Realizada en Uruguay por el director argentino Adrián Biniez, esta película es un poco difícil de explicar y analizar. Porque, de una manera muy particular, cuenta la vida de Alfonso (Alfonso Tort) como si fuese un flashback. Los recuerdos del pasado afloran luego de que el protagonista, cansado de su jornada laboral, va en bicicleta a la costa y se tira al agua. Allí, cada vez que emerge, aparece en un momento distinto de su existencia. Cada segmento es titulado con el nombre de un libro de aventuras, donde nos cuenta cómo era Alfonso en esa época, pero siempre teniendo la misma edad que cuando se tiró al agua por primera vez, es decir, un adulto. De algún modo, se hace el nene al interactuar con sus padres, o el adolescente mientras está con sus amigos o también de campamento con alguna de sus novias. La mayor parte del film está rodada en diferentes balnearios donde el protagonista viste una malla distinta para resaltar los cambios temporarios y de lugar, además de que siempre se encuentra descalzo. La única ocasión que se pone en contacto con el asfalto y los ladrillos es cuando visita a la hija, y a su ex esposa Soledad (Julieta Zylberberg), para pedirle explicaciones, de cuáles fueron las causas que la llevaron a abandonar el hogar e irse con otro. Aquí, en esta pequeña escena, que también está en traje de baño, podríamos decir que es el momento más jugoso y entretenido por los diálogos que tiene con su ex y con su nueva pareja. El relato intenta acercarse al género fantástico, por la capacidad de trasladarse luego de un chapuzón en tiempo y espacio. La idea primaria tiene muy buenas intenciones, pero abunda la austeridad y escasea el presupuesto. Este inconveniente se lo trata de subsanar con charlas y situaciones que rozan el absurdo, como cuando está con sus padres, y especialmente con su madre. Lo mismo sucede desde otra mirada, cuando acampa en la playa con sus jóvenes novias. La propuesta del director es original, pero el tono y el ritmo cansino en que la narra, acentuado aún más por los balnearios despojados de turistas siendo mucho menos atractivos y divertidos que en plena temporada veraniega, sumado a la actuación del personaje de Alfonso que no tiene matices, pues siempre acepta todo como viene, sin alterarse nunca, lo que convierte a la realización en un cuento complejo de abordar y entender. Y es una lástima porque Adrián Biniez, luego de realizar una muy buena película como fue “El 5 de Talleres” (2014), tanto desde el punto de vista del guión como de las actuaciones y la producción general, haya dado ahora, un peligroso paso hacia atrás.
Hubo un tiempo en la Argentina, cuando estábamos considerados “el granero del mundo”, que la gente construía un pueblo alrededor de una estación de tren para afincarse allí, y trabajar en el campo. Esa modalidad fue común en los territorios fértiles como la llanura pampeana. Pero en el caso del paraje Mariano Miró, que llegó a tener casi quinientos habitantes, los pobladores, casi todos inmigrantes italianos, se instalaron en el norte de la provincia de La Pampa, en 1901. Un lugar con escasas lluvias y tierras poco productivas. La directora Franca González, nacida en esa provincia, filmó éste documental que trata sobre un pueblo que existió sólo diez años y desapareció de la faz de la tierra, literalmente, hasta que, en 2010 un grupo de alumnos que iba a un colegio cercano descubrió, por casualidad, restos de elementos antiguos. Para armar el rompecabezas de la misteriosa desaparición de un pueblo entero, derrumbado en unos pocos días, requirió de buscar material fotográfico, archivos de planos, relatos de viejos pobladores de la zona cuyos padres vivieron en Miró, etc. Algunos de ellos brindan su testimonio frente a la cámara, otros, con la voz en off. Vecinos con una memoria prodigiosa que se acuerdan de los nombres y en qué lugar estaba cada negocio, etc. La narración no sólo prioriza estas historias, sino que, también fueron filmados un grupo de arqueólogos haciendo trabajo de campo, extrayendo restos de copas y platos. La realizadora indaga con la cámara, necesita saber lo más posible. y para tomarse algún descanso se detiene en registrar paisajes, plantas, árboles. Todo con un ritmo tranquilo, como el estilo de vida que se practica en el campo. Muchos pueblos han desaparecido en nuestro país, pero fue de manera progresiva y las construcciones continúan en pie, aunque deterioradas. Estos hechos ocurrieron generalmente porque dejó de pasar el tren por allí y las personas tuvieron que buscar otros horizontes. Lo curioso de éste caso es que los mismos que lo construyeron, lo destruyeron, en pleno auge de la agricultura, por no haber podido ser los dueños de la tierra. Sólo quedan unos vagos recuerdos y la vieja estación de tren, testigo silenciosa de una época que no volverá.
