Debut en la ficción de Lucía Vasallo -directora de los documentales Transoceánicas, Línea 137 y La cárcel del fin del mundo-, Cadáver exquisito tiene como epicentro a la obsesión patológica de una joven maquilladora que encuentra a su novia flotando inconsciente en la bañera de su casa y entra en crisis. La historia de la película se desarrolla a partir de ese punto de partida traumático y avanza a tientas con la premisa explícita de correrse de las narrativas más convencionales: juegos de dobles y apropiación de identidades ajenas, el mundo del sadomasoquismo, la curiosidad de un personaje afectado por el trastorno genético del albinismo e incluso algunas indagaciones superficiales sobre el papel de la oxitocina en su comportamiento. Pero ese afán de inclinarse por perturbar al espectador con un clima de constante extrañamiento queda por encima de establecer con convicción un relato que siga alguna lógica: en algún momento, la sucesión de escenas inconexas confunde e incluso provoca el ingreso del film en el terreno de la comedia involuntaria (en ese sentido rankean alto las escenas protagonizadas por un grupo de danza butō, cargadas de solemnidad pero al borde de la parodia). En ese marco complicado, Sofía Gala se mueve con más soltura que la debutante Nieves Villalba, exigida por un papel con unos cuantos ribetes extravagantes. La voluntad por elaborar un discurso singular siempre es valiosa, pero aquí el peso de las arbitrariedades conspira notoriamente contra su despliegue eficaz.
Shirley Jackson fue una autora popular en las décadas del 40 y del 50, cuando publicaba regularmente en The New Yorker, pero recién empezó a acumular prestigio después de su muerte, a mediados de los 60. Stephen King la considera una referente del género del terror gótico, y su novela La maldición de Hill House (1959) se convirtió en una buena serie estrenada por Netflix en 2018. Uno de sus relatos más famosos, The Lottery, que termina con una violenta lapidación, provocó un gran impacto cuando apareció y es de hecho el puntapié inicial de la historia de esta película. Una joven estudiante recién casada que acompaña a su esposo durante una residencia en una universidad de perfil liberal de Vermont, lee reconcentrada ese cuento mientras viaja en tren y su reacción al terminarlo es sorpresiva: la impresión que le produce decanta en un arrebato sexual consumado de inmediato. Es la primera pista de una fascinación que crecerá cuando entre en contacto con Shirley, una mujer conflictuada, adicta al tabaco y el alcohol, reticente al contacto social y demasiado pendiente de la aprobación de su marido, un académico soberbio, oportunista y manipulador que la presiona para que se enfoque en escribir, sobre todo para satisfacer su manía por el control. Adaptación de una novela de Susan Scarf Merrell, el film se centra en el momento en el que Shirley trabaja en su segunda novela, Hangsaman, inspirada en la desaparición de una estudiante de la misma universidad donde trabaja su marido. Los avances son lentos y la angustia se va apoderando de la autora, pero las cosas empiezan a cambiar cuando Rose entra en escena: primero se transforma en una especie de ama de llaves y asistente personal de la escritora, que la trata con desprecio y desconfianza. Muy pronto aparecerán una afinidad compartida por lo macabro y la constatación de las vidas paralelas de sus parejas, que las convierte en cómplices e incluso promueve entre ellas un amor platónico traducido en flirteos intermitentes. La química entre Elizabeth Moss y la australiana Odessa Young (la revelación de la película, magnífica en su balanceo entre la candidez y los impulsos de su fuego interior) es una de las fortalezas del film. Conviene prestarle atención a Josephine Decker. Tanto su film anterior, Madeline Madeline’s (está disponible en Amazon Prime Video, Movistar+ y MUBI) como la serie Rétame (perverso drama teen con muchos puntos de contacto con Euphoria que Netflix canceló después de su primera temporada porque su estilo poco convencional generó más controversia y desorientación que empatía) son pruebas de que es una directora con ideas, personalidad y un estilo propio. En Shirley sus decisiones son temerarias: introducir ensoñaciones con un personaje de la ficción de la escritora en la trama, trabajar la imagen con una impronta decididamente poética, desnudar con crudeza la toxicidad de muchos de sus personajes… Pero aun con desbordes e imperfecciones, en sus trabajos se percibe con claridad la caligrafía de una autora.
