Film sin estridencias, con un actor que brilla Gran candidato a llevarse el Oscar por su papel en este film, Matthew McConaughey es el actor del momento en Hollywood. Después de un largo camino recorrido como sonriente galán de películas más bien olvidables, este texano de 44 años reinventó su carrera y se ganó el respeto de todos en la industria. Su breve pero notable aparición en El lobo de Wall Street y su rol en la muy buena serie True Detective ratifican ese cambio de rumbo. Y es efectivamente McConaughey el alma de esta película que ha cosechado otras cinco nominaciones para los premios que se entregarán en marzo: su interpretación del vaquero homófobo y drogadicto Ron Woodroof, papel para el que adelgazó casi veinte kilos, es descomunal. Diagnosticado con sida luego de tener relaciones sexuales sin protección, Woodroof reacciona en primera instancia con una violencia desatada por la incredulidad, pero muy pronto decide enfrentar la tremenda noticia (la historia está ambientada en los ochenta, cuando la enfermedad era sinónimo de muerte) poniéndole el cuerpo a una cruzada individual de alto impacto: la introducción de medicamentos de contrabando en Texas, aun cuando la rigurosa Administración de Alimentos y Medicamentos de Estados Unidos lo detecta y lo persigue. Crea de ese modo un efecto en cadena entre otros pacientes de sida, interesados en probar esas sustancias, y funda el Dallas Buyers Club del título original, una agrupación de compradores que se sostiene con el pago de membresías. Basada en la historia real de Ron Woodroof, famoso gracias a un extenso reportaje publicado por The Dallas Morning News en 1992, la película estuvo varias veces a punto de ser filmada -Ryan Gosling y Brad Pitt sonaron como candidatos al papel de McConaughey-, pero siempre generó dudas entre productores más bien conservadores. Finalmente, se rodó en un tiempo récord para la industria americana -apenas 25 días-, a las órdenes de un director canadiense no muy renombrado hasta ahora, que logró un tono directo y convincente sin apelaciones al sentimentalismo. Alejada de la estridencia, la película narra con gran eficacia los detalles de una épica personal, pero también se las arregla para armar un telón de fondo colorido donde aparecen una historia de amor asordinada con la médica interpretada por Jennifer Gardner, una amistad a los tumbos entre un redneck prejuicioso y el transexual que encarna Jared Leto y las miserias de la industria farmacéutica, un territorio más salvaje que la monta de toros que siempre fanatizó a Woodroof.
Entretenido thriller en blanco y negro Hay más de un acierto en la ópera prima de Iván Vescovo. Lo que arranca como una historia de devaneos sentimentales entre jóvenes filmada en blanco negro con un estilo decididamente manierista termina convirtiéndose en un thriller entretenido, con un guión sólido que no deja cabos sueltos, a pesar de lo intrincado de la trama. En Errata, hay múltiples alusiones literarias (con Borges como referente principal) y reflexiones académicas, pero también engaños, planes exóticos, extorsiones y negocios ilegales, como suele exigir el policial negro. Ulises (Nicolás Woller), un joven fotógrafo que acaba de romper con su pareja, se cruza de inmediato con Alma (Guadalupe Docampo) y cae bajo sus encantos. Piensa que es pura casualidad, pero de a poco sabremos que las cosas no son lo que aparentan. Vescovo va dosificando con inteligencia las distintas revelaciones que permiten al espectador reconstruir un rompecabezas visual armado sobre la base de precisos juegos con la temporalidad. Uno de los fuertes de la historia son los secundarios, resueltos con gracia y eficiencia por Arturo Goetz (su trabajo brilla), Vanesa González, Claudio Tolcachir, Martín Piroyanski, Federico D'Elía y Boy Olmi. Todos destilan convicción y un humor leve que no desbarranca en la caricatura. Suele ocurrir que las pequeñas participaciones de actores con experiencia en películas independientes queden desdibujadas, pero no es el caso, otro punto a favor del director. Es también muy buena la banda sonora de Bauer, grupo de post rock que ya había trabajado en Cíclope , de Iván Fund, pero su uso es desmesurado. Son demasiadas las escenas en las cuales la música irrumpe y copa la parada, en más de una oportunidad de manera innecesaria. Vinculando las típicas trampas del amor con otras más pedestres relacionadas con la ambición y el dinero, Vescovo enfrenta a su desprevenido y módico héroe a una encrucijada planteada por una mujer guiada por un axioma inescrupluso -"La culpa es una pérdida de tiempo, una excusa para los débiles"- y lo embarca en una pequeña odisea que, como toda experiencia vital, redundará en aprendizaje.
