La directora Marina Zeising anda por los treinta y pico de años, postergó la maternidad por miedos y dudas, no porque no quisiera, pero ahora siente que el reloj biológico corre mucho más rápido que antes y no tuvo mejor idea para tomar confianza en sí misma y disipar todos los fantasmas que obstaculizan la idea de ser madre, que realizar este documental. Ella tuvo algunos novios, nunca se casó, y actualmente está sola, pese a esta circunstancia, momentánea o permanente, no es una barrera que le impida tomar la decisión más importante de su vida. Para encarar su proyecto más personal involucra no sólo a su madre, parientes y amigas, sino también a los espectadores que nos lleva de viaje a Roma, donde charla con algunas mujeres que militan dentro del feminismo, y también va a Noruega, país en el que nació su madre y en el cual viven algunas familiares. Ellas le dan su punto de vista de lo que es la maternidad, el embarazo, los nuevos roles que adquieren las mujeres cuando tienen hijos, etc. Cuando vuelve a la Argentina también dialoga con otras mujeres que opinan sobre la importancia de ser mamá. Acude a diferentes organismos oficiales, a un centro de lactancia, etc. Luego habla con personas de un hospital, como ser parteras y enfermeras, que le explican en detalle cómo se las atiende a las parturientas, en lugares mucho más cómodos, confortables, cálidos y amigables que antes, para que las embarazadas estén lo más tranquilas posibles al momento de parir. Marina va de aquí para allá constantemente, no sólo dirige, maneja una de las cámaras, produce, sino que, además, protagoniza la película. El relato es clásico, autorreferencial. El concepto de lo que quiere contar, de qué manera y hacia dónde apunta, lo tiene claro. “La Lupa” podría tomarse cómo el instrumento óptico para aumentar el tamaño de las imágenes que, en el caso de ella, lo podría utilizar para ver mejor y más claro el panorama, pero en realidad el título del film sugiere el nombre de Luperca, la loba, lupa en italiano, que amamantó a Rómulo y Remo. Si le sirvió finalmente este recorrido personal, espiritual y territorial, para dar el paso tan deseado, sólo Marina lo sabe.
Constantemente perseguidos. Nunca queridos. Siempre que se dio la ocasión, fueron agraviados, acusados y discriminados injustamente. Así viven los judíos desde que se comenzó a escribir la historia moderna. Por ese motivo, primero desde la época de la inquisición española, y siglos más tarde al ser perseguidos por la Rusia zarista, éste pueblo se vio obligado a huir de Europa y recalar en distintos puntos de América, donde crearon colonias para trabajar la tierra, construir sus viviendas y mantener las tradiciones religiosas, erigiendo Sinagogas, colegios y cementerios. Para explorar este pasado, previo al surgimiento de Hitler en Alemania, Miguel Luis Kohan realizó este documental. El director, descendiente de los gauchos judíos de Basavilbaso, investigó y encontró rastros de comunidades judías similares a la entrerriana en Surinam, Antillas Holandesas, Nueva York, Jamaica y Brasil. Junto a su equipo de trabajo fue hacia cada una de ellas para registrar personalmente los vestigios de las instituciones y poder charlar con personas que se enteraron de adultos que pertenecían a la colectividad. Muchos de ellos se interiorizaron y dedicaron su tiempo para estudiar el tema y, de ese modo, ofician de guías y relatores frente a la cámara. El director alterna este tipo de entrevistas con otras llamadas “cabezas parlantes”, es decir, gente que brinda su testimonio sentada y, generalmente, en un lugar cerrado. La producción cuenta con un buen presupuesto como para viajar hacia los países nombrados anteriormente, y realizar tomas en el agua y aéreas, además de las tradicionales. También musicalizadas de tal modo que pasan las canciones desapercibidas. Aquí lo importante es lo visual y las declaraciones detalladas de las personas entendidas. El objetivo no es regodearse con las emociones, ni victimizarse, sino que se direcciona la película en reflejar simplemente la realidad de lo que sucedió en otros tiempos. El cineasta nos lleva de viaje para reconstruir un pasado olvidado, o desconocido por la mayoría de los habitantes del mundo actual, que nos permite descubrir y aprender un poco más sobre el recorrido que hizo un pueblo para permanecer vivo, a pesar de las decisiones arbitrarias de los gobiernos necios e ignorantes.
