En plena época de la dictadura militar en Uruguay, dos viejos amigos llevan a cabo un plan delirante: secuestrar a los enanos de jardín del comandante local del Ejército y presentarlo como una operación guerrillera destinada a exigir que se revoque la prohibición de cerrar a las diez de la noche los boliches del pueblo que ellos frecuentan. Con esa premisa cómica, Guillermo Casanova abre el fuego de esta película que tiene algunos puntos en común con su primer largometraje, El viaje hacia el mar (2003). En principio, su origen literario (un libro de Juan José Morosoli en aquella ópera prima, otro de Mario Delgado Aparaín en este caso). Luego, una banda de sonido con buenas canciones de artistas populares de Uruguay (Jaime Roos, Eduardo Darnauchans y la Sonora Borinquen, al margen de la música incidental del gran Hugo Fattoruso, asociado aquí con Daniel Yafalián). Los personajes de la historia sintetizan el clima que Uruguay vivía bajo el régimen de facto: militares autoritarios, funcionarios obsecuentes, intelectuales rebeldes y civiles agobiados por la violencia del Estado. Para rememorar ese pasado oscuro, Casanova se apoya en un tono de comedia alegórico y disparatado, sintetizado en unas curiosas clases de historia gratuitas para los lugareños que imparte uno de los extravagantes protagonistas. Ese enfoque irónico puede resultar simpático en alguna oportunidad, pero morigera la voluntad crítica de la película.
Cédric Klapisch, cineasta francés que fue transformando su carrera en una especie de folleto promocional de agencia de viajes (ya ha filmado en París, Barcelona, San Petersburgo, Nueva York y Venecia, todas ciudades favoritas del turismo), hizo base ahora en Borgoña, región de su país célebre por la producción vitivinícola, para ambientar allí una historia con un tópico también muy transitado: el reencuentro de tres hermanos que deben resolver cómo repartir la herencia de su padre recién fallecido. Esa disputa entre ellos (una mujer y dos hombres, entre ellos uno que llega de Australia, donde se dedica al mismo negocio, en plena crisis de pareja) es el nudo argumental de la película, que incluye unas cuantas viñetas que ilustran con tono publicitario las diferentes etapas de elaboración del vino. Klapisch elige como telón de fondo la batalla entre la nobleza de la producción artesanal y la estandarización de una industria que obviamente no pudo escapar a la lógica mercantil del capitalismo. Y aunque toma claro partido por las bondades de la vieja escuela, su film -sensiblero, cargado de obviedades y recursos narrativos muy gastados- denota una concepción del cine que, lejos de lucir "alternativa", se entrega paradójicamente a los cánones más establecidos.
Es difícil entender el estreno de una película como Deseo de matar revisando con seriedad lo que ocurre desde hace años en los Estados Unidos con la posesión de armas. Una estadística reciente informaba que en el país que gobierna Donald Trump hay más armas que habitantes: hay cerca de 320 millones de personas y, sí, más de 320 millones de pistolas, escopetas y ametralladoras. Sin embargo, Eli Roth, un cineasta mediocre especializado en el terror y la violencia explícita (dirigió Hostel, Caníbales e incluso uno de los episodios de Bastardos sin gloria de Quentin Tarantino) se animó. Tomó con base El vengador anónimo, un intenso thriller de 1974 dirigido por Michael Winner y protagonizado por Charles Bronson en Nueva York, trasladó la acción a Chicago y llamó a Bruce Willis -cuándo no- para que interprete a un cirujano común y corriente transformado en una máquina de matar luego del ataque de cuatro criminales que asesinan a su esposa y dejan a su hija en coma. La película revela sin culpa cierto deleite con la extendida paranoia urbana que suele empujar a la inhumana solución de la justicia por mano propia. Paul Kersey (el personaje que encarna Willis con el ceño siempre fruncido) es presentado como un héroe anónimo que debe resolver aquello que no resuelven unas fuerzas policiales sobrepasadas y poco eficientes. Roth filma las escenas de accion con más pirotecnia que inventiva (lejos de la solvencia de aquel film de Winner, de hecho) y no evita la truculencia. Todos parecen estar todo el tiempo nerviosos o asustados en esta película que la Asociación Nacional del Rifle seguramente verá con buenos ojos.
