Estableciendo una jubilosa y poética relectura de la comedia romántica, El significado del amor recorre las zigzagueantes alternativas de un vínculo entre dos personajes opuestos aunque no antagónicos. Una extrovertida y desafiante joven y un maduro y estructurado investigador conformarán una historia de amor plena de exóticas y singulares alternativas que no desdeñan la reflexión. Las ideologías políticas y la religión son sólo dos de los tópicos que asomarán caóticamente a lo largo de la narración en medio de una discontinua y apasionada relación amorosa. Ella está empeñada en convertir a hombres conservadores, machistas y autoritarios en seres respetuosos de ideas ajenas y hasta preocupados por el medio ambiente, entre otros cambios notorios. Cuál es su modus operandis? El sexo. Sin amor y como práctica liberadora y luminosa. En ese trance conocerá a Arthur Martin, un nombre que remite a Juan Pérez o John Smith en Francia, más allá de la marca de cocinas. Un hombre común y rutinario con la suficiente sensibilidad como para enamorarse y enamorar a la dama en cuestión e iniciar un nuevo camino, acaso tortuoso y siempre sorprendente, para ambos. Con la incomparable presencia de Jacques Gamblin y de la deliciosa Sarah Forestier, el film de Michel Leclerc depara un momento original, descontracturado, lúcido y emotivo. Qué más.
Con el antecedente demasiado cercano de Amigos con derechos, se da a conocer ahora, con un título muy semejante, un planteo afín y hasta edades, tipos físicos y condiciones carismáticas coincidentes, la comedia romántica Amigos con beneficios. El veterano cazafantasma Ivan Reitman había sorprendido hace sólo unos meses con la espléndida No Strings Attached, (Sin ataduras), rótulo original que incluso tuvo como alternativa el de Friends With Benefits (¡!). ¿Qué ocurrió? ¿Sólo incómoda casualidad o espionaje de ideas entre estudios hollywoodenses? Sea como fuere, ambos films que combinan romance con humor y entran en el tópico amistad-entre-hombre-y-mujer-que incluye-sexo, no son un calco, pero se sabe de entrada que su desarrollo y final van a desembocar en lo mismo. En Amigos con derechos había una jugosa mirada hacia la trastienda televisiva, en cambio aquí hay una pretendida burla hacia –precisamente- la comedia romántica, cuando el cínico publicista jugado por Timberlake comenta: “Creen que poniendo esa conocida canción al final van a persuadir a la gente que disfrutó de una buena película”. Y en este caso, los muy creativos y diferentes títulos de cierre no coinciden con la calidad –sólo aceptable- del film en cuestión. La pareja protagónica se desenvuelve con divertidos recursos pero no conmueve, y en los roles secundarios nadie se destaca demasiado.
Òpera prima de la directora venezolana Alejandra Szeplaki, Día Naranja es un film dotado de sobredosis de femineidad pero ataviado por un inusual caudal de creatividad y poesía visual. Coproducción entre Argentina y Venezuela, el film atraviesa por tres ciudades latinoamericanas que contienen tres breves historias protagonizadas por sendas mujeres en estado de gestación. Tres disímiles actitudes y posturas frente a esa inminente posibilidad por parte de Patricia en Caracas, que ansía estar embarazada, Ana en Buenos Aires, que desea con fuerzas no estarlo, y Sol en Bogotá, cuya indecisión arrastra además a dos hombres diferentes. Sin otra conexión entre ellas que su condición, la película entrelaza la triple trama a través de una idílica visión estética de las tres urbes –con una singular búsqueda de locaciones- y por las fantasías de las doncellas, expuestas en imaginativas imágenes que reflejan sus sentimientos, sueños y sensaciones. Szeplaki concibió, valga la metáfora, una personal representación visual ya desde los formidables títulos, apelando a atrayentes recursos gráficos y expresivos, junto a un buen guión escrito por ella y Leticia Castro. Más allá de escenas no muy logradas y una escasa marcación actoral, Día Naranja propone una valiosa experiencia sensorial, complementada por buena música y canciones, que el público femenino sabrá apreciar especialmente.
