Chucky 2.0. El director debutante Lars Klevberg se cargó una mochila pesada a cuestas: insuflar aire nuevo a una de las franquicias que ha sufrido más volantazos dentro del género de Terror, aquella que tiene como personaje central a un muñeco poseso. Don Mancini, el creador original de Chucky, en este momento se encuentra desarrollando una mini serie después de largas batallas legales contra MGM, quien tiene solamente los derechos de la primer película del asesino de plástico, los cuales hace valer en este reboot, dejando que Mancini se arregle como pueda con lo que pueda rescatar de las otras SEIS secuelas oficiales. Así que en este momento hay todo un multiverso accidental alrededor de chucky, donde lo creativo se encuentra un tanto eclipsado por lo estrictamente legal. Así las cosas, El muñeco diabólico (Child’s Play, 2019) aprovecha la base narrativa de Chucky, el muñeco maldito (Child’s Play, 1988) para actualizar a uno de los slashers más representativos de los 80s y 90s, poniéndolo a la corriente del siglo XXI. Nuevamente el centro dramático es Andy, un chico que vive con su madre y recibe como regalo al juguete infame. A diferencia de lo planteado en la versión original, esta vuelta el muñeco no es poseído por el espíritu de un asesino serial ni hay rituales vudú de por medio. En esta remake Chucky es una suerte de súper juguete híper conectado, que se maneja desde una app del celular y puede controlar todos los aparatos electrónicos del hogar. El único detalle es que una falla en su programación lo convierte en una inteligencia artificial con perfil homicida. Hay un gran acierto en el hecho de castear a un chico más adulto para el papel de Andy, quien en la original tenía unos 6 años. Esta vuelta es un pre-adolescente de 12 años (interpretado por Gabriel Bateman) lo que permite jugar mucho más con el personaje y hacer cosas más interesantes que llevan al relato a ser aquel donde los más chicos son quienes intentan resolver el conflicto ante la desatención de los adultos, quienes no prestan atención o están simplemente metidos en problemas “de grandes”. Siendo que Chucky es ahora una inteligencia artificial que va aprendiendo conforme afianza su relación con Andy, le película plantea un análisis muy interesante sobre qué es realmente la violencia, dónde se origina y que pasa con quienes la ponen en práctica incluso sin darse cuenta, como si fuese algo cotidiano. A propósito de esto, una escena en que los chicos juegan uno de esos videojuegos ultra violentos frente a la mirada atónita del muñeco es uno de los momentos más filosos del film. Es difícil imaginar a alguien otro que el legendario Brad Dourif dándole voz a Chucky, pero Mark Hamill hace un trabajo impecable, aportando varias capas de personalidad al personaje, con un tono que va mutando conforme la cuestión se vuelve más espesa. Y hablando del muñeco en sí, inicialmente cuesta un poco acostumbrarse a este nuevo look -mucho más frío y menos fantástico- pero cuando empiezan a correr los minutos comprendemos que va a tono con este nuevo universo ficcional donde la tecnología es parte central de la vida familiar. Hay sangre, decapitaciones y varias muertes que bordean el absurdo, pero al tener claro cómo manejar su propio código ficcional, Klevberg logra un balance interesante gracias al cual la película pisa la banquina pero nunca vuelca, mientras asusta y entretiene en igual proporción. Teniendo todo esto en cuenta, El muñeco diabólico es lejos la mejor película de Chucky de los últimos 20 años, algo que seguramente pocos podían llegar a imaginar.
Spider-Man llega con su segunda película en solitario de la era Tom Holland para... llevarnos de viaje por Europa?