Difícil imaginarse la vida de Tonya Harding como una comedia. Después de que su padre, con quien tenía una relación amigable, se fuera de su casa, quedó a cargo de una madre convencida de que el maltrato era la mejor manera de forjar una personalidad ganadora. Creció en un tráiler (una estadística oficial informaba hace poco que son más de veinte millones las personas que viven en esas condiciones en los Estados Unidos), abandonó muy pronto sus estudios y aprendió a patinar sobre el hielo soportando estoicamente las severas exigencias de esa mamá antipática, misántropa y fumadora empedernida que Allison Janney interpretó con una solvencia que redundó en un Oscar. Después se casó con otro redneck de Portland con el que mantuvo una relación intensa y tormentosa, un joven sin sueños como tantos otros que, la película se encarga de subrayar, en los 80 simpatizaron con Reagan y eligieron la música berreta de Laura Branigan y Richard Marx. Y cuando estaba afirmada como patinadora -era la única norteamericana que había logrado el triple axel, un salto dificilísimo para resolver con tanta plasticidad- su carrera dio un vuelco inesperado: Tonya quedó implicada en un oscuro incidente que la convirtió en una auténtica villana, la cobarde agresión a una de sus compañeras del equipo olímpico, Nancy Kerrigan, perpetrada por un sicario de poca monta pero supuestamente maquinada por ella. Terminó multada, inhabilitada de por vida y dando pena en una fugaz carrera como boxeadora. Con ese material inflamable, el australiano Craig Gillespie ( Enemigo en casa, Lars y la chica real, Noche de miedo) se animó a lo inesperado: una película biográfica atrevida y algo desmelenada que por momentos se tiñe por completo del tono de la comedia negra. El recurso, habitual en el cine de los hermanos Coen y utilizado también en la recientemente estrenada Tres anuncios por un crimen, suele denotar cierto desprecio por los personajes a los que retrata: una mirada irónica que, más que buscar explicarlos y entenderlos, los sanciona. Aun así, el trabajo superlativo de la también australiana Margot Robbie genera compasión y empatía. Le insufla potencia y emotividad a toda la película. Su salvaje personalidad, queda claro, es el resultado de un contexto insoportable. Y la disputa con esa colega que ella visualiza exclusivamente como rival a vencer, una reproducción en miniatura de la vieja y siempre vigente lucha de clases.
Trabajando como asistente de dirección en Alias María, un film presentado en Cannes en 2015 que enfoca el conflicto armado colombiano desde el punto de vista de una niña guerrillera de 13 años, Daniela Castro se topó con Yineth, una campesina reclutada por la guerrilla que más tarde terminó trabajando para el gobierno colombiano en programas para la desmovilización y reinserción de combatientes de la guerra. Los recuerdos de la protagonista, que también revela que fue abusada en su propio entorno familiar, mezclan "orgullo, tristeza y dolor", como ella aclara en este documental dedicado a reflejar su mirada personal sobre el conflicto.
En buena medida, los documentales dedicados a la grabación de un disco o a la trayectoria de una banda o un solista tienen características similares: un solemne tono de falsa objetividad que esconde un afán puramente publicitario. Por fortuna, no es el caso de esta película, que toma como punto de partida el proceso de gestación del último disco de Palo Pandolfo, exlíder de Don Cornelio y Los Visitantes, con su banda actual, La Hermandad (Alito Espina, Mariano Mieres, Carlos Fernández, Gerarde Farez) y se va expandiendo en múltiples direcciones. Iván Wolovik se convierte en testigo mudo, pero muy atento de la interna de la producción del álbum y consigue un retrato íntimo de la deriva de un proceso creativo al que se sumaron Ricardo Mollo, Hilda Lizarazu y Los Tipitos, entre otros colegas. Pero también logra revelar la singular personalidad de Palo a través de reflexiones sobre su oficio, memorias de su derrotero vital e incluso anécdotas curiosas y muy simpáticas, como un encuentro casual con Graciela Borges al que recuerda con gracia y un especial cariño. "Me gusta cantar y entrar en éxtasis. Envolver a todos los que escuchan en ese éxtasis", dice Palo en medio de una conversación informal que Wolovik recorta con inteligencia, quedándose con la sustancia del discurso del artista, con aquello que lo define, más allá de las poses y los mandatos del marketing.
