La amistad es el vínculo más fuerte al que puede acceder el ser humano, aquí y en muchos otros países se rinde ese culto. Como estos cinco amigos europeos, treintañeros, algunos casados y con hijos, que continúan con la tradición de irse algunos días a un centro turístico a pasarla bien, pero, para variar un poco, deciden hacer un trekking de tres días en El Sendero del Rey, entre Suecia y Noruega. Lo que no podían imaginarse era que ese viaje no iba a ser todo lo gratificante que deseaban. Desde el comienzo del film, dirigido por David Bruckner, las cosas no salen bien. Luke (Rafe Spall) y Robert (Raúl Reid) entran a comprar una bebida alcohólica en un negocio justo cuando dos delincuentes están robando, y, durante ese asalto, Robert es asesinado sin que Luke se atreva a reaccionar. En homenaje al amigo muerto emprenden el viaje hacia la aventura en los países nórdicos. Luego de una primera jornada positiva, al día siguiente deciden alterar el rumbo preestablecido y esa circunstancia, los hará arrepentirse cada segundo. Con una presentación correcta de cada uno de los personajes, desde las actitudes y diálogos, vemos quién es el líder del grupo, cuál es el conciliador, quién se queja constantemente y cuestiona todo, y el más callado también. Para acortar camino se internan en un bosque, llegan a una cabaña para guarecerse de una tormenta, y luego de eso nada será igual. Se encuentran atrapados entre la arboleda y sin salida. No pueden escaparse porque hay algo cerca de ellos que se lo impide, provocándoles temor. El lugar se convierte en un sitio tenebroso. Hay algo maligno que está presente, pero no se ve. El relato mantiene la tensión y la expectativa en saber la suerte que correrán los cuatro. La maldad acecha y los hace enfrentar con sus propios miedos y debilidades, manifestando no sólo un juego de terror físico sino también, psicológico. La “presencia” ubicada en el fuera de campo está muy bien lograda, no la pueden ver los protagonistas, ni los espectadores. Se percibe que hay una bestia dando vueltas, caza gente y la cuelga de los árboles para que se desangren. Lo que durante 60 minutos de proyección mantiene atrapado al público, pierde credibilidad y el verosímil se debilita a partir de aquí. Del buen manejo de los climas durante los momentos de temor, matizados con los más tranquilos, pasamos a ver otra historia en un desacertado desarrollo del guión que despilfarra todo lo bueno hecho anteriormente, porque nunca asusta del todo, pero ellos y nosotros sabemos que hay una bestia suelta, que es amo y señor del bosque. Pero tampoco es infalible.
Hay momentos claves en la vida de una persona que depende del carácter que tengan, les serán más o menos difíciles de enfrentarlos. Ya sea por temor, falta de confianza en uno mismo o en los demás. También puede ser ignorancia al no saber cómo tratarlas o solucionarlas, y para estos casos se necesita la ayuda de alguien, un consejero, amigo, profesional, etc., como éste hombre que permanece en un bar desde la mañana hasta la noche y utiliza una mesa del fondo, que da a la ventana, como su oficina. A él recurren personas de distintas edades y clases sociales. Cada uno de ellos le cuenta su conflicto, y cómo para cada problema hay una solución el consejero las encuentra escritas por sí mismo en una gruesa agenda. Paolo Genovese dirige este particular film de modo sencillo y austero, alejado del lenguaje cinematográfico, pero más cercano al teatral. Son nueve los personajes que le piden ayuda al protagonista, alternadamente, a cualquier hora se acercan a su mesa y siempre está disponible. Lo toman cómo la última oportunidad de resolver sus angustias, para lograrlo él les encomienda hacer una tarea muy especial y nada convencional, que es, de algún modo, realizar lo que nunca se atreverían, ello desde una posición más violenta, prohibida o ilegal posible, y si lo concretan se les cumplirá sus sueños más profundos. Los pone a prueba ante sus debilidades, que saquen sus miserias para comprobar si realmente son capaces de todo. Para la narración no es importante saber cómo llegan a contactarlo, porque nunca se lo ve con un teléfono en sus manos. Tampoco se sabe cómo le pagan por sus servicios, ni siquiera devela al públic, o a sus “clientes”, la metodología de resolverles los inconvenientes. La película está filmada casi en su totalidad dentro del bar. La cámara sale a la calle en muy contadas ocasiones para mostrar la ubicación del establecimiento y, además, oxigenar un poco el relato que pese a ser reiterativo y monocorde tiene un ritmo constante, resultando atractivo de ver hasta dónde un ser humano es capaz de hacer algo impensado para alcanzar su objetivo. El asesor siempre está sentado, no se para nunca, come y bebe en los ratos libres, y sino escribe y garabatea en su agenda. Su rostro rara vez expresa una emoción. Ángela (Sabrina Ferilli) es la moza del lugar, y actúa como un espejo, lo hace enfrentarse a su presente y su pasado, pero él parece inmutable, oculta hasta su nombre, que jamás lo pronuncia. Pese a todo, ella es la única que lo hace dudar un poco y sensibilizarlo de una forma apenas perceptible. Paolo Genovese establece, desde un punto de vista único, una trama que parece un juego de tira y afloje, probando a las personas si son capaces de llegar al límite, enfrentar a sus fantasmas cuando se encuentran en aprietos sin medir las consecuencias, o si todavía pueden tener un rapto de lucidez y cordura, pese a todo.
