Trata y surrealidad Gabriel Grieco es un joven director que en 2014 tuvo una muy recepción gracias a su largometraje Naturaleza Muerta (2014), y claramente envalentonado con su buena experiencia dentro del género se despachó con Hipersonmina (2016). Dejando de lado el terror fantástico y en clave slasher de su trabajo previo, en su nuevo opus la ficción se funde con problemáticas del mundo real, esas que asustan mucho más que cualquier monstruo sobrenatural salido del mejor guión. Hipersomnia cuenta la historia de Milena (Yamila Saud), una chica que es elegida para ser la actriz principal de una ecléctica obra teatral dirigida por un hombre sumamente particular, interpretado por Gerardo Romano en un papel que parece sentarle perfecto. Milena comienza a experimentar una suerte de realidad alternativa a medida que avanzan los ensayos de la obra en la cual es una esclava sexual, dentro de un grupo bastante heterogéneo de jovencitas. Cada una de ellas se encuentra en dicha situación contra su propia voluntad. El thriller comienza a andar un lento pero efectivo camino, que va tomando forma dentro del relato, conforme esta segunda realidad va tomando el centro de la escena, en sentido literal y figurado. La propuesta invita al espectador a sumergirse de lleno en esta alternancia de realidades planteada desde un guión, en el cual se percibe la influencia de obras como Sucker Punch: Mundo Surreal (Sucker Punch, 2011) y El Cisne Negro (Black Swan, 2011), con una referencia aún más sutil a El Hombre Duplicado, el clásico de José Saramago. A pesar de estar claras referencias, el guión de Grieco -en colaboración con el co-autor de Terror 5 (2016), Sebastián Rotstein- se las ingenia para no caer en lugares comunes del género y entrega una narración sumamente atrapante. El resto del reparto se completa con un mix entre actores consagrados -Gustavo Garzón, Peter Lanzani, Jimena Barón, Nazareno Casero- y jóvenes figuras haciendo sus primeros pinitos en la cinematografía nacional, como Florencia Torrente y Candela Vetrano, sumándose algunos cameos simpáticos que odiaríamos develar antes de tiempo. Por momentos se percibe una pequeña falta de ritmo, probablemente el único defecto, demorando la llegada de un tercer acto que sorprende en el mejor de los sentidos. Hipersomnia es un muy correcto ejemplo de una de las tantas formas en que se puede acercar el cine local al género, cuando hay de por medio una historia interesante en la cual apoyarse.
Apocalipsis Kong En 1933 dos señores llamados Merian Cooper y Ernest Shoedsack sorprendieron a los espectadores del naciente cine de entretenimiento con King Kong (1933), la fantástica aventura de un simio gigante sustraído de su habitat natural y llevado a Nueva York, donde por supuesto desataría todo el caos imaginable para terminar subido al Empire State, con una damicela en apuros literalmente en la palma de su mano, y peleando contra unas avionetas, en una secuencia llena de amor por esa ténica mágica y maravillosa mejor conocida como stop-motion. El cine, a través de los años, nos regaló variadas re-interpretaciones del gorila gigante. La más reciente, de Peter Jackson (King Kong, 2005) adaptando fielmente el material original y de forma bastante aburrida durante interminables 187 minutos. Siendo contemporáneos de una industria que vive de las remakes, precuelas, secuelas y demás continuaciones de historias previamente exitosas, nos llega Kong: La Isla