El niño orquesta La infancia es una etapa de nuestras vidas en la que creemos que (casi) todo es posible, desde volvernos una estrella del deporte hasta viajar al espacio exterior. En Delfín (2019) -nombre del film y del pequeño protagonista- el empuje y la superación de las diferentes adversidades convierten al relato en una suerte de micro epopeya cotidiana. Delfín tiene 11 años y vive en un pequeño pueblo ubicado a 50 kilómetros de Junín. Vive solo con su padre en una humilde casa de una sola habitación, su madre es una ausencia que nunca se clarifica pero cuya presencia sigue pesando). El niño entrega los pedidos de la panadería local, temprano antes de entrar al colegio, intentando ayudar al escaso y mal remunerado trabajo de su padre (Cristian Salguero), un hombre de pocas palabras pero igualmente conectado con su hijo. Delfín es el único de su pueblo que sabe tocar el corno francés, y al enterarse que pronto habrá una prueba para una orquesta infantil, activa un plan lleno de complicaciones propias y ajenas para poder audicionar. El universo ficcional parece uno detenido en el tiempo, donde los chicos todavía andan en bicicleta, van a pescar al río y se meten en más de un lío. La panadería del pueblo, la fiesta en la plaza, las calles de tierra. Este recorte de espacio-tiempo hace fluir el ritmo de la narración de forma muy particular, permitiendo que la nostalgia nos haga transitar de forma un poco más placentera aquellos pasajes poco felices de la historia, que en otro contexto serían un tanto más difíciles de sacar adelante. Pero el corazón de la película se concentra en esa relación entre padre e hijo, quienes a pesar de no ver siempre las cosas del mismo modo, se saben solos contra el mundo. Valentino Catania se luce en la piel de un chico dispuesto a pelear por cumplir sus sueños, teniendo que lidiar con complicaciones del mundo adulto antes de tiempo. Escena tras escena madrugamos con Delfín, vamos con él a hacer repartos en bici, nos aburrimos en el colegio y soñamos con lo que para otros parece imposible. En su tercer largometraje el director Gaspar Scheuer elige contar una historia que podría amargarnos el día dependiendo de nuestro estado de ánimo, pero Delfín termina siendo un relato esperanzador, sin golpes bajos, que presenta un relato donde hay vida después del drama.
Casa de muñeca(s) Pocas veces el cine entregó spin-offs con tanto impacto en el público (y en la taquilla) como aquellos derivados de El conjuro, la saga que sigue los pasos de Ed y Lorraine Warren, esos llaneros de lo paranormal cuyas incursiones fantasmagóricas ancladas en hechos reales supieron ganarse su lugar dentro del séptimo arte en general, y dentro del cine de Terror contemporáneo en particular. Por sobre la Monja y la Llorona, Annabelle es sin dudas el personaje satélite que más popularidad arrastra. Siendo la industria más que consciente de todo esto, no sorprende que la tercer película en solitario de la muñeca posesa llegue a la pantalla grande con un nuevo relato escalofriante, bajo el título de Annabelle 3: Viene a casa (Annabelle Comes Home, 2019). El eje temporal de esta nueva historia tiene sus bemoles: es una secuela de la saga de Annabelle y al mismo tiempo una precuela de la primer entrega de El conjuro (The Conjuring, 2013). Abre con los Warren haciéndose de la muñeca infame, y guardándola bajo llave en una caja de cristal dentro de esa habitación que en todas las películas vemos llena de objetos non sanctos, suerte de souvernires de casos anteriores que han logrado sortear exitosamente. Pero no se engañen, de Ed y Lorraine Warren vamos a ver poco y nada esta vuelta. Porque el conflicto gira en torno a su hija Judy, quien pasa una noche alucinante -guiño guiño- junto a sus dos babysitters cuando Annabelle es accidentalmente liberada y da rienda suelta a todas aquellas fuerzas malignas anexadas a cada objeto exótico de la habitación que se encuentra en el sótano de los warren. Y es así como la película quita importancia al desarrollo dramático para concentrar sus energías en entregar una sucesión de escenas que juegan a asustar al espectador, antes que construir un relato que vaya más allá de los “jump scares”. Gary Dauberman hace su debut como director dentro de una saga que anteriormente lo tuvo como