Celeste que te cueste. Es de lo más redudante definir al fútbol como una pasión inexplicable, prácticamente de manual. Algo que se asocia a hazañas deportivas, héroes gambeteadores y vueltas olímpicas. ¿Pero qué sucede cuando se narra una historia de un club identificado mucho más con su lugar de origen y sus hinchas que con sus lauros deportivos? En ese sentido apunta la dupla compuesta por los realizadores y guionistas Gastón Bailo y Martina Faux Marambio con su documental Belgrano, una Película Pirata (2013). El documental, de casi dos horas de duración, narra el devenir del Club Atlético Belgrano de Córdoba, una institución de dicha provincia. Con la vista más puesta en el eje social y de algún modo geográfico, se nos contará la historia de un club que surgió del barrio Alberdi, antiguo hogar de los Comenchingones previo al arribo colonizador, y que domingo a domingo enamora a sus habitantes. Desfilan a través de la pantalla hinchas, vecinos, personalidades, jugadores y ex jugadores del “Pirata”, pero el acento siempre estará puesto sobre la cuestión de la “pertenencia”: aquello que define al hincha de Belgrano es en igual medida su pasión por la camiseta como el amor por su lugar de origen. El recorrido abarca desde la fundación del club en 1905, pasando por el Cordobazo, la Reforma Universitaria, el Nacional del 68, los descensos y la quiebra, llegando hasta el ascenso de 2011 que consecuentemente condenó a River Plate a la segunda división del fútbol argentino, por primera vez en 110 años de historia. Decíamos que se trata de un documental que pone el acento en lo social, por eso se tomará más tiempo para escuchar a los vecinos, los primeros socios, los hinchas fanáticos y otros personajes coloridos antes que a los deportistas que formaron y forman parte de la plantilla profesional. Tal vez con un mayor poder de síntesis y ajustando algunas entrevistas, el metraje final no hubiese sido tan extenso, logrando que el mensaje llegue de forma más sintética y menos repetitiva. Es inevitable sentir nostalgia en un documental que rescata el espíritu más puro de aquello que idealmente entendemos como la razón de ser de un club: promover actividades saludables, unir a un barrio y forjar lazos con la comunidad en la que se encuentra inserto. Tal vez los fanáticos del fútbol propiamente dicho disfruten más la segunda mitad del film, en la cual las figuras del club dan su testimonio y se repasa la épica del 26 de junio de 2011 en el estadio de River Plate, junto a dos de los jugadores participantes de la hazaña. Sin contar con herramientas ténicas de gran nivel, la fuerza del documental reside precisamente en los testimonios de todos aquellos que viven y entienden a un club de fútbol como algo más que once tipos atrás de una pelota, donde más allá de los tres resultados diferentes que el deporte ofrece desde antaño -triunfo, empate o derrota- hay algo mucho más profundo e interesante que se pone de relieve en esta producción: el sentido de pertenencia por sobre todas las cosas.