Calavera (Kong: Skull Island, 2017), obra de un cuasi debutante Jordan Vogt-Roberts. En esta ocasión todo transcurre en 1973, plena post-guerra de Vietnam. Un científico del gobierno estadounidense bastante peculiar (John Goodman) logra conformar un equipo de investigación para aventurarse en la Isla Calavera, un lugar perdido en el globo terráqueo, con el cual está misteriosamente obsesionado. Grande es la sorpresa al arrivar y darse cuenta que un gorila gigante es el rey de la isla, y aún más sorprendente será descubrir que no es el único monstruo del que preocuparse durante la travesía. El elenco variopinto está compuesto por el Teniente Packard (Samuel L. Jackson), un militar que aún no termina de digerir la derrota en Vietnam; James Conrad (Tom Hiddleston), el guía aventurero encargado de la expedición; Mason Weaver (Brie Larson), la fotógrafa aspirante al Pullitzer encargada de retratar la misión, y el comic relief, Hank Marlow (John C. Reilly), náufrago sobreviviente de la isla. Por supuesto los acompañan un grupo de solados y científicos poco distinguibles, cuya única función sera ir pereciendo conforme avanza la trama… A diferencia de previas adaptaciones, Kong: La Isla Calavera no desperdicia un segundo en meternos en clima ni ocultarnos al monstruo titular. Un film de aventuras de la A a la Z, con la impronta de Indiana Jones y ese aire a compañía militar en clave Alien: El Regreso (Aliens, 1986) y Depredador (Predator, 1987), combinado con la bio-fantasía de Jurassic Park (1993). Por encima de estas referencias inmediatas que construyen el universo ficcional, hay también múltiples guiños a Apocalypse Now (1979) en lo referente a encarar una misión en un dominio desconocido, con amenazas tanto externas como internas que desafían la cordura y la resilencia de los involucrados. La banda sonora que ataca con feracidad -especialmente durante la primera mitad del film- no hace más que remarcar el espíritu bélico setentoso, haciendo sonar glorias de la era del vinilo como Creedence, Black Sabbath y The Stoogies, entre otros. Hay un equilibro muy logrado entre escenografia natural -gran parte del film fue rodado en Hawaii- y efectos computarizados más algo de pantalla verde. La gente de Industrial Light and Magic (ILM) estuvo detrás del diseño de Kong, que en esta ocasión se alejan del animalismo del gorila de Peter Jackson y se acerca a la versión de 1933, con una composición más antropomorfa y fantasiosa, y la fuerza, astucia y agilidad características de los kaiju orientales. En concordancia con el Monsterverse iniciado por la Godzilla de Gareth Edwards en 2014, Kong: La Isla Calavera incorpora también una sublectura pro-ambientalista, en la cual Kong es visto como un protector de la naturaleza antes que un monstruo devastador. Un giro más cercano a nuestros tiempos. Algunos podrán criticar el desarrollo casi nulo de los personajes, unidimensionales más allá de sus rasgos característicos y prácticamente sin un arco elaborado a través del relato. Falencia que no es crítica en un film cuyo objetivo primordial es claro: entretenernos durante 118 minutos con un gorila gigante y un grupo de aventureros. Al pan, pan, y al gorila, gorila. Definitivamente no será una película que rompa el paradigma del séptimo arte, pero Kong: La Isla Calavera sabe a lo que juega, convirtiéndose en un interesante exponente del cine contemporáneo de aventuras… ah, y quédense porque hay escena post-créditos.