Desinflado romance Hay unas cuantas adaptaciones cinematográficas de esta clásica tragedia de Shakespeare. Las más populares, probablemente, sean la del italiano Franco Zeffirelli de 1968 que ganó dos premios Oscar y la que estrenó en 1996 el australiano Baz Luhrmann, una polémica versión pop que protagonizaron Leonardo DiCaprio y Claire Danes. Esta que llega ahora a los cines argentinos, dirigida por el italiano Carlo Carlei (El vuelo del inocente) , es de las más chatas y conservadoras. Orientada fundamentalmente al público adolescente, presenta a dos jóvenes carilindos, el británico Douglas Booth, quien encarnó al cantante de Culture ClubBoy George en el film Worried About a Boy , y la estadounidense Hailee Steinfeld, nominada a un Oscar hace un par de años por su trabajo en Temple de acero , el western de los hermanos Coen. La película revive la famosísima historia de amor surgida en medio del sangriento enfrentamiento entre Montescos y Capuletos en la Verona del siglo XIV simplificando al extremo la historia, un trabajo que llevó a cabo sin prejuicios el guionista Julian Fellowes (el mismo de la serie británica Dow n ton Abbey ). Gracias al imponente vestuario, las preciosas locaciones y sobre todo el trabajo de algunos secundarios (Damian Lewis, el atribulado Nicholas Brody de la serie Homeland ; Paul Giamatti, como el pícaro fraile Lorenzo, y la experimentada Lesley Manville), esta película convencional y sin alma respira un poco. Pero se desinfla cada vez que los protagonistas se encuentran, dada la poca química entre ambos. Y es en la escena final, el pico dramático de la historia, donde eso queda patente: los protagonistas, lejos de contagiar emociones que la banda sonora intenta empujar denodadamente, parecen estar cumpliendo con un trámite que rápidamente pasará al olvido.
Premiada en Roma, Cartagena y en la primera edición del Festival Internacional de Cine Documental en Buenos Aires, esta película de Alejo Hoijman -cuyo film Unidad 25 también fue elegido el mejor de la competencia argentina del Bafici 2008- nació casi de casualidad. El realizador fue convocado para realizar un documental televisivo en Nicaragua sobre un tipo de tiburón de una zona de ese país y emprendió entonces un viaje de investigación de un mes. Ese proyecto no se llevó cabo, pero Hoijman conoció durante el viaje San Juan del Norte de Nicaragua -Greytown, según su antigua denominación-, un pueblito costero alejado de los centros urbanos y de una belleza sobrecogedora. Allí también trabó relación con un grupo de personas que terminaron siendo protagonistas de un nuevo documental, orientado a la observación de su vida cotidiana y a reflejar los ritos de pasaje a la adultez de dos jóvenes que ocupan sus horas en recorridos por zonas selváticas, zambullidas en las apacibles aguas de un río de la zona y, finalmente, en la iniciación en la riesgosa pesca de tiburones a mar abierto, navegando en un precario bote conocido popularmente allí como "panga". El film es un tratado definitivamente pequeño sobre la vida cotidiana en un lugar remoto y salvaje, exótico para los que vivimos en una ciudad. La metodología de investigación de Hoijman es interesante: él mismo la ha bautizado "la confianza en el malentendido", una técnica particular que consistió en explicarles someramente a sus protagonistas los objetivos de su trabajo para que ellos, a partir de esas pequeñas sugerencias, los interpretaran a su modo y se movieran con la mayor libertad posible. El resultado es curioso: la mirada del director se nota sobre todo en la elección de los encuadres y en el fino trabajo de montaje (generalmente, Hoijman elige cortar los planos con la clara conciencia de que el espectador debe trabajar, suele rehuir a entregar todo el menú cocinado, lo que se agradece), pero además hay un notorio cuidado por evitar manipulaciones y subrayados, lo que termina configurando un trabajo que une dos voluntades, la del director que observa y la de los personajes observados, dueños ellos también de una historia sencilla que se las arregla para reflejar la colisión entre viejas tradiciones de ese micromundo silvestre y los ecos inevitables del desarrollo tecnológico del capitalismo, que a través de modernos teléfonos celulares, la información de la industria de la música pop e incluso las tentaciones de un progreso económico apoyado en la ilegalidad (las redes del narcotráfico llegan hasta ahí) exhibe una vez más su alargada sombra.
