Sábados de Súper-Acción Algo sucede cuando se apagan las luces y vemos los primeros momentos de Nacido para morir (2014). Algo que todos aquellos criados al calor del VHS y de las películas de acción de sábado a la tarde en la tele de aire identificamos inmediatamente. Todo es muy familiar y cercano a nuestros afectos más clase B, en el mejor de los sentidos. Nacido para morir cuanta la historia de Marcelo Riesgo (Leandro Cóccaro) el principal agente de K.K.D.B.B., una agencia anti-terrorista que intenta rescatar al Dr. Pupete, científico responsable de una poderosa invención que lo puso en la mira de los criminales más peligrosos. Riesgo trabaja junto a Guadalajaraman (interpretado por el mismo Andrés Borghi) su sidecick en el sentido más concreto del género de acción, y debe soportar los desvaríos de un jefe con muy pocas luces y Molly, la asistente que se perfila como el interés romántico de Riesgo, quien también es un mujeriego certificado. Andrés Borghi lleva el film a sus espaldas en su debut como director de largometraje. Previamente fue responsable de cortos como Otakus y Working Day (premiado por Peter Jackson [El señor de las Anillos] en Nueva Zelanda) y su impronta fue siempre la de presentarnos historias fantásticas con un nivel de producción envidiable para los recursos disponibles. Su primer film no es la excepción. La producción fue hecha a todo pulmón, filmada desde 2011 y finalizada días antes de ser presentada en la 15ta edición del Buenos Aires Rojo Sangre, con el esfuerzo de un grupo de gente leal al proyecto, colaboraciones desde los ámbitos más inesperados e incluso un crowfunding en Ideame. Los buenos resultados saltan a la vista en lo que respecta a emular con fidelidad un género tan identificable como es el género de acción, artes marciales -Shaolin Soccer (2005) fue una de sus inspiraciones- y el sub-género de agentes secretos mezclado con la Buddy Cop Movie (películas de dúo de policías, como Arma Mortal , 48 Horas y la serie Martillo Hammer como máxima referencia). El film no escatima en gastos a la hora de presentar elaboradas escenas de acción resueltas de forma creativa y agregando pizcas de humor físico en el medio, dejando en evidencia también un sólido conocimiento coreografiando escenas de pelea interesantes, y desarrollando un híbrido que encuentra su punto justo entre la acción y la comedia por partes iguales. Mención especial para los FX, la producción cuenta con 440 planos retocados digitalmente. Borghi ya había mostrado aptitud para los efectos de post-producción en sus cortos previos, y en este caso se sigue superando, lo que demuestra que muchas veces no hace falta tener un presupuesto millonario que sostenga la producción, sino buenas ideas y la creatividad suficiente para llevarlas a buen puerto. Un guión aceitado que sabe en momento ser gracioso, en que momento servir a la trama o juguetear al doble sentido con cada palabra que conforman los diálogos también posee meritos propios para ponerse al misma nivel de calidad que el departamento de Efectos Especiales. La clave acción-humorística tal vez no apele a un público masivo, tal vez apunte directamente a fans del género con ánimo de pasar un buen rato en la sala. Es claro que no es un film para la señora que va un sábado a la tarde a ver la última de Haneke al Patio Bulrich. Pero esto no quita que más de uno se lleve una sopresa agradable al ver el gran nivel del film, amén de los gustos particulares. Nacido para morir es una de esas películas que viene a echar por tierra ese preconcepto vetusto según el cual no se puede hacer cine de género de calidad en nuestro país. Por el contrario, las nuevas generaciones de cineastas nos demuestran con hechos concretos que las posibildades son infinitas... ya sea mediante tiros, explosiones, cyborgs nuclares, ninjas obsesionados con la limpieza, científicos locos o agentes que coquetean constantemente con el peligro.