Le dicen el “murciélago”, pero a él no le gusta. Simplemente quiere que lo llamen por su nombre. Carlos (Kiran Sharbis). Trabaja como asistente social en un centro de atención de menores conflictivos y con graves problemas familiares y sociales. Allí van chicos y adolescentes, como si fuese la última oportunidad que tienen de reencauzarse antes de ser detenidos. La película dirigida por José Celestino Campusano no ahorra en detalles a la hora de describir, con seriedad y severidad, una problemática creciente que aqueja a nuestro país. Pero no se detiene sólo en eso sino también en la vida del protagonista, porque él mismo tiene sus problemas, viene de una infancia dura, fue músico, se viste siempre de negro, su mujer lo abandonó y tiene a su madre (Ana María Conejeros) en silla de ruedas. Con todo esto tiene que lidiar, mientras maneja con sabiduría los conflictos diarios que suceden en ese centro con los chicos y con un compañero de trabajo que lo tiene a maltraer. Esta historia se desarrolla en su totalidad, en uno de los territorios preferidos por los argentinos para hacer turismo. Pero en este caso se encuentra muy lejos de la alegría y diversión que provoca Bariloche. Allá arriba del centro de la ciudad, en la zona de Los Altos, donde la vida es mucho más austera, las viviendas son humildes, el frío se filtra por todos lados y las calles son de tierra, Carlos se mueve con soltura, a todos lados va caminando, otras veces lo llevan en auto, lo conocen casi todos, lo aprecian y respetan. Él sabe los códigos de la calle y nada lo atemoriza. Pese a que las escenas del film están muy bien elaboradas y el director va directo al grano en cada acción, las que tienen un porqué para justificar más adelante lo que va a suceder, hay un desacople evidente con los diálogos, pero no de sincronización sino de cómo lo dicen, son demasiado solemnes, suenan anticuados, máxime para el tipo de clase social, y las edades que representan, donde habitualmente, utilizan un lenguaje mucho más urbano y coloquial. El ritmo intenso que tienen las acciones son ralentizadas por la lentitud con la que expresan los integrantes del elenco las líneas del guión. No todo lo que reluce es oro en un centro turístico. Para mantenerlo, hay otra gente que la pasa mal, son los olvidados y marginados del Estado, y el sufrimiento que padecen los lleva muchas veces por el mal camino, como el de la autodestrucción o ejerciendo la violencia sobre los demás. Y para solucionar, o atenuar las peleas, siempre está presente Carlos, que va a donde lo requieran.
