A partir del hallazgo de una serie de diapositivas con imágenes de su abuelo, Miguel Colombo se dedicó a investigar sobre la vida de un personaje familiar con una historia realmente apasionante. El abuelo Ludovico Di Grandi fue parte de la resistencia partisana, emigró a la Argentina y recicló ruinas jesuíticas para instalarse en medio del desierto catamarqueño. Fue teniente de un ejército que asumió más de una misión de alto riesgo, simpatizó con la monarquía, conservó entre sus cosas insignias nazis y tuvo una vida amorosa intensa y disipada. Colombo reconstruyó esa vida de película con el afán y la dedicación de un buen detective. Y terminó reconfigurando un mapa complejo y fascinante que une el pequeño pueblito de Noli, en la Liguria italiana, con el ingenio El Arenal, en Catamarca. También conoció, a lo largo de ese proceso, detalles hasta ese momento ocultos de su variopinta trama familiar, en medio de un viaje íntimo lleno de sorpresas y conmovedores descubrimientos que incluye un desenlace con ribetes heroicos. Huellas es una catarsis personal transformada en documental, una épica individual que funciona como espejo de otra anclada en el pasado y que era preciso recuperar para delinear una identidad. Igual que la vida de Ludovico, el final de la historia también se parece a una ficción imaginada por un guionista sensible y ocurrente. Nacido en Salta y criado en Entre Ríos, codirector con Marcos Pastor de Rastrojero, utopías de la Argentina potencia (2005), Colombo armó con rigor y empeño un rompecabezas fascinante que atrapa de principio a fin y apunta al corazón sin trampas ni cursilería.
Un mundo entre golpes y sueños Originalmente, Víctor Cruz tenía la idea de contar la historia del Tata Carlos Baldomir, un boxeador santafecino sin demasiado brillo que sin embargo llegó a ser campeón del mundo en 2006 y perdió el título de la categoría welter ese mismo año frente a Floyd Mayweather Jr. "Quería contar la historia de un boxeador que tuvo su oportunidad y la aprovechó", explicó oportunamente el director, que en 2002 dirigió el documental La noche de las cámaras despiertas , basado en un ensayo de Beatriz Sarlo, y en 2010 filmó su primera ficción, El perseguidor . Cruz abandonó la iniciativa original, pero el caso de Baldomir lo ayudó delinear una película que cuenta el mundo de los trabajadores del boxeo, esos deportistas sin demasiada exposición ni recursos que día a día se ponen a prueba en el gimnasio, su centro de operaciones. La mayor parte de Boxing Club transcurre en el gimnasio El Ferroviario, que el gremio La Fraternidad tiene en el subsuelo de la estación Constitución. Allí, el experimentado entrenador Alberto Santoro dirige técnicamente a Jeremías Ezequiel Castillo, El Profeta, "un boxeador con condiciones y futuro, pero no muy amigo del gimnasio", según el relator Walter Nelson. Cruz observa y registra la actividad de El Ferroviario, interviene poco, pero capta pequeños momentos que sintetizan la vida y el espíritu del lugar: una charla sobre los códigos de honor de la saga El padrino que desemboca en la conducta de Diego Maradona o conversaciones más triviales que también sirven para que el espectador ingrese a un universo con sus propias reglas. Incluso en ese sentido la película parece reflejar aquella primera inspiración en la historia de Baldomir, aquel que con muy poco llegó lejos. Boxing Club es una película de ambiciones moderadas, pero pega con claridad y justeza.
