo, es la única coordenada narrativa que marca el horizonte de esta historia, del realizador francés Benoît Jacquot, basada en la novela homónima de Pascal Quignard, conocido por su libro "Todas las mañanas del mundo". La trama se sumerge, junto al punto de vista de la protagonista, en un viaje tanto hacia adentro como afuera en el que los espacios interiores y exteriores juegan un rol trascendente en sintonía directa con la psicología y emociones del personaje, por quien prácticamente pasa toda la película sin que la cámara abandone su carácter de testigo de sus acciones –alternando la distancia permanentemente- y sus contemplaciones. Resulta inmejorable la elección de Huppert para dar vida a Ann; para realzar su misterio y espiritualidad con una economía de gestos asombrosa, pero por sobre todas las cosas con una paulatina transformación que se deja ver y sentir del otro lado de la pantalla y también musicalmente hablando dado que la melodía disonante y cortante de los comienzos del film se va a ir reemplazando por otro tipo de música clásica más acorde al ánimo del personaje y al tono del relato. No por casualidad el apellido ficticio que Ann se inventa Hidden traducido del inglés significaría algo así como oculto porque de eso se trata su plan de desaparición: ocultarse de todos en el anonimato de una pequeña casa en las montañas cerca del mar, que con su infinita calma y soledad invita a la reflexión tanto de la protagonista como del espectador ansioso por saber qué pasará cuando llegue el crepúsculo; con la mirada renovada y las ganas de estar allí por casi toda la eternidad.
Quemar las naves, vivir en puro tiempo presente Hartazgo, insatisfacción, incomodidad existencial son algunas de las razones que empujan a la protagonista del film a desaparecer de su vida previa para empezar una nueva, en una isla del Mediterráneo que trae el recuerdo de La aventura, de Antonioni. “Se acabó”, dice Eliane a poco de comenzado el film. Y su decisión no podría ser más drástica. No se trata de que viera a su pareja, con el que lleva conviviendo quince años, besándose con otra mujer. No, ella misma lo reconoce. Si fuera solamente eso, sugiere, sería una banalidad. Se trata –aunque nunca se enuncia– de algo más profundo: de un sentimiento indeterminado pero muy intenso, una sensación de hartazgo, de insatisfacción, de incomodidad existencial. Villa Amalia, la quinta colaboración del excelente cineasta francés Benoît Jacquot con Isabelle Huppert, es la historia del salto al vacío de su protagonista, de su ruptura con los lazos que la atan con el mundo para emprender una vida nueva, sin compromisos de ningún tipo, sin otro futuro que el más inmediato presente. Basada en una novela de Pascal Quignard (el autor de Todas las mañanas del mundo), Jacquot ha hecho un film que no tiene, en apariencia al menos, nada de literario. Por el contrario, la puesta en escena es reina, las palabras escasean, las explicaciones huelgan. Al comienzo, el montaje es ríspido, los paneos de la cámara son como bofetadas y los cortes son tan abruptos como las decisiones de la protagonista. Un encuentro fortuito con un viejo amor de juventud (Jean-Hugues Anglade) la empuja a definirse, pero no necesariamente para volver atrás, sino para impulsarse hacia adelante. “Quiero desaparecer”, dice. Y quema todo, sin contemplaciones: cartas, fotos, partituras... A su paso sólo queda tierra arrasada. Ella, compositora y pianista famosa, no duda en dejar un concierto por la mitad, en plantar al público, en abandonar los contratos y las giras. A partir de entonces, Bélgica, Alemania, Suiza, Italia pasan por su vida –en tren, en bus, a pie– con la misma rapidez con que ella se desprende de todo su equipaje, hasta viajar casi apenas con lo puesto, sin lastres de ningún tipo. Cambia no sólo de corte de pelo, sino también de horizonte. Y reemplaza un mar por otro: del melancólico gris de las playas de Bretaña, donde se apaga la vida de su madre, pasa al azul profundo del Mediterráneo, una isla del sur de Italia en la que encontrará su nueva morada, Villa Amalia, un