Cómo el rock contribuyó a la caída del muro de Berlín A principios de los años `’80 en la Unión Soviética continuaba vigente las escaramuzas de la llamada Guerra Fría con los Estados Unidos. Todavía no había caído el muro de Berlín y, detrás de la Cortina de Hierro imperante, sucedían cosas. El aire de liberación popular que provenía de occidente soplaba cada vez con más ímpetu. Especialmente fomentado por el sector artístico del que sobresalía particularmente el rock, empujado con la fuerza arrolladora de los jóvenes. Dentro de ese ambiente opresivo, y controlado por los soviéticos, se encuentran dos músicos carismáticos, uno que es famoso y exitoso como Mayk (Roman Bilyk), guitarrista y líder de una banda, y el otro, Víktor (Teo Yoo), un joven ambicioso que quiere ser como su referente. Ambos los une no sólo el rock, sino también Natacha (Irina Starshenbaum). Ella está casada con Mayk, tienen un hijo, pero también se siente atraída por Víktor, inmediatamente. Así planteada la situación, avanza la narración dirigida por Kirill Serebrennikov rodada en blanco y negro, para representar mucho mejor la época. En ciertos momentos aparecen, como si fuesen una suerte de recortes fílmicos, imágenes en color. Además, con un gran criterio artístico, entre sobreimpresos y demarcaciones, surge una persona que pertenece al grupo acompañante con un cartel, o diciéndolo, que lo visto en realidad no ocurrió. La música está omnipresente en cada escena. Sin el rock la historia no tiene razón de ser, porque es el motor que moviliza a los músicos a hacer lo que hacen, entre el alcohol y el humo de cigarrillos. En sus charlas se refieren a grandes y destacados rockeros o grupos internacionales. Allí Miayk se convierte en un guía y tutor de Víktor para que llegue a donde quiera llegar, pese a conocer las intenciones de su esposa para con él. Relatada con buen ritmo y con ciertas escenas que se acercan más a un musical, puro más que a un drama, podemos observar e informarnos cómo eran las vivencias de los jóvenes de entonces dentro de un clima político espeso en el que la opresión del régimen mantenía controlada a la población, permitiendo asistir a los conciertos en pequeños teatros, bajo una estricta vigilancia que impedía respirar con libertad a la ciudadanía. El rock fue una gran vía de escape para revertir un poco esa situación, avizorando el futuro cercano que cambiaría una vez más la historia mundial.
Vivencias cruzadas en un manto de permanente oscuridad El mundo de los escritores y editores de libros fue recorrido muchas veces por el cine para describir sus vivencias dentro del ámbito al que pertenecen. Allí se exponen los egos y las frustraciones de quienes ejercen el arte de manejar las palabras, siempre preocupados por resaltar su cultura y sensibilidad contraponiéndose y, por qué no, despreciando la banalidad que atraviesa a la mayoría de la gente. Pero, como ante todo son seres humanos, ellos también tienen sus puntos débiles. El reconocido director Olivier Assayas nos lleva hacia el corazón de una editorial, en el que se exhiben los problemas actuales que deben enfrentar quienes publican libros, si seguir imprimiéndolos o volcarse decididamente a venderlos únicamente en formato digital. En ese dilema se encuentra uno de los protagonistas de esta película coral, Alain (Guillaume Canet), un exitoso editor que vive con su esposa Selena (Juliette Binoche) en Paris. Ante los demás es la pareja perfecta. Ella es actriz de televisión, de una importante serie policial, y por el otro lado se encuentra Lèonard (Vincent Macaigne), quien fue un popular escritor hace tiempo, que desea volver a ese nivel de la mano de Alain. Entre charlas, conflictos, cenas, tragos, etc., se va mostrando un panorama en el que no todo brilla como el oro, porque no están satisfechos con sus profesiones, se sienten estancados y no saben cómo salir, y, por si fuese poco, son infieles, no tienen problemas en engañar a sus parejas. De ese modo transita el relato. Descubriendo lentamente, y con precisión, el manto de oscuridad en el que permanecen. La doble vida la viven con cierta naturalidad. Lo toman como una vía de escape de los problemas cotidianos en vez de sentir algo por el otro. Narrado con un ritmo constante y parejo, en el que cada escena está armada para contar una historia que va creciendo más y más con el paso de los minutos, vamos comprendiendo las actitudes de los personajes principales y secundarios, en el que son importantes por igual, las charlas y las acciones donde prácticamente no hay música, no se la necesita. El melodrama está planteado de tal modo que es suficiente con los fluidos diálogos e imágenes acordes. Pese a todo, lo hecho, hecho está. Es inmodificable. Y está bien dentro de cada uno de ellos, el saber perdonar y perdonarse, para poder continuar viviendo dignamente y lo mejor posible.
