Más voyerista que stalker En un año donde el terror no exploró nuevos terrenos ni sorprendió con grandes títulos excepto tal vez por La Bruja (The Witch, 2016) y No respires (Don’t Breathe, 2016), cerramos el 2016 con otra película que viene a reforzar lo planteado, desgraciadamente. Intruso (Intruder, 2016) es una cinta que intenta mezclar el terror apoyándose fuertemente en el suspenso, sin obtener los mejores resultados. La historia es más que simple, Elizabeth (Louise Linton) forma parte de una importante orquesta filarmónica, ocupación que pone presión en su relación de pareja justo en el momento en que -sin ella percatarse- un extraño ingresa en su casa y la observa durante días sin que ella lo descubra, ocultándose en diversos lugares del hogar. Si esta premisa inicial fuese algo que sólo ocupa el primer acto del film no estaría mal. El problema justamente reside en que la estructura narrativa nunca hace explotar el conflicto y el espectador se ve esclavizado de una situación iterativa a través de 90 minutos de película. Las escenas no hacen más que repetir una y mil veces esta situación de ‘voyerismo’ en la cual el potencial asesino acecha a su víctima, amagando un ataque que parece inminente pero se pospone una y otra, y otra vez. La propia lógica del stalker como personaje que dentro de este subgénero tiene un único objetivo que es acabar con sus víctimas no guarda ningún sentido en esta ficción: algunos personajes son despachados sin mucho preámbulo y otros por caprichos del guión tienen mejor suerte. Todo aquel que piense que una historia de este estilo justifica ciertas libertades y limita la acción, puede compararla con Silencio (Hush, 2016) de Mike Flanagan, para apreciar de qué forma una idea simple puede ser explotada cuando hay una construcción de los personajes que persigue cierta lógica y se refleja en las acciones que realizan. El cameo de Moby (¿?) es casi tan inexplicable como muchos otros puntos de la trama, la utilización de un solo ámbito durante prácticamente todo el film pone en evidencia una limitación de valores de producción por sobre una elección estética y el desenlace final no hace más que responder al desconcierto general del relato.
Sin miedo a la muerte Daniel de la Vega es un hombre versado dentro del cine de terror nacional, después de su reciente experiencia tridimensional Necrofobia (2014) llega a la pantalla grande su nuevo y tan pospuesto opus Ataúd Blanco: El juego diabólico (2016). Julieta Cardinali interpreta a Virginia, una madre que escapa con su hija contra la voluntad del padre solamente para terminar varada en un pueblo pequeño, de esos tan pequeños que todos parecen esconder algo. Cuando su hija desparece misteriosamente en medio de un clilma por demás enrarecido y sazonado con elementos fantásticos, Virginia cuenta con un límite de tiempo muy acotado para encontrarla antes que sea demasiado tarde. Dentro de una trama que guarda ciertos puntos de conexión con Necrofobia -como la dificultad de distinguir lo real de lo ilusorio y el calvario tanto interno como externo que atraviesan sus personajes principales- se destaca el trabajo de Cardinali así como el de Eleonora Wexler, cuyo personaje atraviesa un conflicto similar en esta historia. La estructura narrativa logra mantener un interesante nivel de intriga durante mayor parte del film, si bien acercándonos al tercer acto algunos elementos parecen amontonarse y hacen sospechar sobre posibles lagunas argumentales, resultado de una búsqueda algo evidente de complejizar la trama más allá de lo estrictamente necesario tratándose de un producto de género. Con un buen nivel del diseño de arte y un ojo afilado al momento de elegir locaciones reales -que trasmitan el tóno lúgubre y derruido del relato- se logra compensar algunas limitaciones en cuanto a fotografía y tratamiento de imagen, factor que resta poder visual a la obra. Con una temática que por momentos rememora a ese Wes Craven de La serpiente y el arco iris (The Serpent and the Rainbow, 1987) combinado con ese curioso subgénero de terror que involucra pueblos pequeños e infiernos grandes, Ataúd Blanco: El juego diabólico logra subsanar ciertas disparidades argumentales con un interesante trabajo actoral que se destaca dentro de un universo que atrae desde su estética.