refugio tan inaccesible como ella misma. En un film que ya inicialmente lleva con fuerza la marca de Antonioni –la alienación, el desorden de los sentimientos, la inestabilidad emocional–, este desplazamiento confirma el diálogo con el cine del maestro italiano. Eliane primero habla de perderse en Tánger, en el desierto (como lo hacía el personaje de Jack Nicholson en El pasajero). Pero esa escarpada isla del Mediterráneo recuerda inequívocamente a La aventura. Y no parece una casualidad que el nombre que ella elige para su nueva identidad sea Anna, el mismo del personaje de Lea Massari en el film de Antonioni, que se perdía definitivamente en una de esas islas. Anna-Eliane en todo caso viene a ocupar ese lugar, a habitar ese viejo misterio. Isabelle Huppert ocupa a su vez el film con la misma autoridad con que su personaje habita esa casa en lo alto de un risco, ubicada al borde del abismo, en un sentido literal pero también metafórico. “Mirame”, le dice alguien. Y ella responde: “Ya no veo nada”. Y los ojos de Huppert parecen perdidos en algún horizonte lejano, inaccesible aun para ella misma. Su expresión es tan seca y austera como el film todo, pero al mismo tiempo cargada de sentidos y latencias. Esa cualidad perturbadora es la marca distintiva de Huppert, con la que ha atravesado tanto la obra de Chabrol como la de Haneke. Y en manos de Benoît Jacquot –como cuando incursionaron juntos en el universo Mishima en La escuela de la carne–, Huppert vuelve a dar lo mejor de sí, a iluminar la pantalla como un inquietante sol negro.
Isabelle Huppert y un viaje de reinvención Fugarse, desaparecer sin dejar rastros, cortar todos los lazos, borrarse del mundo, recomenzar de cero, inventarse otra vida, otra identidad. ¿Quién no ha tenido alguna vez, aunque fuera fugazmente, esa fantasía? Benoit Jacquot toma la idea de la novela de Pascal Quignard (y parcialmente su desarrollo) para emprender esta exploración sobre la identidad y la fuga y hurgar en los pliegues más inatrapables de la interioridad del ser humano. Pero no se trata de un film de indagación psicológica: se asiste a las acciones (las de la protagonista, que es quien tras vivir un hecho que se supone perturbador, empieza a hacer realidad aquella fantasía de la huida absoluta, la huida de todo), y de ellas se infieren los cambios en su estado de ánimo, pero no hay explicaciones: casi todo pertenece al universo de lo no dicho. Y sin embargo, a pesar de toda esa ambigüedad, se sigue su progresivo andar rumbo a no se sabe dónde (y a toda marcha), con el mismo interés con que se sigue la de un fugitivo, sin que se sospeche la presencia de un perseguidor. Hay algo del hechizo de los sueños en su aventura. Nadie domina ese lenguaje tan lleno de misterio como Isabelle Huppert, que aquí hasta cambia de rostro y de cuerpo a medida que va avanzando en su viaje de reinvención. Ann, la cotizada pianista que una noche sigue a su marido, lo ve entrar en una casa y besarse apasionadamente con otra mujer y casi en el mismo momento se tropieza con un viejo amigo al que conoce desde que era chica, fue antes Éliane, tuvo un padre músico que dejó a su familia para siempre y un hermano que murió joven. Cuando descubre la traición no hace una escena, pero inmediatamente rompe con su marido y poco después empieza a liberarse de todo lo que la encadena: deja la música, vende los pianos, la casa, los muebles, apenas se despide de su madre, ya casi ausente. El recobrado amigo la ayuda a desaparecer. Cruza varias fronteras en todo tipo de vehículos y sólo se detiene en una villa italiana poco accesible en lo alto de un monte sobre el mar. Encuentros e incidentes menores y un fugaz regreso a Bretaña ilustran sesgadamente sobre los sentimientos de esta mujer emotivamente frágil pero dueña de firme voluntad. El lenguaje fracturado, abrupto, a veces abstracto de Jacquot responde al ritmo de este viaje emotivo que no está totalmente desarrollado en términos narrativos e invita a leer entre líneas y por eso puede resultar frustrante para algunos. Huppert es, como siempre, fascinante.