En Palestina las tradiciones se cumplen. Se consideran una falta de respeto no seguirlas. Y es por eso que los hombres de una familia, tienen el deber de repartir las invitaciones de casamiento a todos sus familiares, amigos, compañeros de trabajo, etc., aunque haya alguno que no les guste. En esa aventura de unos pocos días se embarcan Abu Shadi (Mohammad Bakri) y su hijo Shadi (Saleh Bakri) - que también lo son en la vida real - para llevar en mano cada tarjeta participativa de la boda de Amal (María Zreik). Realizada en la ciudad de Nazareth por Annemarie Jacir, nos cuenta el recorrido de un día que hacen padre e hijo en un viejo pero noble auto, donde, entre casa y casa durante el recorrido, charlan y confrontan por ser o no conservadores. Abu Shadi es un reconocido profesor que está convencido de hacer lo mismo que sus antecesores, y su hijo todo lo contrario porque él es arquitecto y vive en Italia con su novia compatriota, por lo que tienen una mentalidad más moderna y occidental. Los reproches y la falta de comprensión por parte del padre son un problema que no puede resolver Shadi. La historia está narrada con agilidad porque siempre suceden cosas nuevas donde los diálogos son concisos, pero vuelcan alguna información que le permite ponerse al día con las noticias a Shadi. Se sostiene no sólo por el vínculo padre-hijo, sino también, por la espera en saber si va a llegar la madre de Amal, quien vive en los EE.UU., por un lado, y por otro los encuentros en las casas de cada invitado, donde pueden observarse las viejas usanzas que se mantienen cuando los anfitriones reciben a alguien. Tal vez la reiteración en las charlas sobre si es necesario acatar o no las históricas costumbres puedan aburrir un poco, pero, como suceden otras cosas en un segundo plano que son importantes para el desarrollo del film, no molesta demasiado. Ver esta obra, ganadora del último festival de cine de Mar del Plata, es útil para enterarnos cómo actúan ciertos países cuyas culturas son más cerradas para los que no viven por allí. y resulten incompresibles ciertos actos, a esta altura del siglo, que pueda provocar problemas entre padres e hijos.
Desde Irlanda, cuya producción cinematográfica es escasa, pero no por eso exenta de calidad, llega ésta película de terror con la misión de renovar las ideas y temáticas explotadas universalmente hasta el hartazgo, para intentar darle un soplo de aire fresco al género que tiene sus fanáticos alrededor del mundo. En éste caso no hay muertos que reviven en un cementerio, ni una familia-tipo que se muda a una casa deshabitada por años, y que luego son atacados por fantasmas. Aquí, en la realización de Dennis Bartok, los macabros hechos transcurren en un hospital. Dana (Shauna MacDonald) vive con su marido Steve (Steve Wall) y su hija adolescente, Gemma (Leah McNamara), en una confortable casa y, por lo que podemos apreciar, sus días transcurren sin alteraciones. Sale a correr por las calles de su ciudad, como siempre, pero un auto la atropella y termina internada en un nosocomio. El contundente incidente, sumado a la escena introductoria, nos traza el panorama por el cual va a transitar la historia, porque el resto del relato va a transcurrir dentro de un hospital de rehabilitación física y de los padecimientos de todo tipo que sufre la paciente. Mientras la protagonista permanece en cama, recuperándose, ocurren cosas fuera de lo normal para una institución que se dedica a restablecer la salud de las personas. Hechos siniestros que le alteran la calma, porque por las noches la “visita” en su habitación un zombi, Eric Nilsson (Richard Foster-King), que había sido enfermero del lugar que tuvo un oscuro pasado entre los vivos. Sólo lo ve Dana, no le creen demasiado, y el único que confía en ella es su enfermero Trevor (Ross Noble). El sufrimiento, los dolores, la imposibilidad de hablar normalmente, la desesperación, la postración, el horror, todas esas acciones y sentimientos genera y transmite perfectamente Shauna MacDonald acostada en una cama, el resto del elenco hace su parte y acompaña sin destacarse, incluso algunos son demasiado insípidos desequilibrando los climas narrativos. Mantener la tensión, el suspenso, la opresión y angustia asfixiante dentro de las cuatro paredes de la habitación es un mérito del director, ya que la mayor parte de la historia sucede allí. El guión está bien estructurado porque la maldad del monstruo se justifica desde el principio y, poco a poco, sus apariciones son más asiduas para que Dana padezca no sólo heridas físicas propias de este mundo, sino también el acecho continuo de alguien que viene del más allá y no precisamente de manera amistosa.