El falso triángulo hawaiano. Cameron Crowe es un director y guionista que suele construir relatos protagonizados por personajes profundos y entrañables, dentro de una historia que siempre toca fibras sensibles sin importar el telón de fondo: ya sea un manager deportivo con un solo cliente, un aspirante a periodista en la década del amor libre o un padre vuido que aprende a regentear un zoológico. La falta de estos componentes clave en su estilo cinematográfico son el mayor déficit de Bajo el Mismo Cielo (Aloha, 2015). Crowe estuvo más de cuatro años reescribiendo un guión para el cual había tenido en mente en un principio a Ben Stiller y Reese Witherspoon, pero luego los problemas de agenda de los mencionados lo llevaron a optar por Bradley Cooper y Rachel McAdams, lo que por otro lado lo llevó a adaptar lo previamente escrito para acomodarlo a personajes un tanto más jóvenes. Partiendo desde aquí, uno empieza a comprender todas esas cuestiones que se perciben truncas en Bajo el Mismo Cielo, un film con un argumento que se pierde en sus tramas secundarias y nunca ajusta correctamente las tuercas de la trama central. Brian Gilcrest (Cooper) es un ingeniero aeroespacial caído en desgracia que vuelve a su cuidad natal en Hawaii gracias a una última oportunidad para apuntalar su derrumbada carrera profesional. Sin su consentimiento le adosan a la capitana de las Fuerzas Aéreas Allison Ng (Emma Stone) para que vigile de cerca su desempeño, algo que amerita el prontuario de Gilcrest. Pero como pueden imaginarse, esta relación tomará un giro sentimental. El regreso reactiva a su vez una vieja relación entre Gilcrest y Tracy (McAdams), quien se encuentra en medio de una crisis con su marido Woody (John Krasinski), también de oficio militar. Esta sería a grandes rasgos la trama central. El problema es precisamente que la historia se ve atravesada por múltiples subtramas que entorpecen el camino: el pasado oscuro de Gilcrest, que supuestamente lo lleva a ser cómo es, pero al cual sólo accedemos mediante diálogos y no por acciones concretas que definan al personaje, la extraña compañía privada que contrata a Gilcrest (con un Bill Murray un tanto fuera de eje) y su subplot conspiranoide, la relación entre Gilcrest y Tracy atravesada por el iracundo Woody, una aparente paternidad desconocida. En fin, demasiado ruido alrededor de un relato supuestamente “romántico” que parece no saber muy bien qué rumbo encarar. Por momentos uno tiene la sensación de estar viendo una versión alternativa y fallida de Los Descendientes (The Descendants, 2011), pero todo aquello que Alexander Payne supo construir magistralmente a través de un relato centrado en los vínculos familiares y su lugar de origen, aquí no es plasmado satisfactoriamente por un Crowe que intenta contar de manera fallida una historia romántica y se pierde en un laberinto de carreras espaciales, la idiosincracia americana en materia de política extranjera y militar, la cultura hawaiana, las relaciones y como éstas se perciben con el paso del tiempo. Es irónico que dentro de un film que cuenta todo con palabras y no con acciones concretas, los momentos más rescatables son aquellos donde no hay diálogos, como en la escena final, tal vez el único momento en que reconocemos un poco el espíritu de Crowe, algo que lamentablemente brilla por su ausencia en el resto de este embrollo que inexplicablemente desaprovecha un reparto clase A.
El tape fantasma. Dentro de una actualidad cinematográfica donde el género de terror ha explotado sin medida su vertiente “cámara en mano/ cinta perdida”, el director Kevin Greutert -responsable de las últimas dos entregas de El Juego del Miedo– toma los elementos más superficiales de este subgenero para introducirnos en algo distinto. Jessabelle (2014) es un film que va mutando conforme avanza su trama: del found footage al terror espectral, del misterio al thriller sobrenatural. La que se cuenta es la historia de Jessie Laurent, una joven que se ve obligada a volver a la casa de su padre luego de un traumático accidente a raíz del cual pierde a su pareja y a su hijo no nato, además de dejarla postrada en una silla de ruedas. La residencia ubicada en los pantanos de Louisiana la espera llena de recuerdos de su madre difunta, quién perdiera la batalla contra el cáncer al poco tiempo de dar a luz a Jessie. La trama se pone en movimiento cuando Jessie descubre una serie de cintas que su madre grabó durante sus meses de embarazo, a través de las cuales se irán develando cuestiones claves del relato que se relacionan con un destino trágico e inevitable que atañe a nuestra protagonista. Sarah Snook completa una labor aceptable en el rol de Jessie: todo el peso del film recae en ella y el saldo es positivo. La inclusión de cuestiones relacionadas con el ritual vudú y el folclore haitiano del sur de Estados Unidos es bien recibida, algo que probablemente no veíamos en el género desde que Wes Craven nos intrudujo a La Serpiente y el Arcoiris (1988) y desde que Candyman (1992) ingresaba al panteón de villanos épicos. Sin dudas el mayor acierto de Greutert, al momento de lograr que su film no caiga en la misma bolsa que el resto de esta clase, es justamente el no-encasillamiento en los confines del found footage. Conforme avanza la trama, otros elementos dan matices variados a la historia: lo que inicia con unas cintas misteriosas deja lugar a elementos fantasmales que devienen en un thriller sobrenatural y psicológico, lo que nos lleva a un tercer acto en el que la resolución resulta impredecible. Se puede decir que este cambio constante de registro es al mismo tiempo lo mejor y lo peor del film. Indudablemente es lo mejor ya que no se encierra en los repetidos clichés del género y se permite un poco más de flexibilidad al momento de contar una historia que no se destaca justamente por su originalidad. Pero esto también puede ser su peor enemigo ya que por momentos la yuxtaposición de subgéneros desorienta un poco, pensando particularmente en la cantidad de elementos y giros dramáticos que la historia acumula en sus 90 minutos de duración.
