Trabajador portuario, boxeador, escritor enrolado en el grupo Boedo, dramaturgo, periodista, militante de izquierda, director del emblemático Teatro del Pueblo durante más de 40 años. La vida de Leónidas Barletta tuvo muchas facetas, y todas interesantes. Este documental las refleja con solvencia, apoyado en material de archivo, testimonios calificados (el de Mauricio Kartún es clave por su claridad) y, sobre todo, un puñado de cartas que su hermana le entregó al director de la película, ahijado de esa mujer. Barletta, se dice en el film, fue uno de los tantos argentinos que soñaron con la inminencia de un futuro distinto con talento y obstinación.
Green Book está basada en una historia real: la de una relación que empezó bien distante y terminó muy cercana entre Don Shirley, un sofisticado pianista negro que llegó a componer un poema sinfónico basado en la novela experimental Finnegans Wake, de James Joyce, y Tony Lip, un descendiente de italianos que pasó de portero de un famoso club nocturno neoyorquino (el Copacabana) a chofer y valet de Shirley, primero, y a figura importante del elenco de la popular serie Los Soprano, después. La historia de la película se desarrolla en la década del 60, cuando todavía existía en Estados Unidos la insólita publicación anual The Negro Motorist Green Book, una guía de hoteles, restaurantes y edificios públicos que, a diferencia de muchos otros, recibían a gente de color sin problemas. Y está planteada como una road movie de tono ligero y edificante cuya dinámica funciona a partir del juego de oposición inicial y acercamiento paulatino entre dos protagonistas de diferentes raza, clase social y bagaje intelectual. La dirigió Peter Farrely, quien se despegó por un rato de su hermano Bobby para llevar adelante un proyecto más políticamente correcto y mucho menos provocativo que Loco por Mary o Irene, yo y mi otro yo, una decisión que redundó en la aprobación entusiasta de la Academia de Hollywood, reflejada en cinco nominaciones al Oscar. Queda bastante claro que su entrenamiento en la comedia fue una buena base de apoyo para un film que crece cuando apela al humor y pierde eficacia en su faceta más seria, la de sus escenas más obvias, solemnes y subrayadas. Pero el mayor acierto es, sin dudas, el casting: Mahersala Ali (conocido por su papel en Luz de luna) resuelve con solvencia y elegancia su papel de artista culto y refinado cuya caprichosa devoción por la música clásica le hace perder de vista el arte popular encarnado en gigantes como Aretha Franklin y Sam Cooke, y Viggo Mortensen brilla en la composición rigurosa y a la vez lúdica de un personaje completamente alejado de su repertorio habitual. Los colores de San Lorenzo siguen apareciendo en todas partes, como ya casi es norma en sus trabajos en cine. Pero lo que aflora como novedad absoluta es su capacidad para dosificar con notable exactitud, ferocidad, gracia y ternura a lo largo de un viaje cinematográfico en el que se hace cargo del volante de principio a fin sin el menor titubeo.
En un contexto en el que las ficciones en torno al universo de las clases populares son producidas con la estética, la lógica y la ideología de las dominantes, las películas de César González se erigen como necesaria alternativa. En este caso, este artista de apenas 29 años nacido en la villa Carlos Gardel del partido de Morón, que también ha asumido la identidad de Camilo Blajaquis cuando escribió poesía, arma una historia con varias capas que se desarrolla en ambientes que conoce de cerca. El centro de gravedad es el derrotero zigzagueante de una joven que sale en libertad después de cumplir una condena en el penal de Ezeiza y tiene que buscarse la vida como puede, sin demasiada colaboración ni oportunidades al alcance de la mano. Pero González abre la narración como un delta cuyos brazos terminan confluyendo en un mismo lugar: los sinsabores de la realidad periférica. También altera adrede el raccord y el eje de acción, estableciendo de ese modo su propio modelo narrativo. Al margen de la alusión a la mitología griega en el nombre de la protagonista (Perséfone, hija de Zeus, y Deméter, reina del Inframundo), aparecen en los agradecimientos de este singular largometraje Roberto Rossellini, Robert Bresson, Kenji Mizoguchi, Serguei Einsenstein, Fernando Birri y Raymundo Gleyzer. Una tradición híbrida, inventada por un cineasta al que le sobra personalidad.
Este valioso documental registra el largo proceso (seis años en total) que terminó con la sanción de una ley que promueve la reurbanización e integración como barrio porteño de la villa Rodrigo Bueno, varias veces amenazada por intereses inmobiliarios. En la ejemplar lucha de Luis, un inmigrante peruano transformado en tenaz delegado de los humildes vecinos de esas cuatro manzanas precarias y muy próximas al lujoso ambiente de Puerto Madero, queda sintetizada la de toda una comunidad, capaz de sostener sus derechos en un contexto difícil y de ese modo generar conciencia de una enorme insensatez: que persistan los problemas de vivienda en Buenos Aires, donde existen unas 350 mil que sus dueños siguen hoy manteniendo vacías.
El punto de partida de esta coproducción uruguayo-argentina es prototípico: un par de perdedores que se encuentran con un botín inesperado y se meten en problemas. El Perro (Juan Minujín) y el Gordo (Néstor Guzzini), los protagonistas de esta historia, que se desarrolla en un apacible pueblo costero, también fantasean con escribir un guion para una película del estilo de Sin lugar para los débiles, una referencia que no aparece por casualidad: técnicamente impecable, Los últimos románticos intenta trabajar con el humor mordaz, los toques de cinismo y el suspenso atrapante que suelen tener las mejores películas de los Coen. En ese plan, consigue algunos buenos momentos y también trastabilla en otros mucho más convencionales.
