"Te echaron de la radio, en la agencia no te dan ni pelota, te peleaste con mi mujer...", le dice un amigo a Marcelo Vergara en el inicio de esta película que asoma la cabeza como un drama, pero de a poco va matizando su temperamento con pinceladas de un humor leve, sutil e incisivo. En la vida del protagonista de esta historia -el Vergara del título, interpretado con mucha solvencia por Jorge Sesán-, todas parecen pálidas: también acaba de romper con su pareja, y aunque se sentía más pleno en su papel de locutor en un programa radial nocturno, debe resignarse a tener un empleo gris y rutinario en un puerto (el film retrata con filo y agudeza la abulia en el mundo del trabajo). Pero hay algo que lo moviliza, aquello a lo que se aferra para salvarse de un completo naufragio: su deseo de ser padre, entendido en su caso básicamente como proyecto individual ("El amor de un hijo no se termina por un capricho", explicita el propio Vergara). El director Sergio Mazza ( Natal, Graba) trabaja con soltura e inteligencia alrededor de esa motivación, que lleva al personaje a iniciar un tratamiento médico y a enfocarse decididamente en un objetivo muy concreto mientras transita por situaciones que exponen con crudeza el componente paródico que suele tener la vida del hombre común con ese ingenio que tan bien han desplegado directores como Wes Anderson, Noah Baumbach y, en la Argentina, Martín Rejtman.
Basada en una exitosa obra de teatro que a la vez estuvo inspirada en un caso real, esta ópera prima del chileno Guillermo Helo pone el foco en un asunto de rabiosa actualidad y lima los cimientos de una mitología, la que sostiene que el crecimiento económico de un país asegura la disminución de la desigualdad. Las diferencias de clase en Chile son de las más pronunciadas en la región, como lo refleja esta historia cruda, ágil y teñida de humor negro protagonizada por tres jovencitas de un asentamiento de las afueras de Santiago que invaden costosos departamentos de la zonas más exclusivas de la ciudad para al menos asomarse a un tipo de vida que parece definitivamente vedada para ellas.
Un film que exuda poesía Con apenas dos números, la revista 18 Whiskys se convirtió en un mito. La publicación fue apadrinada por el editor José Luis Mangieri e impulsada por un grupo de poetas (Fabián Casas, Daniel Durand, Rodolfo Edwards, Darío Rojo, Juan Desiderio, Laura Wittner...) muy decididos a edificar su propio canon literario a partir de la relectura y la crítica mordaz al establecido. Mario Varela, integrante de ese colectivo anárquico e irreverente, ha filmado una película a la altura de las circunstancias: elude la solemnidad y la nostalgia boba, tiene mucho humor, recupera valioso material de archivo y despliega un análisis restrospectivo que resignifica aquella aventura de los 90 con un tono entrañable, vital y que exuda poesía.
Un cruento asesinato es el disparador de la intriga principal de esta película, basada en una novela de Julio Pirrera Quiroga que pone el foco en la corrupción en el mundo de la política argentina. Son muchos, y muy variados, los personajes involucrados en un negocio siniestro que requiere para funcionar complicidades, ambición desmedida y sobre todo mucha violencia. El film trabaja constantemente con el tiempo, viajando al pasado cuando es necesario para aceitar la narración, y no ahorra truculencias cuando busca el impacto. Su fortaleza principal son las actuaciones, particularmente las de Leonor Manso, una actriz solvente y experimentada capaz de componer con muchos matices a una astuta jefa de Inteligencia del Estado, y la de Luciano Cáceres, en un rol exigente (un legislador con estrechos lazos con el delito) que requiere trabajar a fondo la indolencia y la ambigüedad. Menos convincentes son algunos secundarios, atados por un guion que los ciñe al estereotipo. Cuando avanza empujada por la lógica del policial y se permite, como añadido que airea, coquetear con el humor negro (una veta que revela la influencia del cine de Quentin Tarantino y epígonos del director de Tiempos violentos, como el británico Guy Ritchie), la historia es más atractiva que en los numerosos pasajes en los que subraya las miserias de "las altas esferas del poder", su costado más prescriptivo, generalista y solemne.
Un joven regresa al pueblo en el que sus padres desaparecieron durante la época de la última dictadura militar argentina. Inicia muy pronto una relación amorosa con una chica que, casualmente, es la hija de un personaje siniestro y poderoso con el que, se sabrá en algún momento del relato, tiene una cuenta pendiente. Todo luce artificial en esta película que acumula demasiados trazos gruesos, lugares comunes, diálogos inverosímiles, más de un personaje al borde de la caricatura (algo que ni siquiera pueden resolver actores solventes como Lautaro Delgado, Patricio Contreras y Pompeyo Audivert) y además sobrecarga de giros forzados a una trama policial convencional.