Una mujer fantástica: relato valiente y fascinante Una mujer fantástica pelea por sus derechos, conserva su dignidad, defiende su identidad, afronta las dificultades con entereza y coraje. Marina, la entrañable protagonista de esta emotiva película chilena. Como mujer trans debe enfrentar todos los obstáculos imaginables: los de la burocracia institucional, más exigente con ella que con otros, y los de la familia de su pareja, un hombre maduro recién fallecido de un aneurisma inesperado y letal. Sebastián Lelio, quien ya había puesto en el centro de la escena a otra mujer valiente y decidida en la celebrada Gloria (2013), hace girar la historia alrededor de un centro de gravedad cargado de una energía vital arrasadora: Daniela Vega, la actriz trans que asume el rol protagónico con una convicción pasmosa. También se da el lujo de batir en una misma coctelera elementos del thriller, el melodrama y el realismo de perfil sociológico sin que la narración pierda coherencia ni fluidez. Incluso logra colar algún pasaje onírico que remite al cine de Luis Buñuel y suma un matiz más sin que nada suene discordante. Los enemigos de Marina son torpes, violentos y, sobre todo, muy hipócritas. Ella lo sabe y tiene lo necesario para presentarles batalla: su inteligencia y también su cuerpo, al que Lelio se acerca con sutileza, elegancia y una fascinación amorosa que contagia.
El sacrificio del ciervo sagrado: estilizado relato sobre la culpa Con 44 años y una carrera que combina trabajos en cine y teatro, el griego Yorgos Lanthimos ya logró ganarse la fama internacional de artista singular, enigmático y controvertido. Colaboraron para que forjase esa identidad sus buenas performances en Cannes: en 2009 fue premiado en la sección A Certain Regard por Canino; en 2015 ganó el Premio del Jurado con The Lobster y el año pasado, el jurado del célebre festival francés lo mimó con el premio para el guión de El sacrificio del ciervo sagrado, un film inquietante y motorizado por una libertad creativa inusual en la mayor parte del cine contemporáneo. Está claro que, más que aquello que cuenta, a Lanthimos le interesa cómo lo cuenta. Es un cineasta perspicaz y estilizado, capaz de construir una fábula siniestra a partir de una extraña relación nacida del sentimiento de culpa y cargada tanto de piedad y fascinación como de neurosis y violencia: la que une al exitoso cirujano interpretado con gran aplomo por Colin Farrell y el traumado jovencito con el que descuella el irlandés Barry Keoghan.
Emma: historia mínima y sensible Es el resultado de un experimento narrativo de Juan Pablo Martínez, decidido a filmar un largometraje en el que las imágenes tengan mucho más peso que la palabra. El rodaje se llevó a cabo a partir de una escaleta reducida (doce páginas), pero la historia fue ganando espesor y profundidad. Anna, la silente protagonista (Sofía Rangone), llega desde Polonia, sufre la desaparición de su esposo, un empresario de la industria del carbón, y queda anclada en la Patagonia sin ninguna relación visible, hasta que conoce a un trabajador minero de Río Turbio (Germán Palacios). A partir de ahí se desarrollará una historia conmovedora, con recursos simples, sutileza y eficacia.
Recreo: el otro lado de la comedia La vida en pareja no es fácil. Alrededor de esa idea gira la trama de Recreo, primera película que Hernán Guerschuny (El crítico, Una noche de amor) y Jazmín Stuart ( Desmadre, Pistas para volver a casa) dirigen en sociedad. El encuentro fugaz de tres matrimonios en una casa de campo, pensado originalmente como alternativa de disfrute y descanso, se va enturbiando a medida que afloran algunos secretos hasta entonces celosamente guardados. La historia arranca en tono de comedia y se va oscureciendo gradualmente, al ritmo de las inseguridades, las falsedades, los autoengaños y las neurosis de los protagonistas. En más de una oportunidad, la película se atasca en los lugares comunes en torno a los tópicos que aborda (incertidumbre laboral, sexualidad, exigencias de la maternidad, enfocados como problemas concretos de un sector social bien determinado, la clase media profesional), pero termina levantando vuelo gracias a la convicción y el oficio de un elenco ajustado. Está claro que hay formas más elusivas y sugerentes de tratar estos mismos conflictos (buena parte del cine de Eric Rohmer lo certifica magistralmente), pero Recreo termina entregándose a una lógica un poco más epidérmica, cercana al lenguaje televisivo, destinado inevitablemente a simplificar, a confirmar expectativas previas -más que a inquietar o provocar interrogantes- y por lo tanto a conservar el statu quo.