La adaptación cinematográfica de una pintura es, sin dudas, un proyecto audaz y ambicioso. El molino y la cruz es un ejercicio de estética apasionante fundado en los vínculos y las divergencias entre el cuadro y la pantalla que, sin embargo, nunca llega a conmover. Lech Majewski se concentra en la mirada de Bruegel y en las obsesiones sociales y realistas que se van a plasmar en El camino al calvario, el cuadro en cuestión. Desde el primer plano de la película, la cámara avanza lentamente y en silencio por un decorado poblado de modelos vivos que permanecen inmóviles esperando ofrecer sus colores al pincel del maestro. El director polaco no utiliza la cronología ni la narración de la vida del pintor, se basa más en las sensaciones e interpretaciones que en la palabra o el sentido directo. La misteriosa dualidad entre lo visible y lo oculto, que parece animar el proyecto, se desvanece en las escenas que muestran al pintor en acción, subrayadas con una voz en off descriptiva y pedagógica. Majewski intenta reconstruir el universo del artista, reflejar su precisión estética y su profunda sujeción en lo real. La época que toma vida detrás del cuadro está signada por la pobreza y el dolor. La película se detiene en la tensión evidente de cada retrato, en escenas de una violencia casi insoportable, como cuando los soldados españoles de la Inquisición atacan a los campesinos indefensos o en los festejos previos a una ejecución. Lo que está en juego a nivel narrativo es intrascendente, la falta de conexión entre las distintas secuencias y la incapacidad del director para otorgarles un poco de aire terminan de hundir a la película. Como si estuviese modelando un barco con fósforos, la cámara construye plano a plano, cuidando el mínimo detalle pero sin emoción, la imagen minuciosa del cuadro. Una multiplicación de esfuerzos inútiles que asemeja a Lech Majewski con el héroe de Borges.
Demagogia y lugares comunes Un respetable aristócrata tetrapléjico contrata a un muchacho de barrio, negro y jovial, como ayuda domiciliaria. El hombre rico que ha perdido el gusto por la vida se encuentra de pronto con un ángel excéntrico portador de esos valores verdaderos que los demagogos asignan al pueblo. La relación de clases no es más que pura convención para un humor perezoso. El choque cultural es explotado mediante los peores lugares comunes: uno escucha a Vivaldi y el otro Earth Wind and Fire, uno escribe cartas de amor cortesano mientras el otro desenvaina un lenguaje callejero, uno se impone las normas de vida que el otro ignora soberanamente. Al cabo del enésimo sketch queda bien subrayado que los dos hombres no viven en la misma esfera pero van camino a una mutua domesticación. Ideología. La película se burla de las prácticas culturales de la clase dominante, como la ópera o la pintura contemporánea, mientras que los signos materiales de riqueza, como los lujosos autos o un avión privado, son tratados con la mayor benevolencia. Los pequeños sainetes en un concierto de música clásica o en una sesión de afeitado dan lugar a bromas toscas que los actores puntúan, como en la televisión, con su propia carcajada. A este simulacro de diálogo entre el hombre serio y el payaso le sigue una forzada inmersión realista en los edificios de suburbio que no supera nunca el detalle de guión. La falsa credibilidad social choca con el material básico de la comedia televisiva. En lugar de explotar el costado ligero de la historia, los directores pretenden mezclar la bufonada con el drama y sólo consiguen un festival de buenos sentimientos y respuestas automáticas. Dudosa trasgresión. Para no quedar pagados a la compasión fácil de los peores telefilms americanos, los directores franceses proponen como dudoso antídoto la manipulación física de Phillipe, que llega al colmo de la torpeza con la escena en la que el cuidador tira agua hirviendo sobre la pierna insensible del postrado. Driss considera el cuerpo de Phillipe como un objeto inalterable y encuentra el pretexto para ejercer un acto de violencia sobre su carne sin dejar ningún rastro. Lo cómico en torno a la minusvalía de Philippe (el agua caliente, los juegos en la nieve, la masturbación de las orejas) sólo funciona cuando su cuerpo es manejado torpemente, liberando sobre él inclinaciones sádicas o descubriendo con diversión una sexualidad restringida por la discapacidad. Aunque hable y piense, el cuerpo minusválido sigue siendo un objeto, un instrumento a la altura de la figura del bufón que lo acompaña, dos marionetas al servicio de un entretenimiento desencarnado.