Hace apenas cuatro años temimos lo peor, creyendo que M. Night Shyamalan le había puesto el último clavo a su propio ataúd cinematográfico con Despúes de la Tierra (After Eart, 2013), ese Sci-Fi fatídico con Will Smith e hijo a la cabeza, película que sucedía a las también endebles El Último Maestro del Aire (The Last Airbender, 2010) y El Fin de los Tiempos (The Happening, 2008). Afortunadamente en 2015 retomó el camino gracias a ese relato de suspenso en clave cámara en mano llamado Los Huéspedes (The Visit, 2015), dando señales de que la redención era posible. Parte de ese camino redentor continua en Fragmentado (Split, 2017), la nueva película que escribe y dirige el hombre que sorprendió al mundo cuando nos hizo caer en la cuenta de que Bruce Willis era un fantasma con asuntos pendientes. En esta ocasión presenta la historia de Kevin, interpretado por James McAvoy, un hombre que sufre de personalidades múltiples. Si, múltiples… 23 personalidades conviven en el mismo cuerpo. Cuando el cúmulo de ánimas se sale de control, Casey (Anya Taylor-Joy) y sus amigas se llevan la peor parte, siendo secuestradas y confinadas en un lugar sin escape aparente. Con un planteo similar al de Avenida Cloverfield 10 (10 Cloverfield Lane, 2016), Shyamalan construye un relato claustrofóbico, en el que la tensión va en aumento y los espacios confinados se vuelven asfixiantes secuencia tras secuencia. McAvoy vuelve a entregar una performance inobjetable, con momentos de enorme intensidad. Todo esto multiplicado por la cantidad de diferentes personalidades que interpreta. Por el lado de Anya Taylor-joy, revalida todo lo bueno que ya había demostrado en La Bruja (The Witch, 2015). Parece un personaje hecho a su medida, ya que aprovecha al máximo sus rasgos particulares para transmitir con efectividad un enorme rango de sensaciones. De esas actrices que no necesitan decir una palabra: su cara y sus gestos lo dicen todo. Pero no caigamos en la idea reduccionista de creernos simplemente frente a una película de un chiflado que secuestra unas chicas y las hace pasar un mal rato. El guión de Shyamalan ofrece más de una lectura, ahondando en los traumas infantiles que dejan marcas profundas, el costado salvaje de la psiquis humana y la verdadera esencia de la maldad. Al igual que con Los Huéspedes, el director vuelve a mostrarse más cómodo trabajando dentro de una historia mínima pero compuesta por varias capas de análisis, alejándose de los relatos sobredimensionados y grandilocuentes. Como si todo esto fuese poco, aquellos fans más hardcore de Shyamalan enloqueceran -en el buen sentido del término- con el guiño final.
La hora de los espíritus Ezio Massa es un director curtido dentro del género de Terror. Hace dos años estrenó 2/11 Día de los muertos (2014) y este año regresa con 5 A.M. Cinco ante los miedos (2016), una película que involucra historias paralelas, hechos sobrenaturales y una impronta ominosa palpable en cada fotograma. El relato de una mujer obsesionada con algo misterioso encerrado en el altillo de su casa se entrecruza con la historia de cinco amigos que se reúnen para jugar al juego de la copa. El constante salto de una línea argumental a la otra por momentos se vuelve algo caótico y confuso, pero también eleva el nivel de intriga que va generando en el espectador, a la espera de que todas las piezas caigan en su lugar y echen algo de luz sobre el núcleo del conflicto. La producción cuenta con algunos intérpretes destacados de nuestro cine como Cristina Alberó, Ximena Fassi, Victoria Maurette y Rodrigo Guirao Díaz. Justamente Adrian y sus cuatro amigos serán 5 ante los miedos (5 AM) y jugarán un juego 5 minutos antes de la noche que tendrá consecuencias devastadoras en cada uno de los involucrados. Sin una estética particularmente destacable, sumada a una fotografía que intenta acompañar el tono oscuro del relato pero sin darse cuenta que por momentos no cumple con su función básica, 5 A.M. Cinco ante los miedos puede sintetizarse como una historia con ribetes sobrenaturales cuya mayor fortaleza es entretener a medida que ata todos sus cabos argumentales.