Luz Ruciello conoció a Omar José Borcard de casualidad. Y lo filmó durante casi nueve años, un esfuerzo justificado dado el calibre del personaje. Amante empedernido del cine, Omar construyó una sala en su propia casa con la colaboración de su esposa y los aportes de algunos vecinos. Y no lo hizo una vez, sino dos, obligado por circunstancias que revela este documental notable por su rigor formal y su aliento poético. La increíble historia del Cine Paradiso de Villa Elisa, Entre Ríos, remite obviamente a la de la recordada película de Giuseppe Tornatore, pero en clave criolla. Es atrapante por sí misma, pero también por estar contada con delicadeza, solvencia y el mismo amor que el protagonista tiene por su máximo ídolo, Palito Ortega.
En Moisés Ville viven hoy los últimos descendientes de los míticos gauchos judíos, una reducida y tesonera comunidad que todavía atesora las reliquias de los pioneros en un museo, acompaña a los turistas en las visitas a las sinagogas vacías y celebra una fiesta cultural. Este documental refleja cómo se mantiene en pie un valioso legado iniciado en 1889, año en el que unos 800 inmigrantes oriundos de la Ucrania zarista llegaron al puerto de Buenos Aires a bordo de un vapor alemán. La singular experiencia de Moisés Ville fue el modelo que inspiró el trabajo de la Asociación Barón Hirsch de colonización judía, que trajo a la Argentina a otras 30 mil personas.
La historia de Aníbal Disanti es la de un hombre común. Sin embargo, esa biografía en apariencia gris y rutinaria tiene dos bisagras relacionadas con un deporte de alto riesgo y muy popular en la Argentina, el boxeo. En su corta carrera deportiva, este personaje simple, afable y recordado con cariño por los que lo conocieron ganándose la vida como cafetero en Plaza Francia, por caso, enfrentó en un ring al famoso José María "el Mono" Gatica y también a un boxeador ignoto y muy joven llamado Mario Storti, en un salvaje combate que lamentablemente terminó en tragedia. Una narración coral y bien hilvanada repasa las vivencias del Tano Disanti y consigue impregnarlas de drama, fatalidad, dolor y ternura. Un documental eficaz y emotivo.
Pedro y Lucrecia son psicoanalistas. Están en pleno proceso de divorcio pero aun así deciden tomarse vacaciones juntos: un viaje largo en un auto en condiciones no del todo apropiadas y con sus dos hijos adolescentes a bordo, toda una pequeña odisea familiar que pinta para desastre. La historia de la nueva película de Ana Katz se desarrolla en los inicios de los 90, la época de esplendor de la convertibilidad del gobierno de Carlos Menem, aquella que le permitió a una buena parte de la clase media argentina viajar por el mundo con cierta comodidad. Y lo cierto es que la directora (también una sólida actriz que aquí solo aparece en un fugaz y divertido cameo) sabe cómo capturar los vicios, miserias y debilidades de ese grupo social de carácter siempre voluble con una precisión qirúrgica, ilustrando con pequeños detalles (la ambición de dominar súbitamente un idioma ajeno, el aprovechamieto de la mínima oportunidad para sacar alguna ventaja nimia en situaciones pedestres) los modales más corrientes de un comportamiento prototípico y, como tal, muy reconocible. Si hay algo que Katz ha demostrado a lo largo de su virtuosa filmografía ( El juego de la silla, Los Marziano, Una novia errante) es su meticulosa capacidad de observación y su sagacidad para transformarla en ficciones que modulan la crítica con agudeza y sin cinismo, que protegen a sus personajes sin ser condescendiente con ellos y que abren interrogantes en lugar de ofrecer respuestas categóricas. En ese viaje que, como remarca el personaje que Mercedes Morán interpreta con su solvencia habitual, es radicalmente diferente a uno anterior, aunque el destino sea el mismo (Florianópolis, la meca del turismo argentino que podía estirar el presupuesto para cruzar alguna vez las fronteras del país), cada integrante de ese grupo familiar descubrirá algo de sí mismo, relacionado con el amor, la independencia o los deseos reprimidos. Katz se acerca a ellos con humor y delicadeza, revela sus intimidades con franqueza y con pudor (colabora mucho en ese sentido el excepcional trabajo de Gustavo Garzón). Y consigue ponernos en el lugar de los protagonistas con otra maniobra lúcida: la decisión de no traducir los parlamentos de los personajes brasileños provoca esa sensación de extrañamiento tan usual cuando estamos lejos de casa y nos hace sentir parte de la aventura de Sueño Florianópolis, un viaje difícil de olvidar.
Vanit Ritchanaporn escapó de Laos nadando en las aguas del río Mekong. Luego del conflicto bélico de Vietnam y con su país en guerra civil buscó un refugio pacífico. Llegó a la Argentina en 1979 y tuvo que forjarse su destino con poca ayuda. Este documental cuenta su derrotero por distintos lugares del país hasta llegar a Chascomús, donde se instaló con su familia. Allí vive la comunidad laosiana que mantiene vivas sus tradiciones. Conciso y técnicamente impecable, el film da cuenta de los efectos del desarraigo y del tesón para enfrentarlo de un auténtico héroe anónimo.