Magalí, la protagonista de esta sólida ópera prima, vive en Buenos Aires y debe volver unos días al pueblo del norte del que se ha ido hace un tiempo impulsada por la muerte de su madre. Allí se reencontrará con un hijo de diez años del que se ha distanciado y con un universo muy diferente al de la gran ciudad. Cuando todo parece encaminarse hacia el relato realista, la película pega un giro interesante e incorpora cierto clima de suspenso y ensueño que la potencian notablemente. Colabora en ese sentido el gran trabajo de Lucio Bonelli en la fotografía. También es clave el gran desempeño de Eva Bianco, magnífica actriz cordobesa que se luce con un papel al que carga de emoción e inteligencia.
Tiros, explosiones y rutina El indestructible Mike Banning (Gerard Butler) continúa con su fatigosa saga de milagros. Después de salvar al presidente de los Estados Unidos de un ataque terrorista norcoreano en Ataque a la Casa Blanca (2013) y de fanáticos islamistas y traficantes de armas afganos en Londres bajo fuego (2016) -una continuación aun más débil que su predecesora, que no era pecisamente un dechado de virtudes-, el tenaz agente del servicio secreto debe lidiar ahora con enemigos rusos y, para colmo, sortear una trampa incluso más difícil: la de una acusación falsa que pone su prestigio y su credibilidad en jaque. Además de velar por la vida del primer mandatario que Morgan Freeman vuelve a encarnar con espíritu rutinario, Banning tiene que salvar su buen nombre y proteger a su familia, dos objetivos que el guión propone para humanizar a un personaje nacido básicamente para hacer malabares entre explosión y explosión. Es notable que en este tipo de películas esté naturalizado que el buen armado de una historia no importa demasiado, como si filmar una trama donde manda la acción implicara necesariamente entregarse a la pereza y las soluciones más convencionales. El drama íntimo era una buena oportunidad para sortear esos problemas, pero queda sepultado por una irreflexiva catarata de violencia espectacularizada que pretende disimular la falta de ideas.
La liturgia del fútbol en tono leve La pasión por el fútbol está en el centro de la escena de esta comedia rodada en Buenos Aires, Junín y Mendoza que marca el debut como director de Jorge Piwowarski Roza, profesional con buena trayectoria en la industria local, en diferentes roles (cámara, edición, producción). Tres amigos viajan a la provincia cuyana para acompañar al equipo de sus amores, que va a disputar la final para conseguir el ascenso al Nacional, la segunda categoría de la Argentina. Ese sencillo puntapié argumental da lugar al despliegue de la popular liturgia que sostienen los hinchas argentinos: fanatismo exacerbado, cábalas e incluso algún episodio de violencia. Todo está contado con más ligereza que profundidad, y la narración avanza traccionada sobre todo por el buen timing y la gracia de Tomás Fonzi, Ariel Pérez de María y Fernando Govergun, el pelirrojo de Amigovios y Cebollitas, que compone un personaje estigmatizado por una infundada creencia popular. Aparecen también algunas subtramas que no aportan demasiado, dado que el peso de la narración recae sobre la mitología futbolera y el derrotero amistoso de un trío varonil muy reconocible y que encaja bien en un relato cuyas características remiten sin tapujos a la tira televisiva, orientada casi siempre al entretenimiento y la reproducción de lugares comunes.
Año 1978: en la Argentina, la final de la Copa del Mundo acapara la atención de buena parte de la sociedad, mientras la represión del gobierno militar se despliega sin remordimientos ni oposición visible. En Paraguay, donde el poder está en manos de Alfredo Stroessner, dictador comprometido con el Plan Cóndor, dos hombres comunes se ganan la vida sepultando cadáveres en la clandestinidad. El trabajo es cruel y rutinario, pero se complica aún más con la aparición de un problema inesperado: la llegada del cuerpo de un argentino no identificado que no es tal: aún está vivo y esto los enfrenta al dilema moral de cómo resolverlo. La emergencia del horror en un contexto cotidiano tan espeso y ominoso como el bosque en el que se desarrolla esta coproducción rodada en territorio paraguayo, que incluye en su elenco al actor argentino Jorge Román (conocido por sus papeles en El bonaerense, de Pablo Trapero, y la serie televisiva Monzón), es el gran tema de Matar a un muerto, una película seca, austera e inquietante cuya deriva dramática aplica perfectamente a la famosa, y no exenta de polémicas, conceptualización de la banalidad del mal con la que la filósofa alemana Hannah Arendt agitó la discusión en torno del nazismo en los años 60.
No fue fácil para Pablo Reyero -director de La cruz del sur, exhibida en la sección Un Certain Regard del Festival de Cannes en 2003- llevar a cabo este documental que pone el foco en los descendientes de Juan Calfucurá, el principal cacique de la comunidad mapuche asentada al este de la Cordillera de Los Andes, un líder espiritual y político que tuvo la visión de organizar una confederación de tribus para oponerse a la Campaña del Desierto. Rodado a lo largo de tres viajes en los que tuvo que filmar sin luz, agua ni teléfonos celulares y acampar en un lugar inhóspito, el film está sostenido por la narrativa de los protagonistas y prescinde de recursos habituales en el género, como la voz en off y la música incidental, con la premisa evidente de que el punto de vista del realizador quede en el resultado final lo más difuminado posible. De ese modo, la película refleja con crudeza las sacrificadas historias de vida de los descendientes de aquellos aborígenes perseguidos por las milicias encabezadas por Julio Argentino Roca que pudieron ocultarse en cuevas y sobrevivir. También da cuenta de un cúmulo de creencias completamente alejadas de la lógica urbana. Un caso testigo: las políticas comunitarias de esta tribu salinera a la que también perteneció el popular beato Ceferino Namuncurá, nieto de Calfucurá, son establecidas a través de la interpretación de los sueños.