La odisea sin épica. Si bien la versión de 1959 del mítico director William Wyler no fue la primera incursión cinematográfica de Judah Ben-Hur, el marco temporal del Hollywood dorado de la época de las mega producciones de MGM y la figura omnipotente de Charlton Heston la ubican como la primera y prácticamente única referencia en el inconsciente cinéfilo sobre esta historia de venganza y restitución con trazos religiosos. Contra esta pesada herencia se las tiene que ver Ben-Hur (2016), la actualización a cargo de Timur Bekmambetov (Se Busca, 2008; Abraham Lincoln: Cazador de Vampiros, 2012), un director más acostumbrado al cine de acción con ribetes fantásticos que al enfocado en la épica de aventuras. La que se cuenta es la historia de Judah Ben-Hur, un hombre de clase alta de la Jerusalén contemporánea del hijo de Dios, quien es acusado injustamente por los romanos y traicionado por su mejor amigo y cuasi hermano, enviado al destierro y esclavizado, para regresar años después y dar paso a su tan esperada venganza. Si bien se agradecen las dos horas de duración en comparación con los 212 minutos de Wyler, esto impide que ciertas subtramas tengan el desarrollo necesario y hace a uno preguntarse si no hubiese sido mejor anulalarlas por completo. La reestructuración de ciertos episodios tampoco ayuda a cimentar un argumento más sólido. Jack Huston nos da una interpretación tibia de Ben-Hur, un personaje atormentado por su derrotero y castigado por el destino, palideciendo en comparación con ese hombre de voluntad inquebrantable a quien supo dar vida Heston. Toby Kebbell no desentona en el papel de Messala Severus: si bien los villanos suelen ser los que mejor la pasan en este tipo de relatos, lo suyo tampoco es para los anales del séptimo arte. Mención aparte para Ilderim, el comerciante árabe interpretado por un Morgan Freeman que lleva inexplicablemente rastas en su cabeza, en lo que funciona más como un homenaje extraño al John Travolta de Batalla Final: Tierra que como una elección artística con sustento lógico. Por su parte, Rodrigo Santoro parece un actor nacido para interpretar a Jesús gracias a su “physique du role”. Técnicamente de bajo vuelo, la producción parece más cercana a un telefilm que a una super producción clase A de un estudio “grande”, otra cuestión que la torna inferior en comparación con la versión clásica (tampoco posee una paleta de colores atractiva ni un tratamiento de imagen interesante). La resolución del tercer acto carece de una épica acorde al marco e incluso no parece animarse a incursionar en la brutalidad del material original, optando por un “happy ending” que echa por la borda el eje temático de la venganza y las consecuencias de los propios actos, dejando practicamente como un corolario el costado religioso del relato.
Terror sin cobertura. Tanto en el mundo literario como en el cinematográfico Stephen King suele ser sello de garantía. Si bien algunas de sus adaptaciones para la pantalla grande no son clásicos inoxidables como Christine, La Zona Muerta o Cementerio de Animales, al menos logran ser películas interesantes dentro de ese universo de transposiciones entre el papel y la pantalla. Nada de lo descripto anteriormente sucede con El Pulso (Cell, 2016). John Cusack y Samuel L. Jackson vuelven a colaborar en una adaptación de King, como ya lo hicieran en 1408 (2007), dentro de una producción que evidencia su bajo presupuesto a diestra y siniestra. Un film llevado adelante por un sinfín de productoras que en Estados Unidos vio la luz principalmente mediante las plataformas de video on demand: sí, el equivalente a una película “directo a video” de antaño. Todos los prejuicios respecto de este tipo de producciones son correctos en el caso de El Pulso. Cusack interpreta a Clay, un dibujante que regresa a casa tras cerrar su primer buen negocio, justo cuando su aeropuerto de destino se vuelve un caos infernal. Un extraño mal comienza a afectar a aquellas personas que se encuentran hablando por su teléfono celular, conviertiéndolas en seres un peldaño por debajo de los zombies. La casualidad llevará a que Clay se una a Tom (Jackson) y Alice (Isabelle Fuhrman), quienes lo acompañarán en la búsqueda de su hijo desaparecido en Maine, el estado natal de King. La historia en clave “survival apocalíptico” va perdiendo impulso conforme pasan los minutos e incluso la lógica interna tambalea escena tras escena. Cusack y Jackson en piloto automático hacen lo que pueden con el guión de Adam Alleca, en el cual también colaboró King desafortunadamente. Mención especial para el peinado de Cusack, con un look cada vez más cercano a Nicolas Cage y sus tupés bizarros. Si lo estaban esperando, lo confirmamos: tenemos a Samuel L. Jackson recitando un pasaje bíblico, como si fuese algo estipulado por contrato. King es un hombre popularmente conocido por su desconfianza hacia el avance tecnológico en general y el crecimiento de la comunicación celular en particular. Su crítica apuntada a una sociedad cada vez más alienada -por aquello que supuestamente debería unirla- no tiene peso en esta adaptación, y convierte al film en uno más dentro del subgénero de terror postapocalíptico. Como si todo esto fuera poco, el final abierto a múltiples interpretaciones suma más confusión a una historia que nunca sabe qué hacer con todo lo que nos cuenta.