Asalto al blindado No todos los días nos desayunamos con una comedia “basada en hechos reales”. Cuando pensamos en adaptaciones para la pantalla grande de sucesos de la vida real, solemos asociarlos con el drama, el suspenso o tal vez el terror. No parece haber lugar en terreno de la comedia para adaptar eventos de nuestra realidad… o al menos eso creíamos. Locos Dementes (Masterminds, 2016) es una película basada en el robo a la entidad bancaria Loomis Fargo allá por 1997, en Carolina del Norte, Estados Unidos; un episodio conocido como el atraco bancario más grande la historia del país. Zach Galifianakis –¿Qué Pasó Ayer? (The Hangover, 2009) y Todo un Parto (Due Date, 2010)- interpreta a David Ghantt, empleado de la empresa de caudales encargada del transporte de bienes. Cuando Kelly (Kristen Wiig), el interés romántico de Dave, y el delincuente de poca monta Steve (Owen Wilson) lo convencen de robar dinero del depósito del banco, se desencadena una serie de sucesos ante los cuales se vuelve difícil diferenciar qué sucedió realmente y qué cuestiones se agregaron para dar color al relato. Dicha falta de diferenciación logra que por momentos el eje se corra de tal forma que no sabemos si reírnos o preocuparnos. Galifianakis se mueve como pez en el agua, metido en la piel de un personaje hecho a la medida de su extravagancia. Abundan los momentos de comedia física unidos a ese humor poco convencional que suelen ser la marca autoral del director Jared Hess, también responsable de historias con héroes poco convencionales como Napoleon Dynamite (2005) y Nacho Libre (2006). Kate McKinnon y Leslie Jones interpretan pequeños roles que suman buenos momentos cómicos y se agregan a la lista de integrantes de Saturday Night Live que vemos en pantalla. Con un humor algo alejado del estándar que suele manejar la industria, la estructura narrativa parece flotar a la deriva cuando se aleja de la trama central, transformándose en un desfile de personajes excéntricos, que por momentos eclipsan el conflicto principal. Una comedia que no desentona, pero deja la sensación de no aprovechar por completo a los talentos involucrados, entregando finalmente un producto que prometía un poquito más.
Food porn El cine de animación contemporáneo, en especial el venido de la factoria Pixar, convierte a los sentimientos en el núcleo central de sus películas: ¿Qué pasaría si los juguetes tuviesen sentimientos? ¿Y los autos, los peces, las máquinas?... Si bien La Fiesta de Las Salchicas (Sausage Party, 2016) proviene de otro estudio de animación, la escencia se sostiene: ¿Qué pasaría si la comida tuviese sentimientos? Pero por sentimientos nos referimos a un amplio espectro que involucra desde creencias religiosas hasta mitos originarios, bagaje cultural y una marcada obsesión por todo lo relacionado con el sexo… una enorme obsesión. El protagonista de la historia es Frank (con la voz de Seth Rogen), una salchica más en la góndola del supermercado cuyo único anhelo es ser elegido junto con Brenda (Kristen Wiig, quien es un pan de pancho) por algún cliente para ser llevados al “Más Allá”, una suerte de paraíso que creen los espera una vez que sean elegidos y atraviesen las puertas del local. Por supuesto esta creencia se ve profundamente trastocada cuando Frank descubre la impactante verdad: no hay una tierra prometida y los humanos se los llevan para comérselos. Una vez planteado el conflicto principal, Frank asume la tarea de quitar la venda de los ojos de toda una sociedad de comestibles poco inclinada a cuestionar el status quo. Es así como tenemos una estructura con formato odiseico, donde el personaje principal debe atravesar toda una serie de desafíos para lograr su cometido, todo esto condimentado con un enorme repertorio de chistes con doble e incluso simplísimo sentido. El planteo es interesante, pero da la sensación de explotar lo mejor de su visión crítica de la sociedad conservadora, la religión y el sexo en el primer acto. Conforme avanza el relato, dicha crítica se vuelve repetitiva, lo que la lleva a intentar intercalar la mayor cantidad de chistes sexuales en el medio de una historia de aventura no apta para menores, como única forma aparente de mantener el interés. A Rogen lo acompañan algunos de sus amigotes de proyectos anteriores como Michael Cera (la salchica miedosa), Paul Rudd (la salchica piola), Craig Robinson (el alimento afroamericano), Danny McBride (la mostaza) y Jonah Hill (la salchica amigable) Es curioso que dentro de una película con tanta carga sobre lo sexual parezcan funcionar mejor las escenas cómicas con alguna referencia cinéfila o aquellas que se toman ciertas libertades a nivel gore gracias al hecho de que los alimentos son el medio de representación. ¿O acaso alguien se va a horrorizar al ver a una salchica partida al medio o un frasco de mermerlada estallado contra el piso? El estilo de la animación (una suerte de 3D con menos presupuesto que la competencia), acompaña a lo absurdo de la propuesta y funciona muy efectivamente como telón de fondo, con un aire tan burdo que roza la anárquía estética, reforzándo el costado paródico del material. Gracias a sus amigables 89 minutos, La Fiesta de Las Salchicas es un film dinámico que sin dudas puede sacarnos varias risas en la butaca, siempre y cuando estemos en sintonía con el tono humorístico y, por sobre todo, tengamos presente lo más importante: estamos viendo una historia donde los alimentos añoran ir a un lugar donde poder tener relaciones sexuales con otros alimentos, tan bizarro y elemental como suena. Tómelo o déjelo (en la góndola).
