Eficacia y carisma para hacer las delicias de los seguidores del género En la entrega inicial de Los indestructibles quedaba abierta la posibilidad de que sus protagonistas prosiguieran con su lucha en pos de la justicia. En esta segunda parte, pues, el grupo de mercenarios comandados por Barney Ross (Sylvester Stallone), deberá cumplir una aparentemente fácil misión encomendada por Mr. Church (Bruce Willis), que pronto se convertirá en una sangrienta lucha sin cuartel, cuando uno de los integrantes de ese grupo es alevosamente asesinado. Obsesionados con la revancha, el equipo -al que en esta ocasión se suma una joven experta en artes marciales- dejará una estela de destrucción entre las fuerzas que se les oponen, causando estragos y desmantelando una amenaza inesperada: el robo de cinco toneladas de plutonio, cifra sin duda más que suficiente para cambiar el equilibrio de poder del mundo. Al frente de la banda autora de este audaz plan está Jean Vilain, un siniestro individuo que, casualmente, había sido el responsable del asesinato de aquel mercenario. De aquí en más todo es en la historia acción, violencia, balazos y destrozos por doquier. El director Simon West no escatimó pausas en esta aventura que, apoyada por un impecable montaje, vuelve a traer a la pantalla a esos audaces indestructibles. Desde el principio al fin, el relato contiene la suficiente adrenalina para entretener a ese público siempre dispuesto a apoyar desde sus butacas a los héroes de turno, mientras que éstos lograrán, en un final que conviene no revelar, imponer su valentía tras no pocas situaciones de enorme riesgo. Para concebir este film, sus productores aunaron a un grupo de "pesos pesados" en películas de acción, y así Sylvester Stallone, Jason Statham, Dolph Lundgren, Bruce Willis y Arnold Schawarzenegger, a los que se suma Chuck Norris, en un papel que lo remite a algunos de sus recordados títulos, se convertirán en valientes justicieros para combatir a ese siniestro personaje puesto en la piel de otro ícono en este tipo de entramados: Jean-Claude van Damme. Posiblemente nada haya de nuevo en la temática de esta segunda parte de Los indestructibles , ya que la cinematografía norteamericana repite hasta el cansancio parecidas y audaces aventuras, pero sin embargo esta segunda parte de Los indestructibles , que en sus escenas finales hace un guiño que puede interpretarse como que sus protagonistas proseguirán con sus aventuras, posee todo el carisma para que los amantes del género no salgan decepcionados de la sala.
Una trama que naufraga entre el policial y el romance Los sueños, las realidades y un álbum de figuras simbólicas fueron los temas y los personajes que, en mayor o menor medida, construyeron la filmografía de Eliseo Subiela. Rehén de ilusiones no escapa a estas preocupaciones del director y aquí centra su mirada en un novelista y profesor sesentón que, frente a su computadora, no logra dar con el ritmo que necesita para comenzar su próximo libro hasta que una de sus ex alumnas llega para confesarle que siempre estuvo enamorada de él, desde aquellos tiempos de facultad. Pablo había llevado hasta ese momento una existencia monótona, casi gris, pero la aparición de Laura cambia la vida de ese hombre, permitiéndole la ilusión de volver a su juventud. Hasta que un día la joven sufre un brote psicótico y se siente perseguida y amenazada no sólo por los militares de un cuartel vecino a su departamento, sino también por el portero del edificio en el que vive. Desde ese momento, Laura aparecerá y desaparecerá de la vida de Pablo, mientras que éste tratará de descubrir qué se esconde detrás de esas ausencias y presencias. Fue, sin duda, mucho lo que Subiela intentó con ese entramado por momentos reiterativo, casi siempre oscuro y a veces asociado al género policial. Así, el film no termina nunca de definirse y va cayendo lentamente en múltiples lecturas que van desde el canto del cisne de un hombre maduro que le teme a la vejez hasta la reaparición de fantasmas del pasado que reaparecen no sólo para asustar sino también para tejer una realidad en la que sus dos personajes centrales se ven envueltos en una espiral que nunca llega a su fin. Los protagonistas Daniel Fanego y Romina Richi tratan de hacer lo más creíbles posible estas idas y venidas de sus respectivos personajes, pero no era fácil para ellos salir indemnes de esa trama que, sin duda, se deja llevar por una pretensión que quizá no había previsto su realizador.