Con la puesta en vigencia de la ley de matrimonio igualitario se abrió, dentro de la comunidad gay, una discusión que esta película pone en primer plano: luego de haber sido expulsados de la estructura burguesa de familia durante muchísimo tiempo, los homosexuales establecieron vínculos que se reformularon sin acudir a ese modelo, una realidad inocultable que arma un mapa diferente al de las relaciones más tradicionales. Maximiliano Pelosi le pone el cuerpo a ese debate contando su propia historia. Nacido en el seno de una familia cristiana, Pelosi asumió abiertamente su homosexualidad recién a los 17 años y vive desde hace un tiempo una situación particular: está en pareja con un joven de la comunidad judía que aún no le ha revelado a su familia su verdadera identidad sexual. La película usa ese disparador para abordar diferentes problemas: los efectos de una educación sentimental forjada con el modelo de la narrativa hollywoodense, el papel de las religiones y la familia frente a nuevas alternativas, las dificultades para la adopción que enfrentan las parejas del mismo sexo y la idea establecida de que casamiento equivale a monogamia, una problemática que el nuevo Código Civil ha puesto en cuestión para desgracia de las mentalidades más conservadoras. Mezclando documental y ficción, Pelosi avanza en un relato por momentos excesivamente didáctico y efectista (el uso de la música para subrayar climas emotivos no es la decisión más feliz del director), pero indiscutiblemente honesto. Son los pasajes más rupturistas -una explícita escena de sexo grupal, por caso- los que tiñen de singularidad y osadía a esta película que fue estrenada en el último Bafici y que amplía los interrogantes en torno a los nuevos modelos familiares, a partir de los planteos que el activismo Lgbtiq (lésbico, gay, bisexual, travesti, transgénero, transexual, intersexual y queer) viene agitando en los últimos años, reactualizando discusiones escondidas mucho tiempo tras el muro de la hipocresía y los prejuicios morales.
Es denso el clima de Omisión , desde el inicio hasta el final de la historia. El sacerdote Santiago Murray (Gonzalo Heredia) regresa al barrio popular en el que se crió luego de una larga estadía en Europa. Guarda un secreto de su pasado que la película revelará cerca del final, recurriendo al flashback para cerrar un círculo trazado con el lápiz de la moral, cuyo color tiñe todo el argumento de una historia que incluye confesiones, arrepentimientos, expiaciones y sacrificios, algunos de los ingredientes más comunes del menú de la tradición católica. Maniatada por un guión que intenta no dejar ni un atisbo de duda ni mucho espacio para la intervención de la sagacidad del espectador, Omisión avanza trabajosamente hacia un desenlace oscuro y efectista. En el camino hacia ese destino fatal, el cura que lidia con su pasado (incluyendo una historia de amor trunca con una fiscal despechada encarnada por Eleonora Wexler) se cruzará con un perverso psiquiatra convertido en asesino serial (Carlos Belloso) y deberá enfrentar dilemas relacionados con las rígidas normas que le impone su compromiso religioso, una problemática parecida a la que atormentaba al célebre padre Logan de Mi secreto me condena, que interpretó en la década del 50 Montgomery Clift. Las actuaciones y la puesta en escena de Omisión funcionan, pero la película replica una y otra vez los lugares más comunes del thriller, como si violar alguno de esos patrones archiconocidos también fuera un pecado. Esa obsesión por la eficacia argumental conduce a resoluciones previsibles o forzadas, casi nunca imaginativas. Páez Cubells (guionista de la versión cinematográfica de Boogie, el aceitoso ) puso todas las fichas en el respeto absoluto por las reglas del género, una sumisión parecida a la que exigen casi todas las iglesias que conocemos. No le hubiera venido mal un poco de rebeldía a su prolija ópera prima.