guionista, un hombre cuya impronta guionística también tuvo lugar en It (Eso) (2017) y su inminente segunda parte. Dauberman trabaja de forma correcta como director, sabe lograr climas acertados para lo que el genero requiere. El único problema es que estira demasiado el suspenso y los sustos se vuelven demasiado previsibles. Cada secuencia parece la habitación de la casa embrujada de un parque de diversiones: un personaje camina lentamente por un pasillo, todo ruido disonante o sombra tenebrosa lo altera... avanza un poco más... la música sube... la tensión aumenta... y el espectro de turno hace su aparición más espeluznante. Annabelle 3: Viene a casa repite esta operación hasta el hartazgo. El 90% del film transcurre puertas adentro, en la casa de los Warren. Y es acá donde comienzan a priorizarse las decisiones económicas por sobre las artísticas. Una película de este estilo se vuelve barata y viable, considerando los números de las grandes producciones de Hollywood. Sobre la base de un personaje popular con seguidores fieles sumamos actores desconocidos, apenas unas apariciones de Patrick Wilson y Vera Farmiga, y rodaje en interiores... la apuesta es más que segura. Viéndolo así, comenzamos a comprender como Annabelle 3: Viene a casa resulta ser más un ejercicio económico antes que una obra creativa... al menos más de lo que muchos suponíamos. El guión también es de la autoría de Dauberman, con la ayudita de un tal James Wan. Por ende corresponde reclamarle esa falta de profundidad de personajes cuya única razón de ser es posibilitar el susto de la escena que viene a continuación. Cada nombre que se susurra y cada objeto sobre el que se hace algún tipo de mención sirve pura y exclusivamente para activar mecánicamente la próxima puesta y el próximo susto. Lo que se construye no es tanto una historia sino una sucesión de acciones cuyo único objetivo es que el espectador salte de la butaca, pero nada más. Dejemos algo en claro: mucha gente va a al cine a ver esta clase de películas precisamente para experimentar el susto y la adrenalina de situaciones atemorizantes desde la comodidad de su asiento, no hay nada de malo en eso. Es un entretenimiento tan válido como cualquier otro. El problema está en creer que este tipo de construcciones son las que aportan solidez al género, todo lo contrario. El susto por el susto mismo deja poco y nada si no hay una historia con personajes activos que la sostengan. Algo que este universo parece haber empezado a olvidar hace un par de películas...
Abuelo y sindicalista La dupla de directores Florencia Orce y Pablo Moro decidieron traer a la luz la historia de una figura elusiva del sindicalismo de nuestro país, el señor Miguel Gazzera, una de las primeras figuras preponderantes que luchaban por los derechos de los trabajadores y referente de ni más ni menos que Juan Domingo Perón. Los 85 minutos de duración de Nada culmina en la víspera nos llevan por un recorrido doble: por un lado el largo camino recorrido desde los inicios de Gazzera en su Córdoba natal, su lucha por los trabajadores que derivó en su actividad sindical y los años oscuros tras el exilio de Perón y los sucesivos gobiernos militares. Por el otro, tenemos el recorte de Gazzera desde el plano familiar, y acá la cuestión pasa por un tamiz especial porque Florencia Orce es nieta del hombre que es objeto de análisis de su propio documental. Con testimonios de referentes gremiales, hombres de la política como Carlos Tomada y por supuesto la familia del mismísimo Gazzera, el relato busca reconstruir la vida de un hombre que todos concuerdan se llevó varios secretos al más allá tras su muerte en 2011. El proceso también significa un redescubrimiento para la propia Orce, quien desconocía casi por completo ese costado sindical y combativo de su abuelo, algo de lo que se hablaba poco en el seno familiar. Rescatando fragmentos perdidos y ocultos, apoyándose en un notable trabajo de recopilación de material de archivo, más el aditamento del registro en video de aquellos lugares que probaron ser clave de la vida de Gazzera, Nada culmina en la víspera no solo echa luz sobre un personaje que bien merece este redescubrimiento, sino que también sirve para entender un poco mejor más de una cuestión de nuestro devenir político contemporáneo.
