X-Men: Días del futuro pasado es la séptima película de la saga basada en el popular cómic creado por la compañía Marvel en los 60. También es la más cara y ambiciosa hasta la fecha. Con un presupuesto que superó los 200 millones de dólares, este nuevo film reúne a las figuras del elenco de la primera trilogía (Hugh Jackman, Patrick Stewart e Ian McKellen) con las de la precuela X-Men: Primera generación (Michael Fassbender, James McAvoy y Jennifer Lawrence). "La idea es expandir la audiencia para los X-Men a tal punto que motive la creación de nuevas películas derivadas de este universo", declaró hace unos días Simon Kinberg, guionista y productor del nuevo largometraje e involucrado también en las nuevas entregas de otra saga muy exitosa, la de Star Wars. Por lo pronto, habrá un nuevo capítulo en 2016, cuando se estrene X-Men: Apocalypse (vale la pena ver los créditos de X-Men: Días del futuro pasado hasta el final). Si la idea era que la masa de seguidores creciera, nada mejor que una buena película. Y esta dirigida por Bryan Singer (que ganó notoriedad con Los sospechosos de siempre, ya estuvo en dos anteriores de la saga y continuará en la próxima) sin dudas lo es. Tiene un guión sólido, mucha acción, ritmo sostenido, escenas memorables -cada uno podrá elegir la suya, naturalmente, pero la de Quicksilver (Evan Peters, ya confirmado para Apocalypse), a dos velocidades y astutamente musicalizada, es todo un viaje- y múltiples referencias políticas, algunas teñidas de humor ácido (las sorpresivas hipótesis sobre la identidad de algunos líderes, por caso) y otras más adustas, pero igual de punzantes, en torno a las luchas por los derechos civiles para los afroamericanos, el desastre de Vietnam y la crisis de los misiles en Cuba. Recluidos en campos de concentración o directamente exterminados por los temibles "centinelas", una mortífera creación de Bolivar Trask (Peter Dinklage, estrella de la serie Game of Thrones, otra vez brillante), antropólogo obsesionado con la eliminación de los mutantes por considerarlos una amenaza para el homo sapiens equivalente a la que esta especie representó para el homo neanderthalensis, los superhéroes nacidos de los experimentos llevados a cabo durante la Segunda Guerra Mundial apelan al no muy original recurso de enviar al pasado la conciencia del impaciente Wolverine (Jackman, cómodo en su papel como siempre en la saga). El objetivo es cambiar el curso de ciertos acontecimientos en los que participaron unos mucho más jóvenes Charles Xavier (McAvoy, de excelente trabajo), Magneto (Fassbender) y Mystique (Lawrence). Algo falla en esa misión, el proyecto tiembla y se disparan una cantidad de aventuras tan atrapantes que incluso generan expectativas alrededor de los spin-off ya anunciados, una tercera producción sobre Wolverine para 2017 y la primera sobre Gambito, otro personaje del cómic original, con Channing Tatum como protagonista.