El antecedente inmediato de El almanaque es El círculo , película de 2008 codirigida por José Pedro Charlo y Aldo Garay basada en la vida de Henry Engler, dirigente tupamaro que fue rehén de la dictadura uruguaya durante trece años. En este caso, el protagonista es Jorge Tiscornia, otro militante del Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros, el mismo al que se plegó en los 60 el actual presidente oriental, José Mujica. Tiscornia, arquitecto y fotógrafo que tiene hoy 70 años, estuvo preso en el penal de la ciudad de Libertad desde 1972 hasta el retorno de la democracia, en 1985. En las dos películas, Charlo describe con minuciosidad las curiosas estrategias que las víctimas de la persecución política en el país vecino desarrollaron para sobrevivir. El caso de Tiscornia es notable: a partir de 1972, llevó un registro detallado de sus condiciones de vida en el penal, un diario de 4646 días que obviamente mantuvo en forma clandestina gracias a una idea formidable: un par de zuecos con plataforma de madera que él mismo pergeñó y que reconstruyó paso a paso para este film. El propósito de Charlo, quien también estuvo detenido en el penal de Libertad, es doble: mantener viva la memoria de los horrores de un pasado reciente y destacar la templanza y la creatividad de aquellos que en situaciones límite supieron cómo sobreponerse a situaciones complicadísimas. Él mismo fue capaz, durante su reclusión, de aprovechar el tiempo para estudiar historia y literatura, su propia vía de escape en la oscura época en la que también escuchaba periódicamente en los pasillos de la prisión el repiqueteo insistente de esos zuecos que escondían pequeños almanaques y un pedazo grande de una historia difícil de olvidar.
Aunque parezca mentira, la ceremonia de indulto presidencial del pavo existe en los Estados Unidos. Es una tradición en el país del Norte y es también el nudo argumental de esta película en la que están involucrados algunos de los productores de Shre k, el exitoso film de animación digital que ganó un Oscar en 2001. En noviembre de este año, el Día de Acción de Gracias de Obama arrancó con el indulto de Popcorn, un pavo de criadero que, como es habitual, pronto fue trasladado a la finca de Mount Vernon, Virginia, donde en su momento residió George Washington. Popcorn, igual que muchos de sus antecesores, murió al poco tiempo: los pavos de criadero, engordados artificialmente para que lleguen a pesar hasta quince kilos, el doble de lo que pesan los salvajes, suelen tener problemas cardiorrespiratorios que sólo les permiten vivir una octava parte de los doce años de media de la especie. En el caso de Reggie, el protagonista de esta película de animación que su versión original en inglés cuenta con las voces de estrellas como Owen Wilson, Woody Harrelson y Amy Poehler, el indulto llegará casi de casualidad, por solicitud de la pequeña hija del presidente, una chiquita simpática, caprichosa y alienada por la TV. Salvado de milagro del sacrificio, Reggie se encontrará con Jake, un pavo de mayor porte, engreído y obsesionado con la misión de cambiar la historia. Jake dice haber recibido una especie de orden superior para terminar con las matanzas de pavos en el Día de Acción de Gracias y embarca al temeroso Reggie en un disparatado viaje al pasado llevado a cabo a través de una poderosa máquina creada secretamente por el gobierno norteamericano. De comer pizza y mirar televisión en la residencia presidencial, Reggie pasa a enfrentarse con una serie de amenazantes enemigos del siglo XVII decididos a todo con tal de usarlo de banquete. La película tiene más de una referencia destinada a los adultos (al dúo humorístico Cheech y Chong, a la serie británica de ciencia ficción Doctor Who ), pero para los más chicos la trama se termina complicando innecesariamente con torpes apuntes bienpensantes. Y los personajes carecen de carisma, una falla imperdonable para este tipo de historias que podría achacarse en principio a Jimmy Hayward, parte del departamento de animación de buenas películas como Buscando a Nemo , Toy Story y Monsters Inc. , pero con menos experiencia en el campo del guión y la dirección, aunque su debut en ese terreno, con Horton y el mundo de los Quien , era algo más alentador.