Fueron muchas las peripecias que rodearon al proyecto del documental dedicado a Néstor Kirchner. Dos conocidos hombres del kirchnerismo, Jorge Devoto y Fernando Navarro, le encargaron inicialmente el trabajo a Israel Adrián Caetano, pero cuando el director uruguayo de películas como Bolivia, Un oso rojo y Crónica de una fug a les mostró un primer corte, los productores tomaron una decisión drástica: lo separaron del proyecto y le encomendaron la tarea de reordenar el material de archivo que era su núcleo central a Paula de Luque, una directora claramente identificada con el proceso político iniciado en 2003, que terminó construyendo un film cercano a la hagiografía. Misteriosamente, ese corte original de Caetano apareció en Internet (Navarro declaró que imagina quién se ocupó de subirlo a la Web, pero no quiso revelar la identidad del responsable) y recibió un caluroso elogio de la presidenta Cristina Fernández, lo que motivó un nuevo golpe de timón de los productores, que entonces le pidieron a Caetano que terminara su versión. Y Caetano lo hizo, mejorando la edición y el sonido de aquel material que cautivó a Cristina, cuidándose de no apelar al subrayado y jugando inteligentemente con los tiempos para delinear el perfil de un político que, independientemente de las valoraciones personales, es una pieza fundamental de la historia nacional de los últimos años. La columna vertebral de la película son los discursos de Kirchner, algunos encendidos, otros más mesurados, pero todos llenos de contenido. Desde la época de militante peronista en Santa Cruz hasta su rol como cabeza de la Unasur, Kirchner se caracterizó por hablar de una manera clara, directa, contundente. Y por lo general unió la palabra a la acción. En ese sentido, fue un político atípico. Entendió la política como negociación de intereses, pero sobre todo como toma de decisiones en función de convicciones firmes. NK destaca ese carácter irreverente que despertó en estos últimos años pasiones absolutamente encontradas. La historia que protagonizó el santacruceño está muy cerca como para elaborar juicios novedosos. Son estos tiempos de histeria e hipercomunicación los que aceleran los procesos y obturan el análisis equilibrado. El errático derrotero de este proyecto simboliza con claridad que aún falta perspectiva.
Se ha hablado mucho y no muy bien de Las brujas desde su estreno en España, en septiembre pasado. La nueva película del bilbaíno Alex de la Iglesia exhibida primero en la sección Midnight Madness del último Festival de Toronto y luego, fuera de competencia, en el de San Sebastián recibió más palazos que elogios, casi todos con el mismo argumento: se le reconoce una gran primera mitad y se le señala con mucha saña un derrumbe posterior que desdibuja ese inicio poderoso, de ritmo trepidante. Inspirado en la historia de cuarenta mujeres procesadas por la Inquisición española en el pequeño pueblito de Navarra del título original (doce de ellas terminaron en la hoguera acusadas de brujería), el film marca el reencuentro de De la Iglesia con Jorge Guerricaechevarría, su colaborador habitual hasta que decidieron tomar caminos separados tras el estreno de Los crímenes de Oxford , otra película muy discutida del ex director de la Academia de Cine española. El film arranca con un desopilante robo a una joyería en pleno centro de Madrid protagonizado por un par de presuntas estatuas vivientes, un grupo de secuaces camuflados con disfraces de personajes célebres de series de dibujos animados y un niño de 8 años armado hasta los dientes y muy sagaz a la hora de disparar. Toda esa secuencia de apertura combina acción con humor de manera ejemplar y está resuelta cinematográficamente de manera notable. Cercado por la policía, el grupo que encabeza el golpe un padre divorciado que pretende llevar a su hijo a Disneylandia París, el amigo mujeriego y no muy lúcido que lo secunda y el niño pistolero termina escapando rumbo a Francia junto con un taxista casualmente involucrado en la huida y un pasajero aterrorizado y obsesionado con llegar a Badajoz. Y justamente cuando llega a Zugarramurdi, la pequeña villa vasca presentada como el fantasmal centro de operaciones de un grupo de malévolas brujas, empieza un raid aún más delirante, donde De la Iglesia da rienda suelta a su pirotécnica imaginación visual. Es cierto que la historia se desmelena por completo en ese segundo tramo, pero también que la película conserva la gracia para los gags y las escenas de acción, además de sostener un atrapante ritmo narrativo. Calificado ligeramente de misógino, el nuevo trabajo del director de la celebrada El día de la bestia respondió la acusación al declarar que "las mujeres son malas y buenas, son lo mejor y lo peor de la vida", y confesó que el principal motor de la historia fue su proverbial incapacidad para relacionarse con el sexo opuesto. Si hay una lectura que no aplica para esta comedia negra y disparatada es la de la corrección política. Conviene, como admite uno de los protagonistas, insólitamente entusiasmado en una situación límite cuando las brujas lo toman como rehén, dejarse llevar, entregarse al viaje alucinado y excesivo que propone un De la Iglesia menos reprimido que nunca.