Sylvain George se instaló durante tres años en Calais para dar cuenta de las políticas migratorias en Europa, un problema crucial de nuestro tiempo. El resultado no es de ningún modo periodístico, el director se niega a hacer el menor comentario y las personas filmadas permanecen la mayor parte del tiempo en silencio. En verdad, no necesitamos que digan que no son felices en ese estado intermedio entre la vida y la muerte porque la simple descripción de su cotidianeidad lo vuelve evidente. En la extensa primera parte de la película no ocurre nada extraordinario: es el tiempo de la espera, el director teje relaciones sólidas de confianza y respeto con los inmigrantes para tener tiempo de mostrar plenamente quienes son. La película se divide en secuencias autónomas que no se conectan según la cronología sino mediante correspondencias entre imágenes, motivos, situaciones y personas. El director no pretende construir ningún discurso y deja resonar libremente estos segmentos de vida y mundo. Sin embargo, no se nos presenta una realidad bruta, las imágenes están trabajadas. Las aceleraciones, los cortes bruscos, los juegos con las luz y las sobreimpresiones introducen una distancia entre nuestra mirada y lo que se filma. Luego de la descripción de la espera diaria de los inmigrantes tiene lugar la expulsión por las fuerzas del orden con una larga secuencia muy fuerte y movilizadora. Las palabras toman protagonismo entre la policía que ejecuta las órdenes y los franceses solidarios con los inmigrantes que intentan impedir la masacre. La brutalidad de las detenciones, su rapidez y su carácter definitivo, no dejan lugar a dudas sobre la política de estado francesa y británica. La cuestión candente sobre la suerte de los inmigrantes permanece intacta. Tras la batalla, luego del desalojo, el director se toma su tiempo para filmar los lugares vacíos, dejando que resuene la injusta ausencia. Pero Sylvain George no concluye su película con el fracaso de la tentativa que describió pacientemente y se acerca a otros inmigrantes que esperan mejor suerte que sus antecesores. La historia sigue, queda abierta y nos pide que actuemos de manera urgente para que no se repita.
Los 400 golpes Cyril se niega a admitir que su padre lo abandonó en un hogar para menores. El chico tiene once años y los puños apretados en los bolsillos. El pequeño se fuga, golpea, muerde, se rebela contra su destino. Toda la fuerza del cine de los hermanos Dardenne está presente en la escena en la que el inquieto protagonista inspecciona el departamento en el que solía vivir con su padre, abriendo las puertas con rabia o escarbando en algún recoveco. En el desasosiego del chico no hay palabras, sólo gestos acompañados de planos fluidos y precisos. El sentimiento se transmite mediante la violencia con la cual explora, manipula, acaricia o rechaza los objetos que encuentra. El dolor es una puerta cerrada, un celular que suena en vano o un vidrio detrás del cual se perfila la sombra de un hombre insensible. La conjunción entre el guión y la puesta en escena favorece la elipsis y hace avanzar la historia sin diálogos explicativos. El padre renuncia, no puede hacerse cargo del chico. La madre está completamente ausente del paisaje de la película, es un factor de misterio latente. Cuando comienza la aventura del pequeño, un cúmulo de circunstancias desesperadas lo conducen a encontrarse con Samanta, una joven peluquera que vislumbra en él un hijo posible. Cyril debe maniobrar de manera veloz decisiones vitales y con pesadas consecuencias. Sin tiempos muertos, con personajes en constante movimiento, sin psicología ni énfasis y arriesgando algunas notas musicales, El chico de la bicicleta suscita una emoción verdadera que deja poco lugar para la reflexión y elude el discurso edificante. La intriga se establece alrededor de la bicicleta, el símbolo del vínculo que une al chico unilateralmente con su padre. Cyril se esfuerza por recuperarla, Samanta