En ocasión de su estreno en el Festival de Berlín, más de una crítica coincidió en señalar a esta película como un cruce entre La noche del Sr. Lazarescu y las desventuras de Oliver Twist. Y la caracterización es realmente acertada: aquí están las amargas penurias de un grupo de niños que sobreviven la opresión del lugar en el que estudian -un espacio hostil y dominado por adultos más preocupados por imponer una férrea disciplina que por la formación integral de esos chicos que podría perfectamente ser escenario de la literatura de Charles Dickens- y también el laberinto de la burocracia, que funciona como máquina de impedir incluso en las situaciones más dramáticas, transformadas finalmente en tragicómicas. Ambientado en un pueblito perdido de Anatolia invadido por la nieve apremiante de un invierno crudo, este segundo largometraje de Ferit Karahan tiene, como él lo ha explicitado, tintes autobiográficos. Y se nota que el director cuenta algo que conoce. Pero además sus elecciones en términos de puesta en escena son muy funcionales al relato: los movimientos de cámara y los encuadres que elige para cada circunstancia van cambiando de acuerdo a la exigencia dramática de cada pasaje de una historia que revela con contundencia el drama de las familias kurdas que envían a sus hijos a internados estatales turcos. Algunos trazos gruesos para pintar a los personajes más indolentes o malvados y un golpe de timón argumental algo forzado cerca del final debilitan un poco una película que de todos modos es eficaz como denuncia.
El impacto que produjo esta película en Tailandia generó muchas expectativas en torno a su distribución internacional. Se ha dicho que en su país de origen muchas de las proyecciones se hicieron con las luces encendidas para evitar que el público entrara en pánico. También tuvo buena respuesta en Corea del Sur (el guionista es Na Hong Jin, un especialista en cine negro que tiene una carrera destacada en ese mercado). Pero en el Festival de Sitges, un desafío importante para cualquier film de terror, la recepción fue un poco más tibia: en ese entorno exigente, los especialistas en el género detectaron rápidamente unos cuantos clichés y un cúmulo exagerado de referencias a títulos muy celebrados como El proyecto Blair Witch y Actividad paranormal. Y es verdad que La médium trabaja alrededor del catálogo de recursos más comunes y trillados del found footage y las historias de posesiones, buscando provocar inquietud constante a través de una historia que despliega tres hilos narrativos: el documental etnográfico-fantástico alrededor de la figura de una médium que supuestamente conecta con una deidad, un segmento más cercano al thriller relacionado con su sobrina, que de pronto empieza a sufrir extraños cambios de comportamiento, y finalmente el ritual religioso destinado a expulsar a los espíritus malignos que provocaron esas alteraciones. Hubiera sido mejor relegar el menú de referencias y anclar en las tradiciones y las supersticiones de la cultura tailandesa para reafirmar la personalidad de un relato demasiado ocupado en los homenajes y los guiños.
La historia de Alejandro Bordón parece increíble pero es real: acusado de un crimen que no cometió, pasó casi dos años preso y se vio obligado a rehacer su vida después de esa larga pesadilla que sintetiza ferozmente las peores miserias de la Justicia argentina. Víctima de una causa armada por policías y fiscales, este trabajador aeroportuario se vio envuelto en una trama macabra: el asesinato en Monte Chingolo de Juan Alberto Núñez, chofer de la línea de colectivos 524, que nunca fue esclarecido. Este documental reconstruye su calvario y el de su familia a través de material de archivo, su propio testimonio -complementado por el de su pareja, Susana Fleitas, que peleó con mucha templanza por la verdad, y el de su abogado, Eduardo Soares, otro protagonista importante del relato- y una dramatización con actores focalizada en aumentar el impacto de un suceso ocurrido hace ya diez años pero que en la Argentina no es para nada excepcional. Todo lo que cuenta la película provoca escalofríos, incluso el dato que esgrime el film sobre quien era por entonces el jefe de la departamental de Lanús, el comisario Guillermo Britos, sobre el que afirman los realizadores que fue quien propagó la hipótesis falsa. Britos fue luego elegido diputado provincial y llegó a la intendencia de Chivilcoy, el corolario angustiante de una oscura conspiración.
