Un niño, su caballo y un sueño misionero El film de Mario Verón utiliza actores no profesionales para construir su relato ambientado en el mundo de las carreras cuadreras Fidel es un niño que se acerca a la adolescencia y desde su Paraguay natal viaja a las entrañas de la selva de Misiones para conocer otros lugares y otras personas. Allí se acerca a otros niños lugareños con los que comienza una amistad y, además, halla a un caballo apodado El Che por los campesinos del lugar por su fuerza y por su hidalguía. Es así como Fidel, con ese equino que ya se convirtió en su inseparable compañero, decide participar en carreras cuadreras que le permitirán conseguir dinero para enviar a su madre, que lo espera ansiosamente en el país vecino. El muchacho, que jinetea con enorme habilidad teniendo como amuleto el nombre de Maradona en la espalda de su remera, se abre paso en la pista improvisada sobre la rojiza tierra y, lentamente, halla en los habitantes del lugar a sus más entusiastas seguidores. Con estos emotivos elementos el director Mario Verón (Neike y Te olvidaste de mí) logró relatar una historia cálida y sencilla que muestra la forma en que el protagonista y su caballo luchan para lograr el ansiado triunfo y la admiración de quienes lo rodean. Rodada con actores no profesionales, el film halla en Fidel Cantero a un protagonista que supo manejar con habilidad esa aventura que habla de amistad y de amor hacia ese caballo que logrará convertirse en un héroe en medio de la algarabía de todo un pueblo.
¿Existe alguna forma de garantizar de que un matrimonio se quede unido durante muchos años? Las respuestas pueden ser muchas y varias de ellas se explican en este film entre lo documental y lo ficcional de los directores Alejandro Vagnenkos y Víctor Cruz. El tema de la naturaleza del amor plantea muchos obstáculos, pero los cineastas supieron elaborarlo con mucha ternura y permanente emoción. El eje central es un hombre que está próximo a cumplir los 50 y decide a filmar una película acerca de amores de largo aliento, en torno del cual se desarrollará un humor existencial. La única escenografía es un sillón rojo en un teatro por el que pasan con sus historias esas parejas que ya han cumplido 50 o más años de matrimonio. Entre recuerdos de picardías, añoranzas, alguna que otra infidelidad y una intensa y eterna paciencia van relatando sus vidas en común. Cada una de ellas posee el denominador común del amor, condimentado por extraordinarias dosis de humor. El dúo de directores supo compaginar con gracia, con elegancia y con un subrayado que nunca queda de lado los relatos de sus protagonistas, que hablan entre lágrimas y besos en medio de un clima que se vuelve a veces reflexivo y siempre emocionante. En definitiva, es la historia de un par de detectives en busca de resolver uno de los grandes enigmas de la humanidad a través del lenguaje cinematográfico.
El vínculo amistoso entre el músico y cantante brasileño Moacir dos Santos y el cineasta Tomás Lipgot se convirtió en una trilogía de películas iniciada en 2010 con el film Fortalezas, al que siguieron Moacir (2011) y Moacir II (2017), todos ellas protagonizados por dicho artista, fallecido en 2018. En forma de diario personal, el realizador resume en esta cuarta parte su amigable unión con ese brasileño cordial y simpático que mostró sus habilidades artísticas en modestos salones y, alguna vez, frente a un numeroso público que supo comprender su sincero arte. Desde su propia voz y figura, Lipgot recuerda la internación del artista en el Borda, se detiene esta vez en esos amigos que lo van encaminando hacia el éxito tan deseado por Moacir y muestra con enorme emoción y toques de humor el camino que deberá seguir para que sus canciones se abran a la popularidad. Así el film comprime emociones del cine y de la vida doméstica y habla de la sinceridad de quienes, en este caso, rodearon como una gran familia a ese Moacir que siempre tendió su mano afectuosa hacia quienes se le acercaron con la voluntad de hacer de sus temas musicales un canto de vida y de ternura. Con estos elementos, el film se convierte en un documento universal acerca de la necesidad de creer en el deseo de ayudar a quien se tiene más cerca y, al mismo tiempo, a quienes necesitan rodearse de aquellos que lo comprenden y lo necesitan.
