El estreno de esta película llega precedido de una fuerte polémica en redes sociales. Su director, Gianfranco Quattrini -nacido en Perú, criado en Chicago y que hizo la mayor parte de su carrera en la Argentina, donde dirigió videoclips de Vicentico, Luis Alberto Spinetta y Divididos- ha asegurado que la intención fue subrayar que “no existe una sola manera de amar ni una sola manera de constituir una familia”, pero lo cierto es que la historia que cuenta el film deja abiertos muchos flancos en ese razonamiento. Hay una pareja de mujeres, está en foco la intención de que una de ellas quede embarazada vía fertilización asistida y hay también un hombre (el argentino Benjamín Amadeo) que, luego de varios fracasos con el recurso médico de la inseminación, interviene para “solucionar” el problema de una manera como mínimo extravagante. Más allá de que la puesta en escena y el tono de las actuaciones remiten a las comedias familiares televisivas y en algunos pasajes incluso a la publicidad -un problema de orden estético, en todo caso-, el tratamiento que se la da en Encintados a asuntos delicados como el consentimiento, la fidelidad y las nuevas configuraciones familiares es poco riguroso. No es malo ponerse a tono con la época, pero cuando solo se recorre la superficie de un tema se corre el riesgo de ingresar en la zona del oportunismo.
Algunos de los hechos que cuenta este singular documental son como mínimo curiosos: la muerte de un oso polar en la Navidad de 2012, cuando el calor derretía a los porteños y el cielo se llenaba de fuegos artificiales, la decisión tomada por el gobierno de Horacio Rodríguez Larreta de cerrar el Zoológico de Buenos Aires, después de 140 años de funcionamiento, para transformarlo en un ecoparque y una medida judicial sin precedente en la que se le reconoció a una orangutana -la famosa “Sandra”- la categoría de “persona no humana” que solicitó un abogado fanático de Batman y el básquetbol. Si todo suena exótico es porque efectivamente lo es, y Zoofobia lo explota muy bien: encuentra una galería de personajes formidable -muchos de ellos de talante quijotesco- y combina la comedia que producen algunas de sus ideas y obsesiones con la discusión pública que vienen planteando desde hace años los que se oponen al encierro de animales. En su recorrido zigzagueante, apoyado por una voz en off de tono deliberadamente didáctico que le añade otro toque de humor al relato, la película incorpora escenas en La Plata, Chaco y zoológicos de Alemania -país donde siguen siendo muy populares- que reconstruyen una larga historia y plantean diferentes puntos de vista sobre los mecanismos de conservación de las especies en riesgo de extinción. Quedan unos mil zoológicos en todo mundo y la pregunta sobre un modelo superador al de los animales en cautiverio sigue abierta, como dejan claro algunos especialistas que opinan en este film heterodoxo y atrapante.
Johnny Depp acapara toda la atención en El fotógrafo de Minamata, una biopic sobre el célebre Eugene W. Smith El homenaje a W. Eugene Smith, uno de los fotoperiodistas más célebres del siglo XX, es el objetivo evidente de esta película producida y protagonizada por Johnny Depp que llega a la Argentina dos años después de su estreno en Estados Unidos. Depp apostó fuerte por este proyecto y de verdad su composición es notable: la capacidad que demuestra para combinar depresión con humor negro y una singular elegancia lo pone claramente por encima de un guion plagado de lugares comunes y golpes de efecto. AD Recluido durante un período de su vida en un barrio periférico de Nueva York, divorciado y con serios problemas económicos, W. Eugene Smith se reinventó a través de un viaje a Japón en el que realizó un magnífico trabajo fotográfico para la revista Life que probó con elocuencia los agresivos efectos de la polución industrial. Una historia de la vida real ideal para provocar un relato de ficción genérico, el del hombre de a pie contra las grandes corporaciones al que la película se aferra sin culpa, sumando además villanos estereotipados y demasiadas escenas que inducen a lagrimear, empujadas por una música un poco machacante que por lo menos hizo Ryuichi Sakamoto (y eso siempre se agradece). Finalmente, la obstinación por poner en primer plano la redención de un héroe individual -un asunto del guion- diluye un poco el rol de los propios japoneses castigados por la tragedia, que aparecen en la película apenas como satélites de la figura magnética y absorbente en la que Depp transforma a su personaje.