Una obra teatral emblemática de la cartelera porteña fue y es, sin dudas, "La lección de anatomía", por la rebeldía y audacia del texto y de los intérpretes, que subieron a escena por primera vez en 1972, tiempos realmente convulsionados aquellos, pero qué a su creador, Carlos Mathus, y a los actores, no los amilanó. Hace más de cuarenta años que está en cartel en algún teatro de la ciudad, en el que, luego de una pausa de seis años, el autor decidió en 2017, junto a su socio Antonio Leiva, reestrenarla como la versión original. Lo que vemos en éste documental codirigido por Agustín Kazah y Pablo Arévalo, es el proceso del nuevo montaje de la realización, con el espíritu provocador y transgresor de siempre. En esa tarea se encontraban diariamente seleccionando a nuevos actores, ensayando, dando directivas y consejos, enfrentando inconvenientes, etc., cuando, inesperadamente, muere Mathus. Pero, como se dice habitualmente en el mundo del espectáculo, el show debe continuar. Y, todos los involucrados en el proyecto dejan en la entrada del teatro el dolor y el desconcierto que cargan sobre sus hombros y, en el escenario, se exigen al máximo para poder brindar la mejor función posible. En la producción cinematográfica no hay innovaciones técnicas o argumentales, es muy clásico. No hay entrevistas, sólo ponen las cámaras y micrófonos para espiar de cerca cómo se desarrollan los hechos previos al nuevo estreno. Si a los amigos lectores también les gusta el teatro, es una buena oportunidad de observar el trabajo y las dificultades que atraviesa cualquier compañía antes de que se levante por primera vez el telón. Y a los que no, abstenerse
Según de qué lado esté una persona, puede opinar de un modo u otro sobre la delincuencia en nuestro país. Los hay quienes aconsejan construir varias cárceles más, para alojar un mayor número de presos allí. y por muchos años. Del sector opuesto, piden clemencia y comprensión para los reos. Dentro de esa tónica se desarrolla este documental fomentado por un nutrido grupo de personas y dirigido por Lucas García Melo y Juan Mascvaró, quienes toman como referente a un bandido rural tucumano, Andrés Bazán Frías, cuyo raid delictivo ocurrió en las primeras décadas del siglo XX. Los encarcelados y los que no lo quieren estar, lo veneran y le rezan. Van hacia la tumba y le dejan ofrendas, tanto ellos, como sus familiares. Realizado en la unidad penitenciaria de Villa Urquiza, provincia de Tucumán, la producción organizó y planificó, con un reducido plantel de detenidos, un taller de actuación y filmación de situaciones ficcionadas sobre la vida y los sucesos que lo llevaron a ser considerado una suerte de Robin Hood a Bazán Frías. Detrás de las rejas vemos los ensayos, charlas sobre qué significa ser un marginal de la ley, compromiso con los compañeros, y con el objetivo dispuesto para hacerlos sentir útiles y activos, etc. Con voces en off, femeninas y masculinas, cuentan quién fue el personaje en cuestión, del que se sabe bastante poco y entró en la categoría de mito o leyenda. Para apoyar un poco la narración se valen de viejos diarios, prolijamente encuadernados, donde las crónicas de la época relatan las andanzas del bandolero. Además, para explicar en qué momento de la historia argentina apareció, muestran archivos fílmicos en blanco y negro, como así también, unas pocas fotografías en sepia. En pantalla se muestra el backstage de la filmación, y luego el resultado, ambientado con ropa de ese entonces. En unos pocos momentos álgidos suena alguna música para acentuar un poco más el dramatismo imperante, pero en el resto de la película se utiliza el sonido ambiente. La historia es irregular porque alteran el relato de tal manera que no se sabe bien cuál es el objetivo final del film. Si descubrir para el público que no sea tucumano un nuevo bandido rural, que les robaba a los ricos para darle el botín a los pobres, como ellos mismos lo consideraban, u otorgarles a los presos una inyección anímica importante, o tal vez justificar su accionar, como lo hace un sector de la justicia nacional, acusándolos de rebeldes por ser unas víctimas del sistema que maneja la sociedad capitalista cómo única excusa valedera.