En el formato tradicional de la estructura de guión cinematográfico se establece durante los primeros minutos de laq narración, una escena importante, fuerte, que nos va a orientar hacia donde apunta la historia y qué características tienen él o los protagonistas. Pues en esta realización brasileña de André Ristum no sucede nada de eso. Es una película coral, donde hay muchos intérpretes, destacándose entre ellos la argentina Marina Glezer. Son personas de clase media, o media baja, y a todos los une un denominador común, la crisis, especialmente la económica y financiera por la que transita el vecino país, que termina afectando de un modo u otro a los personajes, ya sea en la salud física o mental. Para entender lo que sucede hay que tener paciencia durante la visualización, esperando que se desarrollen y evolucionen las pequeñas historias que transitan cada uno de ellos. De esa manera, con el paso de los minutos, el director irá corriéndole el velo, desnudándoles el alma, para que comprendamos que son seres comunes y corrientes, anónimos. Todos sufren por algo o alguien. Es un karma del cual no se pueden despegar. Como ejemplos, hay una mujer que permanece sentada día y noche en un sillón, duerme en él y bebe cerveza mientras mira televisión, tiene un hijo, que le envía postales de distintos países y una hija que vive con ella, quien trabaja en un cabaret cantando y bailando en el caño. Y otro personaje que es un locutor de radio y asiduo concurrente a ese establecimiento. También está alguien que se cree exitoso porque lleva las malas noticias a las personas que adeudan meses de alquiler diciéndoles que los van a desalojar, pero todo se le derrumba cuando su esposa se descompone y termina internada en un hospital. Así hay varios casos complicados más difíciles de resolver, y algunos imposibles Se van abriendo las capas de la coraza. André Ristum cuenta las vivencias y penurias de un grupo de ciudadanos de San Pablo, donde mezcla las emociones, el dolor, la locura, el sufrimiento, avatares, presiones, etc., en forma equilibrada. En ocasiones se entrecruzan algunos de ellos, y en otras interactúan mientras los acompañan distintos géneros musicales, cómo la clásica, el melódico, pop, bossa nova, etc., que le toma el pulso al ritmo elegido por el realizador. Todos sabemos que la vida es difícil y las historias de este film son exhibidas con toda crudeza y golpea duro en la sensibilidad del espectador, ya que ninguno de ellos la pasa bien, sino todo lo contrario. Sólo subsisten, esperando que la suerte alguna vez esté de su lado.