En los intensos años de la década del 60, el cineasta Manuel Antín conoció al afamado escritor Julio Cortázar. De este conocimiento nacería una larga amistad que se transformaría en cartas y cintas grabadas, ya que el primero realizó sus primeros film en su país de origen, mientras que el autor de Rayuela estuvo mucho tiempo alejado de la Argentina. Muy pronto, Antín se sintió atraído por la literatura de ese hombre y en 1961 adaptó para la pantalla grande su obra La cifra impar, y un año después rodó Los venerables todos, ambos films en que los recuerdos de sus héroes se agolpan en el presente para aclarar o confundir el pasado. De esa constante amistad epistolar entre Cortázar y Antín nacería, en sociedad, el guion de Circe, pero no terminaría aquí ese trabajo a dúo, ya que Antín filmó, en 1964, otra de sus novelas: Intimidad de los parques. La directora Cinthia Rajschmir logró, con tan rico material, componer un documental cálido y sincero que explica el difícil vínculo entre la literatura y el cine. Varias personalidades que tuvieron que ver con esa amistad y con sus films, entre ellas Ponchi Morpugo. Ricardo Aronovich, Graciela Borges y Dora Baret, recuerdan aquellos días de rodaje, en tanto fragmentos de esas películas desfilan por la pantalla como homenaje a esos dos íconos del séptimo arte y de las letras.
En un contexto marcado por la pobreza, la exclusión y la redistribución de tierras junto con la producción de alimentos son los elementos centrales de este documental que transita con fuerza y calidez la pobreza y la esperanza de esos pobladores que sobreviven a fuerza de coraje y de esperanza. En torno de estos elementos aparecen los campesinos que fueron desalojados por el avance de las más modernas tecnologías y que, empecinadamente, vuelven a sus tareas rurales construyendo una audaz alternativa frente a tanta desigualdad. El director Juan Pablo Lepore (Sin patrón, una revolución permanente; La jugada del peón, el agronegocio letal) supo, con su cámara inquieta, lograr la necesidad de hacer visibles las dificultades que ocurren en el campo profundo, donde el negocio de los grandes terratenientes avanza y obliga a las antiguas comunidades a abandonar sus tierras. No escaparon tampoco para el realizador las similares condiciones de vida de los campesinos brasileños, quienes se muestran aquí siempre dispuestos a reunirse en cooperativas unidas por la tenacidad y el esfuerzo cotidiano. A través de las palabras de varios de esos trabajadores y de quienes se convirtieron en sus amigos se evidencia que es posible la vuelta al campo y que se puede retornar al estilo de vida que ayuda a construir un futuro mejor para sus hijos.
Entre la ficción y la realidad, el director Sebastián Muro comenzó a filmar, con una pequeña cámara, la trayectoria de su padre mientras que Rafa, un extrovertido empresario de eventos decide, al mismo tiempo, rodar una película para presentarla en la facultad a la que concurre. Hipnotizado por la comodidad y la displicencia de su padre frente al ojo de la cámara, Sebastián prosigue filmándolo hasta que, sin quererlo, comienza a relatar su propia historia familiar y se encuentra con un tema nunca saldado con aquel. Así esta atípica trama recorrerá con humor y con calidez el camino de esos personajes que necesitan conocerse más y mejor para saldar viejas deudas, entre las que se cuenta el largo alejamiento de Sebastián con su ahora casi desconocido padre. El realizador del film juega cómodamente con los episodios cotidianos y con los sucesivos ejemplos por los que debió transitar para lograr que su propia vida llegue a la pantalla grande y así, desde ella, mostrar a la paternidad como problema y, al mismo tiempo, poner atención para poder reparar las heridas del pasado. La mayor parte de sus muchos allegados aparece en el film y así se logra un excelente clima que va descubriendo alegrías y tristezas de ese grupo que emociona por su ternura y por sus recuerdos.
Tras 20 años de matrimonio, María decide dejar todo atrás y comenzar una nueva vida. El primer paso es hospedarse en la habitación 212 de un hotel ubicado frente a la casa en la que vivía junto a su pareja. Pero con el paso del tiempo comenzará a preguntarse si tomó la decisión correcta, pues otro hombre se acerca a su vida y ella comenzará a dudar si el verdadero amor, tal como ella lo siente, existe en realidad. Cuando otra mujer llega para poblar el exilio sentimental de María, su “cotidianeidad” se verá envuelta en dudas, temores e incertidumbre. El director Christophe Honoré dejó de lado la simpe historia de sentimientos encontrados, tan vista en este tipo de tramas, para elaborar una comedia atrevida, entregada a la verborragia, que poco a poco se va convirtiendo en un bello artificio en el que se mezclan recursos cinematográficos y teatrales planteados como en un mágico juego de espejos. La historia pide la mayor atención del espectador, pues por momentos se confunden algunas situaciones, pero ello no es óbice para que el film posea los suficientes destellos y una gran ternura para aquellos románticos incurables que suelen nadar en aguas plenas de ternura. El excelente trabajo de Chiara Mastroianni y de todos sus compañeros de elenco se apoya en la metáfora y en el realismo mágico para poder jugar con todos los trucos que brinda el amor.