Suena paradójico, pero no se respira otra cosa que aire contaminado en el cuarto largometraje de Anahí Berneri. Contaminado por la molicie, los pequeños problemas cotidianos que se amplifican sin sentido, las miserias y la violencia contenida y explícita que muchas veces invade la vida en pareja. Son pocos, muy pocos los vestigios de empatía que sobreviven en la relación entre Lucía (Celeste Cid) y Manuel (Leonardo Sbaraglia), embarcados en la planificación de una mudanza a un derruido caserón en las afueras de la ciudad que simboliza a la perfección el estado de su vínculo. En el medio de esa guerra de nervios queda su hijo, un niño (Máximo Silva) que apenas puede abstraerse de los conflictos permanentes que lo rodean gracias al ala protectora de su abuela, interpretada con solvencia por la cantante Fabiana Cantilo (también están muy ajustados Lorena Vega y Alejandro Catalán en otros personajes secundarios). Manuel intenta escapar del agobio refugiándose en una vida fuera del entorno familiar que tiene múltiples facetas: arquitecto, socio de un bar, motociclista ocasional, amante furtivo. Sbaraglia le pone el cuerpo a ese personaje atormentado sin apelar a subrayados, jugando con cierta ambigüedad, tornándolo inquietante y creíble a partir de sencillos detalles. Su frustración aparece en cada gesto, en cada frase que pronuncia. Como contraparte, Cid logra dotar de encanto y sensualidad a esa treintañera que deposita en la planificación de la obra la expectativa de reconstrucción del proyecto vital que se viene a pique. Es notable cómo ambos trabajan en cada escena los pormenores de esa disolución. La tensión se respira en cada conversación, en los intentos fallidos de reconvertir una sexualidad en terapia intensiva, en las anárquicas reapariciones del deseo con otros interlocutores. Hay más de una actitud de los protagonistas que denota las dificultades para cruzar definitivamente la línea de la adolescencia que hoy casi es norma. A los tumbos, Lucía y Manuel se lastiman, y lastiman todo lo que entra en contacto con ellos. Protagonizan, pero también observan -más de una vez impávidos- su propia crisis, la niegan, la corporizan en inútiles catarsis. No se deciden a enfrentarla hasta que paga los platos rotos quien menos debería. Más que amarga, Aire libre es una película valiente y verdadera. Apunta directo a su objetivo reutilizando con inteligencia ese catálogo de lugares comunes en el que suelen convertirse los matrimonios cuando no se asumen los peligros que los acechan. Cuando el erotismo (entendido como algo más amplio que lo que pasa en la cama) se desvanece, el volumen de la relación amorosa se apaga, en fade o de manera abrupta. Aire libre simplemente lo advierte. Y perturba.
El asesinato de un adinerado coleccionista de cuadros es el disparador de esta historia policial ambientada en la Buenos Aires de los 80 e inspirada, según ha declarado su directora, la debutante Natalia Meta, en Secreto en la montaña, aquel exitoso film de Ang Lee estrenado en 2005 que ponía el foco en la relación amorosa entre dos cowboys de Wyoming. La película intenta reproducir la estética y el espíritu de aquellos años de destape posdictadura a partir de una recreación deliberadamente kitsch -el cantante de synth pop gay, la agente policial que parece escapada de Flashdance- cuyo despliegue evidentemente preocupó más que el rigor histórico. El ambiente de la seccional donde trabaja ese inspector agobiado y expeditivo encarnado por un Demián Bichir (el Fidel Castro de la película sobre el Che Guevara dirigida por el estadounidense Steven Soderbergh) obligado a un esfuerzo sobrehumano para sonar un poco porteño, se parece demasiado al de una comedia costumbrista televisiva, con Hugo Arana en el rol de comisario caricaturizado como mascarón de proa. La línea argumental es débil, decididamente inverosímil en unos cuantos tramos de la película, la historia de amor entre los personajes del actor mexicano y el Chino Darín -un joven policía de moral ambigua- resulta forzada, y el enigma a resolver -¿se trató de un crimen pasional, un ajuste de cuentas o un asesinato por encargo?- se va diluyendo a medida que la película se enreda en extravagancias vacías, como la suelta de caballos en plena Diagonal Sur, una escena que sintetiza con claridad meridiana sus objetivos: el efecto antes que la profundidad. La vocación por revelar que el glamour del pasado hoy luce bizarro condena a la película a sufrir el tironeo entre la intriga y la farsa. Sin un plan de acción muy claro -las insinuaciones de humor y oscuridad se alternan anárquicamente-, Muerte en Buenos Aires revive, más que una época, un cine aplastado sin piedad por el transcurso del tiempo.