Matt Damon al paredón Sobre la pantalla negra leemos lo siguiente: “La Gran Muralla China tardó más de 1700 años en construirse y por sobre su rica historia abundan las leyendas… esta es una de ellas”. Ubicar al universo ficcional de La Gran Muralla (The Great Wall, 2017) -el más reciente móvil de acción y aventuras de Matt Damon- en la categoría de leyenda, y consecuentemente corriéndola de la tediosa rigurosidad histórica, es un ejercicio que pinta de pies a cabeza aquello que el film nos ofrecerá durante 103 minutos: una historia que escenográficamente se apoya en una de las nuevas siete maravillas del mundo para ofrecernos un relato fantástico de aventura con probablemente demasiadas reminiscencias a éxitos recientes del género en la pantalla grande. El bueno de Matt interpreta a William, un mercenario europeo vagando por China en busca de pólvora, el oro negro de la era medieval. William y su amigo Tovar (Pedro Pascal) terminan en la Gran Muralla China y caen prisioneros de una secta militar secreta encargada de proteger la muralla de algo más que ejércitos invasores, sino de unas extrañas criaturas que regresan cada 60 años para traspasar el muro. En este punto muchos dirán “¿la Muralla China servía para mantener monstruos a raya?”… y acá entra en juego el elemento legendario/fantástico de la historia. Poniendo en funcionamiento el tropo de “hombre blanco salvador”, William, con su caucasidad de bien, ayudará a los hombres de la dinastía Song a dar pelea contra los monstruos y evitar una invasión devastadora que podría ser el puntapié inicial del fin de nuestra raza. Abundan las similitudes con Al Filo del Mañana (Edge of Tomorrow, 2014), El Último Samurai (The Last Samurai, 2003), Titanes del Pacífico (Pacific Rim, 2013) y la serie animé Attack on Titan (2013). El sexteto de guionistas parece haber tomado nota de algunos de los éxitos del género de fantasía y aventura de los últimos años, usando la Gran Muralla China como telón de fondo. Tratándose de la producción china más cara de la historia, con un presupuesto de 135 millones de dólares, el diseño de arte y vestuario se lucen, especialmente con algunas armaduras guerreras coloridas que parecen homenajear solapadamente a Los Caballeros del Zodíaco. Eso sí, los abultados costos parecen no haber alcanzado para conseguir una peluca decente para el pobre Matt Damon durante la primera mitad. Lo que nos remite a Nicolas Cage y su compendio interminable de tupés polémicos… porque La Gran Muralla es una película mucho más cercana al universo bizarro del Cage millenial que al Matt Damon héroe de acción post Jason Bourne. Hablando en profundidad de Damon, su performance no destaca por nada particular. Entrega sus líneas de diálogo sin mayor esfuerzo, como quien quiere terminar rápido un trabajo para irse a casa. Ni siquiera la subtrama romántica entre su personaje y Lin Mae -interpretada por Tian Jing- parece motivarlo para a hacer un esfuerzo de carácter histriónico. Párrafo aparte para el curioso personaje interpretado por un -¿desaprovechado?- Willem Dafoe. Entre tanta pantalla verde y CGI desmedido, el director Yimou Zhang, un hombre que supo demostrar su habilidad para la acción en clave oriental en films como Héroe (Hero, 2002) y La Casa de las Dagas Voladoras (House of the Flying Daggers, 2004), queda sin mucho margen para desarrollar secuencias de acción interesantes o que puedan destacarse desde lo visual. Con poca originalidad y mucho aroma a recopilación de previos éxitos de taquilla, La Gran Muralla resulta en un film genérico que -dejando de lado su elaborada producción- no ofrece mucho más por lo cual destacarse entre tantas aventuras con amenazas fantásticas digitalizadas. Marche a la muralla… ¡o al paredón!
Guitarra vas a ladrar Pensando al cine de Animación como un gran show musical, podríamos imaginar que ciertos tropos como -por ejemplo- los animales parlantes antropomorfos, los personajes que buscan su verdadera pasión, los malos caricaturescos y la restitución de los lazos familiares son una suerte de greatest hits del género. Con esta analogía en mente, no es desacertado considerar a Rock Dog (2016) una suerte de recital con un setlist lleno de covers de grandes éxitos animados de los últimos 20 años. En el centro del relato tenemos a Bodi, un mastín tibetano que deja su vida rutinaria en las montañas nevadas cuidando ovejas junto a su padre para irse a la gran ciudad a probar suerte en lo que considera su verdadero talento: volverse un músico de rock. Por supuesto, la adaptación a la urbe no será sencilla, y los desafíos en pos de lograr su objetivo serán de lo más variado. A esta trama argumental inicial hay que sumarle un par de subtramas que por momentos distraen más de lo recomendado: una vieja tradición de mastines con “poderes” para proteger