Sustentado en un guión excepcional, Una pistola en cada mano revalida el indudable talento del cineasta catalán Cesc Gay, autor de un puñado de films sencillos pero enormes en sus alcances expresivos y narrativos. Pese a su título engañoso y desconcertante, esta nueva muestra fílmica suya está muy lejos de ser una comedia pasatista, sino una radiografía rigurosa de las falencias, frustraciones e incertidumbres que giran alrededor de la identidad masculina. Hombres en crisis que se niegan a declararse como tales y que frente a diferentes mujeres se muestran incapaces de percibir la realidad cotidiana, no solamente las vicisitudes femeninas, sino sus propias y patéticas circunstancias. De estructura coral, el film se edifica a través de distintos encuentros, aparentemente azarosos, entre personajes relacionados por leves o fuertes hilos que les ha proporcionado la vida. Charlas casuales y por momentos rutinarias que van desencadenando sorprendentes revelaciones que darán giros determinantes –a veces absolutos- a sus existencias. Dentro de estos diálogos un humor casi constante distiende permanente situaciones de notoria gravedad emocional. Un epílogo no demasiado logrado es el único punto flojo de una comedia dramática extraordinaria, en el que cada intérprete descolla. Por hacer nombres, un Javier Cámara antológico, una Candela Peña brillante, y participaciones sustanciosas y entrañables de los argentinos Leonardo Sbaraglia y Ricardo Darín.
El –últimamente- muy desparejo Steven Soderbergh vuelve rápidamente a las salas, desparramando lo mejor de su talento visual y narrativo con Efectos colaterales. Tanta asiduidad de trabajos suyos se debe a que, aparentemente, ha decidido abandonar su tarea de cineasta para dedicarse a otros menesteres. Es al menos lo que ha anunciado y la razón por la cual en los últimos tiempos ha rodado sin pausas numerosos films. La seguidilla se inicia con la no estrenada y singular El desinformante, continúa con la muy bien filmada pero fallida Contagio, la magnífica e imperdible pieza de acción –con superheroína de comic- La traición, la reciente, prometedora y decepcionante Magic Mike y ahora este fenomenal thriller farmacológico, con un leve vínculo con Contagio pero más con ciertos films de suspenso de los años 90 y 70. Sea como fuere, el director de la deliciosa saga de La gran estafa y de la rigurosa semblanza en dos partes del Che, parece estar entregando en su ¿última película? su mejor expresividad cinematográfica, a través de un libro escrito por Scott Z. Burns, autor de la última Bourne con Matt Damon y colaborador suyo en Eldesinformante y Contagio. Girando alrededor del concepto de la adicción mundial a los medicamentos, especialmente de aquellos destinados a males vinculados a la psiquis y cómo la industria farmacéutica se aprovecha de ello, el film no hace una denuncia declarada al respecto, pero sí redondea un entretenimiento impecable. Una muerte sangrienta y un llamativo intento de suicidio dan el puntapié inicial de una intriga de enorme vibración física, psicológica y sensorial. Los notorios vínculos de los personajes con drogas medicinales de dudosa eficacia son el eje de la trama, pero también los misterios de la mente, el instinto criminal y un amor oculto, factores que se van entrelazando dando pie a disfrutables y narrativamente eficientes vueltas de tuerca. Por último un elenco estupendo que pone lo que tiene que poner amalgama todo, partiendo de la compleja composición de la genial Rooney Mara, un verosímil Jude Law y una Catherine Zeta-Jones diferente.