Fantasmas en la casa De la mano de Sam Raimi (trilogía de El Hombre Araña y Evil Dead) en rol de productor, llega otra remake de un clásico del terror de esa década memorable que fueron los ‘80 en materia de cine fantástico. En este caso es el turno de Poltergeist, esa película de 1982 que en los papeles dirigió Tobe Hooper pero, a fines prácticos, estuvo orquestada por Steven Spielberg. Es así como en nuestro año 2015 nos llega Poltergeist: Juegos Diabólicos.
Doble jubilación de privilegio Ciertos géneros como el terror, la acción y la ciencia ficción suelen estar más curtidos al momento de producir secuelas y continuaciones varias. La clave siempre gira en torno a respetar la fórmula original y adosarle un monstruo más grande, más persecuciones a alta velocidad, más explosiones o múltiples villanos. Cuando aquello que hizo a la primera destacarse por sobre el resto no alcanza para seguir siendo una propuesta atractiva, el instinto de los productores es agregar más de ALGO. ¿Qué sucede cuando aplicamos esa lógica a una comedia dramática sobre turistas británicos de la tercera edad que se instalan en la India para pasar sus días postjubilación?
Amigos con Colmillos Corriendo el año 2015 el género de terror está más que saturado de producciones "cámara en mano", que intentan simular realismo a través de una trama que justifica de la forma más ridícula el hecho de tener a algún personaje registrándolo todo en video. ¿Pero qué pasa cuando el terror deja paso a la comedia y esa cámara en mano deviene en clave falso documental? Casa vampiro (What We Do In The Shadows, 2014) puede verse como una rara avis tanto dentro del género cómico como el de terror, y es precisamente ahí donde radica gran parte de su encanto. Viago, Vlad, Deacon y Petyr son cuatro vampiros que viven en Wellington, una ciudad de Nueva Zelanda. Han vivido en este planeta por siglos, pero no por eso han sabido desarrollar sus habilidades sociales, y a eso hay que sumarle que no pueden abandonar su casa durante el día, así que imagínense. El film es un registro de la vida de estos vampiros, su falta de conexión con el mundo exterior y su limitado conocimiento de la modernidad. Justamente lo atractivo de este "registro" es que funciona como suerte de falso documental o como se dice en inglés mockumentary. El film es un híbrido entre This Is Spinal Tap y la serie televisiva The Office, y producida por los Monty Phyton. El humor funciona en un regsitro extremadamente sutil, lo gracioso descansa en los pequeños gestos, en el intercambio de palabras entre los vampiros, en el timming de cada ocurrencia que se plasma en la pantalla. El humor exagerado o escatológico que se suele asociar con la comedia contemporánea es aquí reemplazado por uno menos explosivo, pero no por eso menos efectivo, y sin dudas mucho más inteligente. Por más que nos encontremos en el terreno de la comedia, no hay que olvidarse que se trata de una película de vampiros, donde la sangre y las tripas no dejan de ser elementos de un rigor canónico; pero esa sangre y esas tripas funcionan desde el absurdo y lo tragicómico. Este tipo de detalles son los que ponen en relieve la astucia de un film que no es sólo "una peli graciosa de vampiros". Los vampiros son una mera excusa, a no confundirse. Casa vampiro funciona como una sátira a la sociedad moderna, a nuestra forma de comunicarnos, al modo en que manejamos nuestros lazos afectivos, a la forma en que la tecnología nos deshumaniza y a la necesidad de contar siempre con un Otro que nos defina. ¿Nada mal por tratarse de una película tonta de vampiros, no?