rebaños, una estrella de rock desgastada y con dudosa moral, un grupo de aliados casuales, villanos con múltiples propósitos… En fin, de todo. Con pinceladas de Kung Fu Panda (2008), resabios de Zootopia (2016) y algo Hop Rebelde Sin Pacua (Hop, 2011), la trama parece tocar constantemente “una que sepamos todos”, como diría ese iracundo personaje de Peter Capusotto y sus Videos que siempre le grita cosas al cantante que está arriba del escenario. La experiencia previa de Ash Brannon como co-director de Toy Story 2 (1999) y director de Reyes de las Olas (Surf’s Up, 2007) le permite llevar adelante el film de manera correcta pero sin sorprender. Como suele ser menester, las voces principales que dan vida a los personajes corresponden a actores relevantes de Hollywood. En este caso contamos con el talento de Luke Wilson, J.K. Simmons, Matt Dillon y el mítico Sam Elliott, entre otros. Dentro de una obra basada en una novela gráfica china llamada Tibetan Rock Dog, no extraña la co-producción china y norteamericana. Con un diseño de personajes amigable y la calidez de un trabajo artístico correcto -que deja ver ciertas limitaciones de presupuesto-, la pata visual de Rock Dog cumple, aunque sin dejarnos boquiabiertos ni mucho menos. Como experiencia cinematográfica propiamente dicha, Rock Dog es agradable, y una buena forma de pasar 80 minutos con los más chicos en el cine sin aburrirnos demasiado. Volviendo a las analogías musicales, la experiencia es bastante similar a ver una banda tributo: de vez en cuando no viene mal y puede ser disfrutable, ante la imposibilidad de ver al conjunto original, claro está.
El héroe de las mil piezas El Batman psicodélico de Adam West, el Batman burtonesco de Keaton, el postmoderno del tándem Nolan/Bale, el Batfleck de Snyder… podrá sonar exagerado pero, de cierta forma, hay tantos Batmans como espectadores de cine. Entonces, ¿qué podemos esperar de un Batman en clave LEGO? Tras un cameo ampliamente celebrado en La Gran Aventura LEGO (The Lego Movie, 2014), el justiciero encapotado de Ciudad Gótica pone su nombre en lo más alto de la marquesina protagonizando su propio spin-off: LEGO Batman: La Película (The LEGO Batman Movie, 2017). En esta ocasión, la dupla de directores de la entrega anterior -Phil Lord y Christopher Miller- ceden la silla a Chris McKay, un hombre que supo hacer sus pinitos en un hito moderno de la comedia adulta animada, Robot Chicken (2005). El sexteto de guionistas entrega una historia dinámica con múltiples líneas de lectura, que van desde el puro entretenimiento y la diversión hasta tópicos más profundos como la conformación del núcleo familiar y la complejidad innata del comportamiento humano. Esta lectura con variedad de matices tiene lugar dentro de una historia en la que el Caballero Oscuro debe detener el más reciente y malvado plan de su archienemigo el Guasón, mientras se adapta al tutelaje inesperado de Dick Grayson, quien a posteriori se transformará en su clásico sidekick mejor conocido como Robin. Y listo, adentrarse en mayores detalles podría arruinar la diversión. El despliegue visual esta a la altura de su antecesora: un festival de colores y ese estilo particular de animación que podríamos definir como un stop motion 2.0. Todos somos conscientes que es CGI de principio a fin, pero generado de manera tal que busca emular la animación cuadro por cuadro. Las secuencias de acción respetan el espíritu elemental de aquello que significa jugar con LEGOS: armarlos, desarmarlos, desparramarlos por el piso y combinarlos de formas insospechadas, con la imaginación como único límite. De más está decir que sería agotador sostener 104 minutos de película apoyándose sólo en colores rimbombantes y despliegue de acción. Por eso, en medio de este festín para los ojos tenemos una historia que sutilmente presenta un costado de Batman no tan explorado en el cine: su compleja psicología, su perfil de justiciero solitario despojado de afecto, aquel que bajo su traje esconde mucho más que a un huérfano millonario con una infancia traumática. Este estudio profundo del personaje acompaña el costado más sensible del relato, que a pesar de estar sumamente logrado queda un escalón por debajo de la profundidad emotiva de La Gran Aventura LEGO. Y algunos números musicales extra no hubiesen estado mal, considerando lo bien que funcionaron previamente (todos vamos a seguir tarareando “Everything Is Awesome” hasta el final de nuestros días, ¿no?) Rompiendo constantemente la cuarta pared y referenciando en tono autoparódico las previas encarnaciones del murciélago, LEGO Batman: La Película es una feliz excepción dentro del mundo de las secuelas y spin-offs, demostrando que un concepto interesante puede permitirse una extensión y jugar un ratito más antes de guardar todo en la caja.