El robo de las joyas de Eva Perón en Madrid, puntapié para un buen thriller catalán En mayo de 1956, una importante joyería de Madrid es asaltada. Los autores del delito son dos hombres que, vestidos como militares y armados hasta los dientes, logran llevarse piezas valuadas en varios millones de dólares, entre ellas algunas pertenecientes a Eva Duarte, que se encontraban en custodia en ese local. Los medios periodísticos aseguran que nunca había habido un golpe semejante en España en más de 20 años. ¿Quiénes son esos audaces ladrones? ¿Perseguían algo más que alzarse con las joyas? Rápidamente la policía desata una cacería sin cuartel que culmina con la detención de dos hombres de nacionalidad argentina. El botín es recuperado, a excepción de un lote de misteriosas joyas acerca de las cuales los ladrones guardan el más absoluto secreto. La ley de bandidaje y terrorismo, vigente en esa época franquista, permite juzgarlos rápidamente mediante una corte militar, y ambos son sentenciados a 25 años de prisión, donde se los somete a un estricto aislamiento. La historia, que parece llegar a su fin en ese momento, recién acaba de empezar. Sobre la base de este episodio real, el director catalán Eduard Cortés ( La vida de nadie, La caverna, As de espadas ) logró un thriller ágil, por momentos inclinado hacia la comedia, que va anudando los motivos del fabuloso robo hasta caer en un final en el que se apersona la tragedia. El director supo, además, elegir con inteligencia a sus actores, y de un elenco de parejos méritos sobresale netamente el trabajo de Guillermo Francella, cuya máscara es, sin duda, la más apropiada para encarnar a ese Merello que, casi sin saberlo, se ve envuelto en una trampa de la que no podrá salir. No menos correcta es la labor de Nicolás Cabré como su casi tímido cómplice, en tanto que Daniel Fanego vuelve a mostrar sus cualidades interpretativas en un papel que oscila entre el bien y el mal. Un impecable montaje, una excelente fotografía y una música de buen ritmo apoyan esta trama que, sin duda, logra su propósito de mostrar los fondos más oscuros de esos hombres que participaron de un hecho delictivo sembrado de misterio y de ocultas intenciones.
Tres historias de dolor y crimen que cruzan el puente Encarnación / Posadas El novel director Eduardo Schellemberg, luego de un arduo trabajo que le demandó cuatro años de investigación, estructuró este documental en torno a tres historias ambientadas en el puente San Roque González de Santa Cruz, que une la ciudad argentina de Posadas con la paraguaya de Encarnación. La primera es la de Aurora Lucena, viuda de un gendarme muerto en un confuso episodio ocurrido bajo ese puente, quien trata de buscar testigos del hecho ya que la causa de su marido, que lleva ocho años de proceso, está pronta a elevarse a juicio oral. Paralelamente Eduardo Petta, ex fiscal paraguayo que enfrentaba en la región el contrabando y la corrupción y que fue destituido en un conflicto nunca aclarado, decide volver a Encarnación a explicarles a sus hijos el motivo de su despido, mientras que Ricardo de la Cruz Rodríguez, un abogado de Posadas que defiende contrabandistas con argumentos anticapitalistas, redacta un informe acerca de la criminalización en la región para ser presentado al Ministerio de Derechos Humanos de Posadas. Con un impecable trabajo de seguimiento, el realizador logró descorrer los velos de esos episodios casi ignorados por la mayoría de la gente, y lo hizo con una cámara atenta tanto al camino de sus tres personajes centrales como a las más inquietantes formas en que ese puente parece haberse convertido en el espejo de los más disímiles delitos. La trama, tan elogiable en su narración como en sus impecables rubros técnicos, muestra de qué forma ese sueño de unir naciones se degeneró y abre la pregunta sobre el contrabando entre fronteras para mostrar la realidad de los pueblos que lindan con las naciones vecinas.
El documental de Roberto Persano y Santiago Nacif abarca los sucesos que tuvieron su punto culminante el 19 de junio de 1979, cuando se produjo el triunfo de la revolución sandinista en Nicaragua. Sobre la base de noticieros de la época, fotografías, animación y los testimonios de voces y figuras que rememoran su participación en aquella gesta, el film intenta sacar a la luz ese proceso revolucionario y lo hace de manera sólida. El film se encarga de evocar la revolución sandinista vista desde los más diversos y amplios ángulos. Con un impecable montaje, una excelente fotografía y una apropiada música este documental, mucho más allá de las muy disímiles opiniones acerca de esta lucha, logra recrear un momento culminante en la historia de América latina, un momento que bien vale no olvidar sino, por el contrario, tener como referencia dentro de los muy aciagos días que, en definitiva, debieron vivir tanto nuestro país como los demás países que hicieron de los sacrificios y de los horrores una memoria colectiva.