Hace ya unos cuantos años que Hammer Productions viene intentando reeditar sus viejos tiempos de gloria. Fundada en 1934, la productora británica tuvo su época dorada entre los 50 y los 70 con varios films de terror clásicos, empezando por la saga de Drácula protagonizada por Christopher Lee, compañero de Peter Cushing en La maldición de Frankenstein, primera película en color del estudio y otro éxito de taquilla. Luego de un largo paréntesis, la Hammer buscó reinsertarse en el mercado con Let Me In, una discreta remake de una gran película sueca, Criatura de la noche, de Tomas Alfredson, y ahora apuesta por una más claramente inspirada por El conjuro, otra de buena repercusión que le dio una pequeña inyección de vitaminas a un género que parece entrampado por la dependencia patológica de la cita. En este caso, un profesor de Oxford desarrolla un exótico experimento con una jovencita aparentemente poseída. Lo acompañan en el asunto dos jóvenes estudiantes enredados con él en un triángulo amoroso y un desprevenido cameraman que, mientras intenta capturar imágenes de los fenómenos paranormales provocados por la chica, se va interesando cada vez más en ella e intenta librarla del tortuoso régimen al que es sometida. Hay algo deliberadamente kitsch en los estilos de actuación que tiñe de un humor tenue y deja respirar a una historia plagada de lugares comunes, obvios golpes de efecto y torpezas de guión. Pero está claro que no alcanza. Hammer debe seguir intentando.
El huemul metafora de un mundo invadido Hace siete años, Juan Diego Kantor, director de este documental que ya fue exhibido en los festivales de Mar del Plata y Toulouse (Francia), estaba en Bariloche filmando un video institucional para una empresa de turismo de Rosario (el registro de las actividades que se llevaban a cabo en los viajes de egresados). Una de las excursiones previstas era la del famoso cerro Catedral. Llegó allí en una 4×4 que manejaba Ladislao Orozco, un descendiente de tehuelches que le habló por primera vez del huemul, un ciervo de alta montaña en peligro de extinción. De esa conversación nació el proyecto de viajar durante diez días para llegar a un punto desde el cual se pudiera observar a ese animal autóctono que fue desplazado por el hombre a una zona árida e inhóspita. Mediante una serie de flashbacks, conocemos la vida de Orozco en Bariloche y entendemos sus motivaciones para ir al encuentro de esa especie para la que ahora se planea la creación de una reserva que la proteja de la caza y de los ataques del ciervo colorado, otro enemigo palpable. "Al margen de la búsqueda del huemul, la película metaforiza el desplazamiento y la resistencia de las comunidades mapuches", dice el director. De factura técnica impecable, el film explota la belleza del imponente paisaje patagónico y las historias que narra Orozco, que exceden las peripecias del huemul y llegan incluso hasta las arbitrariedades en torno a la propiedad privada y la sangrienta Campaña del Desierto.
Valioso retrato A partir del descubrimiento de una geografía tan particular como la de la Puna, en el norte de la Argentina, el mercedino Lucas Riselli armó este documental sencillo y contemplativo que tiene como centro a Pozuelos, una pequeña comunidad de quince familias jujeñas que viven en modestos ranchos de adobe. Riselli empezó su investigación a partir del registro fotográfico, algo que su película de algún modo denota, y se propuso la soledad como tema, él mismo lo explicó en alguna entrevista. Soledad y silencio gobiernan ese territorio visualmente sobrecogedor, lleno de matices y carácter que es el ámbito natural de las historias cotidianas de un grupo de personajes anónimos. Pero también existen los momentos de encuentro y comunicación: la capilla, la escuela, la sala de primeros auxilios, el salón de usos comunitarios y las distintas celebraciones que son tradición entre los lugareños puntúan el relato del documental, ópera prima de Riselli estrenada en el último festival de Mar del Plata con buena repercusión. En el imaginario del habitante de las grandes ciudades, la Puna suele aparecer simplemente como paisaje. Esta película es un aporte valioso, logra darle vida a ese lugar distante y establecer entre el espectador y la gente de Pozuelos un vínculo más nítido.