Charlotte es una olvidada actriz de cine español que, al enterarse de que el director que la llevó a la fama filmará su última producción en Paraguay, decide viajar hasta ese país en una derruida casa rodante acompañada por Lee, un joven chino que le sirve de mandadero y de confidente. El viaje es largo y esa famosa exestrella confía en que su pasado de esplendor puede volver a colocarla en la cima de la popularidad, pero a pesar de su mal humor y de las aventuras y desventuras que se le imponen en esa travesía sabrá, en definitiva, que la vejez y la posibilidad del olvido están siempre presentes en su fuero íntimo. En esta anécdota, relatada con emoción y calidez por el director Simón Franco, sobresale la necesidad de poder dejar atrás una imagen propia que no volverá para suplantarla por el autoconocimiento, por el mirar el pasado y comprobar de que no hay un antes y un después, sino sólo un presente. Con enorme ternura el realizador, apoyado por una excelente fotografía y por una música de suaves ritmos, compuso su film al estilo de una road movie que va pautando cada una de las circunstancias por las que atraviesa esa mujer que necesita sobrevivir frente a sus tiempos de fama. Angela Molina compone con enorme ternura su personaje que, en definitiva, representa el fin de una búsqueda de todo ese mundo emocional, de valentía y de entrega artística.
Cecilia, una mujer joven, divorciada y madre de un hijo pequeño, decide emprender un viaje a bordo de su automóvil junto al niño. De pronto un extraño accidente complica el viaje y ella es hallada, al tercer día, desorientada, sola y sin recordar lo que ocurrió durante ese tiempo. Desesperada busca a su hijo y así se ve envuelta en una cacería brutal llevada a cabo por un fanático religioso con quien deberá enfrentarse de las maneras más sanguinarias. Para ella él es un lunático y para ella es el enemigo, y así ambos lucharán para que el pequeño aparezca con vida. Con estos elementos propios del género de terror, el director Daniel de la Vega concibió un thriller que logra su propósito de retratar a esos personajes que atañen al género humano: la pérdida, la búsqueda de alguien amado y, a su vez, el descubrimiento de la propia identidad a través de esa búsqueda. La trama, en la que otros personajes también participan de la necesidad de hallar al niño, termina de develarse en el último acto porque las pistas están diseminadas con inquietantes muestras de suspenso. El realizador, además de saber conducir la historia con indudable calidad, halló a un elenco en el que tanto Moro Anghileri como Gerardo Romano, Osmar Núñez y Osvaldo Santoro supieron retratar con impecables tonos a esos personajes que desfilan entre la muerte y la angustia.
Los integrantes de la fundación Flora y Fauna, una entidad que recorre toda la Argentina en busca de elementos que le permitan estudiar todas y cada una de las diversas especies de arbustos y animales que la naturaleza impone en los más recónditos lugares, llegan a la meseta del lago Buenos Aires, ubicado en la provincia de Santa Cruz. Su visita a ese espacio se debió a la necesidad de proteger al macá tobiano, un pato oriundo de la zona que se halla en vías de extinción. Los integrantes de esa fundación decidieron conformar un parque nacional de 500.000 hectáreas que se uniría con otro ubicado en Chile. La idea era generar un pujante turismo regional que beneficiase a ambos países, pero tropezaron con la oposición de los encargados de las estancias laneras, quienes argumentaban que ese proyecto iba contra sus intereses económicos, que podrían no ser compensados por el influjo de turismo. Otras voces argumentan que los beneficios ambientales podrían no ser los deseados. El director Juan Dickinson paseó su cámara inquieta apoyado por una excelente fotografía de Los Antiguos y de Perito Moreno, donde se desarrolla este documental, y con la presencia y las voces de quienes formaron parte de esa fundación y de dueños y capataces de varias estancias, fue descubriendo esas contradicciones entre ambas posturas que permiten una reflexión acerca de nuestra relación con el medio ambiente.