Con un punto de vista mucho más liviano de lo acostumbrado en estos casos, se trata un hecho histórico que conmovió al pueblo armenio en 1915, el realizador Hernán Khourian aborda el genocidio armenio en manos del ejército turco qué, dicho sea de paso, nunca fue reconocido por ellos mismos, desde la mirada de los alumnos de la escuela primaria Jrimian, ubicada en Valentín Alsina. Allí, enmarcado dentro de un taller de cine realizado en 2015, conmemorando el centenario, los chicos participan activamente del documental. Opinan del pasado de sus ancestros, y también el director les encarga la tarea de entrevistar a sus familiares para que cuenten lo que saben de sus antecesores, de quienes murieron, o los que se escaparon y huyeron a otros países, y de qué manera. De tanto en tanto aparece en pantalla Ana Arzoumanian, que hace un tiempo escribió un libro sobre el tema y durante la película cuenta lo ocurrido en tierra armenia, como así también la diáspora provocada por los turcos. Como recurso estético el director superpone imágenes un tanto traslúcidas, que considera importantes, sobre otras que generalmente son del alumnado. Algunos de ellos aportan fotos familiares, pero no se completa con imágenes de archivo o canciones típicas de la colectividad. Así, entre morisquetas de los chicos, se narra una parte importante de la historia mundial, donde se alternan opiniones infantiles con las de los adultos sin profundizar demasiado, conformando un collage variopinto, desparejo y aséptico.
Un sólido guión eje clave de un tratamiento infrecuente Desde Dinamarca llega esta ópera prima de Gustav Möller. Una producción chica, ubicada en un espacio reducido, protagonizada por un solo actor, donde, prácticamente, no hay acción física, sólo gestual, porque aquí lo realmente importante son los diálogos y los audios telefónicos. Con estos escasos elementos y un gran guión, se describe el trabajo de un oficial de policía, Asger (Jakob Cedergren), que, al estar suspendido en sus funciones hasta que la justicia resuelva su situación, e impedido de recorrer las calles, fue destinado a atender telefónicamente el servicio de la central de emergencias. Una tarea difícil, estresante, que requiere tener la paciencia y los nervios de acero para tratar cada caso del mismo modo. En eso está Asger durante una noche, cuando recibe el llamado de una mujer que afirma estar secuestrada por un hombre y la llevan dentro de un vehículo. Encerrado en una pequeña oficina, con una computadora y un teléfono, intentará ayudarla. Aquí, lo valioso es el fuera de campo, lo que sucede del otro lado de la línea. Los sonidos y las charlas con la víctima, como así también con las otras personas que trabajan dentro de esa dependencia policial, generan sencillamente un buen relato con mínimos recursos. El ritmo se mantiene a lo largo del todo el film. No da respiro, como tampoco lo tiene el protagonista. Él, que es un hombre de acción, debe atenerse a los protocolos establecidos para estos casos y se siente incapaz de solucionarlo sentado en una silla giratoria mientras mira una pantalla. La angustia crece. Mucho más cuando la comunicación se corta y los silencios son eternos. La tensión está muy bien equilibrada, en dosis exactas para no saturar y poder acompañar los sentimientos del policía. No lo pretendía, pero Asger se involucró demasiado en la historia. Ante cada giro inesperado que da la narración, él está cada vez más comprometido. Seguramente lo que le sucede en su vida personal y laboral influye, y mucho, en tomar esta actitud que lo afecta enormemente. Cómo este caso que le dejará varias enseñanzas para el futuro. Especialmente el de agudizar los sentidos y no confiar ciegamente en lo que le cuentan o su intuición policíaca percibe
Como un homenaje y reconocimiento al fallecido en 2015, Eduardo Pavlovsky, el director Miguel Mirra, realizó este documental. Tato, como se lo conoció popularmente, fue un médico que, cuando comenzó a actuar en el teatro durante los años ´60, le dio un drástico vuelco y un nuevo sentido a su vida. En esas primeras épocas sobre las tablas, experimentó, buscó y encontró definitivamente su identidad. Siempre con las ideologías de izquierda como bandera, creó el teatro político. Para poder expresar mejor sus ideas y pensamientos, fue también el autor de las obras en las que actuó. Narrado de forma clásica, sin arriesgar el desarrollo de la historia con nada innovador o deslumbrante, el director entrevista a colegas, periodistas e hijos de Tato. Ellos cuentan a cámara cómo se inventó a sí mismo, su método de trabajo, la personalidad que tenía. Es decir, qué, con estos testimonios, más imágenes de archivo del personaje en cuestión actuando o reporteado, con fotos, tapas de libros, afiches, etc. Miguel Mirra armó una biografía visual convencional. Todos los que hablan lo veneran. No recibe críticas o reproches. La narración es muy lenta, la poca dinámica que se aprecia es gracias a los ensayos y actuaciones en vivo. Pero, con eso sólo no alcanza y termina siendo un bodrio soporífero. Esta película tendría que pasar directamente por algún canal de televisión, porque carece de méritos artísticos y cinematográficos como para ocupar una pantalla grande, donde a los únicos que les puede atraer y generar cierta curiosidad su vida y obra, es al espectador que siguió su carrera a lo largo de tantos años.