Compositora y cantautora nacida en Salta, Sara Mamani repasa su carrera en primera persona en este documental que además cuenta con los testimonios de dos personalidades importantes en el campo de la defensa de los derechos humanos en Argentina, Adolfo Pérez Esquivel y Nora Cortiñas. Discípula de una figura central del folklore nacional, el Cuchi Leguizamón, Mamani vive desde hace años en Buenos Aires, pero nunca ha olvidado sus raíces, como queda claramente reflejado en esta película en la que habla de su compromiso político, su militancia feminista y el temple con el que enfrentó algunos problemas de salud. Mamani también reconoce la influencia decisiva de la música de Jaime Torres y le rinde tributo al carnaval de Tilcara, una fiesta popular con la que tiene un sólido vínculo artístico y afectivo. La película alterna sus declaraciones con imágenes de archivo de algunas de sus presentaciones en vivo. “Sara hizo grandes aportes a la defensa de los derechos humanos. Fue durante muchos años una gran compañera de militancia en el SERPAJ (Servicio Paz y Justicia). Me acompañó con su serenidad, su sonrisa, pero también es una mujer con carácter, de convicciones muy firmes y muy claras. A veces discutíamos porque no estábamos de acuerdo, pero lo valioso es que ella siempre mantuvo una conducta”, remarca Pérez Esquivel en un pasaje del film, sintetizando muy bien la convivencia de templanza y calidez de esta artista que representó a su provincia en el festival de Cosquín de 1970 y hoy sigue vigente.
El origen de esta película argentina de bajo presupuesto es un cortometraje que su joven director realizó para una cátedra de la facultad donde hizo su carrera (Diseño de Imagen y Sonido, de la Universidad Nacional de Buenos Aires) y también fue la semilla de su tesis universitaria. El foco está puesto en el mundo del trabajo, más precisamente en el ámbito de la construcción, donde la precariedad suele ser moneda corriente. Más que tener una pequeña empresa, como desea y presume, Edgardo administra una serie de changas que van apareciendo intermitentemente con la ayuda de Rodrigo, un peón de albañilería con el que mantiene un vínculo atravesado tanto por el cariño como por la aspereza. Edgardo naturaliza la informalidad con la que maneja su negocio, y su empleado empieza a revelarse. Son, al fin de cuentas, dos víctimas del escenario de inequidad con el que nos enfrentamos a diario en el país. Los méritos de Última pieza son claros: buenas ideas en términos de puesta en escena, un uso inteligente del fuera de campo como recurso dramático, el abordaje de un tema interesante y no tan presente en el cine nacional y una nobleza bien perceptible con sus personajes protagónicos. Las escenas que exigen una mayor carga dramática, en cambio, no son las que mejor funcionan: los tiempos y la capacidad para sostener la intensidad en la actuación son siempre claves en ese terreno. Se nota, de todos modos, la sensibilidad con la que fue articulado el relato, el resultado de contar un mundo bien conocido. Luciano Romano debuta en el cine con un saludable gesto de honestidad.