El desarmadero se vale de los recursos del thriller psicológico y el cine de terror para abordar asuntos espesos que logra anudar con criterio: la rigidez de algunos tratamientos convencionales en el área de la salud mental y la crudeza con la que se han naturalizado las desigualdades entre los que están dentro y fuera del sistema, un efecto colateral del desarrollo de la economía que cada vez es menos cuestionado. Están los vivos y están los muertos, que son los que no pueden consumir nada, se dice en esta película oscura y pesimista de Eduardo Pinto (Palermo Hollywood, El corralón, Sector VIP) que plantea su propio micromundo sensorial: el uso de diferentes lentes, los tipos de encuadre, los movimientos de cámara y la edición están pensados para generar un clima inquietante que se sostiene a lo largo de toda la historia. Para el protagonista -un Luciano Cáceres muy decidido a la performance intensa- es imposible escapar de los fantasmas de un pasado traumático: no puede morigerar con ningún cóctel químico el dolor de una reciente desgracia familiar que lleva todo el tiempo como un carga insoportable sobre los hombros y tampoco logra reintegrarse a la dinámica social ,porque fuera de los protocolos fríos del psiquiátrico, también se respira demasiada hostilidad. Las enormes pilas de chatarra que lo rodean en su intento fallido de reinserción son el escenario amenazante, casi distópico que prefigura la tragedia.
Corte es la crónica de una ruptura amorosa. Narra un final en fade out de una relación que está evidentemente agotada, aún cuando haya una de las partes que no termine de aceptarlo. En la historia de la película van asomando todos los tópicos de este tipo de situaciones -los reproches, la tensión, los intentos fallidos de recomponer, las negaciones, los engaños- como parte de una trama que suma distintas capas narrativas que giran en torno a un mismo argumento: al tiempo que debe decidir si sigue trabajando en el guion para un largometraje justamente con el hombre del que se está separando (Alejandro Catalán), la protagonista (Gilda Scarpetta) intenta producir un corto en el que desea reflejar los sinsabores de esa misma crisis. La directora del film, Guadalupe Yepes, ha revelado que fue un suceso personal muy doloroso para ella el que la impulsó a llevar adelante el proyecto. La estructura de mamushka que eligió para el relato le agrega un condimento distinto a un disparador que suele ser rutinario en el cine. Lo mismo ocurre, por fortuna, con algunas pinceladas de humor que aparecen imprevistamente y funcionan como anticuerpos contra la solemnidad. Son buenos los desempeños de los dos protagonistas y también funciona eficazmente la música de Christian Basso (experimentado músico que colaboró con Charly García y fue parte de La Portuaria), utilizada con buen criterio para generar climas sin apelar nunca al subrayado.
Varsovia no fue la misma después del desastre de Chernóbil. Cuando se produjo aquel recordado accidente nuclear, en abril de 1986, Malgorzata Szumowska, la directora de Nunca volverá a nevar, tenía apenas 13 años y pensaba, como muchos de los que vivían en la capital polaca, que tomar agua o respirar implicaba un serio riesgo de contaminación. Treinta y cuatro años después, en la edición de 2020 del Festival de Venecia, estrenaría una película protagonizada por un singular personaje proveniente de esa ciudad del norte de Ucrania marcada por aquella dolorosa tragedia, un masajista con poderes casi mágicos que calma dolores corporales y angustias existenciales de unos cuantos clientes VIP de una esquemática urbanización de elite que luce sumergida en su propia realidad, ajena a lo que todo lo que pase fuera de sus límites. La película va enhebrando cada uno de esos íntimos encuentros con los neuróticos pacientes de este terapeuta con fisonomía de bailarín clásico y un evidente magnetismo erótico como si fueran viñetas de un relato cargado de sugestión y viajes oníricos. Si hay algo que sobresale en Nunca volverá a nevar, más allá de la muy buena interpretación de Alec Utgoff (actor británico conocido por el papel del Dr. Alexei en la exitosa serie Stranger Things y que aquí se mueve con una plasticidad que lo erige en una especie de versión masculina de Irma Vep), es su inventiva visual para plasmar los recurrentes sueños que atraviesan la historia. Por ese talento para crear imágenes poco convencionales y por lo general muy