En esta semana se estrenaron varios documentales disímiles entre sí, pero con un punto en común, la inmigración y la emigración, generalmente forzada por guerras, hambre, malas condiciones de vida en sus países de origen, etc., que obligan a las personas a trasladarse a otros territorios, precisamente al Continente Americano. Dentro de esta corriente migratoria se encuentran los senegaleses que han venido a la Argentina para conseguir prosperidad y algo de tranquilidad. La película codirigida por Juan Manuel Bramuglia y Esteban Tabacznik trata sobre este tema. La historia transcurre en 2015, y los realizadores tomaron como caso testigo a dos hombres de Senegal para que cuenten los motivos por el cuál tomaron la decisión de cruzar el océano Atlántico y llegar a nuestro país. Ambos se hicieron amigos aquí. Ababacar Sow y Mbaye Seck son carismáticos, tienen personalidades opuestas, pero con un objetivo en común: estar mucho mejor que en el África. Ababacar prefiere el desarrollo personal, tuvo la suerte de entrar a trabajar en las oficinas del organismo que atiende a los inmigrantes refugiados y que, a raíz de ese estado, el dinero va a llegar solo. En cambio, Mbaye quiere ganar plata a toda costa como vendedor ambulante. Así transcurre el film, con ellos hablando entre sí o con otros, o, también, cuando la cámara los sigue alternadamente a uno y a otro. Hasta viaja el equipo de producción a Senegal para acompañarlo un tiempo a Mbaye, porque extrañaba mucho a su familia. No sólo el trabajo de ambos resaltan nítidamente los directores, sino que, además, la cultura, comida, idiosincrasia, etc., marcada por la religión musulmana tan diferente a la nuestra. En varias escenas podemos escuchar varias canciones étnicas, con el ritmo e instrumentos africanos que se distinguen del resto. Con una realización despareja, un tanto aburrida en algunos tramos, ya sea porque la historia no avanza o las charlas entre ellos reiteran los mismos argumentos relatados en otras ocasiones, los cineastas narraron dos casos particulares de entre miles de senegaleses que llegaron en los últimos años.
Cada grupo humano es un mundo aparte. Una cosa es lo que sucede dentro de las cuatro paredes de una casa, y otra muy distinta fuera de ella. Los comportamientos personales son indescifrables y únicos, cómo los que tienen estos integrantes de una familia tipo israelí no religiosa. David (Alon Pdut) se retira del servicio activo del ejército con un alto rango, nunca hizo otra cosa y ahora intenta reinsertarse en la sociedad como un civil. Su esposa Rina (Shiree Nadau-Naor) ejerce como docente de literatura en un colegio secundario. Ambos son padres de los adolescentes Yifati (Mili Eshet) y Omri (Noam Imber). El director Eran Kolirin traza una pintura muy particular de lo que puede suceder cuando no se encuentra, o se pierde, el rumbo de la vida, porque ésta familia tiene problemas como todos, nada graves, tal es así que no llaman la atención de nadie. Justamente eso es lo que sienten los protagonistas, que no son valorados entre ellos mismos, ni tampoco por la gente que los rodea, de algún modo, y se sienten invisibles. El relato se focaliza en transmitir las actitudes y acciones de David, Yifati y Rina. En menor medida, a Omri. Ellos llevan una pesada carga sobre sus hombros, la disconformidad alberga sus almas, se ven incompletos, porque el padre de familia no puede ingresar al mundo laboral. La madre, es ignorada por sus alumnos, excepto por uno y, además tiene que soportar los reproches diarios de su hijo Yifati, por otra parte, siempre está concentrada en lo suyo, tiene un novio y fuera del horario de clases es una activista, le gusta ir a las marchas por las causas que cree justas y se mete en problemas. El film mantiene siempre un tono monocorde, la música acompaña los momentos melancólicos como un paliativo para los personajes, pero, desde la realización eligieron a las colinas adyacentes a la ciudad que habitan como la locación perfecta para los instantes más importantes y trascendentes de la historia, siendo como un testigo mudo y clave de los hechos que involucran a la familia. Ellos no son lo que parecen, cada uno procede como quiere, o se le ocurre, de forma independiente pues tienen algo que ocultar, aunque les parezca normal. Van por la vida llevados por la inercia de la monotonía y la costumbre. Pero cuando quieren darle un giro a su existencia, no lo hacen a conciencia y los resultados no son los anhelados.