El origen de esta película del realizador japonés que acaba de ganar un Oscar con Drive My Car fue una conversación con Mary Stephen, montajista habitual de las películas de Éric Rohmer, cineasta francés que es una influencia evidente para él. Stephen le contó a Ryūsuke Hamaguchi que a Rohmer le gustaba mucho el cortometraje como formato narrativo, y esa constatación lo impulsó a producir las tres historias de unos 40 minutos que integra La rueda de la fortuna y la fantasía, con personajes y situaciones diferentes pero un hilo conductor relacionado con el rol determinante del azar en la vida cotidiana. Los tres están protagonizados por mujeres en proceso de una búsqueda que nunca aparece del todo explicitada. Todas parecen perturbadas por esos cuestionamientos y todas terminarán envueltas en tramas en las que resultan claves las coincidencias y casualidades. Todas también manifestarán de distintas maneras su individualidad, un asunto central en el cine de Hamaguchi: “En la sociedad japonesa no es habitual subrayar la propia identidad y oponerla a la identidad del grupo. Está considerado un signo de egoísmo y arrogancia. Me resulta agobiante la represión del individuo que impera en mi país”, declaró el director cuando se estrenó este film en Europa. Las referencias de Hamaguchi no se agotan en Rohmer. La inclinación por filmar a los personajes mientras viajan remite a la obra de Abbas Kiarostami y Wim Wenders, dos verdaderos expertos en escenas en el interior de automóviles. Muchas veces, las relaciones entre ellos se modifican en sintonía con los cambios que experimenta el paisaje: de ese tipo de sutilezas están cargadas las películas de este realizador de 43 años que también admira a Quentin Tarantino, Wong Kar-wai y John Cassavetes, tres cineastas mucho más explosivos y barrocos que él. En Magia, Puerta abierta y Una vez más, los tres movimientos de esta delicada suite cinematográfica que también tiene sus picos de intensidad, hay pequeñas epifanías provocadas por el trabajo a conciencia con la palabra compartida, más que por alguna revelación mágica o inesperada. Lo más importante en esta trilogía es lo que cuentan sus protagonistas, incluso por encima de lo que sucede en concreto, y la puesta en escena es siempre rigurosa y austera: apenas algún zoom para reforzar un clima, una sensación en planos por lo general estáticos donde la alteración de la lógica suele provenir de una mirada a cámara que ya es un sello en el estilo del director. Aunque a primera vista esas mujeres atravesadas por los conflictos existenciales de los tres relatos parezcan excesivamente centradas en sí mismas, es justo notar que pueden aliviarse, al menos pasajeramente, gracias a la interacción con los demás: en el encuentro final del último capítulo, las dos protagonistas juegan a desdoblarse a sí mismas, encarnando el papel de una desconocida que les permita aproximarse a la otra. Es una escena magnífica, un epílogo muy emotivo ejecutado con la gracia de la música de cámara.
Lo primero que llama la atención de Azor es su originalidad. La etapa de la última dictadura militar en Argentina ha sido muy transitada por el cine nacional, pero nunca una ficción había puesto el foco en la trama secreta que unió en ese período los negocios de los poderosos del país con la banca privada suiza, cuya rigurosa política de protección de los datos del cliente garantiza una opacidad que muchos de los que recurren a sus servicios necesita imperiosamente. Azor se ocupa entonces de un asunto importante -más allá de las lecturas políticas en las que queda inevitablemente involucrado, el de la fuga de capitales es sin dudas un tema clave de nuestra agenda económica-, pero no lo hace desde la perspectiva de la denuncia exaltada, sino de una manera mucho más sutil. Su mirada no es testimonial, sino sociológica. La ópera prima del suizo Andreas Fontana funciona como un eficaz ensayo de los usos, los modales y las costumbres de una clase social que valora especialmente las redes de influencia y los pactos de silencio como sustento básico de un sistema que la beneficia, en abierto desmedro de los que no pertenecen. Todo lo que ocurre en la película está teñido de un persistente misterio, de un clima sugestivo y enigmático, aun cuando la historia tiene una línea argumental clara, definida y deliberadamente austera: un banquero de Ginebra que opera en el más alto nivel llega a la Argentina de la represión ilegal para reemplazar a un colega que repentinamente desaparece de escena sin mayores explicaciones. No hay mucho más que eso. Y la alegoría es evidente: no es exótico conectar la metodología de persecución política de aquellos años con ese fantasma que sobrevuela el relato como referencia directa o implícita en algunas de las conversaciones de quienes lo protagonizan, cargadas siempre de una solemnidad impostada que todo el elenco (integrado por actores casi desconocidos en Argentina, algunos no profesionales y que incluye un cameo de Mariano Llinás) interpreta a la perfección. El clima de Azor puede recordar al de aquellas intrigas esquivas que supo tejer tan bien Jacques Rivette (uno de los autores más singulares de la nouvelle vague), pero con un temperamento necesariamente más oscuro, dadas las circunstancias de su contexto histórico. La explicación de este abordaje diferente sobre una época clave y muy dolorosa de la historia argentina contemporánea está relacionada con el origen y las vivencias personales del cineasta: Fontana es suizo, nieto de un banquero privado de Ginebra y ha vivido la suficiente cantidad de tiempo en la Argentina como para vincular toda la información que tiene como bagaje en un primer largometraje sólido y atrapante que cita, al iniciarse y en el epílogo, a El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad, otra meditación certera sobre un viaje de exploración a un territorio dominado por la crueldad y el egoísmo, atravesada también por la gravedad, las complicidades non sanctas y el suspenso.