poderosas, por su acento en la sátira social y por su humor oblicuo, el cine de Szumowska -o al menos este film en particular- remite a la “trilogía de la vida” de Roy Andersson, una figura clave del cine alternativo sueco de los últimos veinte años. Es razonable deducir que esa fortaleza está íntimamente vinculada con el oficio y el talento de Michal Englert, director de fotografía que esta vez asumió el rol de codirector y se ocupó de dejar bien marcada su impronta con un virtuoso manejo de luces, contraluces y sombras. Aun cuando algunas veces roza el preciosismo, Englert claramente calculó al detalle cada encuadre para crear un clima general cuya cadencia se integra a la perfección con la aletargada dinámica de la narración. Además de parodiar a la insularidad burguesa en la Polonia contemporánea, Nunca volverá a nevar funciona también como alegoría sobre el cambio climático. “Está ocurriendo delante de nosotros. En Polonia ya casi no cae nieve en invierno”, declaró la propia directora, interesada en transformar a esa riesgosa alteración de la temperatura en el planeta en un oscuro presagio. En definitiva, lo que simboliza ese colectivo de gente apesadumbrada, atada a la rutina y falsamente protegida de sus paranoias en un microcosmos aislado y en apariencia aséptico es el drama de lo que Szumowska define como “una humanidad sola, aislada, más obsesionada que nunca con la enfermedad en un mundo cuya lógica ya no tiene sentido”.
Ya pasaron más de veinte años del estreno de Harry, un amigo que te quiere bien (2000), una película inquietante protagonizada por el catalán Sergi López que llegó a los cines argentinos y nos alertó de la aparición de un director francés muy prometedor, Dominik Moll, al que más de un crítico señaló en aquel momento como un digno heredero de Claude Chabrol, uno de los exponentes más singulares y perturbadores del cine de la nouvelle vague. En todo ese tiempo, Moll trabajó como asistente de Laurent Cantet (Recursos humanos, Entre los muros) y dirigió un puñado de largometrajes que confirmaron a medias las expectativas que había generado. Su momento de mayor exposición fue el estreno, en la apertura del Festival de Cannes de 2005, de Lemming, una historia densa y oscura protagonizada por dos grandes actrices, Charlotte Rampling y Charlotte Gainsbourg, pero Moll no logró consolidarse como el cineasta de peso que parecía ser hasta que volvió, en 2020, a cosechar encendidos elogios con Solo las bestias, que renovó el interés de la prensa cinematográfica europea por su obra. Está claro que el terreno donde mejor se mueve este realizador es el del thriller. Como sus incursiones en la comedia no fueron del todo convincentes, tomó nota de esa debilidad y decidió regresar al género donde se siente más cómodo. En este caso, la historia se desarrolla en un paisaje inhóspito y cubierto por la nieve, tiene varios protagonistas y distintos puntos de vista que se van entrelazando con suficiente ingenio como para mantener la tensión de principio a fin. También se beneficia de la solidez de un elenco en el que brilla especialmente Valerie Bruni-Tedeschi como una mujer casada con un millonario del que no está enamorada y que se enreda en un intenso affaire con una jovencita que tendrá un desenlace inesperado y brutal. Todos los personajes de este film basado en una novela -Seules les bêtes, del francés Colin Niel- tienen algo que ocultar. Y son sus intrincadas y riesgosas maniobras de distracción las que van disponiendo sobre el tablero de una narración realmente eficaz las piezas de un puzzle que quedará armado recién sobre el final. Aun cuando algunas de las líneas argumentales son más débiles -sobre todo la que incorpora a la trama a un grupo de jóvenes africanos dedicados a una serie de estafas digitales que asumen como singular venganza por las históricas agresiones del colonialismo-, el relato atrapa con un esquema de revelaciones graduales en el que juegan un papel clave las mentiras y las frustraciones de los protagonistas. El clima de Solo las bestias -más allá de la gelidez abrumadora del contexto- también remite al melodrama teñido por los exabruptos del amor fou. Y la tragedia se desata por la insatisfacción general: nadie tiene lo que anhela, y el deseo por conseguirlo de cualquier forma se convierte en condena. No hay héroes ni redenciones en este cuento macabro con el que Moll confirma su estatus de pesimista explícito y obstinado.