la encuentra y otros chicos pretenden robarla. La bicicleta es una filiación rota, una adopción posible y una delincuencia potencial. El guiño al clásico de Vittorio De Sica se refleja tanto en solidaridad familiar en un contexto de miseria social como en el gusto por los exteriores, los escenarios naturales y los protagonistas despojados de artificios. Cyril sabe qué hacer con la bicicleta, la controla, está orgulloso. Pedalear es una forma de medir su propia potencia, rechazar el engranaje de la marginalidad y luchar contra el desaliento. El chico de la bicicleta es la primera película que los Dardenne filman en verano. El clásico suburbio obrero de Seraing es ahora más luminoso, coloreado y propicio para el vínculo entre los personajes, para la elaboración de un nuevo lenguaje sentimental entre Samanta y Cyril, con sus propias lógicas emocionales y narrativas. Jean-Pierre y Luc Dardenne han creado una pequeña legión de personajes jóvenes a la que Cyril se suma con una asombrosa madurez. Un cuerpo obstinado, un rostro que no se resiente con la rabia, un protagonista (el extraordinario Thomas Doret, un nuevo descubrimiento de los cineastas) que evoca al Jérémie Rénier de La Promesa, que aquí encarna al padre. Los directores logran capturar instantes de pura verdad en la exterioridad del actor, en sus gestos y su materialidad, Cyril es un personaje inolvidable que, como Lorna o Rosetta, seguirá viviendo luego del último plano de la película.
El comienzo de Cómplices parece sentar las bases de un thriller convencional: algunos planos describen el marco urbano hasta llegar a un cadáver que yace al borde de un río. Pero la película asume enseguida la banalidad de la intriga policial como excusa para vincular a los cuatro personajes centrales y se vuelca hacia la vida sentimental y sexual ambigua que los une. El plural del título remite a una doble confrontación entre el amor fou de dos jóvenes y el aprecio de una pareja de policías maduros. Las piezas del rompecabezas revelan una suerte de melancolía social en la que la tensión depende de los sentimientos que se ponen en juego. Al compás de las investigaciones, el pasado reciente vuelve en breves flashbacks luminosos y sensuales con la mirada intensa y el cuerpo vibrante de los dos enamorados apenas salidos de la adolescencia. Rebecca y Vincent se conquistan con un cruce de miradas en un cibercafé. Poco tiempo después, Vincent le confiesa a su novia que vive de la prostitución para la alta sociedad. Rebecca, luego de una pequeña crisis, se une a él para satisfacer la libido y los fantasmas de la clientela. Sobre este terreno se desarrollan los mejores momentos de la película. Mediante una puesta en escena empática y sensual, el director genera una cercanía con los cuerpos desnudos que puede llegar su máxima intensidad con una simple mirada entre los dos amantes sobre el hombro del cliente. Los amores y deseos extremos de los jóvenes perderían espesor si no encontraran un bello eco en el dúo de policías interpretado por los extraordinarios Gilbert Melki y Emmanuelle Devos. A la pareja fogosa e inconsciente responden los otros dos cómplices unidos por los vínculos del trabajo y una prudente amistad. La película respira con el contraste y amplía su paleta mezclando la preocupación casi paternal con una ligereza de tono cercana a la comedia sentimental. Los policías evacúan la tensión del día (y su frustración sexual) jugando al ping pong o ironizando sobre su celibato. Karine busca su alma gemela en Internet pero solo consigue frustraciones. Hervé profesa una suerte de renuncia e inhibición ante lo sentimental, como si hubiera elegido ser tibio y apagado para protegerse. Las vueltas de la investigación y los detalles del asesinato alimentan su postura y dan forma a un retrato agridulce. Pero a pesar de la desilusión, una huella de deseo parece siempre subsistir en ellos. En esa llama frágil reside también el encanto de la película.