La lucha eterna entre los terratenientes legales que disponen de un terreno, pero que no lo utilizan y los poderosos de turno, que ven una posibilidad de ocuparlo y no dudan en hacerlo gracias al beneplácito de ciertos políticos y jueces que ceden a la tentación del dinero, se ve expresado una vez más, en este documental codirigido por Daniele Incalcaterra y Fausta Quattrini. Ambos le dan vida a una segunda parte de una misma historia. Dentro del rubro documentales, es un tanto infrecuente darle una continuidad a un caso en particular, pero, acá está justificado, pues lo narrado en "El Impenetrable" (2012) por la misma dupla, no concluyó. Porque el italiano Daniele Incalcaterra heredó de su padre, en 1994, 5.000 hectáreas de selva virgen en el Chaco Paraguayo. Esta tierra se encuentra en disputa, porque importantes empresarios quieren tomar posesión de ella, deforestarla y explotarla con la producción de soja. Cuando comenzó el litigio, el heredero encontró la colaboración del entonces presidente Fernando Lugo, que, con un decreto, convirtió esas tierras en una reserva ecológica llamada Arcadia. Pero, como tiempo después, Lugo fue destituido, el decreto fue desestimado, aunque siguió ayudando desde otra posición. De eso se trata Chaco, Daniele frente a cámara y en otros tramos, con su voz en off, cuenta las peripecias que transita día a día, consulta a especialistas entendidos en el tema, a amigos, abogados, políticos, etc. tanto personalmente, como por teléfono o Skype. Siempre está en movimiento, se siente luchando contra los molinos de viento, pero no piensa resignarse. Ni siquiera, cuando supo que la propiedad fue invadida y cercada. La eterna burocracia, con su particular modo de interpretar las leyes y los mapas, es un gran impedimento para que tenga un final feliz. La estrategia por seguir y muchas de las charlas particulares que mantiene Incalcaterra, las elabora en un enorme salón en las alturas, desde donde, a través de amplios ventanales, se puede observar una impactante vista panorámica del río, ya sea de día o de noche. El relato tiene sus altibajos, porque en determinados momentos, se detiene demasiado tiempo en mostrar las reuniones y las largas charlas mantenidas a diario y el ritmo se resiente. Pese a esto, los directores mantienen un criterio narrativo uniforme para retratar un conflicto que causa bronca e indignación, entre dos sectores completamente opuestos, qué, por lo visto hasta aquí, el que cede pierde.
¿Se pueden obtener unas viejas cartas de amor guardadas celosamente como si fuese un tesoro? Esa es la misión que se impone Morton (Jonathan Rhys Meyers), un crítico literario interesado en demasía para hacerse del correo mantenido entre un gran poeta Jeffrey Aspern (Jon Kortajarena), que murió joven, y su novia. Esta realización dirigida por Julien Landais, producida sobre una novela de Henry James, comienza en 1822 como un flashback del "presente" narrado unos 60 años después. Ubicada en Venecia, la historia va y viene en el tiempo. Los pasajes del pasado aparecen de tanto en tanto para justificar y explicar muy lentamente qué sucedió en la pareja y el porque de guardar crípticamente el secreto. Cuando Morton, un elegante y sofisticado hombre, llega sorpresivamente a una mansión vieja y descuidada alejada de la ciudad, habitada por dos mujeres y una sirvienta, con el propósito de instalarse unos meses para arreglarles el jardín, la calma se alterará por completo. Su dueña es Juliana (Vanessa Redrave), la protagonista de la trunca historia de amor con el fallecido poeta. Ella guarda la correspondencia en un sitio que ni siquiera su sobrina Tina (Joely Richardson), madre e hija en la vida real, sabe dónde las esconde. El protagonista, obsesionado con encontrarlas, va a ir aplicando varias estrategias para conseguirlas. Cambio de identidad, amabilidad, presión, seducción, etc. Dentro de ese juego, cercano al gato y el ratón, transcurre el film. Tiene mucho de teatral la composición de cada situación. El vocabulario utilizado es bien de esa época, refinado, culto y literario. Pese a eso la compaginación de las escenas es dinámica, adaptándose necesariamente al ritmo cinematográfico. La ambientación, el vestuario, las locaciones y la fotografía son impecables, propia de una gran producción. No hay mucha música de fondo, sí voces en off que conviven con lo visual. Los personajes tienen su personalidad bien definida, que permiten una interacción fluida entre ellos. Porque lo importante aquí son los diálogos y las acciones. Por un lado, la contínua persuasión psicológica por parte de Morton, y por el otro la firme resistencia de las mujeres. En esta lucha de poderes quien pierda la paciencia saldrá derrotado y pagará un alto costo por eso.