Las relaciones humanas de cualquier tipo son un tema complejo de tratar, porque cada uno tiene su carácter, personalidad, modo de pensar, etc., distintos. Y no se trata sólo de que las diferencias provengan de personas más o menos conocidas entre sí, sino que abarca cualquier grado de parentesco, como es el caso de las madres e hijas que es tratado en éste documental. A Sabrina Farji le surgió esta idea de abordar el universo femenino, desde el punto de vista de la maternidad, con sus cosas buenas y malas, porque ella tiene una madre llamada Leonor y, a la vez, tiene dos hijas, Zoe y Joelle, con las consecuencias lógicas de que se ocasione rispidez en cualquier momento. Para intentar comprender y recomponer ciertas aristas complicadas que deterioran el nexo familiar, la directora decide llevar a cabo una película donde las cuatro, en mayor o menor medida, buscarán limar asperezas. Con algunas charlas en Buenos Aires, que se dan entre ellas, más las entrevistas a mujeres desconocidas que son hijas o madres y, para darle más seriedad al asunto, algunas profesionales de distintas ramas, vuelcan sus testimonios, opinando y expresando sus sentimientos con respecto a este tema, la narración se traslada a la ciudad de Paraná, lugar de nacimiento de Leonor. Allí estarán unos días alojándose en un hotel, reencontrándose con parientes y viendo fotos viejas, o visitando sitios que fueron muy importantes para la madre de la realizadora, Durante la compaginación va mezclando antiguos videos caseros con imágenes actuales todo sin música, la que recién aparece al final. La prioridad es la palabra, la cualidad que tiene la mujer para verbalizar todo lo que le pasa aquí lo vemos en su máxima expresión. Mantener una convivencia estable entre las cuatro es una tarea desgastante. Frente a cámara intentan sanar las heridas, pero ponerse de acuerdo es una tarea titánica. El relato, con un ritmo que entretiene porque en su mayor tiempo se preocupa en resaltar los aspectos más importantes para Sabrina, bordea momentos calmos, otros de discusiones, reproches, críticas, reflexiones, y también los emotivos, pero sin permitirse profundizarlos, pues no busca la lágrima fácil, ya que no pretende desnudar el alma familiar, simplemente utiliza la filmación como una herramienta valedera para mejorar lo malo, reafirmar lo bueno y crear una nueva estructura vincular, pero mucho más sólida de lo que estaba, dejando las confrontaciones de lado
La relación entre los ancianos y los jóvenes es complejo de abordar, al menos dentro de la cultura occidental, pues la falta de paciencia, la intolerancia y la brecha generacional, incorporada mentalmente por los que están activos como un arma de ataque permanente hacia los mayores que piensan y se mueven mucho más lento que ellos, producen un distanciamiento que generalmente resulta incorregible. Tal es la temática principal de debate que platea esta realización de Francesco Bruni, aunque no es el única, sino que además tiene otros secundarias, casi tan importantes como el central. La narración se desarrolla en Roma, en el primer mundo, pero parece, que allí también está la generación del Ni Ni., de los que no estudian ni trabajan. Entre ellos se encuentra Alessandro (Andrea Carpenzano), con 22 años, que con tres amigos pasan el día juntos sin hacer nada productivo. Hasta que le consiguen un trabajo, por la tarde, para que acompañe a un hombre de 85 años que vive solo y se encuentra en la fase preliminar del Alzheimer. Pero, pese a que el ingreso al mundo adulto por parte del protagonista predisponga al espectador a ver una confrontación, se llevará una sorpresa pues el muchacho asume el nuevo rol en serio y con responsabilidad. Entrar al departamento del anciano le resulta atravesar el umbral del descubrimiento de un mundo nuevo, propio y ajeno. Giorgio (Giuliano Montaldo) es un hombre amable, fue poeta, pero le falla un poco la memoria, y sus escasos recuerdos se van develando, todo a su debido tiempo, para que, lo que hasta el momento es una historia sin sobresaltos, se convierta en una de aventuras donde las pistas que hay en la vivienda, más la motivación y el afecto que le va tomando al artista, lo transformen en el héroe. El director maneja bien los ritmos narrativos, permitiendo que el resto del elenco desarrolle a los personajes, los que tendrán una influencia, mayor o menor, sobre los protagonistas y la historia en sí misma. La música de fondo es casi imperceptible. Decididamente no necesita realzarla para afirmar alguna situación o escena en particular. Los gestos, las miradas, los diálogos y las acciones abarcan todo sin necesidad de otros artilugios, porque aquí, la vida de cada uno de ellos está expuesta abiertamente. Tanto es así que el desafío de Alessandro lo tiene con él mismo. Necesita, y le da satisfacción, brindarse enteramente hacia Giorgio, pese a los obstáculos que se le presentan, para intentar cumplirle, por todos los medios posibles, un deseo, tal vez el último que le quedó de su adolescencia, durante la Segunda Guerra Mundial, y de esa manera cerrar una herida que quedó abierta durante demasiadas décadas.