Inclasificable y seductora Son múltiples las lecturas que la nueva película de Alejo Moguillansky (ganador de la competencia argentina del Bafici 2009 con Castro) propone. Lo que empieza como una clásica historia de cine dentro del cine termina en el terreno de la comedia romántica, previo paso por una serie de situaciones bien diversas que incluye el resumen argumental del famoso ballet de Chaikovski El lago de los cisnes -cuya trama se entrelaza cuidadosamente con la de los protagonistas de la película de Moguillansky-, los exóticos ensayos de un grupo de danza contemporánea (los Krapp, referencia muy importante del teatro argentino independiente de los últimos años) y hasta algunas entrevistas improvisadas que terminan en flirteos románticos que no prosperan demasiado. Lo que atrapa de El loro y el cisne es la habilidad del director para lograr una convivencia armónica entre varios registros distintos y su inquebrantable apuesta a un humor ligero y juguetón. Ya en Castro Moguillansky había exhibido sin tapujos esa voluntad lúdica, pero esta vez ha sumado también una serie de capas temáticas que enriquecen mucho la narración. Aparece, por caso, la alusión a las dificultades que enfrenta cualquier colectivo de artistas independientes en esta parte del mundo, un tema que también atravesaba la exquisita obra Por el dinero, estrenada este año en el Centro Cultural Rojas. En este caso, las exigencias para el bizarro grupo de trabajo integrado por un director superado por las circunstancias (gran trabajo de Walter Jakob), un taciturno sonidista que termina una relación y se embarca de inmediato en otra con una bailarina a la que transforma en su propia Odette y un productor extranjero agobiado por las presiones de una productora bautizada oportunamente Capone terminan desarticulando un proyecto de filmación de por sí anárquico. Al tiempo que la historia de amor se va desarrollando con candidez y sensibilidad, debajo de la superficie circula un discurso consistente sobre una manera de entender el trabajo artístico, más relacionada con los impulsos vitales que con las fantasías del éxito en la taquilla y los pingües negocios.
Dixit se ocupa del drama de la última dictadura militar argentina, un tema que el cine nacional ha abordado con frecuencia en los últimos años y alrededor del cual la discusión ha tomado nuevo impulso durante la experiencia política del kirchnerismo. La película cruza distintos testimonios de víctimas del terrorismo de Estado con materiales de archivo procedentes de la TV de la época. El film funciona también a manera de homenaje a la perseverante lucha de los organismos de derechos humanos argentinos y como documento inapelable para mantener la memoria viva del horror. El recorrido por los centros clandestinos de detención de Buenos Aires, Córdoba, Tucumán y Neuquén grafica la extensión nacional del plan represivo, cuya propaganda hoy se degrada en caricatura, pero en aquella época surtió un efecto profundo: a la sociedad argentina le costó más de la cuenta sacarse de encima el famoso "algo habrán hecho". La notable cantidad de testimonios revela un ajustado trabajo de investigación de los realizadores de la película y recuerda con contundencia el lamentable papel institucional de la Iglesia, sintetizado en la figura del obispo de La Plata, monseñor Antonio Plaza, y la irritante complicidad de parte de la clase empresaria, simbolizada con crudeza en la situación de los obreros de la Ford, cuyos reclamos gremiales fueron aplastados a fuerza de torturas y desapariciones en el propio lugar de trabajo. El ejercicio que propone la película es saludable, pero es probable que un estilo menos atado a los convencionalismos sobre un tema lógicamente muy transitado hubiera potenciado su efectividad. Dixit denota una confianza tan evidente en su repertorio testimonial -es particularmente conmovedor el recuerdo de Jorge Julio López, desaparecido en plena democracia, un día antes de la condena al represor Miguel Etchecolatz- que olvida casi por completo los asuntos formales. La exigencia puede sonar superficial, pero ese descuido probablemente conspire contra uno de los principales objetivos de un trabajo de esta naturaleza, la llegada a la mayor cantidad de audiencia posible.
