El director Emanuele Imbucci recorre la figura y el pensamiento de Michelangelo Buonarotti entre lo ficticio y lo documental. Por su cámara pasa lo poco se sabe de la vida del hombre (su carácter reservado, capaz de marcados contrastes, que fue dueño de un gran coraje cuando tuvo que sostener sus creencias) y bastante más de las obras maestras de escultor y pintor, excelso artista del Renacimiento italiano. La cámara se detiene en su Piedad, el David, y la bóveda de la Capilla Sixtina, entre otras. Así, con poéticos trazos, se construye el retrato de uno de las personalidades más influyentes y más enigmáticas de la historia.
La crisis de la clase media argentina -un tema recurrente en la historia del país de los últimos veinte años- es el asunto principal de esta ópera prima de tono costumbrista, marcada a fuego por la estética y las soluciones dramáticas prototípicas de las tiras televisivas. Tanto los conflictos planteados a lo largo de un relato que se mueve pendularmente entre el drama contenido y la comedia liviana como la catadura de los personajes responden invariablemente a convenciones muy transitadas en los productos masivos de la TV local. O a los de un cine que fue moneda corriente en otra época, previa a la fuerte renovación que se produjo aquí a fines de los años 90. La gran pregunta que revitaliza El kiosco es evidente: ¿el cine argentino que tiene aspiraciones de llegar al gran público está condenado a reproducir sin empacho esquemas tan superficiales? Casos como los de Leonardo Favio, Adolfo Aristarain y, más cerca en el tiempo, Fabián Bielinsky animan a pensar que no, y abren una ventana para imaginar la chance concreta de producir películas profundas, osadas e inteligentes sin apelar con tanta insistencia a los lugares comunes. La sensación que provoca El kiosco (aun con un reparto de reconocido profesionalismo: Pablo Echarri, Roly Serrano) es la de una película que ya vimos demasiadas veces.
Difícil no conmoverse con la historia de Yvonne Pierron, la monja francesa que fue compañera de Alice Domon y Léonie Duquet, dos religiosas de la misma nacionalidad que vinieron a trabajar a la Argentina y tuvieron un final trágico: fueron torturadas y arrojadas al Río de la Plata en uno de los "vuelos de la muerte" de la última dictadura militar. Este documental, apoyado en en su memoria, diversos testimonios y buen material de archivo, le rinde un merecido homenaje. Uno de los de los focos de la película es su vínculo con la Liga Agraria, organización dedicada a mejorar las condiciones laborales de los campesinos de Corrientes. Fallecida en 2017, Yvonne aseguraba que "la mejor forma de liberarte es pensar en el otro", toda una declaración de principios.
El viaje es el asunto clave de esta película. Uno que tiene al menos dos facetas: la del desplazamiento físico -de la Argentina a la atractiva Costa del Sol española, para cumplir con la voluntad de una mujer recién fallecida- y la más complicada de la búsqueda interior, impulsada por un sorpresivo y tardío descubrimiento en torno de una doble vida insospechada. No sería decoroso adelantar más de la línea argumental de esta coproducción dirigida por el mismo realizador de la elogiada ¿Quién mató a Bambi? (2013) y pensada con todos los condimentos de las feel good movies. Si el atormentado protagonista de ese periplo (encarnado con gran convicción por Oscar Martínez) sufre durante casi toda la historia es porque necesita algún tipo de redención que buscará esforzadamente y con la generosa colaboración de unos personajes secundarios que oscilan entre la empatía y la piedad. La revelación de un doloroso secreto íntimo dispara en la vida de ese arquitecto y docente tan agrio como aburguesado una marea de sentimientos encontrados. En consonancia con esa tormenta interna, el temperamento del film se vuelve por momentos triste, dramático. Pero de inmediato asoma la ligereza de la comedia, destinada a equilibrar un clima que desde el inicio, marcado a fuego por la angustia propia del ritual funerario, se siente demasiado espeso.