¿Le temes a la oscuridad? El terror es un género complicado, especialmente en la actualidad, donde muchas veces las producciones se apoyan demasiado en los sustos fáciles, el abuso de efectos hechos por computadora y tramas rebuscadas. Pero de vez en cuando algún film del género toma otro tipo de dirección, comprendiendo que menos es más. Cuando las luces se apagan (Lights Out, 2016) intenta transitar este camino menos recorrido y logra su cometido con más aciertos que errores. Basada en un corto de tres minutos del 2013, el largometraje expande la historia mínima de la mano del debutante David F. Sandberg, mismo director del corto original. Una familia de Los Angeles es acosada por una extraña criatura que vive en la oscuridad, el único lugar desde el cual puede hacer daño a sus víctimas cada vez que se apagan las luces. Tal es el planteo elemental sobre el cual se sostiene el relato. Por supuesto -y acá entramos en la parte más estándar de la historia- conforme avanza la trama se develará el origen del monstruo de turno, pero esto abre la puerta al drama de la familia protagonista. Una interesante elección hecha desde el guión que le da otra dimensión al conflicto, humanizando a sus personajes y dotándolos de una profundidad que no suelen tener en producciones del género. El empleo de efectos en cámara y otros artilugios prácticos -evitando caer en el tan denostado CGI de la contemporaneidad- proveen a la película ese clima fantástico que parece sacado de otra época y logra que lo expuesto sea percibido de forma diferente por el espectador. A pesar de un final que muchos podrán considerar algo anti-climático y una lógica interna que no siempre es consistente, Cuando las luces se apagan es una experiencia en mayor parte satisfactoria, con una historia que se sostiene desde la simpleza de su propuesta y trae un poco de aire fresco a un género muchas veces es víctima de sus propios lugares comunes y falta de originalidad.
El buen salvaje El cine comercial contemporáneo se encuentra desde hace tiempo actualizando historias y personajes clásicos para las nuevas generaciones de espectadores. ¿Pero cómo se actualiza el mito del hombre mono? ¿Cómo hacer atractivo un relato tan apoyado en un mundo y un paradigma de características antropológicas difícil de asimilar en el Siglo XXI? Algunos de los desafíos de La leyenda de Tarzán (The Legend Of Tarzan, 2016). El acierto inicial de la película de David Yates -con extensa trayectoria dentro de la saga de Harry Potter- es ahorrarnos el origen del Rey de la Selva, revisionado inumerables veces anteriormente y de gran forma como en Greystoke, La Leyenda de Tarzán el Rey de los Monos (1984). En este caso la narración comienza con Tarzán ya instalado en Inglaterra como el real heredero de su familia: John Clayton, hombre de la oligarquía Londinense. Es sólo a través de flashbacks que se nos presenta su pasado salvaje y la forma en que conoce a Jane (Margot Robbie), quien ahora es su esposa. La trama se pone en movimiento cuando Clayton es alertado sobre actividades sospechosas en la zona minera del Congo -su hogar por naturaleza- que podrían involucrar tráfico de esclavos de las poblaciones aborígenes del lugar. Entonces el Clayton aristócrata viaja de regreso al Congo con Jane y George Washington Williams -nombre nada casual para un personaje que se ofrece a investigar un caso de esclavismo- interpretado por Samuel L. Jackson, para constatar la potencial amenaza. A partir de este punto John Clayton se retrotrae a su estadío salvaje y tenemos nuevamente a Tarzán en escena para dar inicio al costado más clásico de la aventura. Christoph Waltz se repite nuevamente como villano maquiavélico, enviado para asegurarse que el plan corra sobre rieles y neutralizar a Tarzán con una subtrama algo forzada en el medio para sumar otro enemigo a nuestro protagonista. Hay un muy interesante trabajo de fotografía y dirección de arte, donde los colores marcan el tono: grises para la ciudad y los dominios civilizados; mientras que los rojos, amarillos y anaranjados dan vida al continente salvaje. La estética invita a sumergirse en la aventura. De un lado tenemos la lectura antropológicamente anacrónica del buen salvaje, cuya naturaleza es siempre benevolente y pro armonía natural, en contraste con la involución de la civilización moderna que lo consume todo. Y del otro tenemos una evolución del rol femenino: la Jane de los guionistas Adam Cozad y Craig Brewer ya no cumple el simple rol de “damisela en aprietos”, a la espera de un rescate en el último segundo. Robbie encarna a una mujer fuerte. Todo un avance para el género. Alexander Skarsgård, uno de los vampiros sexy de la serie True Blood, se luce interpretando a Tarzán gracias a una combinación de personalidad introspectiva y hombre salvaje protector de la selva. Una producción interesante que toma lo mejor de los elementos clásicos y actualiza ciertos tropos para entregar un film que entretiene sin agotarnos y cuenta de forma creativa una historia conocida por todos.