El código Sparks: chispazos de melodrama. Nicholas Sparks es un escritor responsable de una larga lista de novelones dramáticos, muchos de los cuales tuvieron una transposición al formato cinematográfico como Un Amor para Recordar (Something to Remember, 2002), Diario de una Pasión (The Notebook, 2004) y Querido John (Dear John, 2010), entre otras de similar calibre lacrimógeno. Su fórmula es tan eficiente dentro del target joven/ adulto que prácticamente tiene asegurada una adaptación fílmica de alguna de sus obras cada dos años promedio. En esta ocasión llega El Viaje más Largo (The Longest Ride, 2015) para refregarnos en la cara ese dicho según el cual no hay que arreglar lo que no está roto. Sí, inclusive tratándose de una película con un esquema que atrasa unos 65 años. La historia se situa en Carolina del Norte, donde Sophia (Britt Robertson) no hace otra cosa más que estudiar y prepararse para su futuro profesional hasta que una amiga la lleva a ver una jineteada de toros, porque aparentemente es una actividad que rankea al mismo nivel que ir a bailar o juntarse en un bar dentro del versosimil que plantea el film. Oh casualidad, Sophia conocerá a Luke (Scott Eastwood), un jinete que busca llegar a la cima de la disciplina y con quien no podría tener nada en común. Pero dentro del universo Sparks los opuestos se atraen más que en cualquier otra región, por ende lo que se narra es esta historia de un amor que lucha contra obstáculos propios y ajenos a pesar de tener todo en su contra. Y por si esta historia no es lo suficientemente dramática y melosa también se agrega una subtrama de un anciano, el cual se hace amigo de Sophia y Luke, a quienes les cuenta su derrotero sentimental tras conseguir y perder a la mujer que amó toda su vida. Es poco sutil la intención de que esta historia funcione como un paralelismo con el romance de los dos jóvenes. El director George Tillman Jr. aprovecha para poner a Scott Eastwood -si, el hijo del legendario Clint- con su torso desnudo en la mayor cantidad de escenas posibles y así saturar la pantalla de abdominales perfectos y pectorales enormes. Los largos primeros planos de Eastwood por momentos parecen tener como objetivo que todos quedemos tan embelados por la belleza del hombre tal como lo hace Sophia, por momentos de forma excesiva. Toros, ranchos, sombreros y botas vaqueras, todo con la música country más popera que puedan llegar a imaginarse. Porque este es un drama de un chico de campo y una chica de ciudad, que nunca se les olvide. Seguramente será una producción que complazca a quienes gustan de las novelas de Sparks y su universo melodramático, pero sus 139 minutos serán probablemente excesivos para todo aquel que espere una trama menos rosa y personajes con un poco más de profundidad.
