La casualidad suele ser un componente importante en la comedia. Y es efectivamente el disparador de Las Vegas, quinto largometraje de Juan Villegas, aunque el director ha tenido en este caso la sagacidad de dejar en el terreno del enigma si ese encuentro entre sus dos protagonistas fue realmente fortuito o provocado. Tan enérgica como neurótica, Laura (Pilar Gamboa) llega a Villa Gesell con su hijo Pablo (Valentín Oliva, más conocido como Wos, campeón argentino de freestyle), un reservado adolescente de 18 años que debe esforzarse para lidiar con las exigencias constantes de su mamá, y se encuentra muy pronto con Martín (Santiago Gobernori), su expareja, que recala en ese clásico balneario de la costa atlántica argentina con una novia colombiana mucho más joven que él y, curiosamente -o no tanto-, se aloja en el mismo edificio que ellos. La mesa queda servida para una serie de enredos entre divertidos y patéticos que son la columna vertebral de una historia atravesada por el humor agudo y sin estridencias que del que Villegas ya había hecho gala en su ópera prima, Sábado (2001). En paralelo con la línea argumental principal, se desarrolla un incipiente romance entre Pablo y una flamante guardavidas (Camila Fabbri), cuya frescura inaugural podría pensarse como un reflejo tardío de los inicios de una relación quebrada que amaga todo el tiempo con renacer. La película arranca a toda velocidad, aprovechando el timing, la versatilidad y la notable eficacia de Gamboa como comediante, y luego empieza a desacelerarse para ir incorporando otros matices: la lenta recomposición de la relación padre-hijo, las referencias literarias (por ahí aparece un ejemplar de Aeropuertos, un muy buen libro del chileno Alberto Fuguet) y musicales (Joy Division, Pixies) como puente entre generaciones distintas, la pintura precisa de un paisaje monocorde y anodino que parece detenido en el tiempo (Gesell, con sus edificios desprovistos de glamour). Villegas va desarrollando esa trama con rigor y solvencia. Lo que narra Las Vegas es la reconstrucción de un vínculo que parecía definitivamente agotado. Y lo hace con gracia, sencillez y una ternura que sus protagonistas recuperan en esas vacaciones veraniegas que empiezan agitadas y concluyen, ya más por decisión propia que por los incontrolables avatares del destino, en completa armonía.
Todo parece desmoronarse, fallar o ser fruto de una maliciosa conspiración alrededor de Julia, la atormentada protagonista de este primer largometraje del uruguayo Javier Palleiro. Se entera de un embarazo no deseado que la obliga a recomponer una relación agotada, tiene dificultades para conseguir trabajo y vive tensionada. Con un estilo sobrio y equilibrado, la película funciona bien como la radiografía de un oscuro estado de ánimo y se beneficia de los sutiles matices que María Canale le imprime a su actuación, convincente y desprovista de artificialidad. El contexto no la favorece, es cierto, pero pareciera que es más bien el enojo con el mundo que Julia exhibe casi a tiempo completo el que no le permite ver un poco de luz.
Un dolor de estómago crónico lleva a Chloe (Marine Vacth), la protagonista de esta inquietante película, a consultar a un psiquiatra (Jeremie Renier). Se enamora de él y como por arte de magia desaparecen los síntomas. Pero un día se cruza casualmente con su hermano gemelo, un doble diabólico y perverso de su flamante pareja, y las cosas empiezan a complicarse. Nada es lo que parece en esta historia deliberadamente ambigua en la que François Ozon cita, tácita o explícitamente, a Brian De Palma, David Cronenberg, David Lynch, Paul Verhoeven y Luis Buñuel. Dueño de una filmografía tan heterogénea como irregular, el cineasta francés toma como base un relato de Joyce Carol Oates que apela al juego de espejos interior, la difuminación de los límites entre el sueño y la razón y a la colisión entre lo que vemos y lo que creemos (y queremos) ver. El resultado del experimento es tan elusivo como desconcertante, lo que no es necesariamente una debilidad. Ozon ya había trabajado el tema del doble en otros films - La piscina, En la casa-, pero ahora consigue fortalecerlo con una majestuosa labor de puesta en escena, animándose como nunca a la perturbación y el exceso. Y "traicionando" al texto original para bucear en las opresiones del machismo y en la aguda tensión entre la represión y el deseo.
Los distribuidores locales de esta gran película rumana eligieron un título que informa mucho más que el original ("Pororoca", una onomatopeya del tupí-guaraní que equivale a "gran estruendo") para anticipar aquello que en los primeros minutos de la historia es difícil de imaginar. A partir de la misteriosa desaparición de una niña en un concurrido parque de Bucarest, una familia que lucía sólida empieza a desmoronarse. Tanto Tudor (Bogdan Dumitrache, cuyo gran trabajo fue premiado en el Festival de San Sebastián del año pasado) como Cristina (Iulia Lumânare) sufren el doloroso e inesperado incidente, pero es él quien tenía a cargo a sus dos hijos la tarde fatídica en la que se perdió la pequeña María: dejó de vigilarlos durante unos instantes que se volvieron fatales por concentrarse en una conversación por celular. Por ende, la culpa trabajará mucho más sobre su personalidad, que lógicamente empieza a desdibujarse con el paso de los días y la falta de noticias tranquilizadoras. Popescu elige contar este drama con un estilo seco y contundente, pero también toma algunas decisiones de puesta en escena que lucen virtuosas. Se toma el tiempo necesario (casi dos horas y media) para construir la alteración completa de un padre desesperado que, a medida que corre el tiempo, empieza a enloquecer por la ineficacia de la burocrática policía rumana y cae presa de su instinto.