El único mérito de Un suceso feliz parece ser la falta de pudor de Louise Bourgoin, una actriz embarazada que muestra la cola y las tetas, gime, goza y habla como un camionero para dejar en claro que estamos ante una película transgresora. La protagonista es una suerte de Eva moderna: una mujer libre, deseable y feliz, que es condenada por concebir un hijo. La película niega la complejidad de la metamorfosis, las sucesivas etapas se viven como una tortura cada vez mayor, el período de transición que suele ser una mezcla de sufrimiento y felicidad es remplazado por el itinerario certero de una mujer hacia su destrucción. El bebé que crece dentro suyo la domina, toma su feminidad y su libido. Todo en torno ella deviene la extensión de su trauma, como si la sociedad deformada por el egoísmo de su depresión estuviese poblada de individuos aborrecibles: desde el padre ausente, separado tanto del embarazo como de la paternidad, hasta el personal médico y social sordo al desamparo de la madre estoica. La película ilustra un guión psicosocial en el que las situaciones nunca son creíbles: no se puede alquilar un bonito, luminoso y amplio departamento, ni pagar unas lujosas vacaciones en Portugal con el sueldo de empleado de un videoclub. Un suceso feliz es una suma lugares comunes: los hombres son grandes niños irresponsables y las mujeres tienen los pies sobre la tierra. El director encadena ideas anecdóticas en una sucesión de sketchs sobre la maternidad con planos y contraplanos fallidos y un humor estúpidamente grueso. La mezcla entre diálogos penosos y filosofía de tocador llega a un punto sin retorno cuando la heroína concluye que: “Lo que cuenta, a pesar de todo, es la vida”.
Un condenado a muerte se escapa Jerzy Skolimowksi es un artista obstinado. A veces elige pintar. Otras veces se desliza a la perfección en la piel de un actor. Y cuando decide ponerse detrás de la cámara, es incapaz de hacer otra cosa que grandes películas. Essential Killing es el fruto monstruoso del cruce entre su radicalidad autoral y la eficacia de una película de acción. Un torturado que se escapa, un hombre que intenta salvar su pellejo, un fugitivo que se va deshumanizando mientras es perseguido por un grupo de soldados americanos en un paisaje siberiano impávido y hostil. El personaje, la película y el cineasta despliegan un extremismo explosivo. Las etapas de la aventura se suceden casi sin palabras, con una increíble fuerza primitiva. No saber nada es una excelente condición para experimentarlo todo. Los datos históricos y geográficos están genialmente cifrados y se transmiten con un mutismo explícito y deslumbrante. Los procedimientos de tortura podrían ser los de Guantánamo, el decorado evoca la montaña afgana y el fugitivo resulta ser un Vincent Gallo irreconocible que entrega una impresionante performance masoquista. Skolimowski filma a la víctima expiatoria con una curiosa mezcla de distancia y empatía. El cineasta nos hace compartir el calvario del fugitivo, recurriendo por momentos a la cámara subjetiva, pero se desentiende de toda psicología. Desconocemos la identidad del talibán (recién en los créditos finales sabremos que se llama Mohammed) y sus pensamientos son accesibles sólo a través de acciones que parecen dictadas por impulsos: el miedo, el hambre, el frío, el cansancio y la desesperación. La elección de Gallo como personaje principal favorece la identificación, el chasquido de sus pasos sobre la piedra o la nieve genera la impresión física de estar participando del caótico recorrido junto al magnético protagonista. La ausencia de interioridad sólo se ve amenaza por algunos pocos flashbacks tan inútiles como toscos. De todas maneras, estas torpes evocaciones y algunos momentos en los que la violencia sistemática se torna casi gratuita, se diluyen con el tiempo en una película que persiste como un bloque helado y cristalino. François Truffaut decía que no hay buenas o malas películas, sino simplemente directores buenos y malos. Jerzy Skolimowski es uno de los mejores cineastas del mundo y cada una de sus películas está habitada por la misma energía nerviosa que durante mucho tiempo liberó sobre los cuadriláteros como boxeador aficionado. La puesta en escena de Essential Killing tiende a la abstracción, con sus acantilados desnudos y sus bosques nevados. El agudo sentido del espacio le permite al director extraer de estos escenarios casi irreales, planos