DreamWorks Animation, creadora de exitosas y dinámicas sagas como Shrek, Madagascar y Kung Fu Panda, es responsable de otros films del género de gran calidad, como la iniciática y metafórica Antz, Megamente, gran homenaje a los superhéroes, y la notable y emocionante Cómo entrenar a tu dragón. Uno de los directores de de esta última pieza de animación, Chris Sanders, codirige esta nueva producción Los Croods, ambientada en épocas prehistóricas con algún toque de La Era de Hielo, reminiscencias de la legendaria Los Picapiedras y hasta algún resabio de Avatar. Más allá de sus méritos visuales y divertidos personajes, la mención del título de James Cameron la hace pertenecer a una de esas habituales “tendencias”, producto de la encarnizada competencia de Hollywood. Avatar (con próximas secuelas), la recién estrenada Oz, el poderoso y la inminente El reino secreto, también se internan en mundos desconocidos y fantásticos, repletos de extraños especimenes de flora y fauna. Esto merma la originalidad de Los Croods, sobre el que habría que mencionar además cierta semejanza entre su heroína femenina y la de Valiente de Disney. Fuera de todo ello, la película es trepidante y sorprendente, con un mensaje claro e inteligente de unión familiar. Cada integrante de esa parentela tan particular tiene sus hallazgos y algunos gags son formidables, incluyendo guiños tanto para niños como para niñas, de los que se puede sacar buen provecho.
Raquel es una mujer hosca, recelosa, golpeada por la vida y poco instruida. Casi una antisocial. Sin embargo, es también la empleada que hace más de veinte años trabaja para la familia Valdés, un cónclave parental de varios miembros de clase acomodada. Las distintas personalidades que componen ese seno familiar tienen vínculos muy distintos con esta mujer, a veces opuestos, pero sin embargo, siendo sólo la mucama o la “nana” de ellos, a veces pareciera que la casa girara a su alrededor, en lugar de lo contrario. Este es el nudo esencial de esta notable película chilena, que establece una sustanciosa pintura social a la vez de contar una simple y singular historia. Raquel, adicta casi enfermiza a la limpieza, puede ser también desganada y hasta saboteadora de las tareas familiares básicas, fundamentalmente cuando se enfrenta al ingreso de distintas mujeres que se van designando para ayudarla en sus tareas. Lo cual produce en ella una rechazo casi animal, al borde de lo patológico, momentos en los cuales el film parece que va a desembocar en el más puro género terrorífico. Pero la irrupción de una nueva colaboradora generará un bálsamo de luz inesperado. Un film con variadas vertientes, verosímil, logrado y atrayente. Y dotado de un elenco impecable, en el que brilla la carismática Mariana Loyola como Lucy y la fenomenal caracterización de su protagonista, Catalina Saavedra.
Joe Wright es probablemente el mejor realizador de cine de temática de época de los últimos tiempos. Su capacidad notable para desentrañar textos y situaciones ligadas a tramas complejas de la alta sociedad que demandan grandes recreaciones, como en el caso de Orgullo y prejuicio, y trasladarlas al lenguaje del cine, es indudable. Su obra máxima sin duda que ha sido Expiación, deseo y pecado, donde logró combinar con fascinantes recursos visuales y evocativos la literatura con el cine. Pero Wright en los últimos tiempos se acercó también a otro tipo de géneros a través de Hanna y El solista, con resultados interesantes, pera retornar ahora a este terreno en el que se maneja como pez que en el agua, esta vez rodando un clásico real, ya que aborda la novela -que originalmente publicó por entregas una revista rusa- de León Tolstoi Anna Karenina. Sin embargo en esta ocasión su brillante puesta en escena, que mixtura en todo momento lo teatral con lo cinematográfico, y su vasto caudal expresivo en el que hasta la comedia musical –sin canciones- está presente, no logra cuajar adecuadamente con el relato romántico y social que plasmó el gran escritor ruso. La melodramática historia de amor está bien presente, pero no se complementa con otros aspectos de la vida rusa de aquellas épocas, como un personaje combativo y desamparado que no participa mucho. Y por otra parte algunas situaciones de la historia de amor caen en reiteraciones que fatigan un poco. El director se muestra realmente obsesionado con el diseño estético, que incluye algunas meticulosas coreografías de la vida cotidiana e imágenes y recursos sensoriales de altísimo nivel. Ni que hablar de los bailes de época, formidablemente expuestos en el film. Las actuaciones en general son buenas pero adolecen de algo más de carnalidad, con una Keira Knightley que de todas maneras desborda la pantalla.