Hace unos años, Wim Delvoye generó bastante revuelo con Tim, una obra exhibida en varios museos europeos que tenía la particularidad del modelo en vivo: la espalda de Tim Steiner, propietario de un local de tatuajes de Zurich, se transformó en un “lienzo humano” que además de ser catalogado como arte conceptual generó muy buenos negocios. Nacido en Bélgica, Delvoye tiene hoy 57 años y un historial de proyectos con vocación polémica. Después de instalar en China una granja de cerdos, les tatuó a varios de esos animales diferentes ilustraciones (el rostro de la Cenicienta de Disney, los logos marcas famosas de Louis Vuitton y Harley-Davidson). Luego los puso en venta como cualquier otra obra de arte. Los compradores podían seguir el crecimiento y la vida cotidiana de esos porcinos con su cuero intervenido a través de Internet. El nombre oficial de la obra fue Art Farm, pero el propio Delvoye solía presentarla también como Pig Brother. Años más tarde montó Cloaca, una instalación desarrollada a través de una sofisticada maquinaria capaz de reproducir el sistema digestivo humano: se introducían alimentos en un extremo y salían expulsados en forma de excremento por el otro. Finalmente llegó Tim, la evolución de la experiencia con cerdos: un enorme y colorido tatoo de una Virgen coronada con una calavera mexicana en la espalda de un hombre. El millonario alemán Rik Reinking compró esa obra por 150.000 euros (según la BBC, Tim Steiner recibió un tercio de esa suma). Cuando Steiner muera, la piel de su espalda será extirpada mediante un puntilloso proceso y pasará a formar parte de la colección de Reinking. El hombre que vendió su piel toma la historia de Tim Steiner como punto de partida. O más bien como fuente de inspiración. Porque la directora tunecina Kaouther Ben Hania introduce una línea argumental adicional que amplía el espectro temático de su película. Por un lado, los interrogantes sobre los límites de la experiencia artística que ya la propia obra de Delvoye había despertado, y por el otro, el asunto candente de los refugiados sirios. Quien pone el cuerpo aquí es un joven que escapa de la violencia persistente en ese país asiático y encuentra un camino poco ortodoxo para conseguir dinero y un pasaporte que le permita circular por Europa. Y que además es protagonista de un ligero melodrama con una compatriota de belleza canónica. Demasiados condimentos para un mismo plato. Igual que The Square, del sueco Ruben Ostlund, este film que fue propuesto por Túnez para competir por el Oscar a la mejor película internacional lanza contra el mundo del arte unos dardos con más carga de buena conciencia que de veneno. Tampoco el drama de la inmigración ilegal tiene un reflejo potente o sugestivo. El discurso de la película, inclinado a poner el foco en los valores simbólicos de la historia, se debilita justamente por evitar el ímpetu y la crudeza, una decisión calculada para no escandalizar que se vuelve más patente con la serie de redenciones personales que explota al final de la historia y un epílogo de telenovela.