Splice, que significa empalmar o montar elementos de distinta procedencia, va bastante más allá de ser un film industrial de ciencia-ficción relacionado con experimentos genéticos, estilo Especies o Resident Evil. Porque el film del estadounidense -pese a su nombre y apellido- Vincenzo Natali, apunta a metáforas mucho más hondas e inquietantes, dentro de una temática que gira alrededor de la creación de un híbrido en el que se combina ADN humano con material molecular de otras especies. Tónica que la encuadraría en el subgénero fantástico al que hemos hecho referencia, pero ya desde los excelentes títulos se percibe que Splice –que cuenta con la especializada bendición de Guillermo del Toro- no será sólo eso. Una pareja de científicos concibe en un laboratorio clandestino una forma de vida que significa un nuevo escalón en el árbol evolutivo; Dren (Nerd al revés), un engendro extrañamente hermoso y lleno de cualidades inusuales que proporcionará tanto maravillas como pesadillas. Natali es autor de una película del género única en su tipo como El cubo y aquí también ofrece una pieza singular, con toques del mito de Frankenstein, algún homenaje a David Cronenberg, excelentes efectos visuales y la consistente participación de dos intérpretes que escapan al cine convencional como Adrien Brody y Sarah Polley.
Ofreciendo un entretenimiento sin pausas y desenfadados pincelazos de humor, Mi Primera Boda sorprende como impecable representación de comedia cinematográfica de formato industrial que no pierde identidad propia y que hasta sabe incluir toques de sátira y cine alternativo. La milenaria ceremonia del casamiento ha deparado películas de todo tipo, y en el terreno nacional han existido títulos que lo han nutrido en décadas pasadas. En este caso el modelo es indudablemente la comedia estadounidense, que ha entregado en los últimos tiempos una cantidad considerable de films que giran alrededor de esta temática, pero esta búsqueda nunca deja de lado un humor bien argentino, dentro de un formato de comedia de enredos que no se detiene y que llega hasta sus últimas y disparatadas –más allá de cualquier credibilidad- consecuencias. Con los valiosos antecedentes de las comedias románticas de Juan Taratuto, Hernán A. Golfrid (Música en Espera) y Diego Kaplan (Igualita a mi), el cineasta Ariel Winograd, con el formidable sustento que le proporcionó el guión de Patricio Vega, diseña una estupenda y desopilante pieza del género. Desde los atrayentes dibujos de los títulos, realizados por Liniers (concepto que se extiende también al creativo formato del cast de cierre) el film, que recorre las alternativas de una clásica –aunque no tanto, al combinar el judaísmo con el catolicismo- pero accidentada boda, atrapa al espectador desde la primera imagen y no lo suelta hasta un final que incluye sabrosos apéndices. Quizás los relatos a cámara de los protagonistas a veces no fluyan demasiado, pero eso no empaña un ritmo sostenido y burbujeante, que incluye algunas escenas y personajes fuera de serie. El triángulo Hendler-Oreiro-Imanol Arias funciona a la perfección, dentro de un elenco encendido en el que habría que nombrar los aportes de cada uno.
Con el inequívoco trasfondo de las obsesiones expresivas del aquí productor Guillermo del Toro, No le temas a la oscuridad es un film que transita por el terror, el suspenso, lo sobrenatural y lo mágico, alcanzando algunas atmósferas notables y que revela en Troy Nixey a un realizador avezado. Basada en una producción televisiva del año 1973, del Toro y Matthew Robbins diseñaron un guión con muchas referencias En suma, una pieza que promete mucha más de lo que finalmente da, pero que sin dudas propone un sustancioso plato de truculencia y horror que no deberán dejar pasar los amantes de los subgéneros que ha ido deparando el terror a través del tiempo.
Dirigida por Brad Anderson, que en un par de films anteriores había logrado buenos exponentes de cine de suspenso con toques fantásticos; aquí no repite esos méritos a través de una película fallida. Uno de sus problema quizás sea que no se decide por un género específico para narrar su odisea. La oscuridad es un thriller con toques apocalípticos que precisamente no opta nunca por ser simplemente eso, un film –subgénero en boga- acerca del fin de la humanidad, uno alegórico con referencias teológicas o filosóficas o uno claramente orientado hacia el más puro terror. La combinación de géneros a veces es apropiada, pero en este film, en el original Vanishing on 7th street (Desapareciendo en la 7ma. calle) no consigue amalgamar una trama coherente que, básicamente, gire alrededor del mítico miedo a la oscuridad. Un extraño apagón en la ciudad de Detroit viene acompañado de funestos sucesos que se harán visibles al amanecer, al encontrar unos pocos sobrevivientes ropas de gente que se ha esfumado, coches abandonados y silencio espectral. La película llegaa lograr algunos pasajes angustiantes, en los que asoma inquietud acerca de la suerte de los personaje, pero en realidad es una sensación forzada, porque el film logra una escasa empatía con el espectador y en su tramo final se vuelve algo reiterativa y rebuscada.