La vida en una comunidad tradicional en Chile Tan sólo a dos horas de Santiago de Chile se levanta un campamento en el que los arrieros realizan sus tareas cotidianas. Aquí las viviendas son precarias, el clima es hostil y hombres, mujeres y niños se empeñan en ayudarse. Su mundo es extremadamente simple para la vertiginosa mirada de la ciudad y sus tareas les sirven apenas para generar un plato de comida y para brindarse entre sí esa cordialidad que es, en definitiva, uno de sus mayores placeres. El director Juan Baldana radiografió en este documental con indudable ternura a esos seres que, casi sin palabras (o con palabras apenas audibles) se esmeran en enfrentarse con las diarias contrariedades que les ofrece la naturaleza. Con una cámara atenta a gestos y sonrisas, el realizador sigue paso a paso el derrotero de esas familias que, a caballo o en esforzada marcha a pie, hacen de los arreos sus cotidianas costumbres. El marco de este duro trabajo son las escarpadas montañas, un cielo casi siempre azul y la calidez en su trato mutuo. La música, casi como un reemplazo a las palabras, va puntuando en el film las diarias tareas de los hombres, en su esfuerzo por conducir a sus animales por dificultosos caminos. Todo en el film es lento, tan lento como la existencia de esos pobladores siempre dispuestos a hacer frente a las adversidades, mientras sus hijos se entretienen con alguna revista o jugando un partido de fútbol. Así, con elementos técnicos sin ninguna grandilocuencia, Arrieros se encarga de mostrar con sencillez un episodio casi desconocido, teñido de sacrificios, alegrías y esperanzas.
En principio poco tienen en común la popular cantante Soledad y el entrañable Larguirucho, pero Manuel García Ferré decidió unirlos en este film a través de una historia en la que aparecen, también, otros conocidos personajes salidos de la pluma de ese creador. La trama (de alguna manera hay que llamar a lo que ocurre a lo largo del film) se centra en la terrible bruja Cachavacha que, con el profesor Neurus y los carismáticos Pucho y Serrucho, decide desplazar del éxito masivo a Soledad para convertirse ella en ídolo de multitudes. Comienzan así una serie de aventuras y de desventuras en la que la artista, mientras entona canciones de su repertorio y revolea su poncho, tratará de las muchas trampas que le tiende la bruja. Larguirucho, mientras tanto, se limita a seguir el derrotero artístico de Soledad para aplaudir los temas de su repertorio. El film parece convertido en una serie de estampas geográficas por la que transitan sus protagonistas, a lo que hay que sumar la poco feliz idea de mostrar una gran cantidad de "chivos", lo que convierte a la película en un sinfín de inútiles elementos que carecen de gracia y de ingenio. Por si todo esto fuese poco, y muy traído de los cabellos, varias populares figuras, entre ellas Natalia, la hermana de Soledad; el Chaqueño Palavecino, Diego Capusotto, Guillermo Andino, Pablo Codevilla y Carlitos Balá aparecen en breves secuencias quizá con la intención de mejorar tan alicaído guión. Para los seguidores de Soledad, quizá les interese escucharla aquí en su conocido repertorio, y para quienes habían hecho de Larguirucho un personaje entrañable, posiblemente los vuelva a poner en contacto con sus picardías (que aquí son muy pocas).
El director Rubén Plataneo apunta a la originalidad y a la emoción al tomar como protagonista a David, un joven rapero de Guinea que viaja como polizón en barcos de ultramar. Su pasión es la música, y en uno de esos recorridos por los mares de todo el mundo llega al puerto de Rosario, donde obtiene refugio y se obstina en adaptarse a una civilización tan distinta de la suya para tratar de grabar sus composiciones. En su Africa natal quedaron su madre, sus familiares y sus amigos, a quienes no volvió a ver, pero él no ceja en su empeño de traducir en música los aires de su tierra. Entre lo ficcional y lo documental, El gran río refleja la adolescencia como el momento en que comienza la libertad o la conciencia de no tenerla y David, como muchos jóvenes, se asoma a un mundo que no termina de conocer, en el que se mueve con torpeza pero también con decisión. El realizador logra así narrar un tipo de inmigración diferente contada también de una manera distinta y hace de su protagonista un ser sensible que, a través de su música, intentará transitar por esa ciudad rosarina entre anécdotas de su niñez, la comprensión de aquellos a los que se acerca con su cálida sonrisa y esa vital necesidad de componer canciones que nunca pierden el sabor de su terruño. El David del film es, pues, un ejemplo de esa inmigración que busca y halla el calor de otros lugares tan distintos de los propios. Con una música acorde con lo que se relata en la pantalla, con una impecable fotografía y con un sincero trabajo de Black Doh, esta producción rosarina se viene a sumar, pues, a una cinematografía que, aunque a veces con pocos recursos económicos, logra emocionar y permite, al mismo tiempo, insertarse en una temática que habla de amistad, de reminiscencias y de calor humano.