Pese a que el título induce a pensar que es una película del viejo oeste, no es así. Ocurre actualmente, en una reserva natural búlgara, próxima a la frontera con Grecia. Es verano y un grupo de operarios se dispone a comenzar a trabajar en la construcción de una central hidráulica con camiones, excavadoras, etc. Entre esos hombres se destaca la presencia de Meinhard (Meinhard Neumann), que anteriormente fue legionario y combatió en algunas guerras pero ahora se siente libre, pues no tiene familia, ni le interesa volver a su país, vive el momento, está donde quiere estar y con quién quiere estar. Por eso en sus ratos libres se aleja del grupo y pasea por el lugar, hasta que encuentra a un caballo suelto, se lo apropia y cabalgando descubre a un pueblo que está bastante cerca de la obra en la que trabaja. El director Valeska Grisebach nos cuenta una pequeña historia donde muestra los conflictos entre los obreros y sus proveedores, porque tienen que resolver ellos mismos los inconvenientes y la empresa que los contrató los mantiene olvidados, sumada a la presencia incómoda del protagonista cuando entabla relación con los pueblerinos y, pese a hablar idiomas diferentes, es aceptado, pero algunos lo miran con recelo y desconfianza, pues ni ellos ni los espectadores sabemos bien, cuáles son sus intenciones. El film tiene un ritmo cansino, uno puede suponer que no pasan cosas, pero no es así, son expresadas sutilmente, porque pese a que cada vez transcurren más tiempo los trabajadores en el pueblo, la obra en construcción avanza poco. Meinhard es un referente cada vez más importante, la tensión avanza lentamente, se percibe que algo tiene que estallar en algún momento, pero no se sabe de qué manera. En definitiva, todo el relato es cómo una gran excusa para mostrarnos, desde el punto de vista del director, cómo son las relaciones humanas, lideradas especialmente por hombres, en una sociedad con una cultura machista e intolerante con el distinto, como ocurren en ciertos países con costumbres arraigadas desde hace cientos de años y es muy difícil hacerla cambiar. Por cómo está estructurada la narración, al realizador le interesa enfocar esta obra desde la parte social, la importancia de los vínculos, prescindiendo de erigir al protagonista cómo un héroe, o provocar una lucha pueblo-operarios, simplemente sigue al ex legionario con todos sus contratiempos en una historia sin fin.