No es fácil filmar una película como Verano 1993 sin caer en obviedades y sensiblerías. Carla Simón lo consiguió nada menos que en su ópera prima. Sobre la base de una dolorosa historia personal -una niñez transformada dramáticamente por la muerte de sus padres-, la directora catalana construye una historia conmovedora que refleja decididamente el punto de vista de Frida, esa niña (Laia Artigas, de trabajo impecable) que de repente debe recomponer su mapa sentimental y su vida cotidiana, completamente alterada: sus padres son sus tíos, su prima es su hermana y la ciudad es el campo. Al principio, la reacción de Frida es lógicamente hostil: su hermetismo, su desconfianza y sus caprichos manifiestan con claridad meridiana la dificultad de un duelo muy costoso. Pero de a poco, gracias a la sensibilidad de un entorno familiar entregado con amor a la tarea de ayudarla, su mundo se va reacomodando. Una de las fortalezas indiscutibles de este sólido debut es la dirección de actores: Carla Simón consiguió un óptimo rendimiento de todo el elenco, en particular de la protagonista, una actriz asombrosamente precoz que se mueve con una soltura admirable. Frida debe asumir una tarea titánica: tomar conciencia del carácter inapelable de la muerte con apenas 6 años. Lo hace sin perder la inocencia ni el espíritu lúdico. Y la película refleja ese tour de force con una luminosidad y una potencia vital inusitadas.
Filmado en una modesta casita de Germania, un pueblo de la provincia de Buenos Aires, este documental registra los últimos días de Irene, la abuela del realizador, y el posterior proceso de desarme llevado adelante por sus dos hijos y su nuera, necesario para ponerla en venta. Sencilla y emotiva, la película refleja los sinsabores que provoca un duelo, pero también la templanza de los familiares de la difunta. Andrés Perugini, factótum del proyecto, se pregunta si es posible borrar completamente las huellas del pasado, un interrogante que quizás le haya servido para exorcizar al menos una parte de un dolor profundo y la lógica nostalgia por el inexorable paso del tiempo.
Mi mundial es uno de los acercamientos más serios del cine uruguayo a un modelo industrial: una narración clásica, anclada en un deporte muy popular y con un argumento cargado de aventuras y dilemas morales que tiene potencial para captar el interés de toda la familia (fue vista por 50.000 espectadores, gran cifra para los cánones del país vecino). Aun con el lastre de algunos lugares comunes, la película tiene dinámica, gracia y convicción. También aprovecha el carisma de Facundo Campelo, muy solvente en el rol de Tito, el pibe que la descose en la cancha y pronto se encuentra con las tentaciones del fútbol profesional, un negocio lleno de estafadores y arribistas.
Una joven viuda intenta abrir una librería en un pueblo costero de la Inglaterra de mediados del siglo XX y choca frontalmente con la oposición ultraconservadora de casi todas las fuerzas vivas de la localidad. Aunque está claro que la línea principal de la película es la defensa de la venerable tradición del libro como herramienta fundamental para cultivar la imaginación y el conocimiento, la furia de los enemigos de esa involuntaria intrusa también podría asumirse como la odiosa aversión que muchos europeos sienten por los inmigrantes, un oblicuo matiz político que le insufla algo de contemporaneidad a la historia. Se lucen Emily Mortimer, sobria y muy solvente en el rol de la obstinada amante de la literatura, y Patricia Clarkson, impecable en su construcción de un personaje especialmente venenoso. Lo que debilita notoriamente a La librería es su riguroso apego al manual de la corrección cinematográfica: está claro que la directora catalana privilegió el cálculo por sobre el riesgo y terminó así construyendo una película tan atildada como previsible en la que más de una escena sufre con los gruesos subrayados de una banda sonora cuyas soluciones convencionales agotan. La estrategia le dio resultado: el film se llevó tres premios Goya, fue muy celebrado por la crítica europea y hará las delicias de los amantes del cine que presume profundidad y refinamiento.
Siempre es saludable enfrentarse con un film inclasificable, y este de Guillermina Pico sin duda lo es. La película podría pensarse como una especie de diario íntimo filmado, a veces con tono de documental crudo y en otros pasajes con uno más abstracto. Observaciones al paso, relatos íntimos, historias de familia y paisajes son parte de una deriva anárquica cuyo objetivo parecería dar cuenta de una serie de sucesos que nadie pensaría en primera instancia como acontecimientos demasiado relevantes, pero sin duda conservan su singularidad y permiten delinear, de manera tangencial y difusa, una identidad, la de la autora de esta obra exótica
En el Líbano se producen unas cincuenta películas por año. En la Argentina se sabe poco y nada de ese cine. El último film libanés que tuvo alguna repercusión aquí fue Caramel, de Nadine Labaki (2008). En su país, Caramel había llegado a los 160.000 espectadores, una cifra inusual. Luego de algunos problemas con las autoridades del Líbano, El insulto también se acercó a esa convocatoria, pero además fue programada en los festivales de Venecia y Toronto, y compitió hace unos meses por el Oscar a la mejor película en lengua no inglesa. Su director, Ziad Doueiri, nació en Beirut, estudió cine en los Estados Unidos y trabajó unos años muy cerca de Quentin Tarantino, una experiencia que tradujo de la manera menos original, transformando un antagonismo histórico, pero no tan divulgado fuera de los límites de su propio país -entre libaneses cristianos y refugiados palestinos- en una historia de fatalidades, miserias, dilemas morales y redenciones contada con trazos gruesos y artificios demasiado conocidos. Independientemente de la postura del director en esa discusión, es su efectista estilo cinematográfico el que termina reduciendo la posibilidad de encuentro con una oportunidad novedosa a otra experiencia vulgar y rutinaria.