Ensayo archivista y familiar Lo nuevo de la directora Albertina Carri se llama Cuatreros (2016), y como suele ser costumbre en la mayoría de los trabajos de la autora, es una obra cuyo mayor peso reside en sus propias reflexiones, en este caso rescatando al mítico gaucho Isidro Velázquez conocido como “el último gauchillo alzado de la Argentina” al mismo tiempo que indaga sobre la obra de su padre -desaparecido junto a su esposa durante la última dictadura militar de nuestro país- y su propia experiencia, acompañada por un sinfín de material de archivo. Carente de una estructura narrativa diagramada de forma convencional, el film va enhebrando el mito del popular Isidro Velázquez, visto también como un asaltante y secuestrador, quien fuera un personaje notorio del norte de nuestro país en la década del ’60, junto con pasajes del libro que el propio padre de Carri había escrito sobre Velázquez durante el mismo período de los hechos. Apropiándonos de las palabras de la autora, la película es una “no película” y la lectura performática llevada con su propia voz en off acompaña el viaje autobiográfico ficcional interior que se construye desde el relato. Las más de 200 horas de material de archivo utilizado dan una impronta muy particular a aquello que se expone, potenciado por los pensamientos y reflexiones de Carri. Y hablando de dicha impronta, la disposición visual del material también plantea un desafío poco usual para el espectador. Durante gran parte del film vemos al unísono tres “pantallas” a través de las cuales se presentan distintas imágenes que acompañan al componente oral. El hecho de exponer estas tres pantallas al mismo tiempo obligan al espectador a tomar una decisión respecto de qué elegirá ver y cómo. Una obra que, definitivamente, tendrá otro sabor para los más inmersos en el cine de Albertina Carri y esas temáticas tanto históricas como de su background familiar, elementos fundamentales y primordiales de su estilo cinematográfico que aquí nuevamente se ponen en evidencia.
Alice y 10 más Puede decirse que el apocalípsis zombie, como temática largamente patentada dentro del cine mainstream, ha explorado vertientes de lo más variadas: la crítica político-social –La Noche de los Muertos Vivos (Night of the Living Dead, 1968)-, el drama humano –Guerra Mundial Z (World War Z, 2013)-, la comedia negra -Muertos de Risa (Shaun of the Dead, 2004)- y hasta el romance con tintes necrofílicos –Mi Novio es un Zombie (Warm Bodies, 2013)- entre otras que seguramente se cayeron debajo de la mesa cinéfila como nazis zombies en la nieve y mascotas zombies… Como podrán ver, los ejemplos de esta variante subtemática abundan. Dentro de esta galaxia de relatos que incluyen no-muertos, Resident Evil es una saga que entrega tras entrega fue mutando y a través de 15 años pasó de ser una solemne adaptación de uno de los videojuegos del género ‘survival’ más exitosos de todos los tiempos a una suerte de Rápido y Furioso con zombies y pistolas… con todo lo bueno y todo lo malo que eso pueda implicar. En Resident Evil: Capítulo Final (Resident Evil: Final Chapter 2017), Alice (Mila Jovovich) debe volver al lugar donde todo comenzó 10 años atrás, regresar a El Panal y liberar del Apocalípsis zombie a los pocos sobrevivientes que quedan en pie. Como cada capítulo de esta saga, tenemos una especie de ‘previously’ al principio que pone al corriente a cualquier espectador desorientado. Por supuesto la malvada corporación Umbrella tiene otros planes, y es así como toma forma lo que sería la batalla final… o capaz que no, vaya uno a saber. Mila Jovovich es el núcleo y la fuerza vital de esta franquicia, y de igual forma que en entregas anteriores, tiene el beneficio de interpretar al personaje con más profundidad de la película, en disparidad con el resto del elenco que