En una localidad de la provincia de La Pampa cuya actividad principal es vivir del campo, dentro de un amplio terreno se montó un parque temático sobre algo cuyo magnetismo atrae a los humanos desde que supieron de su existencia en la tierra: los dinosaurios. En 1995, Jorge Fortunski comenzó a construir a pulmón, con una gran habilidad e ingenio, un Parque Jurásico en su pueblo, Eduardo Castex, y hasta el día de hoy sigue creando a distintas criaturas prehistóricas con gran pasión. Pese a que el título sugiera una cosa, Luciano Zito en su documental prioriza la historia de vida del artista por sobre la realización de las esculturas y sus motivaciones. Porque Jorge Fortunski se creó a sí mismo. Hasta los 17 años trabajó en un taller mecánico que aunque no le pagaban cumplía igual. Pero se hartó del destrato y comenzó a delinquir. Tuvo varias entradas y salidas de la cárcel a lo largo de su vida, hasta que pasados los 30 años se dio cuenta de que ese no era el camino a seguir. Con la voz en off el protagonista narra sus años clave, los más importantes y decisivos con gran precisión temporal, mientras se proyectan imágenes animadas muy bien logradas que actúan como flashbacks para refrendar lo que va contando, como ayuda para comprender todas las vicisitudes que tuvo que atravesar y sufrir. De esta manera entendemos el porque del realizador en elegir esa vía narrativa. El relato en el presente tiene una estructura tradicional, sin innovaciones filmográficas o técnicas. El personaje retratado es omnipresente en cada una de las escenas. La parsimonia predomina, similar al ritmo pueblerino durante la hora de la siesta, alternando el director esos elementos con otros que son, por ejemplo, lo que sucede con los hijos de Jorge, o él mismo que, mate de por medio, en charla con su madre u otras personas que fueron muy influyentes en su juventud y lo ayudaron a salir adelante. El artista nació con un don. Tardó en darse cuenta de que podía explotar eso que estaba oculto y necesitaba de un hecho, por demás significativo, que le provoque un click en su cabeza, para descubrir su verdadera vocación, pues en sus manos, literalmente, encontró la posibilidad de modificar su existencia y tener un futuro mucho más grato, que su amargo pasado.
La conquista, el ir al frente, siempre directo al grano, insistir, presionar, etc., para que la chica lo acepte, culturalmente fue una costumbre del hombre. Pero, en este caso, la situación se invierte, porque es Martina (Antonella Costa) quién lleva la iniciativa ante el varón. Che Sandoval se centra en la vida y obra de la protagonista, que es cantante y compositora que tuvo su época de mayor popularidad en los años ´90, y actualmente continúa haciendo presentaciones en vivo. Martina tiene un buen pasar económico, su padre está internado en estado de coma, hace tiempo que no tiene pareja, no porque no quiera o no tenga oportunidades, todo lo contrario, ella es joven, muy atractiva y destila sensualidad a su paso, pero su problema es que perdió el deseo sexual, ya no se excita como antes y eso la frustra aunque no la deprime. Hasta que aparece en la puerta de su casa una chilena llamada Francisca (Geraldine Neary) que dice ser fan suya, pero no lo hace sola, la acompaña su novio César (Pedro Campos), y Martina queda enloquecida con él. A partir de aquí la cantante toma el impulso para acercársele y consigue lo que desea por partida doble, al chico que le gusta y, sobre todo, volver a excitarse. Antonella Costa compone un papel a su medida para lucirse. Es muy jugado, porque interpreta a una chica decidida, desprejuiciada, que utiliza un lenguaje directo, procaz, sin eufemismos, que no estamos acostumbrados a escucharlo a través de una mujer. Su cuerpo es un arma de seducción, lo exhibe sin pudores porque está segura de sí misma y de lo que necesita. César prioriza su vida y vuelve a Chile, la protagonista no lo duda y lo sigue. No sólo lo encuentra a él, sino también a Francisca que tiene la idea de ser su hermana. El realizador empodera las acciones de la protagonista, la destaca, resaltando sus virtudes como cantante de sus propias canciones, como parte de la banda sonora de la película, mientras que, por otro lado, entabla una relación cuasi familiar con su fan y su padre, Ignacio (Patricio Contreras). En todas las escenas se dice lo justo y preciso, no se excede en contar cosas que no aportan a la historia. Lleva un ritmo alocado, como las actitudes que caracterizan a la protagonista. Porque ella, así como es, se la toma o se la deja, no hay opción. Quienes están a su lado no siempre son capaces de seguirla, pueden terminar asfixiados, de tal modo que resulta contraproducente para establecer un vínculo amoroso estable. Como tantas veces le pasó.