Monsier poli-ladron Eugène Francois Vidocq es una personalidad mítica de la cultura francesa del Siglo XIX. El hombre contemporáneo de Napoleón Bonaparte vivió un vida de lo más variopinta: de niño pobre a ladrón callejero, veterano de guerra, preso con múltiples escapes en su haber, colaborador de la policía parisina y promotor del estudio de la criminología. Tranqui lo de Vidocq. Vincent Cassel se pone en la piel del mito galo y en su tercera colaboración con el director Jean-François Richet trae a la pantalla grande El emperador de París (L’Empereur de Paris, 2018), un recorte biográfico bastante particular del sujeto en cuestión. En un repaso de casi dos horas de duración, la cinta se concentra en el último gran escape de prisión de Vidocq, su posterior regreso a París, su colaboración con la policía local para atrapar a los criminales más peligrosos de la ciudad y el consecuente enfrentamiento con sus “ex-colegas” del ramo, por así decirle. Hay un interesante trabajo de reconstrucción de época, con el ojo puesto en cada detalle, rescatando la tozudez de Richet al negarse a filmar en otro lugar que no se encuentre dentro de los dominios parisinos. Cassel es tan efectivo como podemos esperar de él, dando su impronta a Vidocq, añadiendo ese toque áspero que suelen tener la mayoría de sus personajes. Hay algo en el tono de la relato que se presta a confusión: en algunos momentos parece un melodrama histórico, en otros un thiller de acción y suspenso encorsetado en el 1800, y por momentos un spin-off salido de algún guión rechazado de las Sherlock Holmes de Guy Ritchie. Hay una intención marcada de pintar a nuestro personaje principal como una suerte de héroe de acción de la antigüedad, el que protege a las damiselas en aprietos, atrapa a los malos y lo único que exige a cambio es vivir tranquilo. Claro que para un hombre con el prontuario de Vidocq esto último resulta una aspiración casi imposible, ya que a la vuelta de cada esquina se esconde algún personaje de su pasado, ese pasado que parece imposible de esquivar, el mismo que se vuelve fundamental dentro de la trama de El emperador de París. Lo problemático es ese fino límite que divide lo netamente autobiográfico de aquello pensado para entretener desde el punto de vista cinematográfico. El verosímil se topa con varios problemas al tratar de conciliar ambas posiciones. Con una narración que por momentos pierde el norte en medio de una evidente sobreabundancia de tramas y conflictos, El emperador de París resulta un ensayo con resultados dispares, buscando dar un tinte dinámico más propio de género de Acción a una historia que parece nunca terminar de amoldarse a ese ritmo, pero por suerte Cassel y el diseño de arte logran disimularlo bastante.
Cuando creíamos que Después de Toy Story 3 no necesitábamos nada más, Pixar nos vuelve a sorprender y emocionar!
Charlize Theron y Seth Rogen sorprenden en una de las mejores comedias del 2019.
La ciencia del sueño macabro Allá por 2017 emergió de las entrañas del cine de terror soviético una cinta bastante sorprendente llamada La novia (Nevesta, 2017) que se apoyaba en la base de ciertos elementos del folclore ruso para dar forma a una historia que, a pesar de sus limitaciones, cumplía con el objetivo de entretener al espectador avezado del género terrorífico. Esos mismos productores vuelven a probar suerte con Pesadilla al amanecer (Rassvet, 2019), un relato que cambia el ámbito rural por la ciudad gris para dar forma a un universo de sectas, malos sueños y teorías conspirativas... si, todo eso. Todo comienza con el cumpleaños número 20 de Sveta, una joven cuya madre murió dándola a luz en circunstancias poco claras. Su hermano la visita para el festejo y al terminar la fiesta se quita su propia vida saltando desde la ventana del departamento. Los días posteriores Sveta intenta reconstruir los motivos por los cuales su hermano habría decidido quitarse la vida, y descubre que sufría unas extrañas pesadillas, motivo por el cuál estaba tratándose en una clínica especializada. La joven se hace pasar por uno de los pacientes y experimenta en primera persona el calvario fantasmagórico y por momentos metafísico que se cobró la vida de su hermano, momento en que la raya que divide lo real de lo imaginario comienza a desdibujarse. Claro que para llegar a este punto, la trama de Pesadilla al amanecer toma caminos confusos, atajos incoherentes y un número de agujeros argumentales que cuanto menos los pensemos, mejor. Hay un interesante trabajo de arte, que aprovecha ciertos espacios que rememoran la última etapa de la Unión Soviética, con esas edificaciones monstruosas y el concreto gris acaparándolo todo, y los vuelve propios, utilizándolos a su favor para agregar una pátina “tenebrosa” al mundo creado. Desde lo narrativo la cuestión empieza a descarrilar a medida que nos acercamos a un harto demorado tercer acto, donde empieza a tomar forma mucho de lo sugerido previamente. Es una lástima que a esta altura del partido la lógica interna se encuentra más que tambaleante y el guión se encapricha en meter un giro dramático tras otro, en un intento de evitar el naufragio, pero socavando su propia lógica interna y entregándonos una verdadera ensalada rusa... mejor suerte para la próxima!