Una obra con todo para ser un éxito y ganar el derecho de ia nominación al Oscar El paso del tiempo dentro del mundo de la cinematografía, que superó largamente los cien años de vida, permite que las historias previamente escritas puedan reciclarse, adquirir otro punto de vista o reversionarlas por haber sido buenas, originales o ingeniosas. Con “El cuento de las comadrejas” sucede esto. El galardonado director Juan José Campanella, previo a su salto a la popularidad, redactó un primer guión de esta película basada en la obra de José Martínez Suárez “Los muchachos de antes no usaban arsénico” (1976), pero luego, lo guardó en un cajón hasta una mejor ocasión. Por eso ahora, sale a la luz un film que no sólo homenajea al estrenado apenas unos días más tarde de haber ocurrido el golpe militar, sino que, también, a un clásico como “El ocaso de una vida” (1950). Mara (Graciela Borges) es una actriz retirada que permanece recluida en una mansión mal conservada, ubicada en las afueras de la ciudad. Junto a ella la habitan también su marido Pedro (Luis Brandoni), que fue actor y permanece en silla de ruedas luego de haber sufrido un accidente, Martín (Marcos Mundstock), guionista de la mayoría de sus películas.y Norberto (Oscar Martínez), director de cine. Los cuatro viven una vida monótona, aburrida, sin lujos, ni privaciones. Con sus pensiones les alcanza para pasar una vejez apacible, sin sobresaltos económicos. Pero Mara añora su pasado glorioso, de fama y reconocimiento, hasta obtuvo un premio internacional como mejor actriz, al que venera día a día. Pero la parsimonia se altera sorpresivamente cuando llega a la casa una pareja de jóvenes integrada por Bárbara (Clara Lago) y Francisco (Nicolás Francella). Ellos son simpáticos, sofisticados, encantadores y aduladores. Aunque, como se sabe, tanta dulzura empalaga y bajo esas máscaras que transmiten pura amabilidad en realidad esconden otros intereses que provocarán enfrentamientos entre los cuatro artistas, y con los visitantes, también. Aquí se ve la mano del realizador para contar una historia de misterio, drama, melancolía, reproches, dolor, reclamos, decadencia, seducción, ambiciones, mercantilismo, etc., donde cada escena tiene su razón de ser. La narración, basada en un conflicto central, que actúa como eje donde gira un elenco coral, permite que ellos se luzcan durante los momentos que les toca participar. El respeto de Campanella hacia los actores es fundamental. Le dio a cada uno de ellos una personalidad muy bien definida, que se complementan perfectamente. Las disputas aumentan la tensión del relato, hasta último momento no se sabe quién resultará el triunfador de una contienda compaginada con mucho ritmo, en el que la muy buena música, de cuando ellos eran jóvenes, sobresale y destaca. Sin embargo, nada de lo descripto tendría valor sino fuese por el humor negro con el que está hecha. Tiene el timing justo, en el que se maneja la sutileza y la elegancia con maestría. Permite que el clima sea distendido frente a lo que podría ser muy dramático y profundo, si el género elegido era otro. Es preferible no ahondar demasiado en el nudo de la trama, sólo trazar un panorama, para permitirle al espectador que aprecie, se sorprenda y disfrute de una película que tiene todo para ser un éxito y una casi segura nominación a los premios Oscar
Durante el tormentoso año 2001, que castigó a nuestro país, se sucedieron distintos hechos que desembocaron en la revuelta y posterior destitución del presidente en ejercicio. Dentro de ese descontrol institucional grupos de distintos ámbitos aprovecharon ese caldo de cultivo para desarrollar negocios ilícitos, sin contemplaciones. Como el que dirige Bertolini (Gerardo Romano), cara visible de una organización internacional, que pretende instalar en un asentamiento del conurbano bonaerense un lugar de desecho de basura tóxica. En esta producción, creada y dirigida por Alberto Masliah, con su primera ficción, aborda un tema denso, enmarcada dentro del género policial. Donde, quién tiene la misión de descubrir y desarticular a la banda delictiva es un escritor mediocre que, para ganarse la vida, trabaja de cronista