El documentalista e investigador Andrés Di Tella, con el respaldo de otro especialista en el género como Marcelo Céspedes, va en búsqueda de Claudio Caldini, verdadero prócer del cine alternativo y experimental. Detrás de un circunspecto hombre recluido en una quinta suburbana, a veces lozano y lleno de bríos como cuando filmaba en su juventud y otras inexpresivo y distante, se halla oculto un verdadero genio de la imagen. Hijo de un empecinado cineasta aficionado, no ve reflejada su gran estatura artística a través de este film disperso y mal enfocado, que acaso debió haberse llamado El cineasta secreto, como el propio Caldini se auto denomina, en lugar de la inapropiada y nunca explicitada Hachazos. El realizador –lejos de su brillante Fotografías- lo registra en su cotidianeidad mientras busca descifrar las motivaciones de su cine, salpicando fragmentos de su obra en súper-8, formato hoy justamente homenajeado por la dupla Spielberg-Abrams. Pero lo mejor de la película es un final con Caldini en su esplendor exhibiendo una pieza rodada en esos días con tres proyectores simultáneos que va manejando como un director de orquesta. Un breve y extraordinario momento visual y sensorial que el film le debe mucho más a Caldini que a Di Tella. Aún así Hachazos tiene el mérito de sacar del anonimato a un cineasta fuera de serie, merecedor de un ciclo con su obra.
Los curiosos personajes creados por el belga Peyo, mezcla de duendes y enanitos de otra dimensión –ya no verdes sino azules-, que pasaron de una antigua historieta a la TV y hasta tuvieron su propio largometraje, llegan ahora remozados en su versión 2011, digital, 3D y combinada con acción viva. Propuesta que resulta atrayente si la comparamos con aquella serie de animación de trazos básicos y recursos visuales y narrativos elementales, a cargo de la voraz usina de ciclos del género que fue la productora Hanna-Barbera. Pero claro que los admiradores de esas exitosas criaturas dibujitos de los años 80 quizás se sientan nostálgicos al verlas recicladas de manera hiperrealista y trasladadas desde su pequeña aldea a una urbe expansiva como Nueva York. Sea como fuere, el cambio es burbujeante, a través de una trama sencilla en la que el recordado Gargamel (eficaz Hank Azaria) persigue a los pulgarcitos hasta forzarlos a atravesar un portal mágico que los hace llegar a nuestro mundo, donde interactuarán con una pareja humana mientras el villano y su gato Azrael tratan de atraparlos. Las incidencias sólo son medianamente interesantes, aunque ágiles y de seguro impacto en los más pequeños. Técnicamente correcta y sin demasiados hallazgos, Los Pitufos funciona como una suerte de carta de presentación de inminentes secuelas.
Realizada por un cineasta marplatense, asiduo colaborador de Luis Puenzo, El Fin del Potemkin narra con hondura e imágenes de gran poder expresivo una historia singular que abarca a Rusia y Argentina, a través de localidades como Mar del Plata, Moscú, Bielorrusia, Letonia y la Patagonia. Misael Bustos reconstruye la compleja e insólita trama de un grupo de marineros de la Ex URSS rusos varados en la gran ciudad balnearia a fines de 1991, a causa de que el barco pesquero en el que trabajan quedó desamparado ante la disolución de la Unión Soviética. Exiliados contra su voluntad y sin ser reconocidos por su patria ni siquiera en el aspecto de los salarios adeudados, debieron subsistir en un país muy ajeno, sin recursos, casi incomunicados y luchando por adaptarse a costumbres extrañas para ellos. Bustos focaliza en dos de los que quedaron vivos de ese duro trance, Viktor, especialmente, y Anatoli, ex tripulantes del barco mercante Latar II, detenidos en el tiempo y sobrellevando esa situación límite con la mayor dignidad y temple posibles. Un trabajo de rodaje y filmación de notables aristas, realzado por planos de gran fuerza visual enmarcados por la apropìada y melancólica música de Guillermo Pesoa.