¿Sueñan las bestias con doncellas mágicas? ¿Hay alguna forma correcta de volver a contar una historia que ya se ha narrado incontables veces desde hace siglos? ¿Hay manera de rescatar en este milenio el atractivo por un relato harto conocido? La nueva adaptación cinematográfica de La bella y la bestia (La Belle et La Bête, 2014) del francés Christophe Gans (Terror en Silent Hill [2006]) asume la responsabilidad de buscar una respuesta a esta incertidumbre. Basada en una de las dos versiones tradicionales más conocidas del cuento -obra de la francesa Jeann-Marie Leprince de Beaumont, de 1756- la historia gira en torno a Bella, la más joven de las tres hijas de un hombre que se ve obligado a cederla a una misteriosa bestia para poder cumplir una promesa. Bella se ve forzada a vivir recluida en el castillo de la Bestia, un ser con un pasado oscuro que busca obtener el amor de su nueva huesped... algo que bien podría ser considerado el primer caso registrado de Síndrome de Estocolmo, incluso varios cientos de años antes de ser conocido con dicho nombre. Tras una primera mitad algo lenta en cuanto a desarrollo dramático, la cuestión toma envión en la segunda parte. La historia central va cediendo terreno ante secuencias que permiten conocer el origen de la Bestia y el por qué de su horrible maldición, envueltas en un estilo onírico que se disfruta mucho desde lo visual, con un tratamiento de la imágen que se convierte en uno de los mayores atractivos de la cinta en cuanto a diseño de arte. Aún sin ánimos de espoilear una historia que vió la luz por primera vez hace exactos 260 años, sólo diremos que el origen de la Bestia se distancia un poco del concepto original de Beaumont. Pero esta presentado de una forma tan interesante que se vuelve uno de los puntos altos del film. El único punto flojo tal vez puedan ser los efectos hechos por computadora de la Bestia y algunas de las criaturas fantásticas que componen la fábula. Por suerte la interpretación que Vincent Cassel (Irreversible [2202], El Cisne Negro [2010]) logra del monstruo clásico nos hace olvidar un poco esta mancha. Léa Seydoux (La vida de Adele [2013], El gran hotel Budapest [2014]) también se luce en el papel de Bella y hace muy buen uso de esa sensualidad sutil que posee, con la cual transmite mucho sin necesidad de hacer un abuso de histrionismo. Uno de los mayores atractivos es el hecho de encontrarnos frente una versión del cuento clásico que no es oscura y sombría, pero tampoco se para en la misma vereda que las adaptaciones edulcoradas de cuentos clásicos de -por ejemplo- la factoría Disney. En esta ocasión Christophe Gans logra un buen equilibrio entre una historia que puede atraer a un público adulto y al mismo tiempo generar en los más chicos un alto nivel de curiosidad, atrapándolos con historia atractiva desde lo visual que al mismo tiempo narra un suceso no del todo infantil.
¿Pasillo o ventanilla? Si algo nos ha enseñado el cine en los últimos 10 años, es que la forma más precisa para emprender el camino del autodescubrimiento es irse lejos. Pero muy lejos, y de ser posible allá donde las diferencias entre la cultura visitada y la del protagonista en cuestión se perciban de forma más acentuada. Héctor en Busca de la Felicidad (Hector and the Search for Happiness, 2014) desanda este camino tantas veces recorrido en el último tiempo en la pantalla grande. Simon Pegg (Muertos de Risa, 2004; Superpolicías, 2007; Misión: Imposible- Protocolo Fantasma, 2011) hará las veces de Héctor, un psiquatra londinense que atraviesa un bache existencial desde el cual intentará descubrir el secreto de la dicha. En pos de cumplir con su cometido, el personaje emprenderá un viaje que lo llevará por Asia, África y Norteamérica. Esta adaptación cinematográfica de la novela original de François Lelord funciona como films previos de temática similar, en la línea de La Increíble Vida de Walter Mitty (2013) y Comer, Rezar, Amar (2010). El talento de Pegg siempre lo hace un intérprete interesante con el cual el espectador se encariña e identifica, pero en esta ocasión los excesivos pasajes melosos de la película no permiten que salga tan airoso como en otras ocasiones. Peter Chelsom se puso detrás de cámara para dirigir esta transposición del libro al film, y si nos guiamos por sus antecedentes -Hannah Montana: La Película (2009) y ¿Bailamos? (2004)- podríamos tener una leve sospecha de que no vamos a ver una obra de arte monumental. Su pasado lo condena. Tal vez la cuestión más fallida del film sean las incosistencias de un personaje principal que no parece del todo desarrollado, por el contrario está tan vagamente armado que no ofrece matices: es el hombre más bueno e inocente del mundo, incluso cuando la situación claramente amerita otra postura. Y parecería que para los guionistas no hubo viaje espiritual ni vuelta al mundo capaz de arreglar esta falencia. Rosamund Pike (Perdida, 2014) se luce como novia de Héctor, siendo esta la segunda película en la cual comparte cartel con Pegg después de Bienvenidos al Fin del Mundo (2013). Toni Collette (Pequeña Miss Sunshine, 2006) es tan efectiva como siempre en el papel de mujer casada con hijos que no tiene problema en batirle la justa al personaje de turno. Hay muchos actores famosos -que parecen en cierto punto- desaprovechados e interpretando pequeños roles, como es el caso de Jean Reno, Christopher Plummer y Stellan Skarsgård. Héctor en Busca de la Felicidad es una película que cumple a medias pero no deja de ser un entretenimiento válido y sin exigencias, siempre y cuando no empecemos a verle los hilos.