Thriller onírico e inquietante Son múltiples y de diverso tipo las referencias que un cinéfilo puede encontrar en Berberian Sound Studio. En esta hiperestilizada película del inglés Peter Strickland (la segunda de su carrera, luego de Katalin Varga, de 2009), que ganó el premio mayor del Bafici el año pasado y fue también una de las grandes triunfadoras de los British Independent Film, hay en principio un homenaje explícito a un subgénero que tuvo su momento de gloria en los 70 y los 80, el giallo, combinación de thriller con historias de terror que tuvo en los italianos Mario Bava, Lucio Fulci, Sergio Martino y Darío Argento a sus nombres más notables. El protagonista del film es Gilderoy (gran trabajo de Toby Jones, también un Capote cinematográfico mucho menos popular que el del recientemente fallecido Philip Seymour Hoffman), un retraído ingeniero de sonido inglés que viaja a Italia para terminar la mezcla y edición del sonido de un misterioso e inquietante film titulado The Equestrian Vortex, dirigido por un realizador díscolo y con aires de playboy. Para Gilderoy, la experiencia es, como mínimo, incómoda: en ese exótico estudio de grabación se sentirá atrapado por una burocracia insólita, será asediado por mujeres con look de vampiresas que allí son víctimas de un afiebrado machismo y sufrirá un trato a veces distante y otras directamente desconcertante de un puñado de personajes que le plantean exigencias profesionales con la fijación del psicópata. Pero lo que resalta en la película, más allá de su argumento pequeño, sin mucha evolución dramática y con una resolución débil que parece citar a Demons, de Lamberto Bava (hijo de Mario), es la meticulosidad y la pericia con la que Strickland construye ese universo poblado de consolas, cables, paredes acolchadas, micrófonos, magnetófonos de bobinas y viejos auriculares que remite a una manera de hacer cine que quedó anclada en el pasado. En ese sentido, son claves los trabajos de Nic Knowland (especialmente sus magníficos contraluces) en la fotografía y Joakim Sündstrom en sonido. Son ellos los que colaboran a crear ese ambiente onírico de una película que, al tiempo que dialoga con obras maestras como La conversación y El fotógrafo del pánico, tiende un puente hacia Mullholland Drive, de David Lynch, con el también valioso aporte de Broadcast, pilar de la electrónica británica de la década pasada desmoronado en 2011 con la sorpresiva muerte de la cantante Trish Keenan. Confesos fans de Katalin Varga y de Cathy Berberian, una mezzosoprano estadounidense que trabajó muchísimo para derribar barreras entre música clásica y popular e inspiró obviamente el nombre del film, los Broadcast filtran en su banda de sonido los ecos del espectral Ennio Morricone de Teorema (Pasolini) y parte del sugestivo carácter de la música que Nicola Piovani compuso para algunas películas de Fellini.
Son demasiadas, y bastante forzadas, las casualidades que hilvanan la historia de esta película del español Jorge Algora. Basada en la obra teatral Cita a ciegas, de Mario Diament, tiene como protagonista a un gerente bancario agobiado por las miserias de su trabajo y la rutina de su matrimonio que se enamora perdidamente de una escultora, cuya madre es paciente de su esposa psicoanalista. Al mismo tiempo, el gerente se encuentra por fortuna con un escritor ciego que escucha sus problemas y lo aconseja. De ese escritor -que Federico Luppi compone a imagen y semejanza de Jorge Luis Borges- está enamorada desde hace años, y en silencio, la madre de la escultora que se psicoanaliza. Hay que hacer un esfuerzo importante para comprar esa trama llena de vínculos calculados desde el guión, para terminar de aceptar su verosímil. Y también para no aburrirse con una serie de tópicos muy transitados sobre los que la película de Algora no dice nada nuevo: la abulia de la vida en pareja, el impiadoso mundo de los negocios, la extravagancia de los artistas... Inevitable, una palabra repetida hasta el hartazgo en el film, parece condenada desde su propio título a replicar lugares comunes de un cine solemne y didáctico que por acá estuvo en boga en los 80. El elenco resuelve con eficiencia las ataduras que impone un argumento tan remanido, aun cuando los actores estén obligados a decir cosas como "acá no se viene a trabajar, sino a hacer dinero" y "mientras usted se compra esa blusa hay gente que no tiene para comer" y deban moverse en el ámbito de una ficción donde los artistas callejeros odian a los banqueros y un marchand es necesariamente gay. Sobre el final, una abrupta vuelta de tuerca que sataniza al alienado personaje interpretado con solvencia por Grandinetti termina por confirmar que la sutileza nunca estuvo en los planes de Algora.