No me preguntes, sólo soy una chica… que atrapa fantasmas. Tomando como evidencia la cantidad de dislikes que se ganó el trailer oficial de Cazafantasmas (Ghostbusters, 2016) en YouTube -la mayor cantidad de “pulgares debajo” en la historia de la plataforma- comprendemos que la nueva película de Paul Feig se situó en la vereda opuesta al hype, ese neologismo del nuevo milenio que sirve para describir la forma en que se suele ensalzar eventos y producciones incluso antes de tiempo. Los fans y la crítica la prejuzgaron desde el primer día y la castigaron durante meses antes de poder verla. Después de años de especulaciones, guiones descartados y una lista interminable de actrices, finalmente una de las producciones más pre-odiadas de las últimas décadas llegó a nuestras salas. Situada en una Manhattan ficticia donde no se especifica por completo si los films previos comparten universo o no, tenemos a cuatro mujeres que se unen para combatir fuerzas espectrales que progresivamente comienzan a azotar la ciudad. Erin Gilbert (Kristen Wiig) es la científica seria, Holtzmann (Kate McKinnon) es la científica loca, Patty (Leslie Jones) es el balance étnico/ urbano y Abby Yates (Melissa McCarthy) no es ni el Dr. Venkman de Bill Murray ni el Dr. Stantz de Aykroyd… es simplemente McCarthy con menos decibeles de los que solemos verle en sus interpretaciones cómicas. Como ya nos anticiparon los precoces trailers y se evidencia desde la primera escena, alguien está detrás de este brote sobrenatural y conforme avanza la trama el plan maestro será revelado, derivando en una confrontación que puede determinar el destino de la ciudad más atacada en la historia del séptimo arte. El juego de las diferencias se vuelve inevitable cuando el material original tiene estatus “de culto” para muchos. Posiblemente la mayor desigualdad se encuentre en el tono del humor. El film original se manejaba dentro de los dominios de la ironía y el sarcasmo, sacándole jugo a cada intercambio entre los personajes. En esta actualización presenciamos el chiste fácil y la retribución inmediata al espectador, ya sea mediante la comedia física o algún intercambio literal entre los intérpretes. No necesitamos ese microsegundo para determinar si lo que acaba de suceder fue gracioso, sarcástico o cínico, o todo eso junto… aquí todo es direccionalmente gracioso, no sea cosa que alguien se quede afuera del chiste. Las cuatro protagonistas se perciben correctas pero algo contenidas, en particular McCarthy y Wiig, dos actrices con buenos antecedentes; de la mano de Feig dieron muestras cabales de su talento en Damas en Guerra (2011), Chicas Armadas y Peligrosas (2013) y Spy: Una Espía Despistada (2015). McKinnon es quien más se destaca, interpretando a una Holtzmann desinhibida y extravagante que se lleva los mejores momentos, sin dudas una tapada. Imposible no mencionar a Chris Hemsworth (de Thor y la saga de Los Vengadores) interpretando a un personaje que todo el tiempo sentimos metido con fórceps dentro de la trama, sin importar cuánta trascendencia se le quiera dar. Los cameos están a la orden del día, a pesar de aglomerarse cerca del final. Sin considerarla una producción fallida, no se aprecia una comedia tan filosa como aquellas que suele entregar el director, sino una producción demasiado pensada para el mainstream, con todo lo bueno y todo lo malo que ello implica. Se percibe mucho respeto por el material original, sin intenciones de ofender a nadie ni reinventar la rueda. Un mero entretenimiento, que se puede disfrutar a pesar de saber que juega en una liga completamente distinta a su antecesora.