Tres modelos distintos de tambores se utilizan para conformar una comparsa. Mágicamente esos instrumentos interactúan entre sí gracias a la precisión del golpeteo rítmico de los palillos, y manos sobre los parches. Quienes los tocan son principalmente negros uruguayos que mantienen una tradición ancestral traídas del África. Como fue unos de los puertos más importantes de Sudamérica, Montevideo era un sitio favorable para traer y transportar a los demás países de la región una gran cantidad de esclavos africanos. En los comienzos, tocar los tambores era un grito de liberación, actualmente es una fuente inagotable de alegría e integración vecinal, porque cada vez más ciudadanos se suman a esta movida cultural sin tener raíces africanas. Esta clase de música se expande poco a poco a sitios mucho más alejados de donde se concentra la mayor parte de las personas que la practican. Ernesto Gut dirige un documental dedicado a descubrir los orígenes y la permanencia rioplatense de un estilo musical creado en el siglo XIX y que continúa vigente en nuestros días. El candombero lleva el ritmo en el cuerpo. Es imposible aprenderlo sino surge desde el alma. Eso es lo que cuentan varios entrevistados uruguayos que huyeron de su país luego de que los militares asumieron el poder en 1973. Sus antepasados fueron esclavos, de chicos vivieron en conventillos de Montevideo y, desde hace mucho tiempo, residen en La Boca. El hábitat ideal de la ciudad para que el candombe y las comparsas mantengan su vigencia y frescura, de un arte que se transmite de generación en generación. El director les ofrece la cámara y el micrófono a los músicos, luthiers y otras personas entendidas en el tema para que cuenten la historia de este género musical, como así también la suya propia y personal. De este modo aprovechan para narrar los días de la infancia en las calles de los distintos barrios montevideanos, con nostalgia y emoción. No sólo el realizador se vale de los testimonios actuales, sino que, además, cuenta con archivos fílmicos y fotográficos de los conventillos y carnavales uruguayos. La mayor parte en blanco y negro y el resto, en color. El movimiento y la agilidad del relato provienen de la filmación de los ensayos y los desfiles de las comparsas, que actúan como separadores en cada tramo de las entrevistas, que son las clásicas "cabezas parlantes". Pero, de todos modos, la historia es excesivamente larga. Se reiteran conceptos y reflexiones que frenan la continuidad fluida de las escenas. Queda empantanada en los recuerdos de los partícipes, ya sea lo registrado en Uruguay como en la Argentina. El candombe y los sonidos repetitivos que emiten los tambores son un justificativo valedero para que, aquellos amantes de este tipo de música, que no es únicamente eso, sino también un modo de vid, decidan concurrir a una sala cinematográfica y apreciar lo que estas personas hacen con amor, pasión, y, sobre todas las cosas, a pulmón.