de una belleza inquietante. El mártir musulmán (que da pasos paradójicamente crísticos) cambia su uniforme de preso por uno naranja y luego por otro blanco que se ensucia rápidamente con barro y sangre. El personaje pierde el color y la vitalidad hasta fundirse de nuevo en el paisaje. Por momentos las imágenes convocan el universo Anselm Kiefer, el artista plástico alemán que anuncia la desaparición del hombre con la misma audacia y destreza que el cineasta polaco. Este mundo violentamente privado de sentido lleva el rastro de los largos años que Jerzy Skolimowski le dedicó a la pintura. Para sobrevivir, el guerrero se transforma en el mismo material sus cuadros abstractos.
No reconciliados La película comienza con una pareja en crisis negociando su divorcio con un juez. Ella quiere irse a vivir al extranjero, él prefiere permanecer en Irán y ambos justifican su decisión por el futuro de su hija. Lo primero que salta a la vista es que, al igual que en los trabajos anteriores de Farhadi, la pareja no se ajusta a la imagen estereotipada de Irán que tenemos en occidente. Son un hombre y una mujer que por su vestimenta (a excepción del chador), su modo de vida urbano y su manera de expresarse podrían habitar cualquier ciudad occidental. La separación posee una gran densidad humana, ética y política. La película plantea numerosos temas: el divorcio, los conflictos de clase, el lugar de la mujer en la sociedad, la religión, las relaciones filiales, la inmigración, la mentira y la preocupación por las apariencias. Oscilando entre lo intimista y lo universal, Farhadi le otorga fuerza a cada uno ellos pero no ofrece respuestas. Simin pide el divorcio, deja el hogar y vuelve a la casa de sus padres. Nader contrata a Razieh para ocuparse de su viejo padre enfermo. Nader y Simin pertenecen a una clase media liberal y Razieh a un medio precario muy apegado a la religión. La separación enfrenta dos mundos diferentes sin tomar partido por ninguno. En la mitad de la película se produce un incidente que cambia por completo el rumbo del relato. Como en A propósito de Elly, se trata de un hecho que no vemos, una escena ausente que aspira toda la película como una fuerza centrífuga. Este suceso genera una confrontación entre Nader y Razieh que de a poco implica a otros testigos y establece un juego de trucos y mentiras desplegados para salvar las apariencias. A partir de este momento, el motor narrativo es un encadenamiento de causas y efectos cada vez más caóticos. Cada uno tiene sus razones y resulta imposible juzgar las subjetividades de sistemas de valores diferentes. El director les da la palabra a todos para que el espectador explore los distintos puntos de vista. En este punto, tal vez haya que reprocharle a Farhadi el hecho de postergar la versión de la historia vista desde el desamparo de Razieh hasta el desenlace, para privilegiar el suspenso. A medida que la película avanza, volvemos a visitar mentalmente las escenas anteriores y dudamos de lo que hemos percibido o comprendido. La verdad se pierde en un sinfín de observaciones contradictorias y escenas similares que se repiten aportando una luz ligeramente diferente. La separación es una película física, tensa y eléctrica, que no da respiro. La dinámica del montaje genera el vértigo necesario para entender la complejidad de lo que está en juego. Farhadi demuestra gran habilidad para sumergirnos en una historia cuyas acciones llevan consigo una parte de la duda que la película intenta revelar. El guión es muy preciso y la puesta en escena es fluida, intensa y muy controlada. La cámara se clava en cada uno de los personajes, los sigue con nerviosismo en sus incesantes desplazamientos y encuentra siempre el buen ángulo, la velocidad pertinente y la distancia justa. Farhadi juega con una paleta de colores reducida que va del azul marino al verde descolorado para pintar un mundo sombrío con tonos cotidianos. La acción se desarrolla en los interiores, como en Fireworks Wednesday, pero en ese microcosmos resuenan los distintos componentes de la vida iraní. La separación conmueve sobre todo por la presencia de la hija en medio del divorcio. Termeh condiciona a Simin y Nader, que permanecen extremadamente preocupados por su mirada. Termeh debe decidir si quiere vivir con su padre o con su madre. Lo que está en juego es tan pragmático como emocional, por eso la extraordinaria escena final culmina en el momento justo.