Hay películas que miran al pasado y otras que miran al futuro. Villa Amalia es de las primeras. Entre muchas películas que optan por trabajar desde el posmodernismo, Jacquot nos construye un relato propio de la modernidad, donde el énfasis está puesto en las metáforas visuales: la construcción de los espacios como un espejo de la vida interior del personaje que está en pleno proceso de cambio. Anne (interpretada por Isabelle Huppert: Ocho mujeres, La profesora de piano) es una pianista que descubre a su marido dándole un beso a otra mujer. Este hecho detona un proceso de transformación casi irracional: deja su profesión, vende absolutamente todo, le deja la plata a un amigo con el que se reencuentra la noche en que presencia el beso, se cambia el look y parte casi con lo que lleva puesto a un pueblo a orillas del mar. Allí experimenta una vida diametralmente opuesta a la que llevaba, tanto en el sentido del confort (pasa de un piso iluminado y lujoso en el centro de la ciudad a una especie de cabaña-cueva sin electricidad) hasta cambiar sus preferencias sexuales. Un film que abre interrogantes, pero nunca los cierra del todo. Un cine que apela a lo sensorial y a la capacidad del espectador de armar las piezas del relato con la poca información que se ofrece, y que siempre es ambigua (¿un trauma del pasado, una enfermedad del presente?). Una película con un modo de relatar propio del cine francés, que parecía perdido pero que, cada tanto, regresa.
Una mujer desaparece. Ann decide dejarlo todo. Su marido, su departamento y su agotadora vida de pianista. Ann se aligera, se hace invisible, viaja sin equipaje, libera, vende, quema. Se vuelve intocable. Ann se disuelve en los lugares que atraviesa y la película acompaña esa deconstrucción metódica en busca de un nuevo equilibrio. Villa Amalia, como otras películas de Benoît Jacquot, es un salto al vacío que explora la combinación perfecta entre fugas, vagabundeos y transgresiones para lograr otro estado. Una película enigmática que enarbola la fascinación por una vida incómoda, peligrosa, anormal, pero que palpita. Villa Amalia se fusiona con la pasión de su heroína y consigue una extraña armonía entre sus estridencias y su lirismo. El director borra los rastros, destruye las pistas y pone en escena las emociones de una Isabelle Huppert en plena metamorfosis. Jacquot filma estados de ánimo como si fueran acciones y genera cierta ingravidez. Las imágenes, los sonidos y las situaciones se manifiestan en el límite de lo real. En la escena en la que Ann visita a su madre antes de partir, las palabras son escasas y suenan extrañas. La riqueza de las miradas y la expresividad de los cuerpos se acentúan por la falta de diálogos. La película va alineando emociones imprevisibles sin explicarlas. No se trata de comprender sino de experimentar, aferrándose bruscamente a las sensaciones. La protagonista cambia de ropa en cada escala, lanza bolsos y algunos objetos, luego adquiere otros y vuelve a salir. La película se apropia de su locura fijando la atención en las bolsas de basura llenas de ropa, en los formularios de compra, en los procedimientos bancarios y aduaneros, en el traslado de pianos, en los cambios de cerraduras, trenes y hoteles. Lo que aparenta ser un error de construcción dramática es, por el contrario, el proyecto mismo de la película. La máquina narrativa funciona a la perfección acoplada a un dispositivo de otra naturaleza llamado Isabelle Huppert. A esta altura no vamos a descubrir las enormes cualidades de la Huppert, aunque lo que ocurre con ella en Villa Amalia es inédito. Más allá del virtuosismo técnico de una actriz experta, hay otra cosa que hace eco en la locura de la película y del personaje. La ósmosis entre Ann e Isabelle Huppert genera una euforia invisible que debe exteriorizarse con diez máscaras diferentes. La actriz cambia de rostro y de cuerpo, luce aterrorizada, divertida, manipuladora, preocupada, triste, abierta, ahogada. Son secuencias con planos muy breves, pequeñas notas sobre un gesto, un sonido, un cambio de humor, que componen un universo a la vez preciso y fluido. La singular escritura de los diálogos juega sobre registros contradictorios, casi disonantes. La película parece habitada por la música que compone Ann, una concertista que descubre que el compromiso ya no está en sus cuerdas y decide cambiar de compás, en dos tiempos y tres movimientos. Música y cine contemporáneos, donde la expresividad de los sentimientos no retrocede ante las rupturas de tono, las asonancias inusuales o los largos silencios.