La grandeza del espíritu. Si nos guiamos por el estilo del cine infantil actual, es imposible no percibir un ritmo vertiginoso y lleno de personajes altisonantes que invade a la gran mayoría de las producciones. Parece haber mucho temor de aburrir a los más chicos, inmersos en el mundo de los celulares, las tablets, los dibujitos animados psicotrópicos y la sobreestimulación constante. ¿Pero qué sucederá si los exponemos a una forma más tradicional de relato, con una historia que avanza a un ritmo completamente distinto? Tal vez sea este el mayor desafío que enfrente en nuestros días El Buen Amigo Gigante (The BFG, 2016), primera colaboración entre dos verdaderos gigantes de la industria: Steven Spielberg y la factoría Disney. El film es la adaptación de uno de los cuentos más populares de Roald Dahl, quién ya tuvo historias suyas llevadas al cine como Charlie y la Fábrica de Chocolate, Matilda y Jim y el Durazno Gigante, entre otras. En esta ocasión Spielberg vuelve a ponerse al mando de un relato infantil y desplegar su talento como narrador para contar la historia de Sophie, una huérfana que conoce a un gigante gentil, gracias al cual descubrirá un mundo fantástico al mismo tiempo que ambos emprenden un camino de aprendizaje mutuo, elemento clave de todo relato clásico. La producción, que estuvo prácticamente 25 años en proceso, cuenta con el último guión de la fallecida Melissa Mathison, quien también pusiera su talento al servicio de Spielberg en E.T. El Extraterrestre (1982), otra de las películas del director que involucra a un niño en una situación fantástica o mágica. Como decíamos al principio, el presente parece un film hecho para infantes, pero para quienes fueron infantes en otra época. El ritmo de la narración y la naturaleza de sus personajes le infieren un tempo que en primera instancia no parece asemejarse al de otras producciones contemporáneas, algo que podrá jugarle tanto a favor como en contra, dependiendo en qué vereda elijamos pararnos. Sin duda Spielberg es un hombre con una habilidad inmensa para dar vida a este tipo de historias, y se nota su mano en el modo en que se despliega el relato, con un estilo muy propio que eleva aquello que de por sí ya era un material original con peso. John Williams vuelve a colaborar con el director para aportar otro de los elementos característicos dentro de su estilo. El uso de actores de carne y hueso -complementado con una tecnología de captura de alto nivel- permiten que la estética del film dé un salto de calidad y se destaque por sobre otras producciones similares. Al mismo tiempo las actuaciones de la pequeña Ruby Barnhill, debutando en la pantalla grande interpretando a Sophie, y el ganador del Oscar Mark Rylance, dándole su voz al gigante (además de gestos y muecas que se transfieren asombrosamente a su homónimo digital), proveen esa humanidad tan necesaria a una obra cuya temática central es justamente la relación entre seres, tanto humanos como gigantes encantados. La parsimonia de la primera mitad del film, que se toma todo el tiempo necesario para desarrollar la relación entre Sophie y el gigante, se pierde un poco en el tercer acto, al mismo tiempo que se apoya demasiado en chistes un tanto más caricaturescos que buscan meramente sacarle una sonrisa al espectador, perdiéndose el costado más reflexivo de la obra. Estamos ante una película que probablemente disfruten más los chicos de 35 años que los de 10, pero no hay que perder las esperanzas.