Eva vive sola en una casa que nunca termina de limpiar (unos desconocidos mal intencionados mancharon la fachada con pintura roja) y ocupa un puesto sin interés dentro de una pequeña empresa en la que reina un ambiente siniestro. Flashback: Eva y Franklin viven felices y enamorados hasta que el comportamiento extraño del pequeño Kevin, fruto de su unión, genera un malestar creciente en la joven madre. El nacimiento de un anticristo en el seno de una familia ordinaria podría ser un buen argumento para una película clase B, pero Tenemos que hablar de Kevin posee un embalaje de pretencioso formalismo, sin una pizca de humor que anime su visión del mundo simplista y desagradable. En la apertura, Eva participa de una fiesta popular en la que se vierten toneladas de tomates maduros en las calles de una pequeña ciudad española. La secuencia tiene valor de presagio: todos chapotean en torrentes de pulpa roja y el espectador comprende inmediatamente que la película se encamina hacia un final sangriento. La construcción temporal es inútilmente alambicada y llena de metáforas (la pintura roja que no puede quitarse de las manos la madre del monstruo) como de pesadas señales (el zoom sobre un ojo en el cual se refleja el objetivo de tiro al arco). La realizadora abusa de los efectos de puesta en escena destinados a instalar un sentimiento de agorafobia (la deshumanización de los decorados) y fatalidad (los sonidos de la secuencia siguiente comienzan siempre algunos segundos antes del final de la escena en curso). El empleo sistemático del mismo recurso no tarda en volverse tan evidente como insoportable. Como si la minucia sádica con la cual se pone en escena el calvario de la madre-coraje no fuera suficiente, la película despliega la tesis de un Mal en estado bruto que surge por generación espontánea. Apenas nacido, Kevin ya es un perverso manipulador, un psicópata en potencia. La maldad del hijo parece alimentarse de las buenas intenciones de los padres (aunque el padre esté completamente ausente y la puesta en escena lo subraye en exceso) y sólo cuando Eva pierde los estribos y lo golpea con violencia, el chico da pruebas de respeto. Por lo tanto, además de militar por la detección de asesinos desde el embarazo, la película sugiere que Kevin habría salido más derecho con algunos castigos corporales. El tema de los niños-monstruo, muy en boga en estos últimos años, nunca había sido explotado de manera más obtusa. Dejamos para el final el pretencioso formalismo que anunciamos en la introducción. Lynne Ramsay empapa su película de un rojo agresivo y bien exagerado, no hay una escena que no esté cubierta de escarlata. El espectador puede elegir entre irritarse ante el método espantosamente repetitivo o esquivar el problema jugando a adivinar lo que contendrá el plano siguiente: una ensaladera roja, vino tinto, la pelota roja, una pantalla roja, latas de conserva de tomates, un oso de peluche rojo, mermelada roja o los número rojos del despertador. Y no seguimos con la enumeración para que el texto no sea tan aburrido como la película.