VOLVER A EMPEZAR Una mujer decide comenzar su vida de nuevo y cortar con todo lo anterior. La excusa es una infidelidad del marido, pero el motivo real es más profundo y complejo. La película está a la altura de sus ambiciones pues extende la sensibilidad de la protagonista y sus angustias a toda la puesta en escena. Las primeras imágenes del film parecen propias de un film noir. Por ser un film francés, sería un polar, un film noir hecho en Francia. La banda de sonido acompaña esa sensación. Un auto sigue a otro bajo la lluvia. Por el espejo retrovisor vemos –igual que un film noir- los ojos de la protagonista. Es una escena tensa. La protagonista es Isabelle Huppert, una actriz ideal para el misterio, para la tensión, para la ambigüedad. A lo largo de casi cuarenta años de carrera, Huppert ha podido desarrollar personajes cuyas caracteristicas encajan perfectamente con ese misterio que encierra el rostro de Ann. La película no tiene prólogos, arranca con el estallido de una crisis. Ann descubre una infedelidad y eso detona un conflicto latente. Un cuestionamiento existencial que llega hasta las raices mismas de la protagonista. Ann decide, entonces, terminar con todo. Si acaso habita en el ser humano la fantasía de hacer un corte abrupto con todo e irse lejos para desprenderse de sus conflictos, la película Villa Amalia va un poco más allá. Lo que habita realmente en el planteo del film es una pregunta acerca de la escencia de una persona. Lo que Ann parece explorar es justamente eso, la pregunta que se hace es: ¿Quién soy? ¿Qué soy? Y a lo largo de la trama va recorriendo diferentes situaciones, viviendo cosas que parecen contestar parcialmente a ese pregunta. ¿Es una persona su matrimonio? ¿Es una persona su casa o su auto? Claro que hay respuestas que son obvias, que cualquiera podría, al menos en teoría, contestar sin problemas. Pero otras son mucho más complejas y sumadas invitan a reflexionar acerca de su propia existencia. Así, la familia, la pareja, la vocación, la nacionalidad, la religión, la inclinación sexual, la ropa, el nombre, todo en la película parece poder ser separado del núcleo mismo del ser. Todo eso nos delinea, pero no es la esencia. ¿Si cambio de nacionalidad cambio de ser? ¿Si no conservo mi nombre y mi religión ya no soy yo? En un momento se arma un rompecabezas en el film y esa metáfora debería ser tomada en cuenta como manifestación de esas muchas partes que conforman nuestro ser. El camino que Ann elige resulta placentero e inquietante a la vez, como lo son, después de todo, las formas de libertad individual que Villa Amalia desarrolla. Una y otra vez la protagonista se sumerge en el agua, espacio de paz y tranquilidad para ella. El agua podría, representar formas de pureza, así como un metatórico –y sólo metofórico- regreso al estado anterior al nacimiento, donde habría una esencia que no sería afectada aun por los elementos que luego de nacer comenzamos a sumar con nuestra experiencia de vida. Del agua será rescatada Ann en un momento y verdaderamente será este un nuevo nacimiento que la encuentra con nuevas esperanzas en el futuro. Estos cortes con el pasado –especialmente bella la caricia con la que despide de su padre- que van inquietando por momentos y generando expectativas por el otro, no son otra cosa que la forma en la cual el film muestra la figura de su protagonista. Este cortar con todo no es otra cosa más que recortar, que explorar cuales son los límites de nuestro ser. Donde terminan los demás y empezamos nosotros, donde culmina nuestra naturaleza y comienzan los condicionamientos exteriores. A juzgar por el final del film, Ann podrá no haber encontrado las respuestas que buscaba, pero ya no está como al comienzo del film. La oscuridad y la crispación del comienzo han sido reemplazadas por un luminoso exterior y una ventana abierta al sol y al mar. Ann Hidden (Hidden es escondido en inglés) se ha dejado de esconder y ha empezado a ver la vida de frente. La luz del plano final así parece demostrarlo.