La saga que no pudo resurgir de sus cenizas. X-Men Dark Phoenix (Dark Phoenix, 2019) viene a cerrar la segunda saga cinematográfica de los mutantes más populares de la casa Mavel. Es la cuarta entrega dentro de un arco narrativo que empezó de forma auspiciosa con X-Men: Primera generación (X-Men: First Class, 2011), tuvo su pico de frescura en X-Men: Días del futuro pasado (X-Men: Days of Future Past, 2018), nos desorientó con X-Men: Apocalípsis (X-Men: Apocalypse, 2916) y llega a la conclusión con poca nafta. El conflicto gira en torno a Jean Grey, quien es enviada al espacio junto a sus compañeros mutantes y accidentalmente absorbe una suerte de energía maligna que desentierra su costado oscuro, convirtiéndola en la tan temida Dark Phoenix. En base a este planteo, el film se construye como pequeñas piezas de acción en las que los X-Men intentarán detener a Dark Phoenix, mientras se debaten entre ayudar a su colega o aniquilarla para evitar que arrase con el universo entero. Esta nueva aventura vuelve sobre un tópico ya explorado previamente en el corpus de esta saga, aquel que cuestiona si es posible cambiar la naturaleza innata de un individuo, o si cada uno está pre-configurado para convertirse inevitablemente en aquello que debe ser, sin importar lo que busquen imponer tanto el adoctrinamiento como el compás moral. Además, se trata del debut como director de Simong Kinberg, guionista de las dos películas previas, y también guionista del olvidable y traumático reboot de Los 4 fantásticos del año 2015. La película vuelve a caer en la trampa de sus antecesoras, al intentar darle un protagonismo y peso dramático excesivo a Raven, el personaje interpretado por la ganadora del Oscar Jennifer Lawrence. Una decisión que no se sustenta ni en el material original ni en lo que esta adaptación cinematográfica necesita para desarrollar el argumento. Sigue oliendo más a una estrategia de marketing encaprichada con aprovechar al máximo el star system de Lawrence antes que una decisión justificada desde el arco narrativo. Agregando además que hasta la propia Lawrence parece cansada de ponerse en la piel de este personaje. Algo similar ocurre con los otros dos personajes centrales de esta saga: Magneto y el profesor Charles Xavier. Tanto Michael Fassbener como James McAvoy, respectivos interpretes, entregan actuaciones desganadas, deslucidas, una sombra de lo que pudimos ver en X-Men: Primera clase (X-Men: First Class, 2011) y X-Men: Días del futuro pasado (X-Men: Days of Future Past, 2014). Ni siquiera Jessica Chastain, fresquita dentro del mundo superheroico, puede hacer mucho para elevar el material con el cual le tocó trabajar. El mayor problema de tirar tanto de la cuerda en una saga que se fue alimentando de diferentes arcos narrativos provenientes de los cómics, es la forma en que ciertos personajes clave van mutando su accionar según lo que la historia requiera. Esto se vuelve demasiado evidente en Dark Phoenix, donde la naturaleza de cierto personaje da un giro tal que anula todo lo que dicho personaje había desarrollado en las tres películas anteriores, en pos de acomodar el guión acorde a los giros impuestos por la trama. Lo curioso de todo esto, es que la saga actual de X-Men había llegado originalmente para “corregir” ciertas desprolijidades de la saga previa, en particular todo lo ocurrido en X-Men: La batalla final (X-Men: The Last Stand, 2006) donde ya había elementos del arco narrativo de Dark Phoenix. Si bien X-Men: Dark Phoenix no tropieza precisamente con la misma piedra, genera sus propios errores no forzados, remata todo con un tercer acto que nos entrega una batalla final sin climax, y cierra la saga en un nivel frustrantemente bajo.