John Wick y el misterio del libro diario Después de Batman vs. Superman: El Origen de la Justica (Batman v Superman: Dawn of Justice, 2016) y Escuadrón Suicida (Suicide Squad, 2016), reconforta ver a Ben Affleck en un papel que no le exige ponerse el spandex de superhéroe. En esta ocasión se mete en la piel de un contador con ciertas “habilidades particulares” en El Contador (The Accountant, 2016), la nueva película de Gavin O’Connor, un director que nos tiene más acostumbrados a las épicas deportivas y dramáticas como Milagro (Miracle, 2004) y La Última Pelea (Warrior, 2011). El guión de Eric Guggenheim -en la lista de los más requeridos desde 2011- cuenta la historia de Chistian Wolff (Affleck), un contador que gracias a su autismo posee una habilidad especial para los números y es conocido por ayudar a “limpiar” las cuentas de los hombres más peligrosos del mundo. Alguien cuya verdadera identidad es un misterio para las agencias de inteligencia. Cuando una innovadora empresa de tecnología lo contrata para determinar el origen de una falla en su contaduría, un enorme complot comienza a tomar forma, y en el momento en que su propia vida corre peligro conocemos otra faceta de Wolff: la de un hombre entrenado para matar. Como decíamos al principio, es atractivo el rol de Affleck. Se luce interpretando a ese hombre con cualidades excepcionales, quien al mismo tiempo lucha contra las secuelas del autismo y los trastornos obsesivo-compulsivos. Es acompañado por un buen elenco conformado por Anna Kendrick, John Bernthal, el ganador del Oscar J.K. Simmons, Jeffrey Tambor y John Lightgow. Bernthal (The Walking Dead, Daredevil) interpreta al tipo rudo por excelencia que va tras la pista de Wolff, y Kendrick es una suerte de interés romántico que desaparece de la película entre una escena y otra. El film se siente como un largometraje que mezcla a Jason Bourne y John Wick con el Rain Man de Dustin Hoffman para intentar darle un sabor distinto a una historia conspirativa, que O’Connor va sazonando con secuencias de acción al mismo tiempo que nos va revelando el curioso origen de Christian Wolff y el por qué de su proceder. De esas obras que en un primer visionado cumple con las expectativas, pero definitivamente no se sostiene cuando recapitulamos y ponemos bajo la lupa ciertas cuestiones de una estructura narrativa que, en el tercer acto, abusa de las coincidencias y los giros argumentales, acercándose peligrosamente a desafiar la suspensión de incredulidad del espectador. Un producto aceptable del cine de acción y suspenso que no termina cumpliendo todo lo que promete.