Pueblo chico, infierno grande Hay una primera parte de Destino anunciado que funciona aceitadamente. Es la que nos cuenta con precisión y sin subrayados la vida de Pocho, un chofer de ómnibus de larga distancia enfrascado en una vida plagada de soledad y rutina. En la descripción minuciosa de los pequeños rituales de este hombre sin atributos evidentes, Juan Dickinson es efectivo: a la vez que pinta un personaje con trazos claros y detalles en apariencia nimios, plantea un enigma con mucha perspicacia. En esa etapa inicial de la historia, ambientada en el norte de la Argentina, hay un clima de tensión bien logrado, un ambiente que luce calmo, pero, por alguna razón, despierta sospechas de que puede transformarse en cualquier momento. Cuando finalmente se transforma, empiezan los problemas. Para el protagonista, un Luis Machín tan solvente como siempre, y para la película, que se empecina en una trabajosa vinculación pasado-presente entre las miserias de la represión en la última dictadura y la extendida práctica de la trata de personas en el país, que se puso de manifiesto en los últimos años a partir del trabajo perseverante de varias ONG y las denuncias en la prensa. Ahí fluyen algunos lugares comunes del esquema "pueblo chico, infierno grande" y ominosos flashbacks recargan de explicaciones a una película que respiraba mejor en la sugerencia, el recato y la economía de recursos. El tópico del lugar donde todos saben algo que no pueden ni quieren decir también denuncia cierta ligereza en el guión. El trabajo de Machín es notable: el arco que describe en su actuación va del empleado riguroso y alienado al hombre enamorado que no repara en riesgos en su afán de justicia. Con solidez, logra hacer creíble ese recorrido que en los papeles suena algo improbable.
Una vez más, los traumas que provocan los conflictos bélicos son el disparador de una película de un director estadounidense. En esta oportunidad, la idea original era reunir a John Travolta con Nicolas Cage para revivir los buenos resultados de la dupla en Contracara , de John Woo. Finalmente, el escogido para acompañar a Travolta fue Robert De Niro. A sus 70 años (11 más que Travolta), De Niro empieza a despedirse de este tipo de roles con alta exigencia física (de todos modos, esta vez su performance en ese sentido es admirable). Sería aconsejable que, independientemente de esa cuestión, eligiera mejor sus trabajos, en honor a una carrera llena de momentos de gloria (basta con recordar sus papeles en Toro salvaje, Taxi Driver, El padrino II o, más cerca en el tiempo, Analízame ). Travolta tiene una carrera más despareja y, de hecho, en esta película le toca en suerte el papel más exótico: el de un soldado de origen serbio sediento de venganza luego de la sangrienta intervención del ejército norteamericano en la guerra de Bosnia, que se inició en 1992, duró casi tres años y provocó unas 100.000 víctimas, entre civiles y militares, y cerca de dos millones de desplazados de ese territorio que perteneció durante años a la ex Yugoslavia. Obvia y explícita hasta la médula, la película lleva al enfrentamiento entre sus dos protagonistas al terreno de la cacería: un bosque donde el objetivo inicial, los animales, cambia rápidamente por uno nuevo y previsible, ese militar retirado encarnado por De Niro que vive en soledad, lejos de la ciudad, para olvidar las miserias de las guerras en las que estuvo involucrado. La película es un muestrario desinhibido de crueldades y sofisticados -y otros no tanto- métodos de tortura con resoluciones dramáticas bizarras que, sobre todo en la última media hora, aniquilan la tensión y el verosímil. Un par de veces, mediante ampulosos flashbacks , el director Mark Steven Johnson (que ya había dado muestras de mediocridad en Daredevil y Ghost Rider ) nos introduce en la violencia injustificable de una guerra. Lo paradójico es que el recurso que articula su nueva película, el que estructura los momentos de mayor intensidad, es justamente el que nace a partir del impacto que genera el pequeño catálogo de atrocidades de Tiempo de caza , un auténtico paso en falso de dos estrellas experimentadas que necesitan con urgencia un mejor mánager.