simplemente cumplen el rol de “desechables” excepto por alguna excepción como la de Claire Redfield (Ali Larter). Por supuesto, cuando hablamos de profundidad de un personaje es necesario ajustarlo a los niveles del universo RE. Incluso la trama se permite giros algo novelescos con el simple objetivo de proveer un background más sólido al personaje de Alice. Y hablando de giros novelescos, los 106 minutos de película son un desfile de idas y venidas, clones inesperados, cambios de bando y resurrecciones que desafían incluso la lógica interna de la saga. Desde ya, quienes consideren este compendio de películas un placer culposo pueden llegar a disfrutar este tipo de giros, que serían la envidia de Andrea del Boca o Luisa Kuliok durante sus etapas doradas como estrellas de la telenovela diurna local. Manejando un presupuesto mayor que sus antecesoras (algo que se nota en los valores de producción y efectos especiales), da la sensación que el director Paul W. S. Anderson se propuso no hacer una sola secuencia aburrida, por ende la acción no da respiro y desafía constantemente el verosímil tanto propio como ajeno, lleno de explosiones, disparos, golpes, desmembramientos e ingesta de carne por parte de los infectados que recorren el globo. Si bien el subtítulo de esta entrega reza “El capítulo final” -es inevitable pensar en La Historia Sin Fin y uno de los mejores chistes de Los Simpson-, queda muy claro que si la cuestión va bien (léase: los números en taquilla sean favorables), en un futuro no muy lejano podríamos estar viendo a Alice dándole pelea nuevamente a los occisos deambulantes. Sólo será de cuestión de armar algo con algún virus apocalíptico, unos malos muy malos, un par de rebeldes, ciudades devastadas, uso poco criterioso de la ciencia y la genética… Bueno, ustedes ya saben.
El vacío intrascendente El nuevo opus de Gastón Solnicki se llama Kékszakállú (2016) y es un film basado libremente en la ópera El Castillo de Barbazul, obra de principios del siglo XX del compositor húngaro Béla Bartók. Tan libremente como es humanamente posible. Sin un argumento fuertemente construído, los 72 minutos de duración del film exponen en forma desarticulada las vivencias de un diverso grupo de jovencitas de clase media-alta que experimentan –entre otras cuestiones- su ingreso en la adultez, la dinámica dentro del grupo familiar, las relaciones de pareja y otras cuestiones que se perciben definitorias en una edad tan especial. Cuando hacemos hincapié en la falta de cuerpo del argumento, lo hacemos considerando que no hay ningún conflicto marcado u objetivo tras el cual puodría estar alguno de los personajes. Las acciones -por llamarlas de algún modo- transcurren en Buenos Aires y Punta del este sin ninguna progresión aparente, con personajes cuya produndidad no es explorada ni explotada, salvo por algún que otro díalogo o situación que ayuda a darles un poco de forma. La cotidianeidad superflua e intrascendente llevada a la pantalla nos expone a momentos banales, los cuales exigen que interpretemos la obra de una forma completamente diferente a como nos pararíamos frente a una narración clásica o una producción de género. Con una estética y una impronta narrativa que por momentos remiten a los primeros largometrajes de Lucrecia Martel, llenos de silencios, con secuencias sumamente estáticas que transmiten un clima antes que una historia, Kékszakállú se presenta como una búsqueda antes que una obra concreta, con todas las consecuencias que esto puede traer poniéndose en el lugar del espectador. El viaje se impone por sobre el destino dentro de un relato bucólico y con mucho tinte “festivalero”. Solnicki repite ese espíritu del devenir familiar, como lo hiciese anteriormente con la cuasi-autobiográfica Papirosen (2011), pero en esta ocasión con menos efectividad.