Una conflictiva relación victima-victimario planteada con sobriedad narrativa El mundo del hampa tiene varias aristas, todas analizables y criticables. Una de esas modalidades es el robo callejero utilizando la moto como un instrumento indispensable para cometer este tipo de delito, y que, en ciertos casos, se convierte en un arma más. Esta película filmada en Tucumán revisa la modalidad comentada, desde un punto de vista muy particular. El director Agustín Toscano presenta su obra contando la intimidad de un hombre treintañero, Miguel (Sergio Prina), quien junto a su “socio”, el Colorado (Daniel Elías), recorren las calles de la capital tucumana en busca de alguna víctima desprevenida, como le pasó a Elena (Liliana Juárez), que, luego de retirar dinero de un cajero automático, es abordada por ellos, que al arrebatarle la cartera, para escapar, la tiran y la arrastran por la vereda dejándola herida e inconsciente. Mientras al Colorado le resulta indiferente la suerte que corrió la señora, a Miguel le invade la intranquilidad y la preocupación por su salud. Aquí yace la particularidad de la narración, con el punto de vista que afronta el realizador al contar el lado B de estos casos. Cuando quién comete un delito no está totalmente convencido de lo que hace y sobreviene luego el arrepentimiento. El protagonista, que está separado porque su ex mujer lo echó de la casa, y duerme donde puede, tiene un hijo que ve un par de veces por semana, lo acompaña y atiende a su modo. Siente la imperiosa necesidad de refrendar el error cometido y visita a Elena diariamente en el hospital donde está internada. Mientras lentamente se va recuperando físicamente, la perdida de la memoria le juega una mala pasada y la relación entre ellos se vuelve extraña, con diálogos que provocan risas por la grotesca situación que ambos atraviesan. En este caso el victimario, se va convirtiendo poco a poco en víctima. Entre ellos se establece un juego donde cada uno obtiene un beneficio del otro, se necesitan mutuamente y no lo ocultan. Miguel va a todos lados con su moto y a partir de esa referencia el realizador le imprime un ritmo veloz en exteriores, junto a una música incidental potente, en momentos claves, que se emparenta a una marcha. Cuando las escenas suceden en interiores, la lentitud se apodera de ellas, más acordes a un pueblo. Tanto afuera, como adentro, las secuencias son escuetas y precisas. Agustín Toscano no necesita explayarse demasiado porque tiene en claro de que manera quiere contar la historia, no como un policial sino desde los sentimientos de un hombre que se sabe culpable, y asediado por la angustia del cargo de conciencia que arrastra lo lleva a buscar la redención.
Emocionante homenaje a cinco creadores santiagueños que enriquecieron la historia de nuestro folclore Durante el siglo XX, en la Argentina, hubo varias y grandes agrupaciones folclóricas que surgieron en varias provincias. Cada una de ellas le puso su impronta. Tanto sea por calidad interpretativa, compositora o carisma, que las hicieron más o menos populares y les permitieron, en algunos casos, permanecer en el estrellato durante décadas. Entre todos los grupos hubo uno muy característico integrado por 5 hermanos santiagueños que descollaron a partir de 1939, cuando vinieron a Buenos Aires, y se mantuvieron vigentes hasta 1997. Compusieron varias canciones que se convirtieron en clásicos, porque gran parte de la gente podría reconocerlas al oírlas en algún lado. De ellos, el único que está vivo es Vitillo, quien cuenta con 96 años, con una vitalidad sorprendente, y es sobre él, su vida e historia, se dedican los directores Josefina Zavalía Ábalos y Pablo Noé para producir éste documental y, por añadidura, a evocar las vivencias de los hermanos músicos. Como un guía conductor ayuda inestimablemente a los realizadores, Juan, que es sobrino nieto del homenajeado, además de ser guitarrista de una afamada banda de rock. Él se encarga de fogonear la grabación de un disco en el que Vitillo toca con distintos músicos sus viejos éxitos. Además, se sube a diversos escenarios donde los jóvenes lo veneran y miman como si fuese un rockstar. El film apela al reconocimiento permanente del folclorista y la memoria de sus hermanos. La música es el hilo que une a todas las escenas, siguiéndoles el rimo de tal forma que se convierte en un elemento necesario para poder construir el guión final. La jovialidad y el espíritu joven del protagonista traspaza la pantalla. Su gran memoria la acompaña con una prestancia de otra época, siempre se viste de saco y corbata. Tiene un trato cordial y divertido con cada interlocutor, lo conozca o no. A los directores les llevó varios años preparar esta realización, describiendo con precisión la evolución musical del grupo, narrada por medio de los testimonios del protagonista e incluyendo archivos fotográficos, fílmicos y televisivos. Es una suerte de homenaje en vida y, de algún modo, el tratamiento que le dan se emparenta mucho con el carácter alegre de Vitillo. Más que transmitir emoción, provocan orgullo. No pretenden que sea lacrimógeno, porque está vivo y con una fuerza interior inquebrantable, como una aplanadora que nos es del rock, sino del folclore argentino.
