A partir de la intriga que le despierta una vieja y enigmática foto familiar recortada, Cristian Pauls ( Los enemigos, Imposible) desarrolla un largometraje notable en el que asume con mucha decisión el papel de un investigador obstinado en reconstruir un pasado cuyos ecos claramente persisten. En el curso de esa indagación que lo lleva hasta Fortín Tiburcio, un pueblito de la provincia de Buenos Aires próximo a Junín en el que pasó algunas de las vacaciones de su infancia (hoy Pauls tiene 61 años), el realizador se va encontrando con una galería de personajes entrañables y la historia empieza a desplegar una gran cantidad de afluentes narrativos que la colorean y la enriquecen. Aquello que recorre todo el relato es, de manera elocuente, el efecto inexorable del paso del tiempo, la nostalgia por lo que se tuvo e incluso por lo que nunca se pudo conseguir. Al mismo tiempo, el film -que con prudencia se ahorra ironías y golpes bajos que lo hubieran transformado en otra cosa y aprovecha muy apropiadamente el Heiliger Dankgesang, de Beethoven, para la creación de su clima evocativo- se consolida como cuadro hiperrealista de un lugar que luce exótico, como detenido en el tiempo. Tiburcio es un ejemplo categórico de cómo un disparador casi anecdótico puede transformarse, a fuerza de trabajo, talento e imaginación, en una gran película.
Detrás de la barba de Papá Noel El trabajo documental de Néstor Frenkel tiene características bien definidas: desde hace quince años, este director viene consiguiendo generar estimulantes discusiones en torno a su cine, ocupándose de temáticas singulares y retratando personajes exóticos con picardía y humor filoso. Está claro que sabe cómo encontrar materiales útiles para la elaboración de ese estilo particular que un interlocutor ocurrente definió como "antropología lúdica".
Provocativo ensayo sobre el placer Película porno-lésbica que causó revuelo en la última edición del Bafici, Las hijas de fuego fue filmada y protagonizada por un grupo de mujeres que en la mayor parte de los casos tiene un vínculo directo con el mundo del activismo y la escena cultural lesbofeminista. Albertina Carri se vale de los mecanismos de la ficción para elaborar un lúcido y provocativo ensayo sobre una sexualidad alternativa, desprovista de los rígidos cánones convencionales y entregada por completo a la experimentación del placer. Hay muchos cuerpos desnudos, sexo explícito y actitudes combativas promovidas por la liberacion del deseo en este road trip extremo y de perfil militante que podrá interpelar de una manera diferente a cada tipo de espectador, pero seguro no dejará a nadie indiferente.
¿Cómo era la Argentina que engendró el golpe militar del 76? ¿Se pueden encontrar en los intersticios de su cuerpo social pistas que anticiparan lo que venía? De eso se ocupa Rojo, la notable película de Benjamín Naishtat ( Historia del miedo, El movimiento) premiada en el Festival de San Sebastián. El film comienza con dos escenas ejemplares. Primero, un chalet invadido por desconocidos que aprovechan la "oportunidad": podría presumirse que el desalojo de sus dueños fue forzado y que quedó un botín del que no es difícil apropiarse. De inmediato, una discusión insólita por una mesa en un restaurante del pueblo donde transcurre la historia tiene un desenlace trágico. En esos dos hechos, narrados con gran solvencia, está cifrado el espíritu del film, su discurso sobre las complicidades y las miserias que abonaron el comienzo de uno de los períodos más oscuros de la historia argentina. La potencia de la película no se limita a esa capacidad para capturar un clima de época. También cuenta con muy sólidas actuaciones: Darío Grandinetti se luce con uno de los mejores trabajos de su carrera, le imprime ambigüedad y misterio a su abrumado personaje, Andrea Frigerio se complementa a la perfección en el juego de omisiones deliberadas y ambiciones inconfesables que implica el matrimonio de su personaje con el de Grandinetti; a Diego Cremonesi le bastan unos minutos para desarrollar una composición formidable, recargada de furia, angustia y dramatismo, y el chileno Alfredo Castro resuelve con oficio el papel de detective opaco y torturado que aparece en un tramo definitorio del relato. Los aportes del brasileño Pedro Sotero en la fotografía y Julieta Dolinsky en la dirección de arte son fundamentales para reproducir con rigor histórico y vuelo poético el viaje en el tiempo que propone Rojo. Naishtat declaró que se inspiró en el estilo visual de películas norteamericanas de los 70 como La conversación, de Francis Ford Coppola, pero la utilización del zoom y el tono siniestro condimentado con pasajes de fina ironía al que echa mano también remiten al cine de Fassbinder. En Rojo hay momentos muy sugestivos: uno protagonizado por un grupo de adolescentes que funciona como referencia inequívoca de los escuadrones parapoliciales de la dictadura; el otro es de una belleza arrolladora (el eclipse, algunos planos en el desierto), de esos que transmiten todo el poder del cine.
Planteada como recorrido por la historia de la animación nacional (desde El apóstol, emblemática película muda de Quirino Cristiani estrenada en 1917, hasta los desarrollos actuales en 3D, pasando por la antigua técnica del cut out), esta entretenida y didáctica película de Uriel Solkolowicz y Víctor Leali busca revalorizar una rica tradición local, que ya a fines de la década del 30 (cuando Disney estrenó Blancanieves) tenía una base muy sólida. Lo hace recuperando personajes populares y no tanto a través de una investigación exhaustiva. Un dragón, un ratoncito y un búho van hilvanando con gracia un relato simple, cargado de nostalgia y datos reveladores, que permite aprender sin aburrirse.