En el centro de la escena de Lobos está la familia. Una muy particular, eso sí, envuelta en asuntos espesos y realmente peligrosos que involucran arreglos espúreos con policías corruptos y unos cuantos negocios turbios. Un patriarca al borde del retiro sueña con dejarles a los suyos un futuro más digno que el presente que los abruma y condiciona (Daniel Fanego interpreta a ese personaje frío pero a la vez intenso con un aplomo admirable). Y a su alrededor, con la potencia de la fatalidad, va creciendo una espiral de violencia que dejará muy poco en pie. Aunque su obra previa ( Terapias alternativas, Vecinos) no tiene relación con el género, Rodolfo Durán consigue esta vez moldear un policial seco y efectivo. Todo el tiempo la violencia flota en el ambiente de una historia oscura que también puede disparar interrogantes sobre los modos de supervivencia en un entorno social desigual: ¿Cómo salir a flote en un mundo hostil que brinda pocas oportunidades? ¿Cuáles son los límites de la lealtad? Lejos de tener las respuestas a mano, los protagonistas de esta película de sabor amargo parecen apremiados por un destino ominoso y deciden, antes que apretar el freno, acelerar a fondo, aun cuando sospechan que las consecuencias de esa jugada pueden ser irreversibles. Todo el elenco trabaja coordinado y seguro en un mismo registro, y esa es, sin dudas, una de las fortalezas mayores del film.
Primer largo de ficción de Alejandro Rath ( ¿Quién mató a Mariano Ferreyra?), Alicia pone el foco en la cálida relación entre un joven (Martín Vega) y su madre (buen trabajo de la experimentada Leonor Manso), víctima de una enfermedad incurable. El tono de la historia es necesariamente sombrío, pero por algunos resquicios de esa trama caracterizada por la gravedad ingresa algo de luz: un humor liviano, algún clima onírico y las referencias teñidas de ironía a los desatinos de las creencias religiosas (con el pastor Giménez) matizan un relato denso y lo conectan con cierta tradición del cine italiano, especialmente de Pasolini.
Callcenter, de Sergio Estilarte y Federico Velasco, podría ser un capítulo de una tira televisiva: tiene la estética, el estilo de actuación y las líneas argumentales de tono anecdótico que aparecen con frecuencia en ese tipo de ficciones, por lo general cargadas de lugares comunes. La película echa mano a unos cuantos estereotipos, tanto en los temas que aborda como en los personajes que construye -el encargado de vigilancia que se ratonea, la linda enamoradiza, la joven dark problematizada, la jefa que en el fondo es buena-, pero no logra resignificarlos. Simplemente los pone en juego como un recurso más de la narración, que se torna banal y previsible. Sin profundidad en los conflictos que plantea y confundiendo vulgaridad con osadía, el film naufraga sin remedio.
Las protagonistas de este premiado documental son dos mujeres unidas por una historia inusual: Norma Castillo (argentina) y Ramona Arévalo (uruguaya) se conocieron por casualidad en el Caribe colombiano en los años 80, y en 2011 se convirtieron en la primera pareja de mujeres casadas legalmente en la Argentina y América Latina. Pero su historia no está contada de una manera convencional. En lugar de recopilar datos y testimonios con pretensión puramente informativa, Juntas trabaja con un espíritu más lúdico, elusivo e incluso poético. De ese modo, sin quitar el foco de la sensible historia de amor que la inspiró, la película crece, se diversifica y se transforma en un vibrante viaje sentimental que también funciona como un cálido homenaje con resonancias políticas.
Willka (Vicente Catacora, abuelo materno del director Óscar Catacora) y Phaxi (Rosa Nina), dos ancianos aimaras que viven en la inhóspita zona altoandina de Puno, sueñan con el regreso de un hijo que emigró a la ciudad. Ese ínfimo argumento es el funcional disparador de esta atípica película peruana que, con poco menos de un centenar de planos fijos, transmite con notable eficacia la hostilidad y el encanto mágico de un paisaje singular, revela la templanza necesaria para la supervivencia en ese lugar y valora el desafío de la conservación de la identidad como proyecto existencial. Wiñaypacha es un relato atravesado por el peso de la vejez, más acuciante cuando no hay quien colabore para paliarlo al menos un poco.
Las protagonistas de este valioso documental, premiado en festivales de los Estados Unidos, España y Colombia, son diez integrantes de una cooperativa argentina que busca que personas trans tengan una alternativa laboral (relacionada con el teatro, en este caso). Sus testimonios dan cuenta de vivencias comunes, desafíos e historias de superación personal. La película no esquiva los temas más espinosos (represión policial, prostitución, conflictos familiares y cirugías complejas), pero el abordaje es serio y constructivo, alejado del enfoque banal o sensacionalista. Pero el gran tema de Reina de corazones quizá sea la libertad, el derecho a elegir una identidad.