Thriller de espionaje político urbano, Broken City cuenta con una factura formal e interpretativa de calidad, pero no se destaca especialmente en su formulación integral. Tras el post apocalíptico El Libro de los Secretos que realizara con su hermano Albert, Allen Hughes incluye aquí aspectos de denuncia sobre la corrupción gubernamental en la jungla de Manhattan, con consistencia expresiva y algunas escenas potentes, pero nada lo suficientemente hondo como para dejar huella. Si bien en su pintura sobre las disputas de poder entre dos candidatos a alcaldes se observan pasajes interesante, el film está muy lejos de ser, por ejemplo, Secretos de estado de George Clooney; y si hablamos de un policial con esos ingredientes, ha habido mejores exponentes del género. De todos modos pueden atraer sus devaneos electorales, su investigación sobre un adulterio que esconde otras trapisondas, un crimen que puede quedar impune y algunas vueltas de tuerca que asoman en el segmento final. Y aunque queden algunos cabos sueltos, el desenlace es sugerente. Un film que no parece imprescindible, pero una buena fotografía nocturna de la siempre fascinante Nueva York, una música bien armonizada -pero excedida en un inútil afán de subrayar climas-, y un trío protagónico correcto, al que acompañan otros buenos actores como Jeffrey Wright y Barry Pepper, hacen su aceptable aporte.
Cuesta creer que Mala pertenezca a un cineasta de fuste como Adrián Caetano. Inconexa, tediosa y hasta insustancial, la película parece hacer juego con un título acaso deliberado. Aún con ideas y escenas sugerentes, las decisiones expresivas y estéticas resultan antojadizas, cercanas a un cine experimental o iniciático. Está claro que el film propone búsquedas anticonvencionales o poco transitadas, pero esas lícitas motivaciones se desdibujan entre tantos desaciertos. Girando alrededor de un sicario femenino que sólo elije ajusticiar a hombres que sojuzgan a mujeres, el ecléctico elenco, paradójicamente, se ve sometido. Rafael Ferro parece un puching ball a expensas de los caprichos del guión, el notable Arturo Goetz actúa sólo un instante al ser asesinado –peculiarmente, eso sí- en el arranque del film, y Florencia Raggi, muy ajustada a su rol, es “reemplazada” a lo largo de la trama por tres chicas que abordan distintas facetas del personaje, alguna –Liz Solari- de manera insostenible ¿No confió Caetano en la Raggi como protagonista absoluta del film? Por otra parte el estilo o género del relato no se define nunca, deambulando entre el thriller tarantinesco, la denuncia dramática, lo contemplativo y lo psicológico, hasta desembocar en un final de tono fantástico (Los usurpadores de cuerpos?). Mala parece ser sólo un mal sueño del director de Un oso rojo, con sobrado tiempo y talento para recuperarse.
