Padre e hijo A veces el cine ofrece joyas resplandecientes –por más que no estemos ante un film particularmente luminoso– y entrañables –por más que los sentimientos afloren a cuentagotas– como Nebraska. Con esta obra extraordinaria pero a la vez sencilla y austera, inocultablemente local pero de aliento universal, el cineasta Alexander Payne se coloca en un lugar referencial de la cinematografía mundial, luego de ofrecer títulos valiosos como la formidable Entre copas y la interesante pero algo sobrevalorada Los descendientes. Con indudables reminiscencias de Una historia sencilla de David Lynch, por su tratamiento formal y narrativo, Payne alcanza con esta pieza niveles sublimes tanto en el plano expresivo como en el dramático y emocional. E internándose en terrenos en los que la comedia y la parodia también se suman a los variados estímulos artísticos propuestos. Una película cuyo ramillete de nominaciones de la Academia, merecidas pero que no revalorizan especialmente a un film que no parece estar concebido con ese propósito, posee claros componentes que la podrían ubicar dentro del subgénero de la road-movie. Pero Nebraska es mucho más que eso. A través del disparador de un hombre mayor y arrasado por el alcohol que pretende retirar un premio que una tramposa carta le promete, se pondrá en marcha una regocijante y a la vez melancólica aventura caminera de padre e hijo, con otros sustanciosos personajes que irán interviniendo. El paso del tiempo, la incomunicación y la avaricia familiar son temáticas que Payne aborda con una extraña mezcla de distanciamiento y profundidad. La excepcional fotografía en blanco y negro fortalece aún más el factor dramático de interpretaciones tan verosímiles como soberbias de Bruce Dern, June Squibb y Will Forte. Y una bellísima banda sonora realza el poder de los paisajes y las criaturas que los habitan.
Reloj, no marques las horas Horas desesperadas, un film póstumo de Paul Walker, el actor recientemente fallecido de la saga Rápido y furioso, se titula en realidad simplemente Horas (Hours), y el aditamento de “desesperadas” lo emparienta con aquel clásico protagonizado por Humphrey Bogart y su remake, más contemporánea. Un adjetivo poco imaginativo, aunque esta pieza de suspenso y drama se lleva bien con el título, a través de una historia que tiene mucho que ver con la angustia del paso de las horas, o más bien, de los minutos. Ópera prima de Eric Heisserer, un guionista especializado en sagas y remakes de terror que denota habilidad para manejar climas en donde la tensión se integra con intensidad a una trama opresiva. El actor había abandonado aquí su traje de veloz héroe de acción para componer a un hombre que pierde a su esposa en medio de un trabajo de parto prematuro, y su bebé es conectado a un respirador artificial mientras se desata el huracán Katrina, obligando al personaje a tomar decisiones extremas en medio de graves problemas energéticos. Con una angustia creciente, algún toque de acción y un desenlace emotivo, se trata de un film de alcances modestos pero bien hecho y actuado. Y que revela que Walker intentaba darle un golpe de timón a su carrera actoral, buscando roles más comprometidos, ofreciendo aquí una tarea convincente y prometedora.
Los pliegues de la historia Steve McQueen, cineasta con nombre de actor icónico de los ’70, es un británico descendiente de africanos que hasta ahora había ofrecido dos films muy diferentes entre sí pero igualmente notables: Hunger y la reciente Shame: Sin reservas, acerca de un sexópata incapaz de reconocer su capacidad de amar. Ahora arriba una película fuertemente vinculada a sus ancestros, y a pesar de no ser estadounidense logra con 12 años de esclavitud una lacerante, estremecedora y verosímil visión acerca del execrable período de la esclavitud en gran parte del territorio de América del Norte. Además de narrar con inmensa convicción y talento el drama de un hombre libre convertido en esclavo, el realizador, candidato al Oscar como mejor director, le otorga nuevos matices a una temática sumamente transitada por el cine, que últimamente, acaso por la presencia –inédita en la historia política estadounidense– de un presidente afroamericano, se ha reforzado con títulos como la excepcional Django sin cadenas de Tarantino, y la correcta y emotiva El mayordomo. Entre una con toques claramente bizarros y otra seria y circunspecta, surge ahora con fuerza arrolladora 12 años…, para nada divertida o paródica, pero dotada de un realismo que no desdeña la poesía visual ni la expresividad narrativa. Y con aspectos poco abordados en el cine, como ese acercamiento a hombres de color de la época que formaban parte de la alta sociedad de los Estados Unidos y que nada tenían que ver ni con la servidumbre ni mucho menos con la esclavitud, a través de un protagonista engañado, secuestrado y vendido como una mercancía más, como sucedía habitualmente antes de las medidas abolicionistas de Lincoln y otros estadistas. La excelente, conmovedora y hondamente humana labor de Chiwetel Ejiofor cobra aún mayor intensidad ante la interacción de un elenco de figuras que incluye a Michael Fassbender, que vuelve a sorprender componiendo a un ser abominable.
