Cuatro comunidades indígenas con varios siglos de historia trabajan juntas en la cordillera peruana para renovar el Q'eswachaca, único puente colgante construido por la civilización inca que se conserva en Perú y que cruza el río del título. Ese es el foco de este buen documental filmado en un escenario imponente, a 4000 metros de altura, y orientado a revelar la importancia, y la persistencia de un proyecto colectivo de raíz ancestral. El cuidado trabajo de fotografía y la acertada utilización de una banda sonora funcional y sugerente pero en absoluto intrusiva son dos de las fortalezas de un film original y de claro corte antropológico.
La maternidad, la sexualidad, el matrimonio -sometido severamente a prueba- y la amistad, con sus complicidades y vaivenes, son los temas que circulan con deliberada ligereza en esta comedia costumbrista cuya fluidez depende en buena parte de la gracia y el mentado timing del elenco, imprescindible para el género. En ese aspecto, los protagonistas de la película (Marcelo Mazzarello, Fabiana García Lago, Guillermo Pfenning, Anita Pauls), hacen lo que pueden con un guion rutinario y con demasiados trazos gruesos. El humor de este tercer largometraje de Sebastián Sarquís parece atado a un sentido común estricto, que no deja mucho espacio a observaciones nuevas.
No era fácil la apuesta de Víctor Laplace en esta película, pequeña en términos de producción, correcta en su factura técnica y errática en su enfoque de algunos temas espinosos (la ambición desmedida, el manejo discrecional de poder y sobre todo los abusos sexuales a menores en el seno de la Iglesia Católica). Sobre todo porque esos problemas, que aborda este largometraje filmado íntegramente en la imponente selva misionera, admiten un tratamiento sin ademanes solemnes, pero aun así demandan una profundidad que realmente El plan divino, ligera por vocación, no consigue. Los protagonistas de la historia son un sacerdote anciano y de salud desgastada (Laplace, en el doble rol de actor y director, como en El mar de Lucas y La mina) y dos monaguillos (Gastón Pauls y Javier Lester) que se postulan como posibles sucesores. Uno de ellos con menos convicción que el otro, porque está enamorado de una joven feligresa con la que tiene sueños recurrentes. De arranque, el tono deliberadamente exacerbado de las actuaciones (particularmente la de Pauls) plantea el clima prototípico de la comedia. Pero a medida que el relato avanza, lo que se insinuaba liviano e irónico pretende volverse más denso. Y es justamente esa transición notoriamente fallida la que provoca más inconvenientes.
Versión cinematográfica de una inquietante obra teatral ( Sangre de mi sangre, estrenada en 2013), este film independiente de terror psicológico trabaja sobre la tenebrosa deriva de un vínculo familiar, cargando el clima de tensiones, amenazas y angustia pero sin renunciar al humor, que aparece en efectivas grageas para teñir de absurdo una historia de por sí extravagante. Dos hermanos (Jesús y María José, una dupla de notoria impronta religiosa) que viven encerrados en la casa de sus padres, ya fallecidos, reciben la visita de una media hermana que se convertirá muy pronto en la víctima impotente de sus juegos macabros. El eficaz trabajo de puesta en escena y la aparición de una serie de referencias explícitas a El mago de Oz, clásico indiscutible del cine caracterizado por su poder perturbador, acentúan el tono lúgubre y asfixiante de una película que también se beneficia con la solidez de su económico elenco. Tanto Agustina Cerviño y Valeria Giorcelli, quienes contaban con la ventaja de haber pasado por la experiencia de la versión teatral, como Pablo Sigal, capaz de construir desde cero un personaje oscuro, ambiguo, dominado fatalmente por la pulsión de muerte, supieron cómo plegarse al juego malsano de Piedra, papel y tijera, alejado de cualquier atisbo de inocencia.
El imponente paisaje de Uspallata, en Mendoza, cumple un rol muy importante en este western criollo protagonizado por un joven médico que se encuentra de servicio en un regimiento de montaña (Santiago Racca, integrante del colectivo Fuerza Bruta, en su debut cinematográfico) y descubre allí algunos secretos ominosos relacionados con la muerte de su padre, también militar y acusado injustamente de desertor. Más allá de la pericia de Pablo Brusa para aprovechar ese magnífico escenario, la película, que también abreva en los recursos del thriller, tiene buenas escenas de acción, una banda sonora muy inspirada (de Antonio Pita y Claudio Vittore) y un aporte clave de Daniel Fanego.