¡Un exorcista a la derecha, por favor! A esta altura del partido se ha vuelvo practicamente un cliché el pedido de muchos de nosotros: rogamos le den un descanso al subgénero de terror “cámara en mano” -o found footage, según el término anglosajón- en vista de los resultados que hemos obtenido en los últimos años y considerando que demasiadas películas depositan todas sus esperanzas de destacarse del resto de los productos del género en el simple y agotado recurso de simular realismo vía filmación casera, cuyos exponentes exitosos se cuentan con los dedos de la mano, como por ejemplo El Proyecto Blair Witch (The Blair Witch Project, 1999) o Cloverfield (2008). Sin dudas esa es la enseñanza más concreta que nos deja Invocando al Demonio (The Possession of Michael King, 2014): guardemos la camcorder en el placard y no la saquemos hasta que tengamos algo interesante para filmar (o contar). El director debutante David Jung no trae nada nuevo a la mesa en esta historia que narra el derrotero del susodicho Michael King, un hombre que meses después de perder trágicamente a su esposa decide hacer un documental para probar que ni Dios ni el diablo existen, y decide filmarlo todo con su cámara, obviamente. Michael visita a personas relacionadas con la parapsicología, la necromancia (el uso de cadáveres para comunicarse con el más allá), la brujería, y otras fantásticas tribus de acólitos de lo paranormal. La cuestión es que algo parece haber poseído a Michael mientras jugaba a ser el José de Zer del mundo de lo oculto, e irá tomando más y más control sobre él conforme avanza la trama, dejando al protagonista con poco tiempo para intentar detenerlo. En primera instancia parecía un acierto el intento de Jung por mostrarnos el típico caso de posesión demoníaca desde el punto de vista del poseso, pero todo quedó en eso, un intento, que encima buscó apoyarse en la “cámara en mano”. El recurso hace agua por todos lados, como suele suceder cuando es utilizado sólo para dar un golpe de efecto más que para dar profundidad al film. La película tuvo un estreno limitado en salas estadounidenses allá por agosto de 2014 y a las dos semanas ya se encontraba disponible como VOD -o Video on Demand, para los neófitos del sistema- lo que desde el arranque no era muy auspicioso. Es curioso como en el último tiempo los distribuidores locales parecen elegir lo más flojo del género de terror para traer a nuestras salas, y con un retraso notable respecto de su fecha de estreno original. Cuestiones que no lo convierten en un producto atractivo para los fans del género deseosos de ver una obra de calidad en pantalla grande. Con un guión que no sabe muy bien hacia donde quiere ir y una historia que parece más inclinada a mostrar lo que pasa antes de intentar dar un desarrollo o una explicación al porqué de aquello que ocurre, Invocando al Demonio naufraga en las aguas de la instracendencia para terminar encallando en un final que toma prestado demasiado de El Exorcista (The Exorcist, 1973), en caso que algún espectador distraído aún no haya descubierto que todo esto ya se ha hecho antes y de forma claramente superior.