Tónica bizarra En una nueva apuesta al absurdo y la desfachatez argumental, Néstor Montalbano ofrece Por un puñado de pelos, después de aquellas delirantes y muy divertidas Soy tu aventura y Pájaros volando. Parece que aquí el cineasta (también autor de un estupendo y poco valorado thriller, Cómplices) quiso darle una pequeña vuelta de tuerca a su estilo, incluyendo en el cóctel algo del costumbrismo argentino de remanidos films de los años ’70 y ’80 y alusiones al spaghetti-western a través del paisaje, la música y algún duelo a pistola. Pero esta historia de un joven con calvicie incipiente que descubre un salto de agua milagroso con el que proyecta un negocio millonario, poco tiene que ver con el aliento épico y de venganza característico del género. Quizás el problema más ostensible de Por un puñado… sea su dificultad para producir gracia, falencia fundamental para una comedia presuntamente burlona y paródica. La película también incluye ingredientes emotivos y de superación personal que poco se integran a su tónica bizarra global. Nicolás Vázquez aporta una gran energía en su caracterización de ese porteño consumista y de pocas luces que puede llegar a redimirse, pero la inexperiencia de otros intérpretes queda en mayor evidencia ante las inconsistencias del guión y la dirección.
Yo reciclo Con una clara impronta de la saga de Inframundo (mismos productores), Yo, Frankenstein no es tanto una vuelta de tuerca sobre el célebre personaje de terror sino más bien, el intento de una nueva serie de films para jóvenes y preadolescentes. Toma la fórmula y la estética de aquella saga y de Van Helsing, el intento de una nueva serie de films para jóvenes y preadolescentes de vieja data vueltos personajes de acción. Símiles a superhéroes, pero que no pelean por el bien común sino por el suyo propio, dentro de ámbitos urbanos darks en los que rara vez asoma algún humano. Yo, Frankenstein no tiene nada que ver con aquellos inolvidables films de James Whale con Boris Karloff, aunque parece una continuación del de Robert De Niro (hay imágenes que recuerdan el final de aquella magnífica recreación de Kenneth Branagh). Pero es sólo un breve déjà vu, porque el buen actor Aaron Eckhart no es De Niro ni el director Stuart Beattie, especialista en la saga Piratas del Caribe, es Branagh. Con un “monstruo” fachero y en gran forma a pesar de sus siglos de existencia, la película transita por todos los estereotipos del subgénero, con un notorio abuso de efectos digitales, a lo que habría que sumar –o restar– la escasez de trama y su exceso de solemnidad. La escenografía logra una atrayente metrópolis gótica, con escenas de acción muy bien hechas y un 3D logrado, como para compensar.
Realismo estremecedor Apelando a la fascinante historia contenida en la novela de Markus Zusak, Ladrona de libros logra describir de una manera tan dolorosa como poética y entrañable la indeleble tragedia de la guerra. No por nada uno de los personajes del film del ascendente Brian Percival, es nada menos que la mismísima muerte, que a través de una envolvente y armoniosa voz en off, aparece en determinados y sustanciales pasajes del film. El desprecio por la vida humana fue uno de los ejes esenciales que el nazismo llevó adelante para desencadenar el Holocausto y la posterior genocida Segunda Guerra Mundial. De todo eso habla y expone con crudeza el film, pero también se refiere a una pequeña y promisoria niña y todo su ramillete de afectos, que incluyen un joven al que su familia protege de la persecución antisemita, un vecino de su edad que irradia amor infantil, una madre intransigente pero con dos caras y un padre repleto de dignidad. Criaturas que van desarrollando su vida y sus afectos en medio del espanto y la devastación del totalitarismo y la contienda. Atrapante de principio a fin, estremecedora en su realismo y cautivante en su plano metafórico, Ladrona de libros, más allá de su condición de film candidato al Oscar, es una pieza repleta de lecciones de vida. Notable en su ambientación, fotografía y sustentada por un elenco que pese a su disparidad de edades se iguala en su enorme bagaje emocional.
Dentro de su carácter de comedia dramática con toques románticos y humorísticos, El misterio de la felicidad se interna en aguas emocionales y evocativas profundas. Con la inestimable contribución de una intensa pareja protagónica, logra estimular resortes íntimos y sentimentales, mérito de un Daniel Burman que aquí se mueve dentro de una frecuencia más clásica pero sin dejar de lado su sello personal y una innegable originalidad, tanto en los tópicos abordados como en su tratamiento expresivo. Si bien es cierto que en parte de sus últimos films el realizador de El abrazo partido se ha acercado subrepticiamente a un cine más industrial, con la presencia de figuras populares de la escena argentina, con La suerte en tus manos volvió a su esencia en un film repleto de riesgos, tanto en su temática como en las apuestas actorales. Y si bien aquí retoma aquella impronta, con intérpretes reconocidos y una historia en la que el amor -en sus distintas acepciones- asoma en variados momentos del metraje, se percibe en su narración aparentemente más convencional, la interpelación de detalles narrativos más “indies”, o mejor dicho, más burmanianos. En su historia de un par de amigos hermanados como siameses, en la cual uno de los dos desaparece sin dejar rastro, conmocionando sin remedio la vida del otro; se vislumbran emociones primales del ser humano. Sensaciones que pese a su humor destilan melancolía, y que se amalgaman mediante una labor extraordinaria de un Guillermo Francella pleno de expresividad pero muy medido en sus recursos gestuales habituales, junto a la vuelta a la actividad de una brillante Inés Estévez que, con un personaje lleno de matices, resulta clave en el film. Tanto Alejandro Awada como Fabián Arenillas despliegan su talento en roles sumamente peculiares, y por último, María Fiorentino y Sergio Boris, aportan lo suyo en sus breves participaciones. Con una escena final antológica y conmovedora, esta simple y magnífica comedia romántica con ingredientes dramáticos resulta asimismo mucho más que eso.