en un diario. Marcelo (Pablo Rago) es presionado desde varios sectores para que oculte o destape el "negocio". Porque la historia tiene varias aristas para atender, y el protagonista está presente en todas. Por un lado, es separado y tiene un hijo adolescente Ramiro (Iván Masliah), que no lo quiere. También hace un trabajo que no le gusta mucho. Y por el otro, el más importante y decisivo en esta película, es la presencia de su padre Tonio (Roberto Carnaghi), un importante e influyente intelectual de nuestro país, con quién está distanciado y forzosamente debe involucrarse en el medio artístico donde asistía y era respetado su progenitor. Pero en extrañas circunstancias, dentro de su casa, es hallado muerto Tonio y el periodista tiene que reconvertirse por la fuerza, en un investigador. Narrada con un gran ritmo, junto a sonidos incidentales que resaltan escenas importantes y, como ambientación de época, la utilización de teléfonos celulares chicos y básicos, además de las antiguas computadoras y monitores, tan característicos en ese entonces. Las actuaciones son bien marcadas, lo mismo que las personalidades. Marcelo es el prototipo de perdedor, que lo único que recibe son reclamos familiares, no tiene un lugar donde dormir y la petaca es una buena compañía. Pese a todas las dificultades, es honesto y valiente. Su máximo adversario, Bertolini, es un malo bien malo, caracterizado por el eficaz Gerardo Romano, a quien siempre le quedan bien este tipo de personajes. Al intentar acaparar varios frentes de batalla, desenfoca un poco el objetivo central de la historia. Pero, de todos modos, el director la lleva a buen puerto, para alcanzar el objetivo principal que tenía en mente desde un comienzo.
Desde siempre los rockeros deslumbraron, y con su música sedujeron a las mujeres. Mucho más si es el líder y cantante de una banda. Es un prototipo que las enloquece. Ese papel lo encarna Rogério (Caco Ciocler), un músico de más de treinta años que está al frente de un grupo de rock alternativo en Brasil. No les va mal, pero quisiera ser mucho más popular, exitoso y adinerado, como lo fue su abuelo que, con esta comparación permanente, se siente bajo su sombra y no le encuentra la salida. En las redes del frontman queda atrapada una adolescente, Beatriz (Ailín Salas), menor de edad, todavía es alumna del colegio secundario, está peleada con su padre desde que abandonaron Buenos Aires cuando murió su madre, para instalarse en San Pablo. Esta coproducción brasilera-argentina se centra en la vida de ellos dos, únicamente. Hay muy pocos personajes secundarios, que resultan ser funcionales a la trama y a la evolución cronológica de la historia. Porque esta comienza en 2007, conformando en total de cuatro etapas sucesivas hasta llegar a 2016. Las dos primeras, como elemento estético distintivo, fueron filmadas en las clásicas cintas fílmicas, con sus colores y marcas sobre las imágenes que denotan antigüedad, diferenciándose notoriamente de las últimas dos, más cercanas en el tiempo, realizadas en digital. El director Daniel Barosa, que también escribió el guión, cuenta una historia de fascinación, deseo, encuentros y desencuentros de una pareja despareja. Porque Rogério no termina de aceptarla, ya que la considera muy chica para él. Mientras, en paralelo, se emborracha y seduce a mujeres que le duran una noche. Y Beatriz, apodada como "Bonita" por el protagonista, está totalmente rendida a sus pies. Pero no es correspondida. El relato describe con lentitud las características personales de cada uno. Porque ambos, con distintas herramientas, son autodestructivos. Se maltratan a sí mismos cuando las cosas no salen como piensan. Pero, dentro de esos vaivenes emocionales, se muestra mucho más madura la chica. Los puntos de giro de la narración están bien delimitados, tienen la fuerza necesaria como para cambiar el rumbo del relato, donde el mismo se puede prolongar en el tiempo, porque es un tire y afloje permanente, en el que ellos dos pudieron tenerlo todo. Desde el amor, felicidad, fama, fortuna, reconocimiento de sus pares músicos, pero, el dolor de lo que no pudo ser es mucho más fuerte e irreparable.