Ganadora del Gran Premio del Jurado en el Festival de Berlín, la nueva película de este prolífico realizador francés está basada en hechos reales que generaron un gran escándalo en Francia, reproducido muy pronto a escala internacional: la aparición en escena de la asociación de víctimas La Parole Libérée, fundada en Lyon en 2015 por víctimas de abusos perpetrados por el sacerdote Bernard Preynat, provocó una aguda discusión pública con las máximas autoridades de la Iglesia Católica, señaladas por silenciarlos. Ozon abre el fuego con la denuncia que fue el puntapié inicial, llevada adelante por el padre de una familia numerosa, un profesional de vida burguesa que mantiene su rutina de católico practicante pero sin abandonar su objetivo de revisar ese pasado infausto. Y luego va encadenando otras historias similares mediante un virtuoso trabajo de puesta en escena apoyado en la combinación fluida de voz en off y una sofisticada narración visual, aunque la proliferación de casos produce cierta dispersión y, a medida que la historia avanza, el director empieza a subirle el volumen hasta el límite de la estridencia. Hay un lineamiento moral que sobrevuela el film y que contradice abiertamente las prescripciones religiosas. Lo expresa la interlocutora de uno de los abusados, convencida de que perdonar en estos casos es quedar otra vez en manos del victimario.
Mientras participa de un rodaje por momentos caótico, Brisa debe lidiar con un asunto personal que la tiene a maltraer: la adicción de su hijo a una droga destructiva como el paco. El gran mérito de Baldío, film basado en una historia real, es abordar una temática que puede invitar al efectismo con una notoria sobriedad. El contrapunto entre las tensiones de ese rodaje, comandado a los ponchazos por un director claramente superado por las circunstancias (Rafael Spregelburd, sólido en su papel), y las que esa mujer agobiada debe enfrentar en su intimidad luce muy bien equilibrado. Sobre todo porque, aun en ese entorno opaco, hay algunos pasajes en los que asoma un humor liviano que relativiza los problemas del cine respecto de los más pesados de la vida cotidiana. Mónica Galán, actriz que falleció en enero último y a cuya memoria está dedicada la película -exhibida en el último Bafici- supo cómo llenar a su personaje de matices, oscilando ingeniosamente entre la angustia, la resignación y la lógica empatía con el que interpreta Nicolás Mateo. También fueron aciertos una fotografía en blanco y negro muy cuidada, pero no necesariamente preciosista, que marida a la perfección con los climas del relato y una banda sonora que funciona como una especie de monólogo interior de la protagonista.
Una actriz exitosa (interpretada porEmilia Attías) agotada por la rutina decide hacer un viaje al imponente paisaje desértico de Fiambalá,Catamarca. En medio de ese periplo destinado a barajar y dar de nuevo aparece un extraño personaje (Adriana Salonia), que intenta convencerla de que vuelva a su vida de siempre. Luego de sumar experiencia en el terreno del documental (fue realizador de algunos capítulos de Historias de la Argentina secreta), Martín Jáuregui debuta en la ficción con una película estéticamente bien resuelta, pero que depende de una sola idea y entonces avanza a tientas, enfocando su energía en la difícil tarea de no repetirse. Un detalle curioso: el film se rodó íntegramente con equipamiento alimentado con energía solar.
La idea de que un grupo de alumnos esté a cargo de recoger los testimonios necesarios para la reconstrucción de la trágica historia que está en el centro de este documental lo dota de una frescura loable. Con esos relatos pormenorizados y material de archivo, se arma el rompecabezas de la masacre de Pasco, que dejó una profunda cicatriz en el sur del conurbano. En 1975, jóvenes militantes peronistas fueron secuestrados y asesinados en Lomas de Zamora por un comando de la Triple A que luego dinamitó los cuerpos para no dejar rastros. Este caso de persecución política es presentado por Mariano Sabio como un claro prolegómeno de aquella metodología represiva.
El disparador de esta historia propicia una comedia disparatada: una madre judía muy controladora desea reunirse con sus tres hijos, que se fueron de la Argentina por diferentes razones, y no encuentra mejor excusa que inventar su propia muerte. Ella no viaja al exterior porque le tiene terror a los vuelos, pero tampoco calcula las consecuencias de esa convocatoria falseada, que termina desatando una serie de situaciones absurdas, incluyendo un improbable velatorio organizado en un pelotero. Lo mejor de la película es el desempeño de un elenco experimentado (Roberto Carnaghi, Mirta Busnelli, Alejandra Flechner) que encabeza Betiana Blum, una actriz con el suficiente recorrido como para entregarse al juego, lucirse e incluso salvar los escollos de un guión que más de una vez apela al trazo grueso.