A partir de una miniserie que produjo en 1999 y combinó espectaculares locaciones reales con dinosaurios generados por computadoras, la BBC decidió asociarse a la compañía de efectos visuales digitales australiana Animal Logic para llevar al cine una apuesta que había funcionado muy bien en el terreno de la TV. Narrada por el prestigioso actor y director británico Kenneth Branagh, la serie documental fue un suceso: premiada por el British Film Institute y ganadora de tres Emmy, fue rápidamente programada en los Estados Unidos por Discovery (con la voz de Avery Brooks reemplazando a la de Branagh) y cosechó gran cantidad de elogios. La película llega unos cuantos años más tarde, a partir de la necesidad imperiosa de historias para la pantalla grande que ha generado el 3D, uno de los últimos refugios donde el cine comercial tradicional puede acomodarse para no ser devorado por las nuevas plataformas. Cuestiones de negocio aparte, la película narra el derrotero vital de Patch, un joven paquirrinosaurio que debe lidiar con sus limitaciones físicas para enfrentar los diversos enemigos que lo acechan y también los bruscos cambios del medio ambiente, antes de imponerse como líder de la manada, un rol que es tradición en su familia. A lo largo de ese trayecto -el de la construcción de un héroe de la ficción de aventuras tradicional- Patch se enfrentará a su propio hermano, vivirá una cándida historia de amor y tendrá un contacto fluido y persistente con la muerte, una de las líneas más osadas de un guión más bien prototípico escrito por John Collee ( Happy Feet ). Filmada con un presupuesto importante (80 millones de dólares) en imponentes escenarios reales de Alaska y Australia, la película se las arregla bastante bien para ofrecer un menú de información básica sobre la vida de los dinosaurios durante la era mesozoica traficado con astucia en el marco de una historia entretenida y con varios picos dramáticos, que ayudan a preservar el interés sobre un tema que ha sido transitado desde varias perspectivas. Es probable que su impacto educativo esté más apoyado en la ética de los personajes de la ficción que propone que en la información puramente técnica que pone en circulación.
Previsible nueva entrega de un éxito Parte de una saga iniciada en 2009 (fecha del estreno comercial de Actividad paranormal en Estados Unidos; antes había sido exhibida con buena repercusión en el S creamfest Film Festival , referencia en el género del terror) con una película que costó apenas 15.000 dólares y recaudó 151 millones de esa misma moneda, Actividad paranormal: Los marcados continúa la senda del terror psicológico narrado a través de grabaciones caseras que llevan a cabo los propios protagonistas de la historia. Todas las películas de este tipo se parecen entre sí: una cámara inestable, giros vertiginosos que dificultan la visión de algunas escenas y efectos digitales de bajo costo y alto ingenio. Esta nueva entrega de una saga destinada básicamente al público adolescente no se corre demasiado de esos parámetros. En ese sentido es una película previsible, apegada a esos cánones establecidos por modelos de fuste como la famosa El proyecto Blair Witch (1999). Lo más interesante no está entonces en el despliegue de una serie de recursos archiexplotados, sino en una pintura leve, pero bastante precisa de la vida cotidiana de aquellos integrantes de la comunidad latina que desde hace años se han integrado a la sociedad de consumo norteamericana. En la indumentaria, la ambientación de los lugares donde viven, los consumos culturales y el imaginario que revelan en cada actitud hay señales contundentes del perfil de esos ciudadanos que hoy son cerca de 50 millones en los Estados Unidos. Los personajes más jóvenes de Actividad paranormal: Los marcados lucen completamente integrados a la cultura del país en el que viven, mientras que la abuela de uno de los protagonistas (aquel que es poseído y tiene a maltraer a unas cuantas víctimas) habla solamente español, mantiene sus propias creencias religiosas y supersticiones, y no parece terminar de adaptarse a las nuevas reglas del lugar en el que le pasar sus días. Ese pequeño apunte sociológico es que le aporta mayor riqueza a un film adocenado, surgido de la lógica de la producción en serie, tan habitual en la industria cultural estadounidense.