Basada en una novela histórica del género, de gran suceso dentro del círculo de lectores de ciencia-ficción hace casi dos décadas, El juego de Ender marcó el nacimiento de una seguidilla de cinco libros del autor Orson Scott Card. Y por el final de este film de Gavin Hood, con una taquilla que seguramente acompañe, está claro que propiciará una saga cinematográfica que funcione paralelamente a los textos ya escritos. Y aunque los adolescentes son los principales destinatarios de esta serie, dentro de la impuesta tendencia que une a esta franja de público con productos fantásticos, futuristas o levemente terroríficos, esta historia se avizora interesante, o al menos, con toques diferentes. Transcurre en un no tan próximo futuro luego de un asedio extraterrestre a nuestro mundo que será repelido, pero ante una inminente nueva ofensiva se pone en marcha un nuevo programa de entrenamiento en el que intervienen preadolescentes entrenados intensivamente. Lo destacable del mensaje es que los personajes cuestionan tal artilugio, mientras que un final sorprendente y claramente espiritual y antibeligerante termina de asentar valores que promueven la reflexión juvenil, además de estimular su gusto por las aventuras espaciales. Buenas imágenes digitales y performances de un elenco que mixtura dos generaciones opuestas.
Realizada con extremo realismo visual y artístico, en su meticulosa combinación entre animación 3D y escenarios naturales rodados en vivo, Caminando con dinosaurios ofrece una asombrosa reproducción de la vida salvaje en nuestro planeta millones de años atrás. Hasta aquí sus valores incuestionables, en lo que hace a todo el resto de la propuesta, este film de Barry Cook y Neil Nightingale produce una sensación muy semejante a la que despertó en su momento Dinosaurio de los estudios Disney, cuya extraordinaria introducción audiovisual sin diálogos de diez minutos, recorriendo el derrotero de un huevo del cual saldría el protagonista de la película, era arruinada cuando los personajes se humanizaban y empezaban a hablar. Lo que sucede en Caminando con dinosaurios es similar aunque aquí los personajes no hablen, ya que mantienen sus características salvajes y sus hábitos recreados, incluyendo chillidos y sonidos guturales naturales. Sin embargo, todo esto queda desdibujado ante el insufrible relato del locutor, presuntamente gracioso, y las voces que les adjudican a los principales criaturas, que brotan como si fueran pensamientos audibles. La trama contiene forzadas alternativas amorosas entre animalitos en desarrollo, pero eso molestaría menos si el film, tal como está -es bastante explícito y entendible-, fuera despojado del relato y las voces. Da la impresión, aunque probablemente no sea así, que los productores temieron por la asistencia infantil y agregaron todo eso, innecesaria y gratuitamente. Sólo los apuntes educativos acerca de los extintos animales resultan oportunos.
Realizador de un gran film previo como Cous Cous, fantástica radiografía de una comunidad afincada en otro país, con sus incertidumbres y certezas, ahora arremete con esta deslumbrante, abarcadora, descomunal nueva obra La vida de Adèle. Una presencia reflejada a toda gestualidad en una pantalla que registra puntillosamente hasta sus más mínimos gestos en rabiosos y siempre reveladores primeros planos. Abdellatif Kechiche, un cineasta que demuestra una absoluta capacidad de extraer el talento y la capacidad emocional de sus criaturas, se ocupa simplemente de narrar en imágenes la vida adolescente y el proceso de maduración de una chica desbordada de hormonas en su sinuosa búsqueda sexual, amorosa y existencial. Para ello se vale de tres horas de metraje cinematográfico que, de manera casi inexplicable, no se sienten, y hasta parecen pertenecer a un film de clásica duración de hora y media. Tan explícita en sus escenas íntimas como en las sentimentales, La vida de Adèle es un derroche de humanidad que atribula y compromete al espectador plano tras plano. Y que con tan poco –aparentemente- para contar, quite el aliento, conmueva, estimule, hechice, arrebate; se debe en gran parte a una actriz joven indiscutiblemente extraordinaria llamada Adèle Exarchopoulos. Un sinnúmero de sensaciones enfatizadas por ella junto a un magnífico elenco acompañante.