Cumplir la última voluntad de una persona que se está por morir, es el deber de sus deudos. Ese es el encargo que tienen que llevar a cabo dos hermanos que viajan en micro hacia un pueblo costero de la provincia de Buenos Aires, donde vivía la madre de ellos, luego de enviudar del padre de los chicos, con un hombre dueño de una Iglesia que se lo nombra, pero nunca aparece. Es invierno, la playa está desierta y Gilda (Laila Maltz) que tiene 20 años, junto a su hermano menor, de 17, Lucas (Tomás Wicz) llegan con un mínimo equipaje a la casa de su madre. Lo único que tienen para arrojar al mar es la prótesis de una mano, porque el cuerpo todavía no fue liberado por la justicia para cremarlo y Gilda no puede, ni quiere, esperar más. En su segundo largometraje Mateo Bendesky cuenta una historia en dos planos. Porque los adolescentes no pueden volver a Buenos Aires, ya que hay un paro indeterminado de los choferes de los micros de larga distancia, y quedan varados unos días, a la espera que se resuelva el conflicto. Y por el otro, hay un pasado turbio que no se termina de dilucidar y que justamente empaña la totalidad del relato. Lo mejor logrado son la concepción de las escenas, donde la acción depende de lo que haga Lucas. Él va y viene de la casa, entrena en la playa, sale de noche y conoce a un joven llamado Guido (Alejandro Russek), quiien le provocará sensaciones nuevas a su vida. Mientras que Gilda, tiene una actitud más pasiva, no está cómoda y lo hace notar constantemente. Lo más valioso es ver cómo pasan los días los hermanos, que se redescubren luego de que la chica estuviera internada en un centro de rehabilitación por drogadicción y el chico, que todavía va a el colegio, no tiene muchas intenciones de volver. Cómo fue descripto previamente, donde tambalea la historia es en lo que pasó antes, tanto con la madre, que no se esclarece de qué murió, sólo sabemos que es un tema policial y judicial únicamente, y además con quién viven los hermanos, ya que el padre falleció hace tiempo y ninguno de los dos trabaja, porque durante la estadía en la playa nunca reportan a nadie que van a quedarse allí, sólo Gilda intercambia mensajes con un novio. Pero la gacetilla de prensa explica mucho mejor, y esclarece el panorama, de lo que tendría que haber sido plasmado en imágenes. Los momentos y climas intimistas avanzan a un ritmo tranquilo, y se mantienen así a lo largo del film. El director se toma todo el tiempo que cree necesario en desarrollar una narración austera, donde Lucas aprovechó mejor el tiempo para comenzar a vivir una vida de adulto y encontrarse a sí mismo.