La dimensión de los niños perdidos La última década fue un largo derrotero para Tim Burton. Quien supo ser una brisa de aire fresco para el cine de fines de los ’80, con una estética muy particular y un gusto especial por esas historias de personajes poco convencionales, no venía en una buena racha tanto a nivel crítica como en taquilla. Su adaptación del musical Sweeney Todd: El Barbero Demoníaco de la Calle Fleet (Sweeney Todd: The Demon Barber of Fleet Street, 2007), su versión de Alicia en el País de las Maravillas (Alice in Wonderland, 2010) y su reciclaje de Sombras Tenebrosas (Dark Shadows, 2012), sumados a la insípida biopic Big Eyes (2014) habían quitado prestigio a ese director que empezó su carrera dibujando para la compañía de Walt Disney. Es tal vez por eso que Miss Peregrine y los Niños Peculiares (Miss Peregrine’s Home for Peculiar Children, 2016) viene a levantar un poco los ánimos del bueno de Tim, que si bien en esta ocasión no ofrece una obra maestra a la altura de sus primeros films, al menos muestra señales de mejoría y vuelta en forma. La historia -basada en la saga de novelas de Ransom Riggs- nos presenta a Jake (Asa Butterfield) un chico que sufre la muerte traumática de su abuelo (Terrence Stamp) en circunstancias sospechosas que bordean lo sobrenatural, hecho que parece no llamar la atención de los adultos de su entorno. La relación de cercanía que Jake tenía con su abuelo Abe, quien le contaba historias sobre sus viajes y aventuras en el orfanato donde se crió al lado de otros niños con habilidades muy especiales, se había ido perdiendo con el paso del tiempo; pero su muerte hace que el joven decida viajar a Gales, lugar donde queda dicho orfanato. Al llegar, descubre que todas las historias eran ciertas y conoce a los huéspedes de la casa para niños peculiares, quienes se encuentran atrapados en un loop temporal que los obliga a vivir el mismo día una y otra vez. Al mismo tiempo deben cuidarse de una raza de monstruos deformes que se alimentan de niños peculiares y que quieren utilizar el poder de las Ymbrine (las cuidadoras de los orfanatos con niños especiales) para fines oscuros. Muchos elementos del relato son reminiscentes de El Joven Manos de Tijera (Edward Scissorhands, 1991), Alicia El País de las Maravillas y Beetlejuice (1988), entre otras obras propiedad de Burton. Al mismo tiempo, las complicaciones del espacio-tiempo nos refieren inmediatamente a El Día de la Marmota (Groundhog Day, 1993), y la importancia del lazo entre Miss Peregrine (Eva Green) tiene un aire muy Mary Poppins. Con una primera mitad algo lenta, la segunda parte logra mejor ritmo y nos mete de lleno en el conflicto. La soledad, la pérdida de un ser querido y la falta de comunicación del núcleo familiar contemporáneo son tópicos fuertemente construidos desde lo dramático, que agregan una dimensión mucho más compleja dentro de un film que inicialmente asociaríamos con cuestiones un tanto más banales. El peso dramático también se ve beneficiado por un Burton contenido, pero esto dicho en el mejor de los sentidos. Su impronta estética y su habilidad para dar vida a personajes extravagantes, inmersos en historias que desafían el límite de lo real, nunca eclipsa el desarrollo narrativo, permitiéndonos disfrutar de una historia que despierta nuestra curiosidad al mismo tiempo que no distrae más de lo aconsejable con artilugios visuales. ¿Un indicio de que Tim vuelve a encontrar de a poco el camino?
Petróleo Sangriento El Cine Catástrofe como género siempre busca hacer equilibrio entre dos cuestiones: la naturaleza heroica de sus protagonistas y el drama humano representado en la pantalla grande. En esta ocasión nos llega la historia de uno de los peores desastres ambientales ocurridos en suelo estadounidense. El actor noventero devenido en director Peter Berg –Hancock (2008), Batalla Naval (Battleship, 2012), El Sobreviviente (Lone Survivor, 2013)- vuelve a asociarse con Mark Wahlberg –Los Infiltrados (The Departed, 2006), Ted (2013)- para traernos Horizonte Profundo (Deepwater Horizon, 2016) la película basada en hecho reales que narra la historia de Deepwater Horizon, la base petrolera en el Golfo de México que fue noticia en 2010 luego de que se incendiara y destruyera por completo, dejando un saldo de 11 empleados muertos y daños gravísimos al ecosistema. Nuevamente Wahlberg es productor ejecutivo en un film de Berg, al igual que en El Sobreviviente, y otra vez lo tenemos como ese personaje principal lleno de heroísmo, dispuesto a darlo todo por el prójimo y teniendo que sobreponerse a una catástrofe inconcebible. ¿Cuestión de ego? ¿Cuán cerca estamos de que Internet nos regale un meme que sea “Mark Wahlberg haciendo de héroe en lugares”? A Wahlberg lo acompaña el inoxidable Kurt Russell; interpreta al encargado de la seguridad de la base petrolera, quien choca constantemente con Vidrine, uno de los ejecutivos inescrupulosos de la British Petroleum interpretado por un John Malkovich nacido para interpretar este tipo de personajes, carentes de sentimientos y tacto para con sus pares. La trama se va desarrollando con sigilo, generando el suspenso suficiente como para mantenernos atentos hasta el momento en que suceda todo lo malo que se percibe en el aire, el momento en que todo se desbande y surjan los hombres de verdad. “Hombres de verdad” dicho en el sentido más genérico posible, ya que entre los protagonistas tenemos a Gina Rodriguez interpretando a Andrea Fleytas, una de las ingenieras del Deepwater Horizon. Hay un balance aceptable entre cine catástrofe clásico y esas escenas de heroísmo que intentan vendernos el espíritu inquebrantable de los hombres de bien nacidos (por supuesto, en el país del norte). Tal vez hubiese sumado hacer un poco más de hincapié en las razones que derivaron en el desastre y los verdaderos responsables, algo que en el corte final no tiene un lugar tan preponderante. En rasgos generales, Horizonte Profundo es un buen ejemplar dentro de este subgénero, que seguramente entretendrá a aquellos interesados por los dramas de la vida real que son llevados al cine a puro heroísmo y grandilocuencia.