Tomando como punto de partida valioso material fotográfico y fílmico registrado durante una expedición capitaneada por el militar sueco Gustav Emil Haeger en 1920, Cristian Pauls explora la actualidad del Chaco formoseño (la zona de Las Lomitas y Pozo del Tigre), donde aún viven descendientes de la comunidad pilagá, un pueblo indígena cercano a los tobas que conserva su propia lengua y también la memoria de las persecuciones que sufrió a lo largo de su historia en nombre de los sucesivos procesos “civilizadores”. Documental etnográfico y diario de viaje se cruzan en esta sólida película de más de dos horas que permite distinguir con claridad tanto las huellas del colonialismo (aquella misión sueca tenía como uno de sus objetivos principales analizar qué recursos naturales podían explotarse en la región) como las zozobras que persisten entre los integrantes de un colectivo que pretende conservar su identidad en un contexto hostil. “La Biblia es un cuento de los blancos, no de los indígenas”, dice una de las mujeres que entrevista el propio director del film, con un poder de síntesis ejemplar y en un tono en el que puede adivinarse una convicción que no han podido aplastar las frustraciones.
La escena de la nueva música urbana ha crecido exponencialmente en los últimos años. Es un fenómeno internacional, pero en la Argentina tiene sus características particulares: una cultura en plena ebullición sostenida por las creativas rimas de artistas independientes y muy jóvenes que cuentan sin prejuicios su vida cotidiana, llena de dilemas y estrategias de supervivencia. Y Panash es uno de los primeros reflejos serios y consistentes de ese mundo en el campo del cine. La película pone en escena el talento de diferentes raperos para desplegar su arte, pero también para transformarse en protagonistas de una ficción que cruza el melodrama y el thriller en una zona caliente del conurbano bonaerense. Lo hace con un lenguaje visual contemporáneo, consciente del público al que mayormente puede interesar (el Instagram oficial del film tiene más de 22.000 seguidores) y zurciendo una historia simple pero elocuente que por momentos remite al antecedente célebre y virtuoso de 8 Mile: calle de ilusiones, el largometraje de Curtis Hanson que recrea parte de la vida de Eminem. Aunque se ha venido promocionando como un relato ambientado en una Buenos Aires distópica, la cartografía es por demás conocida y absolutamente real: una ciudad atravesada por una profunda crisis económica y una desigualdad flagrante. Una película oportuna y en sintonía con su tiempo.
Emilio García Wehbi fue uno de los fundadores de El Periférico de Objetos, un grupo clave del teatro alternativo argentino. Es un artista interdisciplinario que desde hace años trabaja obstinadamente y sin pausa en el cruce de lenguajes escénicos, siempre con propuestas destinadas a provocar la reflexión, a incomodar, a incentivar al espectador a correrse de su zona de confort. Su campo de acción se restringe necesariamente al circuito independiente y al ámbito del teatro público. La herida y el cuchillo es ideal para aquellos que ya están familiarizados con su particular estética, pero también puede funcionar como una puerta de entrada para empezar a conocer su singular obra, que es vasta y muy diversa. Fiel al espíritu del personaje que retrata, el film no responde al canon de las narraciones clásicas. Es más bien una especie de poema visual que funciona como estímulo para conectar con el viaje particular de Wehbi, autor de óperas, performances e instalaciones que siempre navegan por los márgenes de la producción cultural, poniendo el foco en la crisis, el azar y la inestabilidad. Hubiera sido contradictorio que una película destinada a poner en relieve su labor -en este caso, la de los últimos cinco años, con puestas como Vértigo , Orlando y la trilogía de la Columna Durruti- fuera convencional. Su carácter anómalo refleja con precisión el espíritu creativo de este voluntarioso explorador.