Lizzie Borden pasó a la historia como "la asesina del hacha". Acusada a fines del siglo XIX de matar brutalmente a su padre y a su madrastra en la pequeña localidad de Fall River (Massachusetts), fue finalmente absuelta por la Justicia de su país, pero su caso se transformó en una morbosa cause célèbre que todavía hoy despierta controversias. Chlöe Sevigny venía persiguiendo la idea de protagonizar esta historia hace un buen tiempo (por lo menos desde 2015, cuando HBO lanzó la serie The Lizzie Borden Chronicles, con Christina Ricci en el papel principal). Y lo logró, al asumir la producción de este film que generó controversia en el Sundance Festival, y al elegir personalmente a su guionista. Ese marcado interés se tradujo en una actuación fenomenal, a la altura de lo que esta notable actriz suele rendir, pero potenciada esta vez por la evidente química que logró con Kristen Stewart, capaz de construir con ella una relación sutilmente erótica, sugestiva, llena de matices. Entre todos los enfoques posibles de la macabra historia, Sevigny eligió la clave feminista: su papel es el de la víctima de un asfixiante patriarcado, lo que pone a la película en abierta sintonía con la actualidad. El eficaz trabajo de fotografía y el virtuoso diseño sonoro acentúan el clima de opresión y convierten a la lúgubre casa donde transcurre la acción en un (inquietante) personaje más del relato.
Desafortunadamente, en los últimos años no ha sido para nada habitual que llegue a la Argentina cine producido en Italia. Por eso es una auténtica curiosidad que los dos únicos largometrajes de un director de Cagliari que ni siquiera es muy popular en su propio país ya se hayan estrenado aquí. Esta segunda película de Paolo Zucca mantiene el tono de humor grotesco de su debut ( El árbitro, de 2013), pero le agrega a la comedia de trazos gruesos la rutinaria historia de autodescubrimiento de su protagonista, un atípico agente secreto que debe lidiar con su torpeza para cumplir con cierta eficacia una misión especial: encontrar al presunto comprador de la Luna (¡!) afincado en Cerdeña.
En marzo de 1957, un año y medio más tarde del golpe de Estado que derrocó al gobierno constitucional de Juan Domingo Perón -conocido como "Revolución Libertadora"-, seis presos políticos se fugaron del penal de Río Gallegos (Santa Cruz) y se refugiaron en Chile. John William Cooke, Jorge Antonio, Héctor J. Cámpora, Guillermo Patricio Kelly, José Espejo y Pedro Gomis fueron los protagonistas de aquella fuga que la prensa de la época definió como "cinematográfica". Y Unidad XV (que le debe su título al nombre de la cárcel de mediana seguridad del sur argentino) finalmente se hace cargo de contar una historia que, más allá de los pormenores sobre su organización y su desenlace, contiene un evidente potencial para reflexionar sobre las complejas características de un movimiento político como el peronismo. El film pone el foco en cuatro de los presos: Cooke, Cámpora, Kelly, Jorge Antonio, como posibles símbolos de algunas de las corrientes internas y las interpretaciones subjetivas de una experiencia política que con el paso del tiempo siguió sufriendo notorias transformaciones. Apoyado en una buena reconstrucción de época y con la clara intención de ajustarse a los cánones del género carcelario, Desalvo se concentra en los dilemas de esos cuatro hombres que deben convivir con sus diferencias y asociarse para un objetivo común, un desafío que sintetiza el espíritu de la política.
Una premisa fantástica -¿Qué pasaría si un día los adultos no se despertaran y el mundo quedara habitado solo por niños y animales?- dispara las aventuras infantiles en el corazón de este film de tono íntimo e inspiración literaria -el cuento El pato y la muerte, de Wolf Erlbruch, un poema de Sara Teasdale del que el director tomo prestado el título, un relato de Ray Bradbury que retoma ese poema- filmado en Crespo (Entre Ríos), habitual escenario de las historias de Iván Fund. Ganador del premio del jurado en el Festival de Mar del Plata, el film trabaja con rigor y sensibilidad los primeros contactos que un grupo de chicos curiosos y resueltos tiene con asuntos densos como la muerte y la soledad.
Pasaron más de treinta años del alzamiento militar que, en Semana Santa de 1987, puso en vilo a una democracia argentina que recién empezaba a consolidarse. Tomando las múltiples hipótesis que se siguen barajando sobre las motivaciones de aquellos sucesos, Sergio Wolf asume una vez más el rol de investigador riguroso, como lo había hecho en sus trabajos documentales anteriores, pero sus objetivos ya no son figuras del tango o cazadores de meteoritos sino un grupo de personajes que tuvieron una influencia decisiva en la vida política del país. Se trata tanto de civiles que ocuparon roles importantes dentro del gobierno de Raúl Alfonsín como de uniformados que se rebelaron para exigir lo que ellos definían como "una solución política para las secuelas de la lucha antisubversiva". La traducción de ese reclamo cambia cuando se la observa desde otra perspectiva: ese movimiento insurgente buscaba la impunidad y, quizás, testear el terreno para un nuevo golpe de Estado. Su cara más visible fue un teniente coronel que había combatido en Malvinas, cultor del boxeo y la filosofía presocrática, que desarrollaría una breve incursión en la arena política fundando un partido cuyo nombre se parecía demasiado a una variante ligera de la palabra motín. Las declaraciones de Aldo Rico en la película, cargadas de ironía y vanidad, le ponen pimienta a un relato que reivindica el papel de Alfonsín como el líder equilibrado que evitó una tragedia.