Feminismo de Ultratumba Son contadas las experiencias del cine argentino mezclando terror y fantasía con comedia negra. Ese tipo de mixtura requiere un equilibro muy delicado y son poco los que se le animan. En esa camisa de once varas decidió meterse el director Fabián Forte con su más reciente largometraje El muerto cuenta su historia (2016). El antecedente inmediato de Forte es la saga de Socios por accidente co-dirigida con Nicanor Loreti, la mente detrás del hit nacional Kryptonita (2015). En este caso Forte se aleja de la comedia propiamente dicha para girar el curso hacia horizontes más turbios y sarcásticos. El protagonista de la historia es Ángel (Diego Gentile) un director de publicidad machista y misógino, acostubrado a ver a la mujer como un simple objeto de deseo y lujuria. Por supuesto todo va a cambiar cuando muera y resucite, sólo para verse convertido en una suerte de esclavo de unas diosas celtas que guardan muchas similitudes con los vampiros. Ante este escenario el hombre hará causa común con su mejor amigo (Damián Dreizik) y varios hombres afectados por el mismo mal para buscar una solución a su problemática. El planteo general es ingenioso y su manifiesto en contra de la sociedad patriarcal en la que vivimos llevada a la pantalla en tono cómico es destacable, a pesar de quedarse sin la suficiente nafta como para terminar de redondear el concepto de manera más eficiente. Con sus escasos 84 minutos, tal vez la cinta se hubiese beneficiado con una duración mayor que permita cerrar mejor algunas ideas prometedoras que intenta trasladar a la audiencia. Párrafo aparte para la esporádica participación de Emilia Attias, una figura que se llevaba casi todo el protagonismo en los avances previos y cuta intervención en el relato es cuasi anecdótica. Sin una resolución a la altura de todas sus buenas intenciones -que teclea entre la comedia y el terror apocalíptico- El muerto cuenta su historia es un noble intento local de modificar el humor en su forma más simple y convertirlo en el móvil de algo más profundo, pero con resultados dispares.