Señora de nadie La historia de Ann, la protagonista de Villa Amalia, comienza mucho antes de las primeras imágenes que muestra la película: su sensación de hartazgo, su imperiosa necesidad de romper con todo y empezar de nuevo, parecen ser el resultado de años de pasividad y angustia callada. No es exagerado suponer –a partir de la información que da el film, que no es mucha– que ese malestar la viene persiguiendo desde su infancia. Lo cierto es que la infidelidad de su marido la dispara hacia ninguna parte. Los primeros, admirables minutos muestran esa explosión de sentimientos contradictorios: basta ver su mirada inquieta, perdida quién sabe en qué disquisiciones, con esa mezcla de seriedad, malicia y misterioso mundo interior que Isabelle Huppert transmite como nadie. “Me voy”, dice. “¿A dónde?”, le preguntan, y ella responde: “Me voy, simplemente”. George, un viejo amigo (Jean-Hughes Anglade), le sirve de confidente, ayudándola a poner los pies sobre la tierra. “No es fácil desaparecer hoy en día”, le advierte. Pero Ann no para de deshacer cuentas bancarias, tarjetas de crédito, teléfonos celulares, papeles y fotografías. No sólo eso: pianista consagrada, interrumpe su agenda de conciertos y grabaciones, embarcándose no en uno sino en varios viajes, durante los cuales va deshaciéndose de sus pertenencias y tomando distancia de sus compromisos afectivos. Hay algo descontrolado en esa huida. “Estás loca” le dice George, bromeando. Y Ann, sin negarlo, sonríe pensativa. Pero en ese frenesí –que Jacquot (París, 1947) expresa con un montaje precipitado–, en esas actitudes que por lo intempestivas pueden resultar insólitas, hay una imperiosa búsqueda de identidad y de libertad. En este sentido, Villa Amalia se diferencia de tantas películas con mujeres que se alejan súbitamente de un marido que las condiciona: más allá de algunas actitudes previsibles (el cambio de peinado o la manera con la que corrige a quienes la llaman señora), queda claro que lo de Ann es más audaz. No busca, evidentemente, vengarse ni salir en pos de un nuevo amor, sino descubrir el valor de la soledad y disfrutar el contacto con la naturaleza, con lo más íntimo que la liga al mundo y al resto de los seres humanos. Esa embriaguez la lleva a descuidar su propia vida, a juzgar por la forma en que, en cierto momento, se pierde nadando en medio del mar. En los últimos tramos, ciertas resoluciones dramáticas suenan antojadizas, con personajes que aparecen y desaparecen caprichosamente, como esa anciana que vive en plena montaña y que se encariña rápidamente con Anna sin motivo aparente. También parece cómoda la manera con la que la protagonista lleva su plan adelante sin problemas económicos de ninguna clase (hay, incluso, una discutible aparición de gente revolviendo basura en una escena clave). De todas maneras, es en la última parte de la película cuando se revelan algunos aspectos vinculados a su sexualidad (que explicarían su brusco rechazo a un beso de su amigo) y a su pasado familiar: el fugaz encuentro, en un bar, con un personaje crucial que la conmociona, permite, por fin, ver en la decidida Anna (y en Isabelle Huppert) una señal de vulnerabilidad.