¡Marcianos al ataque! A algunos nos parece que fue ayer, pero allá a mediados de los 90 el cine catástrofe tuvo su propio “contraataque”. Lejos habían quedado mega producciones como La Aventura del Poseidón (1972), Infierno en la Torre (1974) y Terremoto (1974); aun así la segunda mitad de la última década del milenio pasado puso al subgénero nuevamente de moda con títulos como Twister (1996) Dante’s Peak: La Furia de la Montaña (1997), Impacto Profundo (1998) y Armageddon (1998). Pero todos tienen en claro que ese “segundo aire” tuvo lugar gracias a cierta película de Rolan Emmerich que mezclaba el patriotismo norteamericano más caricaturesco con el drama humano en medio de una invasión alienígena: Día de la Independencia (Independence Day, 1996). La película en la que vemos cómo el presidente de los Estados Unidos pilotea un F-116 y los invasores son derrotados gracias a un virus intstalado vía Windows 95 era un producto de acción con todas las letras, pero con el paso del tiempo -y las repeticiones- fue adquiriendo ese aroma camp con el que muchos la identifican hoy en día, gracias al cual es un placer culposo de muchos. Saltamos 20 años y llegamos hasta nuestro 2016, donde nos encontramos con la esperada (¿?) secuela: Día de la Independencia: Contraataque (Independence Day: Resurgence, 2016). En el vigésimo aniversario del ataque extraterrestre que puso a la humanidad al border del colapso, nos encontramos con una civilización que aprendió a unirse ante la adversidad dejando viejas diferencias de lado; y cuando todos se preparan para celebrar una nueva fecha de la “independencia” del mundo, llegan las malas noticias: los alienígenas orquestan un nuevo ataque contra la Tierra que amenaza con arrasar el planeta, de nuevo. Descontando a Will Smith, el resto del elenco original de la primera entrega repite roles: Bill Pullman como el ahora ex-presidente de Estados Unidos, que tiene una pelea interna con los efectos colaterales de la primera invasión, Jeff Goldblum como David Levinson, el científico que nuevamente está en lo cierto y a quien nadie escucha hasta que es demasiado tarde, Vivica A. Fox como la conveniente viuda del Capitán Steven Hiller (Smith), Robert Loggia como un general retirado, Brent Spiner como el científico exasperado y Judd Hirsch como el “tate” de Levinson en función “comic relief”. Las nuevas caras las ponen Liam Hemsworth interpretando al piloto Jake Morrison, Jessie T. Usher como Dylan Hiller, el hijo -también piloto- del fallecido Capitán Hiller, Maika Monroe como Patricia Withmore, la hija del ex presidente que trabaja en la Casa Blanca, y Sela Gard como la presidenta actual de Estados Unidos, a tono con la contemporaneidad y el efecto Hillary Clinton. El guión autoexplicativo no desperdicia oportunidad alguna de poner en boca de los personajes aquello que acontece, para no correr el riesgo de que algún espectador distraído se pierda en la densa trama y ciertas elípsis temporales desafían la lógica interna del film: algunos personajes tienen la habilidad de ir a una base lunar y regresar a la Tierra de una escena a la otra por pedido exclusivo de los guionistas, a pesar de que el tiempo del relato sigue avanzando a su propio ritmo. No hay que ser astronauta de la NASA ni piloto de las Fuerzas Aéreas norteamericanas para anticiparse al camino por el que nos llevará el film, decorando con esa gruesa capa propagandista pro-yanki marca Emmerich cada secuencia de batalla, drama humano y charla motivadora en el momento de mayor crisis. Sin duda el elemento nostálgico y el hecho de contar con el 95% del reparto original son las cuestiones más atractivas de la producción. La original fue adquiriendo ese mencionado tinte camp que le dió estatus de “culto” con el paso del tiempo; en este caso Día de la Independencia: Contraataque contiene desde cero ese espíritu inocente, que puede hacerla caer del lado del consumo irónico o el consumo masivo contemporáneo (sin hacer ningún tipo de juicio valorativo sobre ninguna de las dos alternativas). Restará ver cómo reciben los espectadores del nuevo milenio este cataclismo de alienígenas, naves espaciales, destrucción masiva y Bill Pullman con barba de ermitaño.