En una de las primeras escenas de Rosita, Lola (interpretada con solidez por Sofía Brito) aparece disfrutando del sexo con su compañero (Javier Drolas). Hasta que, de pronto, sin nada que lo anuncie previamente, esa situación placentera queda interrumpida. No queda del todo claro qué es lo que inquieta a la protagonista de esta historia en la que Verónica Chen ( Vagón fumador, Agua) aborda con una mirada original y profunda una temática contemporánea y muy oportuna en el actual contexto social de la Argentina: la vida cotidiana de una madre que debe criar en soledad -y en medio de un conflicto latente con su propio padre (Marcos Montes, también de muy buen trabajo)- a tres hijos que son fruto de diferentes relaciones sin demasiada colaboración ni un horizonte del todo despejado para proyectarse. Rosita es una película seca, amarga. Pero eso no impide que su directora deje entrever sutilmente respeto y cariño por esa joven agobiada cuyo derrotero simboliza el de miles de mujeres de clases populares en el conurbano bonaerense. Chen también trabaja con mucha eficacia en el manejo del tiempo y el espacio, combinando con criterio una generosa variedad de planos que se acercan a los personajes o toman distancia de ellos de acuerdo con las exigencias dramatúrgicas de cada momento. Es fundamental el trabajo de Gustavo Biazzi, director de fotografía dueño de una inventiva que potencia un relato sobrio y conmovedor.
Isidro Velázquez fue un personaje singular, digno de una película. Bandolero correntino con aspiraciones de Robin Hood criollo, tuvo una vida cargada de aventuras, tal como refleja esta película filmada en Mendoza y ambientada en los años de la dictadura de Juan Carlos Onganía (fines de los 60) que trabaja muy bien los climas y la estética del western. De todos modos, lo más interesante de Pistolero, más allá del apego eficaz a un género, es que su apuesta principal no está apoyada únicamente en las escenas de acción. Esas secuencias están bien resueltas, pero su dramaturgia y sus personajes también tienen espesor, sustentan bien una historia que trabaja con inteligencia sobre tópicos como el amor, la justicia, la lealtad, y el destino. Ese entorno favorable potencia el desempeño de un elenco muy ajustado, donde nadie desentona y Lautaro Delgado Tymruk brilla por su notable versatilidad. Aun cuando le toca interpretar a un hombre generalmente violento e impiadoso, consigue mantenerlo creíble cuando su sensibilidad es interpelada. El vínculo que lo une con la maestra rural que encarna María Abadi es sobrio pero potente. La gran curiosidad del film es la aparición en el elenco de Sergio Maravilla Martínez, un boxeador de indudable talento que no luce para nada incómodo en este contexto nuevo para él.
Luego del éxito del film de 2017 (costó 5 millones de dólares y recaudó más de 60), llega esta inevitable secuela, también dirigida por el británico Johannes Roberts. Es una producción más voluminosa que su antecesora, pero con las mismas debilidades en términos de ideas y puesta en escena. Cuatro jovencitas toman la mala decisión de explorar los restos de un templo en aguas profundas del norte de Brasil, donde hay un ejército de tiburones dispuesto a devorarlas. Las escenas de acción y terror son lo más logrado de una historia previsible que obliga a su sufrido elenco -que incluye a las hijas de Jamie Foxx y Stallone- a lidiar con los resultados como mínimo perezosos de dos guionistas.
Hay una notoria singularidad en el cine Federico Veiroj. Se puede percibir en el tipo de historias que elige contar, en la clase de personajes que construye y en los climas que crea, siempre un poco desconcertantes. Si el mundo es de por sí un lugar extraño, este cineasta uruguayo sabe cómo enrarecerlo aún más para ampliar sus condiciones de posibilidad. En el caso de esta película, que ya fue estrenada en el Festival de Toronto y pronto será exhibida en el de San Sebastián, el punto de partida fue una novela casi desconocida que el también uruguayo Juan Enrique Gruber publicó en 1979. El relato se desarrolla en Montevideo entre los años 50 y los 70, tiene como protagonista a Humberto Brause, un hombre gris y desangelado que de a poco se va revelando también como un personaje frío, cruel, ambicioso y sin muchos escrúpulos. El ocultamiento de dinero mal habido está en el centro de una trama argumental espesa que por momentos también coquetea con la parodia y que funciona con gran fluidez gracias al trabajo excepcional de Daniel Hendler, Dolores Fonzi (quien logra transformar a un personaje altamente improbable en uno inquietante y verosímil), Luis Machín y Germán de Silva (desopilante con su personalísimo portuñol). Sobre el final aparece brevemente el chileno Benjamín Vicuña, en el papel de un emisario del gobierno militar argentino que llevó adelante el golpe de Estado de 1976.
Aprovechando con inteligencia un material de archivo realmente impactante, esta película-ensayo intenta tender un puente entre la resistencia armada en Palestina y algunas de las que se han desplegado en América Latina (la del Ejército de Liberación Nacional colombiano, por ejemplo). El puntapié inicial del proyecto fue el descubrimiento de un film militante sobre la causa palestina en Cuba, pero Rodrigo Vázquez, cineasta argentino que ha trabajado para la BBC, supo cómo desarrollar un apasionante relato polifónico en el que las entrevistas a históricos líderes palestinos se cruzan con registros directos del conflicto que los enfrenta con Israel en un territorio en plena disputa.