Atravesar un duelo siempre es una tarea difícil. Se nota de manera concluyente en el caso de Marcela, la protagonista de este sólido primer largometraje de María Alché, exhibido en los festivales de Locarno y San Sebastián. Luego de intentar poner un poco de orden en el departamento vacío de Rina, una hermana con la que -se puede inferir- tenía un vínculo potente, Marcela vuelve a la abulia de su rutina diaria, la de un hogar caracterizado por la dinámica caótica de tres hijos adolescentes y la presencia intermitente de un padre bastante desconectado. Familia sumergida avanza primero con una lógica rigurosamente naturalista, pero de pronto el clima empieza a enrarecerse, a tornarse sensiblemente onírico (un modus operandi que también aparece en Gulliver, un notable corto de la directora de 2015) y la película levanta vuelo. Cuenta para eso con la fortaleza de un elenco impecable (Mercedes Morán brilla, pero todo el resto se luce también con trabajos muy solventes) y un dominio notable de la puesta en escena. Se destaca sobre todo la fotografía de la francesa Helene Louvart (colaboradora de cineastas de la talla de Wim Wenders, Claire Denis y Mia Hansen-Love), deliberadamente difusa, muy a tono con esos días opacos, llenos de vaivenes, dudas, nostalgias y replanteos que suele provocar el contacto directo con la muerte.
La de Serguéi Donátovich Dovlátov es una de las tantísimas historias de artistas silenciados por el régimen soviético. Filmado en CinemaScope, toda una extravagancia para esta época, este estilizado largometraje de Alexei German Jr. -hijo de un popular cineasta ruso también perseguido por las autoridades de su país- condensa en seis días de principios de los años 70 la enorme frustración que sufrió este escritor de origen judío que nunca llegó a ver publicada su obra en vida y que recién en los años 90 se volvió famoso en Rusia gracias al interés que despertó tanto en la crítica como en los numerosos lectores que lo descubrieron. La historia, está claro, es muy dramática, pero German Jr. le imprime un humor mordaz que la aliviana y consigue que su protagonista genere empatía aun cuando las circunstancias lo terminen cargando de amargura y de cinismo. Mientras intenta, sin éxito, ser admitido por una rígida Unión de Escritores (única chance para editar los textos que produce), Dovlátov gana dinero para llevar una vida apenas austera trabajando como cronista periodístico destinado en los astilleros de Leningrado. La inteligencia maliciosa y el sutil manejo de la ironía alimentan el temperamento de este personaje en pugna con un entorno agobiante. El serbio Milan Maric logra transmitir con eficacia cada sinsabor provocado por esa pelea de un solo hombre contra el peso de un sistema opresivo.
Producto del incentivo del gobierno de Vladimir Putin a la industria de animación rusa -con miras a su proyección global- proviene esta película que intenta replicar el espíritu de las comedias de Dreamworks con resultados bastante pobres, tanto en términos puramente técnicos como argumentales (el humor es chato y repetitivo en toda la historia, que mezcla a los animales del título con unos extraterrestres más desangelados que maliciosos). Al gato y al castor que la protagonizan no les sobra carisma, y eso tiene que ver mayormente con un guion perezoso que se agota aun en el marco de un film de apenas una hora y cuarto de duración.
Estrenada en la última edición del Festival de Berlín y elegida por Eslovaquia para la competencia inicial por el Oscar destinado a la mejor película de habla no inglesa, El intérprete narra el incómodo encuentro entre dos disímiles personajes con una angustiante historia común: uno es hijo de un matrimonio de judíos asesinados por el nazismo durante la Segunda Guerra Mundial y el otro, de un despiadado oficial austríaco de las SS que, justamente, estuvo involucrado en ese crimen. Planteado como una road movie que intenta combinar la gravedad de todo el asunto con la aparición intermitente de pasajes de cierta ligereza, el film termina sufriendo notoriamente el peso de una solemnidad que una banda sonora densa, insistente y melodramática agiganta sin descanso. Sus mayores fortalezas se apoyan, sin dudas, en las interpretaciones -sobre todo en la de Peter Simonischek, veterano actor austríaco conocido internacionalmente por su muy buena performance en la excepcional Toni Erdmann, película de la alemana Maren Ade- y en la manifestación expresa de las fricciones naturales entre los dos veteranos protagonistas, una prueba contundente, y quizás hasta un poco involuntaria, de la banalidad de ese razonamiento tan extendido que postula que el paso del tiempo suele curar las heridas.
Harry Dean Stanton falleció en septiembre de 2017, dos semanas antes del estreno comercial de Lucky en los Estados Unidos. Tenía 91 años y un carrera actoral notable cuyo cenit fue, sin dudas, su inovidable protagónico en París, Texas (1984), del alemán Wim Wenders. El dato es relevante porque esta crepuscular y emotiva película, ópera prima de otro actor consolidado en roles secundarios (John Carrol Lynch), funciona como poético y justiciero homenaje a su protagonista. Stanton llena de verdad a ese anciano gruñón, orgulloso, notablemente perspicaz y ajustado obsesivamente a la rutina: ejercicios matutinos, un vaso de leche fría, tabaco por doquier, lentas caminatas por el pueblo, afición por los crucigramas, café en un diner y un Bloody Mary para cerrar la jornada en un bar con parroquianos tan exóticos como el que interpreta con gracia el cineasta David Lynch, agobiado por un incidente menor con una tortuga huidiza. Esos días plagados de repeticiones se ven alterados de vez en cuando por los encuentros del protagonista con algunos personajes que lo empujan a reflexionar, a rememorar los pliegues de un pasado que se esfuma, a tomar conciencia de un destino que lo acecha y a enfrentarlo con temor, pero también con templanza. Difícil imaginar una despedida mejor para ese cowboy desgarbado que esconde detrás de una fachada deliberadamente hostil una tierna fragilidad que desarma.