Gris retrato de un solitario que sueña con un pasado de violencia Solitario e introvertido, Juan trabaja en el bar de un barrio porteño. Su vida es rutinaria y sus días transcurren entre servir mesas y lavar copas. Casi como únicas distracciones se entrena como boxeador amateur, ejecuta su acordeón a piano y cruza alguna palabra con una joven vecina. Durante su cotidiana labor escucha las conversaciones (y a veces discusiones) de los clientes que hablan de un futuro que está muy lejos de la realidad. Sin embargo, una vieja y gastada postal pegada en una pared de la cocina llama su atención, pues en ella un malón se dispone a un feroz ataque. Al parecer ve en ella relatos que lo transportan a otros tiempos, a esos tiempos en los que la valentía y el salvajismo se daban la mano y transponían ideales y muertes heroicas. El director Fattore intentó concebir el retrato de una soledad aderezada con un sueño. Su propósito, sin embargo, cae en una permanente monotonía. Todo en el film es tratado sobre la base de tiempos muertos, de breves diálogos y de reiteradas situaciones. La idea del realizador, si bien interesante como propuesta para radiografiar a su protagonista, nunca logra su propósito de interesar como espejo de alguien que hace de su introspección la base para pintar un arquetipo al que la soledad es su única compañía. No es fácil, en realidad, descubrir el motivo del comportamiento de Juan frente a esa postal guerrera, ya que el propósito se pierde en las idas, las vueltas, los viajes y los silencios de alguien que, como muchos, vive y transita por la gran ciudad. Por momentos el relato parece tomar algún vuelo cuando se detiene en la tímida relación entre el protagonista y su vecina, una relación que quizás podría convertirse en amor. Darío Levin, Lorena Vega y el resto del elenco procuran que la trama conserve algo de verosimilitud, pero el guión no acierta en su propósito de interesar.
La búsqueda de la propia identidad en un film de Pablo Torre El drama, el romance y el suspenso, elementos casi siempre presentes en la filmografía de Pablo Torre, vuelven en esta historia sobre Juan, un hombre solitario que en la década del 40 vive en una modesta habitación con la única compañía de una muñeca de porcelana a la que le ha dado alma. Es ventrílocuo y trabaja en los cines de barrio como "número vivo"; allí, en una de esas salas, se encuentra con Ema, con quien tiene un romance que desembocará en un triste epílogo. Pero esta historia vuelve al presente cuando Ema, agonizante, le hablará a su nieta acerca de su abuelo. Esto despertará en Clara, la madre de la niña, el interés por saber más sobre su padre, a quien no conoció, y así iniciará una búsqueda que irá revelando la problematizada existencia de Juan y su devoción por su pobre arte. Si por momentos el guión de Pablo Torre cae en algún enredado andamiaje, no por ello el realizador supo otorgarle a su historia todo el misterio que había en ese hombre callado (un muy buen trabajo de Jean Pierre Noher) quien casi sin palabras trata de sobrevivir en un micromundo que lo abruma y lo cohíbe. En su cuarto largometraje, Torre logró retratar un puñado de vidas que luchan por descubrir secretos y verdades, teniendo además como marco un crimen, un acoso policial, la relación de esa pareja y, fundamentalmente, la relación de Juan con una extraña niña que descubre en el superpullman del cine y que lo lleva a un denso universo en el cual la realidad y las fantasías se entremezclan. El clima del film está logrado a través de esos personajes que, entre el pasado y el presente, buscarán conocerse entre sí y otorgar el perdón de viejos resquemores. Se destacan también los trabajos de Ana Celentano, de María Socas, de Wanda Brenner y de Alejandro Awada.