Desmadre nivel: Suburban mom. La monotonía de la cotidianeidad es uno de los tantos infiernos que pesa sobre el ser moderno, más aún sobre las madres que balancean la vida profesional y amorosa con la crianza de sus hijos, la vida marital y el mantenimiento del hogar. La recurrente fantasía escapista de una realidad sin responsabilidades que les permita vivir sus días a pleno es el sustento de El Club de las Madres Rebeldes (Bad Moms, 2016), película de la dupla Jon Lucas- Scott Moore, dúo que se mueve en terreno familiar luego de ser guionistas de la saga iniciada con ¿Qué Pasó Ayer? (2009) y directores de 21, la Gran Fiesta (2013). Por supuesto, en el mejor espíritu de Aquellos Viejos Tiempos (2003), ese “vivir a pleno” se reduce a volver a un estadio adolescente descontrolado que contenga la mayor cantidad de experiencias intoxicantes e irresponsables posibles. En el centro de todo tenemos a Amy (Mila Kunis), madre de dos y empleada part-time que a raíz de una crisis profesional y marital decide dejar de esforzarse por ser una madre competente, y es así como con la ayuda de una madre obsesiva (Kristen Bell) y otra completamente abandónica (Kathryn Hahn) se rebela contra el statu quo materno en una caravana anárquica que la vuelve el blanco predilecto de Gwendolyn (Christina Applegate), la mamá perfecta con peso “político” en el colegio de sus hijos. El trailer anticipaba un tono demasiado similar al de ¿Qué Pasó Ayer?, y sabiendo que proviene de los mismos creadores, todas nuestras sospechas se confirman. Esta versión femenina del reviente como contraposición a la adultez juega dentro de los límites de aquello que la industria entiende como exceso políticamente correcto, ese que plantea una rebelión que termine exactamente noventa minutos después, cuando rueden los créditos y todos vuelvan a casa en el mismo estado de siempre, pero sintiendo que por un ratito saborearon el fruto prohibido… desgraciadamente esa idea radical cae dentro de los convencionalismos imaginables de este tipo de relatos, sin una exploración profunda. Pero no todas son pálidas, hay dos cosas que aprendemos de El Club de las Madres Rebeldes: la utilización de “slow mo” con un tema rockero de fondo no arregla mágicamente todas las escenas y la acumulación de diálogos escatológicos no eleva la vara del humor para mayores de 18 años. Kunis no termina de acomodarse dentro de un personaje y un subgénero que no parecen hechos a su medida; Bell y Hahn acompañan pero llegan hasta donde sus encorsetados personajes les permiten. El relato atraviesa todos los lugares comunes de las historias de saturación seguidas de rebeldía, diversión, realidad, consecuencia y resolución feliz, en ese preciso orden; de manual. De la misma forma en que se puede experimentar rebeldía en clave “mamá” durante hora y media para después volver a la realidad sin ninguna otra inquietud. Como espectadores experimentamos, podemos decir que estamos ante una obra desechable que nos deja poco y nada al abandonar la sala.
Un Diablo suelto en L.A. Pocas veces vemos a personajes tomar tantas malas decisiones como lo hacen dentro del género de Terror: Bajar a un sótano sin luz, separar al grupo en vez de mantenerse unidos antes una amenaza inminente, preguntar “¿Quién anda ahí?” exponiéndose ante un potencial asesino demente, etc., ustedes saben. En el caso de Satanic: El juego del demonio (Satanic, 2016) todo se pone en marcha luego de que los cuatro protagonistas deciden meterse con fuerzas oscuras que no comprenden, dando inicio a un espiral descente hacia lo más profundo de las entrañas demoníacas. Por qué sí, el hecho de que estemos en el año 2016 no impide que el género siga representando a los adolescentes mayoritariamente como un cúmulo de hormonas y pésimo juicio al momento de tomar decisiones mínimamente lógicas. Es así como Chloe (Sarah Hyland) y sus tres amigos hacen una parada en Los Angeles de camino a un recital, aprovechando para hacer un tour macabro que incluye la casa donde fue asesinada Sharon Tate, un par de locales de oscurantismo y otros clichés. En medio de todo esto conocen a Alice, una chica rara que los convence de formar parte de un ritual que traerá -como podrán imaginarse- consecuencias fatales. Hacer contacto con Satanás, seguramente una mala decisión que formaría parte del primer capítulo de un libro titulado “Cosas que no tenemos que hacer en una película de terror pero las hacemos de todas formas” -si, es un título largo- pero un tropo clásico al cual por algún motivo las producciones menos logradas del género siguen recurriendo. Con un argumento derivativo que a duras penas respeta su propia lógica interna, la cinta obliga al espectador a redoblar el esfuerzo por mantener la suspensión de la incredulidad casi hasta el extremo. Los 85 minutos de duración desperdician más de dos tercios de película con los personajes yendo y viniendo sin mucho que aportar a la historia ni alimentando el conflicto central, cerrando con unos quince minutos finales a los que supuestamente deberíamos llegar llenos de intriga, algo difícil de lograr con un guión que deja demasiadas incógnitas flotando en el aire. Ni siquiera el impacto de la resolución final compensa el divague previo, pero al menos podemos coincidir con la idea central del guión de Anthony Jaswinski: el Infierno se representa de forma distinta según cada uno. En nuestro caso, una representación acertada del Infierno sería ver películas como esta, una tras otra durante toda la eternidad.