La medianera de la adultez Desde Judd Apatow en adelante, el paso de la juventud a la adultez se convirtió en uno de los tropos más visitados por la comedia norteamericana. El director Nicholas Stoller (¿Cómo sobrevivir a mi novia? [2008], Get Him to the Greek [2010], The Five-Year Engagement [2012]) había hecho un aceptable trabajo sobre esta temática con Buenos vecinos (Bad Neighbors, 2014). El éxito y el -tal vez inesperado- visto bueno de la crítica logró que llegue a nuestras pantallas una secuela: Buenos vecinos 2 (Neighbors 2: Sorority Rising, 2016). El elenco original repite roles y esta vez los Radner (Seth Rogen y Rose Byrne) arman equipo con Teddy Sanders (Zac Efron) para enfrentar una nueva amenaza con tintes de déjà vu: Una fraternidad de chicas se muda a la antigua casa que solía ser de Sanders y su pandilla. Ahora Mac Y Kelly Radner tienen una hija y están pleno movimiento hacia la adultez, con una hija pequeña y otro bebé en camino, por lo cual deben vender su casa antes de que los nuevos compradores se den cuenta de la amenaza que los espera medianera de por medio. Si bien cuenta con una estructura que prácticamente calca a la original pero todo avanzando a los tropezones, la narración pierde la sorpresa y el desenfado de la primera entrega. El agregado de Chloe Grace Moretz como la cabecilla de la fraternidad de chicas es un tanto confuso y esta vez el guión no ayuda a una actriz talentosa a dar en el clavo con un rol cómico, como si supo hacerlo anteriormente con Efron. Tan rápido pasa todo que incluso los cameos de Lisa Kudrow, Kelsey Grammer y la estrella Pop Selena Gómez pasan sin dejar rastro alguno. Lo atolondrado del montaje no ayuda para nada a una trama que deja de lado los chistes escatológicos sólo para reemplazarlos con situaciones exacerbadas e incluso caricaturescas en el sentido más literal imaginable. La primer entrega no dejaba de ser otro producto de entretenimiento hecho y derecho, pero aún así lograba sacar provecho del dilema de personajes que querían ser jóvenes y se encontraban ante la necesidad de volverse adultos. En esta ocasión los adultos ya son adultos y los jóvenes quieren seguir siendo jóvenes, no hay mucho espacio para una crisis o ruptura del status quo. Incluso el film intenta teorizar sobre eso que denomina “la crisis del cuarto de edad”, porque parece que ahora los 25 años son la edad que determina el éxito o el fracaso (¿?)… Si, la crísis de la mediana edad ya es algo fuera de moda. Una inquietante línea ideológica. La película intenta un par de giros dramáticos para mantener al expectador interesado, en medio de una sublectura que juega con el sexismo invertido y una sobrecarga de chistes racistas, mientras el concepto original se pierde en la nebulosa, desaprovechando un reparto que ha demostrado anteriormente estar a la altura y sólo nos queda otra pasatista comedia de humor post-moderno vacía.
La casa de los espíritus No es ninguna novedad que el cine de terror atraviesa un momento flojo en la actualidad. Por suerte James Wan es uno de los pocos directores/escritores que trabaja con fidelidad en base a los elementos clásicos del género: la sugestión, el misterio, lo desconocido, lo connotado por sobre lo denotado, etc. Wan dio pruebas de su buen manejo en este terreno con El juego del miedo (Saw, 2004), La noche del demonio (Insidioues, 2010) y El conjuro (The Conjuring, 2013). En esta ocasión se pone tras la cámara nuevamente para narrar otro capítulo dentro del anecdotario real de Ed y Lorraine Warren, la famosa pareja que se encargaba de casos paranormales en la década del ’70. El conjuro 2 (The Conjuring 2, 2016) presenta la historia de una familia de clase media-baja del norte Londres, la cual sufre el acoso de un ente sobrenatural en el seno de su hogar, el cual parece obsesionado con una de las niñas de la familia. Los Warren cruzan el charco y parten en su ayuda, pero con la sensación de que no se trata de un caso más. Al igual que en la primer entrega, el film saca provecho de la etiqueta “basado en hechos reales” y plantea una historia cuya estructura narrativa se mantiene muy similar a la primera, respetando su espíritu original -valga la redundancia- al mismo tiempo que cambia de locación y plantea un villano con un matiz algo diferente. Como dijimos al principio, James Wan es un director que sabe cómo dosificar los momentos de tensión dentro de la narración, y a pesar de que uno puede anticipar ciertos sustos, no dejan de ser efectivos. El desarrollo del argumento es un “slow burn” como se suele decir, donde la situación cobra mayor tensión escena tras escena. Sin tratarse de un film que busque romper el molde ni redefinir el subgénero “sobrenatural”, El conjuro 2 es una aceptable continuación de la saga, manteniendo su nivel y presentando una nueva entrada de los investigadores paranormales más conocidos dentro y fuera de la pantalla.