La metamorfosis de Köhler En sus dos primeras películas, Ulrich Köhler puso en escena la cuestión del territorio, la pérdida de la identidad y la dificultad para encontrar un lugar propio, mediante relatos con personajes en fuga donde la cotidianeidad era trastocada por una extrañeza inquietante. Su nueva película posee una ambición aún mayor; El mal del sueño se pregunta por el papel del hombre blanco en África y extiende la incomodidad existencial a todo el continente europeo. El director plantea temas complejos sin dar explicaciones ni respuestas fáciles y expone, sin ser didáctico ni complaciente, el paternalismo y la dificultad para deshacerse de los reflejos colonialistas. El mal del sueño es una película en dos tiempos sobre la metamorfosis africana de un médico alemán. Ebbo Velten se deja abrasar por la naturaleza, las bellezas y los rigores de Camerún durante largos años de ayuda humanitaria. El viejo doctor lamenta haber dejado a su familia en Alemania pero no desea regresar a un país que ahora le resulta ajeno. Desgarrado entre dos continentes, entre dos vidas distintas y contrarias, Ebbo termina por desaparecer en las profundidades de la selva. Años más tarde, Alex, un joven médico francés de origen africano, irá a su encuentro para auditar su trabajo, pero sólo encontrará un fantasma. La película se divide en dos partes completamente distintas, con dos historias cuyo único vínculo es la campaña médica, con dos relatos que sólo tienen en común la presencia del viejo médico. El mal del sueño sigue los rastros de la extraordinaria White material de Claire Denis, construyendo de a poco una tensión interior que proviene de la influencia de África, de su clima y de su ritmo diferente, sobre los europeos. La violencia con la cual Alex reacciona ante los múltiples retrasos y obstáculos que encuentra a su llegada demuestra que es imposible hacer el mismo trabajo a un ritmo europeo y pone de manifiesto que lo que está en juego no es la productividad sino la simple supervivencia. Köhler presenta la corrupción, la enfermedad y el devenir de las subvenciones como telón de fondo, pero se interesa más en la mirada de los europeos hacia África que en los temas africanos propiamente dichos. El cineasta muestra con realismo pero sin solemnidad las relaciones de clase entre el médico y su empleado, la ambigüedad del post colonialismo (“El mercado está en condiciones de responder a los problemas de África”, declara un funcionario cínico), los detalles de la vida cotidiana (embotellamientos, camionetas importadas que se compran al contado, vendedores ambulantes de zapatillas que portan la insignia sobre sus cabezas) y algunas taras propias de nuestro tiempo (la obsesión por la evaluación y el plan de negocios). El mal del sueño se apoya también en los géneros, en el registro fantástico de la cacería nocturna o con la comicidad que atraviesa toda la película, desde el humor negro de la cesárea interrumpida hasta la forma con la que cada uno de los protagonistas intenta adaptarse a un continente obstinado. Pero la audacia de Köhler no se limita al original uso del humor sino que toma las direcciones más sorprendentes, como abandonar el relato a mitad de camino para comenzar uno nuevo, cambiando el personaje principal sin perder el rumbo. Los que vieron el plano secuencia final de Bungalow saben que Köhler posee un talento raro para la puesta en escena. Delante de su cámara la naturaleza es aterradora: las plantas son gigantescas, la selva no ofrece ningún resquicio para ver el cielo y la espesa bruma impone un silencio inquietante. Sin perder de vista el relato, la película prosigue su camino hacia lo extraño y lo maravilloso. Del mismo modo en que la heroína de Windows on Monday caía de manera casi sobrenatural sobre un hotel perdido en pleno bosque, la deriva de El mal del sueño culmina con una secuencia nocturna tan impresionante como inesperada. La leyenda se materializa y el título adquiere una dimensión onírica consustancial al cine.