Figura emblemática y sustancial de la política estadounidense y universal, Abraham Lincoln se merecía una película sobre su vida, obra y legado. Y quién mejor que Steven Spielberg para abocarse con toda su capacidad expresiva y cinematográfica a semejante personaje histórico. Sin embargo, Lincoln NO es una biopic, no es una obra biográfica, no es un film que específicamente gire alrededor suyo. Es más, hay pasajes enteros en los que no aparece en pantalla y ni siquiera –algo que sorprende- es reflejado su homicidio, ni hay mención alguna sobre su asesino o un posible complot criminal en su contra. Lincoln no es Lincoln o no es sólo Lincoln, sino una película acerca de la abolición de la esclavitud, y en eso se emparenta extrañamente con Django sin cadenas, ya que la última película de Tarantino aborda, de alguna manera, la “previa” de Lincoln, narrando en forma explicita y potente tal flagelo. Entonces, por un lado esta obra del director de El color púrpura (su visión propia sobre el tópico) no abreva en el carácter épico y espectacular de otros films suyos, como por ejemplo el inmediatamente anterior, Caballo de guerra, lo que podría decepcionar a algunos. Pero por otro lado es una pieza esencialmente política y rigurosa, lo que podría entusiasmar a otros. Lejos de un impactante relevamiento sobre un prócer legendario, nadie podría negar que en esta despojada visión acerca de este hombre, exista también un espacio reservado para ese inmaculado héroe spielbergiano. Lincoln acumula doce nominaciones a los Oscar sólo internándose en los últimos meses de la vida del ex presidente estadounidense, pero en un momento determinante de su carrera política. Narrando las idas y vueltas que representaba la sanción de la 13ª enmienda en contra de la esclavitud, Spielberg desgrana implacable y magistralmente todos los enfrentamientos dialécticos, incluyendo lobbys, traiciones, presiones, arreglos, etc. Quizás algún exceso de teatralidad se pueda objetar, en algunos largos e intrincados diálogos el film se resiente, pero hay que saber internarse en él, Lincoln no es para cualquier público. El excepcional elenco tiene puntos altísimos, como los de Tommy Lee Jones, Hal Holbrook, James Spader y obviamente, el enorme Daniel Day-Lewis.
Con mucho nervio expresivo, una estructura cinematográfica atrayente y una interesante ubicación temporal, Villa propone un lúcido acercamiento a algunas criaturas de una villa de emergencia de la capital argentina. Ezio Massa, luego de Más allá del limite y Caceria, dos films diferentes entre sí y distantes en el tiempo, arriba a una película mucho más under que las anteriores, casi con espíritu de ópera prima. Tras la reconocida Elefante blanco, su visión acerca de los movimientos y el comportamiento de los habitantes de la villa es muy distinta, y las zonas son diferentes. Además, Villa transcurre en el año 2002, en pleno desarrollo del Mundial de Korea-Japón, recurso interesante de ambientación y narración. Tres jóvenes de ese cinturón urbano, al ser echados de una pizzería por tratar de ver la apertura del campeonato, se proponen ver, a como dé lugar, el primer partido de Argentina. La tensión irá en aumento hasta llegar a picos de violencia en distintos puntos del conurbano. Pese a ser un film ascético y poco discursivo, apela a apuntes didácticos sobre la Villa 21, oportunos y de buena factura visual. Las interpretaciones, que alternan actores profesionales y habitantes de la villa, son desparejas aunque con gran verosimilitud física, especialmente del trío protagónico. Fuera de ellos se destacan Diego Sampayo, Adrián Spinelli y la ya fallecida Floria Bloise.
Inusual y sorprendente en su semblanza, Cracks de nácar se ocupa de una suerte de deporte de salón prácticamente desconocido pero que quizás en la infancia de muchos estuvo presente inadvertidamente. Nos referimos a la singular habilidad de apelar de botones de costura para simular en una mesa de vidrio un partido de fútbol, en este caso hecho y derecho y con todas sus reglas casi intactas. El aún reconocido para el público Rómulo Berruti, fundamentalmente por Función privada, aquel inolvidable ciclo de cine que conducía junto a Carlos Morelli, y Alfredo Serra, periodista, entrevistador y editorialista de gran trayectoria profesional, llevan adelante desde la adolescencia la práctica del Fútbol de botones, un hobby convertido con el tiempo en una actividad obligatoria, en un absoluto ritual. Un juego tan absurdo como fascinante que no sólo es la pasión de dos colegas y amigos entrañables, sino que tiene fervientes cultores en otras partes del mundo, como en España y Brasil. Precisamente de este último país arriba una pareja de jugadores para enfrentarse a la dupla argentina, en un duelo imperdible. Este es el punto culminante de un film sencillo pero atrapante, que no sólo indaga en las insólitas peculiaridades de esa disciplina sino que se enriquece –con buenos recursos expresivos de los cineastas Casabé y Dieleke- con las historias, anécdotas personales e imágenes de otros tiempos de estos dos histriónicos representantes de un periodismo de raza en extinción.