Un astronauta que despierta completamente desorientado en la terraza de un edificio y un hombre con una máscara que le advierte sobre un peligro inminente: una niebla extraña, poderosa y destructiva de la que es preciso escapar. Así empieza El ciclo infinito , un inusual experimento cinematográfico en 3D que combina ciencia ficción y animación hiperrealista ideado por el húngaro Zoltán Sóstai, quien trabajó durante años en diferentes compañías de la industria de los videojuegos y trasladó parte del imaginario forjado allí a su ópera prima. Estrenada el año pasado en el London International Festival of Science Fiction and Fantastic Film, El ciclo infinito es una de las apuestas de la distribuidora Cinematiko, que ya había traído al país la película Ausencia , de Mike Flanagan, y planea estrenar en 2014 el film de terror El pacto , de Nicholas McCarthy, y Chained , un polémico thriller sobre un niño obligado a vivir en condiciones de esclavitud dirigido por Jennifer Lynch, hija del famoso David Lynch. En El ciclo infinito , Jack, el astronauta que se encuentra en problemas desde el minuto uno de la historia, queda atrapado en un mundo virtual que, para colmo de males, está a punto de desaparecer, amenazado por esa ominosa niebla. El trabajo de animación de la película es bueno, pero la historia es morosa, confusa y, en el fondo, en las partes donde es más transparente, bastante prototípica, como lo suelen ser los básicos argumentos de los videojuezgos, cuyo universo siempre estuvo lejos de la riqueza del cine. Con la mira puesta en lo visual, la película, a pesar del trabajo de cuatro guionistas, parece olvidarse de ajustar mejor la trama, un defecto que termina por agotar aun cuando su duración no llegue a los 80 minutos. Confeso admirador de Stanley Kubrick y Andrei Tarkovski, el director ha declarado que su primer film está orientado a los que estén más interesados en las preguntas que en las respuestas. Una buena coartada que sin embargo no alcanza para mitigar el agobio que por momentos provoca un caudal de información visual y discursiva cuya característica central no es precisamente la nitidez.
Ganadora del premio mayor de la edición 2012 del Bafici, Policeman es una película excesiva y contundente que tiene como protagonista a un integrante de una brigada de policías antiterroristas israelíes que ejecuta fríamente a sus enemigos sin demasiado interés por las víctimas inocentes, sobre todo si son árabes. Durante un buen tramo, la película muestra con crudeza los prejuicios, el machismo y el nacionalismo exacerbado del "policeman" del título, pero -en un giro inesperado- empieza a reestructurarse, a partir de la segunda mitad, en torno a un conflicto que no enfrenta a este cuerpo de elite con sus habituales adversarios (los árabes son apenas una amenaza que permanece fuera de campo en toda la historia, una decisión inteligente y efectiva), sino con una célula de jóvenes terroristas judíos de corte muy fassbinderiano que pretende combatir mediante la violencia las injusticias económicas y morales de una sociedad cruzada por las tensiones. De ahí en más, la historia se convierte en una guerra de nervios sin héroes ni mártires. Se trata de dos grupos incapaces de poner en duda sus propias convicciones, valores y rutinas, gente de una misma sociedad que parece hablar distintos idiomas, respetar códigos muy diferentes. En Israel, la película provocó un revuelo importante que terminó con la intervención a su favor del ministro de Cultura. No es del todo común que un israelí -el director Nadav Lapid, en la misma senda de otro polemista judío, Avi Mograbi- cuestione la aparente cohesión social de un país cuyo estado propugna ese ideal de unificación sin quiebres como política fundamental ante las disputas con sus vecinos territoriales. En Policeman, todos los personajes hablan sin pausa, pero esas palabras dicen menos que aquello que manifiestan los cuerpos: el protagonista masajea a su mujer embarazada con la misma precisión quirúrgica que ejecuta a sus rivales y los arrebatos sexuales que empiezan a aflorar en medio de esa batalla interior de tintes un poco grotescos tienen muy poco de placenteros. La liberación sexual, el confort y el dinero, nos dice Lapid, no son paliativos para una sociedad que detrás de esa fachada reluciente esconde congojas y frustraciones cada vez más difíciles de tolerar.