Un disparador de reflexiones sobre la idiosincrasia del ser argentino Una esposa, una pequeña hija, y una hipoteca, que pagar con el sueldo bueno y seguro de un trabajo monótono y aburrido dentro de una oficina, son los satélites que componen la existencia de Mariano (Pablo Echarri), pero que, al estar en una edad en la que no vislumbra un crecimiento laboral importante, toma la decisión de su vida, la de patear el tablero, aceptar el retiro voluntario y jugarse el todo por el todo en comprar el kiosco, a donde iba cuando era chico, para tener algo propio y poder trabajar a gusto. Ese es el planteo inicial del debutante Pablo Gonzalo Pérez, quien luego de ocho años de producción pudo concretar el sueño de contar una comedia dramática actual, aunque los inconvenientes que tiene que enfrentar el intérprete principal, remiten a épocas pasadas. Cuando Mariano se entera de que el kiosco del barrio de la infancia, donde fue feliz, está en venta por su dueño de siempre, Don Irriaga (Mario Alarcón), resulta ser el motivo suficiente como para arriesgar la estabilidad económica familiar, con el objetivo principal de sentirse realizado. Luego de una tibia resistencia de su mujer Ana (Sandra Criolani), se embarca en esta ingenua locura. Pero, en pocos días, la alegría su transformará en una gran decepción al tomar conocimiento de que la calle donde está ubicado su local va a ser cerrada durante varios meses para construir un viaducto ferroviario. De aquí en más, la suerte no lo acompañará. Una prolongada racha negativa lo castiga sin darle un respiro. Parece no tener fin. El relato vira hacia la tragicomedia. Siente el protagonista que, traicionado por los recuerdos y nostalgias de una niñez feliz, va a perder absolutamente todo. La narración se mantiene dinámica en todo su desarrollo. En cada escena pasa algo que influye en las próximas, no están de relleno, y el resto del elenco aporta su grano de arena para que la historia también funcionen. Como el papel de Charly (Roly Serrano), un pizzero vecino que ayuda en todo momento, desinteresadamente, al héroe de esta narración.. Las desventuras que sufre la clase media de nuestro país están perfectamente ejemplificadas en este film costumbrista, y actúa como un buen disparador de reflexiones sobre la idiosincrasia del ser argentino. Esos mismos cuestionamientos que atormentan la mente de Mariano, al mantener una lucha interna entre buscar a un cliente incauto y desprevenido para engañarlo, como lo hicieron con él, y venderle el kiosco, o continuar siendo fiel a sí mismo, decente y honrado, para asumir la difícil situación tal cual está planteada y morir con las botas puestas.
Vacaciones obligadas que pueden modificar la mirada de una criatura Se estrenan muy pocas películas de países tan lejano y desconocido para nosotros como Islandia. De allí proviene esta historia un tanto particular. Un drama con pequeños tintes de fábula. Vivir en un país donde predomina el frío, el verano es corto, lluvioso y no muy caluroso, con el paso del tiempo forja el carácter de las personas de un modo especial. Porque la protagonista es una nena de 9 años, Sól (Grima Valsdóttir), quien vive con sus padres y dos hermanos menores pero que, por comportarse indebidamente, es enviada a una granja, propiedad de unos familiares de su madre, durante el verano para que recapacite y madure haciendo tareas rurales. La directora Ása Helga Hiörleifsdóttir, en su primer largometraje, pone de relieve con esta narración cuál es la idiosincrasia del ciudadano nórdico, frío, distante, práctico, en definitiva, un duro. Porque la procesión va por dentro y los sentimientos sólo afloran estando solo. En la campiña se dedican a la producción de ganado vacuno y leche. Están ubicados en un valle donde la naturaleza agobia y abruma. Al sol se lo ve poco, están lejos de algún pueblo. Dentro de ese contexto, Sól, de algún modo tiene que aprender a vivir. Un día llega un conocido de ellos, Jón (Thor Kristjansson) que suele trabajar en la granja durante la temporada veraniega. Es una persona mucho más grande que la protagonista, pero lo hacen dormir en la misma habitación que ella. Sól poco a poco se irá deslumbrando con ese misterioso hombre, porque, de noche, compulsivamente, escribe, o intenta escribir, una novela en unas cuantas libretas negras. Para generar conflictos vuelve a su casa la hija del matrimonio, Ásta (Puriöur Blaer Jóhannsdóttir) una joven en apariencia brillante, pero que, a cuenta gotas, y con gran sentido de los tiempos para modificar las situaciones, se irá descubriendo quién es y cómo es realmente. De lo que suponía iba a ser unas vacaciones apacibles, aunque exigentes desde el punto de vista laboral, el entramado familiar hará que Sól aprenda a pasos acelerados lo que es la vida adulta. Siempre el punto de vista del film es de la nena, cuya personalidad retraída se irá distendiendo. Cómo un cuento, en ocasiones, con su voz en off, ella relata una historia que se confunde con la realidad. Los diálogos son precisos, sin apelar a metáforas, van directo al grano. Para lo otro, existe un cuentito fantasioso en el que creen los habitantes de ese lugar, que la protagonista crea en él, es, de algún modo, parte del aprendizaje. La fotografía es majestuosa gracias a la geografía montañosa y verde, como así también, el cielo bastante nublado o lluvioso, que le imprimen a la imagen una textura y color que apoyan efectivamente al relato. Ambos elementos van de la mano, indefectiblemente. Sin dudas, Sól, cuando vuelva a su casa, será otra nena, con una cabeza distinta a la rebelde que salió de allí. Si reflexionó y le sirvió su estadía en el campo, sólo ella lo sabe.