La vida de Ann-Eliane (Isabelle Huppert) cambia completamente un día que decide seguir a su marido y encontrarlo besándose con otra mujer. Acto seguido, se topa con un conocido del pasado llamado Georges (Jean-Hugues Anglade) a quien toma como amigo y único confidente de los actos que van a acontecer en su vida. Ann decide en una semana abandonar todo, a su marido con el cual lleva más de una década conviviendo, a su trabajo en el cual se desempeña como una exitosa concertista de piano, su departamento en las afueras de Paris e inclusive su propia identidad. Con el correr de la película vemos a Ann despojándose de su ropa, sus documentos, todo lo que la vincula con su vida pasada, con una persona que ya no es. Vemos el cambio de vida, de la gran ciudad a un pueblo minúsculo en la bella Italia. La película, basada en una novela del francés Pascal Quignard, nos habla de la soledad, de ciertos momentos en la vida de una persona en que es necesario dejarlo todo y partir. Cuando Ann decide alejarse, encuentra su lugar en el mundo, donde es feliz con su nueva vida, ese lugar es el que da nombre al film, una casa en la cima de una montaña llamada “Villa Amalia”, ese es el momento determinante de la película, cuando ella descubre esa casa abandonada se da cuenta de que lo que ella quiere es eso, ahí quiere vivir y disfrutar. Con la dirección del francés Benoît Jacquot, podemos disfrutar nuevamente a la maravillosa actriz Isabelle Huppert, quien es el motivo fundamental para ver esta película en pantalla grande. Si bien el film cuenta con buenos momentos, por momentos aburre al espectador por ser redundante y repetitiva con cuestiones como la rutina, la soledad y el desencanto.
La huida y búsqueda de una mujer en una interpretación brillante de Isabelle Huppert dirigida por Benoit Jaquot Decía un crítico español que Isabelle Huppert es la actriz que tal vez haya encarnado mejor la frustración de la mujer moderna y su intento de liberación. Y Villa Amalia es el lugar de la epifanía sin final de una mujer que detrás del quiebre sin retorno que significa descubrir el adulterio por parte de su esposo, decide huir. Pero a no caer en confusiones, el engaño es solo un disparador, la pieza anecdótica y dolorosa que permite la consecución de la historia. Así, Ann, su protagonista en una Huppert magnifica, renuncia a todo: estatus, bienes y su amor por el piano, que es su modo de vincularse al arte. El film dirigido por Benoit Jacquot, no se queda fijado en una narrativa elocuente y plagada de palabras, sino que hace de la omisión, de lo elidido y lo no dicho una poética en sí misma, cargando en las espaldas de Ann, toda suerte de cambios anímicos, físicos y de todas las índoles supuestas en una situación de huida en la que el pasado parece, sólo parece, desvanecerse para siempre. El engaño que conforma un muro de duelos y se suma al abandono de su padre (que retornará hacia el final de un modo inesperado y metafórico), a la muerte de su hermano y a otras decepciones, la llevarán a traspasar límites que si bien están representados en fronteras, simbolizan todos aquellos lindes que se mortifican y franquean para alcanzar un ser posible y libre. Su debilidad emocional contrasta de modo permanente con su atrevimiento para seguir adelante buscando aquello que la constituye como mujer. Villa Amalia es el solaz que puede abandonarse y retomarse y es también un film donde los fragmentos de una vida se narran desde la corporeidad de una actriz que le otorga organicidad a su criatura de un modo magistral.