Cada uno vive como quiere, puede o le permiten. En eso se encuentra Tincho (Juan Sasiaín) un titiritero, hijo de otro hombre especializado en el arte de manejar y darles vida a las marionetas, Rufino (Rufino Martínez) cuando, luego de una gira sudamericana, regresa al pueblo cordobés que lo vio nacer, Mina Clavero, junto a su novia venezolana Julieta (Ananda Troconis). Allí, entre comidas, vinos y charlas de los tres, afloran los recuerdos de la infancia del protagonista, especialmente los tiempos pasados con una amiga Coqui (Guadalupe Docampo), que le despertará celos a Julieta, aunque ella lo trate de disimular. Rodeado de un hermoso paisaje, con una inmejorable fotografía, aprovechando al máximo el uso de exteriores para la filmación, en la que sólo se utiliza el interior de una casa rodante, algunos sectores de una casa, y una antigua pero bien conservada furgoneta Citroën 3cv, la austeridad y la economización de recursos está a la vista. No se precisa mucho más, y está bien que así sea, porque el criterio estético va acorde a lo narrativo. Para completar esta sencillez de producción se le acopla una musiquita instrumental tranquila, como para resaltar los climas creados en cada escena. De ese modo, el también director Juan Sasiaín cuenta las vivencias de un artista bohemio que se conforma con poco y cuyo único patrimonio son los títeres que traslada en una vieja valija. Como la realización, la historia es diminuta, lo que importa es la calidez que transmite, lo intimista que es la narración, la manera en la se vinculan los personajes, los diálogos, silencios, sonrisas y miradas que traspasan la pantalla. El protagonista se entera de que su novia está embarazada y, por otro lado, la presencia de Coqui lo hace dudar de su amor por Julieta. Mientras tanto, Rufino se dedica a aconsejar y contener a su hijo cada vez que la ocasión lo amerita. Tincho no sabe lo que hacer, se siente presionado sutilmente por la situación, aunque no lo exteriorice. El relato melodramático tiene un contrapunto liberador, que es el mundo mágico de los títeres y de cómo los chicos, aún en estas épocas, se interesan por ellos. Estará en la mente del actor principal resolver el dilema que se le presenta, si acepta sus sentimientos o hace lo más fácil y menos arriesgado.
La presencia de tiburones en una playa tranquila como la uruguaya Piriápolis, inquieta. Tanto a los residentes de ese pueblo, como a los turistas que suelen veranar allí. Bajo esa extraña e incómoda sensación de intranquilidad se describe la película protagonizada por una chica de 14 años, Rosina (Romina Bentancur), que vive con su familia en una humilde casa que, como tantas otras de la zona, padecen la falta de agua potable y tienen que juntar en bidones agua de mar. Joaquín (Fabián Arenillas), el padre de la adolescente, es un jardinero que atiende a clientes adinerados con buenas y grandes viviendas. De vez en cuando, la lleva a trabajar con él, junto a otros empleados que tiene a cargo, entre ellos Joselo (Federico Morosini). Ella se sentirá atraída inmediatamente por el muchacho, que es mayor de edad. Lucía Garibaldi dirige su ópera prima, una coproducción entre Uruguay, Argentina y España, en la que parece que no sucede nada importante, pero la transformación va ocurriendo dentro de Rosina, que siempre se la ve apática, ensimismada, seria. Habla con un tono monocorde, jamás se le escapa una sonrisa. Sus únicos intereses son el tiburón, que dice haber visto en la playa, y Joselo qué, al comienzo, le corresponde, pero luego él se aleja, quiere mantener una prudente distancia. Pese a ser una coproducción, la austeridad está a la orden del día. Sólo se filmó en el interior de la casa familiar y dentro de la camioneta que utilizan para llevar las herramientas de trabajo. El paisaje, fuera de temporada vacacional, ayuda a contar el film con un ritmo lento. Los silencios, las acciones, y alguna que otra cámara lenta, colaboran en mantener uniforme el estilo narrativo. Lo importante aquí, lo trascendental, no es la historia que rodea a la chica, sino lo que le sucede a ella internamente, el despertar sexual, la atracción por el otro, y el no ser aceptada como deseaba. El ser humano, ante estos casos, puede actuar de diferente manera. Cada uno sabrá, según su personalidad, como resolver la situación, si resignándose o reaccionando de un modo inesperado. Rosina, frente a este dilema, deberá tomar una decisión fundamental, que seguramente le hará mella en su alma.