Con su cuarto largometraje, Celina Murga consolida un cuerpo de obra sólido y coherente en el que se perciben constantes bien definidas. En su cine, aparecen observados con claridad tanto los avatares de la niñez y la adolescencia como las particularidades del funcionamiento de microsociedades endogámicas, cerradas (dentro de los límites estrechos de una capital provincial, Paraná, en su debut, Ana y los otros; de un barrio privado, en Una semana solos; de un colegio público, en el documental Escuela Normal, y ahora de un municipio entrerriano, Concepción del Uruguay, otro pequeño universo donde casi todos saben todo, pero se encargan de actuar como si no supieran). Esta vez, el foco está puesto en un jovencito cuyo paso a la adultez parece acelerarse al ritmo de las presiones de su padre, un médico severo, prestigioso y de pocas palabras que lleva una doble vida. Lo primero que La tercera orilla logra con eficacia es mostrar cómo el doctor Reinoso logra naturalizar esa situación a primera vista anómala, cómo -y en su apellido parece estar cifrada esa voluntad- todos aceptan y obedecen a ese rey autoritario y poco indulgente que no tolera discusiones en sus dominios, allí donde los hijos suelen seguir las carreras y replicar los modales de sus padres y las mujeres sufren en silencio. Murga conoce de memoria el terreno y lo describe con una minuciosidad admirable. Su técnica consiste en la precisión quirúrgica para usar a favor del relato la riqueza de los detalles y la firme convicción para evitar el trazo grueso: los primeros cigarrillos, el chapuzón en la pileta un día de lluvia y la módica liberación de un karaoke como mojones de la vida adolescente; los silencios incómodos, las miradas furtivas y las relaciones de poder simbolizadas en cada gesto, como señales reveladoras de los vínculos entre los adultos. La trama de la película se va desenvolviendo de a poco, en un tono cansino, tan alejado de la estridencia como la vida pueblerina, hasta que estalla, literalmente se prende fuego, en torno a un virulento ritual de iniciación. Murga llega a ese clímax construyendo la historia paso a paso, sin apuros ni simplificaciones, narrando con una estilización admirable, en pleno control de la puesta en escena y reafirmando su pericia en la dirección de actores (todo el elenco está impecable). Su cine confía en la complicidad y la inteligencia del espectador, le habla en voz tenue, lo exhorta a leer entre líneas. Pero debajo de esa superficie, en apariencia gélida, todo está en llamas.
Hay una larga tradición de documentales dedicados a bandas de rock. A grandes rasgos, y corriendo el riesgo de generalizar demasiado, los más interesantes fueron siempre los que revelaron alguna faceta desconocida de los artistas retratados, o bien los que los mostraron descarnadamente, con sus virtudes y miserias (LoudQUIETloud, sobre la conflictiva reunión de los Pixies en 2004 es un buen ejemplo de estos últimos, los más sabrosos). El último verano es de los otros: un film pensado casi exclusivamente para fans de la banda uruguaya, que da unas cuantas cosas por sobreentendidas y que está centrado fundamentalmente en la grabación y la gira de presentación del álbum El calor del pleno invierno, una época complicada para los integrantes de NTVG, que sufrieron la pérdida de Marcel Curuchet en julio de 2012, luego de un trágico accidente en motocicleta ocurrido cerca de Manhattan, cuando el grupo estaba de gira. Entre los emotivos recuerdos del compañero ausente (la película está dedicada a su hijo Renzo, que nació unos meses más tarde) y la mística que suelen tener las grabaciones en estudio, con las clásicas discusiones por detalles de sonido, los momentos muertos y la distracción vía PlayStation, las mateadas y los suculentos asados, se va configurando un pequeño muestrario de la intimidad de esta banda con veinte años de trayectoria que es uno de los exponentes más notorios de la avanzada del rock uruguayo que viene haciendo roncha fuera de su propio país desde hace una punta de años..