No sólo en la época de la última dictadura militar se apropiaban bebes, sino que este sistema viene de mucho tiempo antes, cuando madres solteras, en algunos casos, menores de edad también, todas ellas pobres y vulnerables, entregaban a sus hijos recién nacidos o se los robaban, dentro del lugar donde los parían, y luego, alguna familia lo anotaba como propio, sin pasar por las vías legales de adopción. Misael Bustos le corre el velo a un tema espinoso con su documental. De vez en cuando los medios periodísticos tratan este escabroso tema, como los que padecieron las cinco personas que brindaron su testimonio en el film. Cada una de ellas lo sufrió de una manera en particular y el director va con su cámara a las casas de ellos, sin importarle dónde viven, para entrevistarlos en primera persona, e incluso los acompaña cuando van a buscar información sobre sus casos. Además, recurre a las opiniones de distintos funcionarios y antropólogas, quienes explican el significado de la palabra apropiación y como es el mecanismo de su funcionamiento. El realizador opta por una narración clásica, los protagonistas son activos y los especialistas en el tema actúan como cabezas parlantes. Tres de los damnificados cuentan descarnadamente sus vivencias y las dudas que tuvieron de sus orígenes, porque descubrieron que sus padres no eran en realidad ellos, sino otros, desconocidos. Los otros dos son madre e hijo, pese a que la señora tuvo mellizos y los vio vivos, a uno se lo sustrajeron y cambiaron por uno muerto, que no pudo verlo. Los relatos impactan la sensibilidad humana, emocionan sin ser lacrimógenos. Pese a ser casos distintos tienen un denominador común, todavía buscan su identidad porque no hay datos concretos, los archivos hospitalarios se perdieron, o descartaron, evidenciando una vez más, la falta de apego y compromiso que tiene el sistema burocrático de este país para guardar y conservar elementos importantes. Ellos, como tantos otros, quieren y necesitan saber su filiación biológica para poder recuperar y rearmar la parte más importante de sus vidas. Aunque avanzaron bastante, todavía tienen mucho camino por recorrer.
Reunir a personas de distintas religiones para que cohabiten pacíficamente en un mismo lugar es una tarea sumamente difícil. Priorizar las creencias religiosas por sobre las relaciones humanas, es lo habitual. Siempre se transita por la delgada línea que divide momentos tranquilos con otros problemáticos, y aquí es donde repara Fabrice Éboué para escribir, dirigir y protagonizar esta película francesa. Nicolás (Fabrice Éboué) es un productor musical, trabaja para una importante compañía que abarca distintos rubros industriales, cuya jefa, que es muy estricta, lo conmina a revitalizar su departamento con la creación de una banda que llene teatros, venda discos y genere hits, en un plazo máximo de 6 meses. Con semejante presión encima y, además, la imposibilidad de reconquistar a su esposa, luego de una infidelidad, Nicolás se apoya en su asistente Sabrina (Audrey Lamy), una mujer que le angustia dormir sola, y con esa excusa se acuesta todas las noches con un hombre distinto. Pasan los días haciendo castings de nuevos cantantes, pero ninguno los conforma. La solución y el alivio llega con la formación de un trío nada convencional, porque busca que sus integrantes sean de tres religiones distintas bien opuestas entre sí, como son las de un católico, un judío y un musulmán, encarnados por un cura, Benoit (Guillaume De Tonquédec), un rabino, Samuel (Jonathan Cohen). y un imán, Moncef (Ramzy Bédia), reales, que acceden a cantar a cambio de beneficios para las comunidades a las que representan. La banda “Coexister”, mientras empieza a hacerse popular, sufre la pelea de sus integrantes por cuestiones religiosas y allí está el protagonista para negociar la calma y encarrilarlos para conseguir el objetivo. En una comedia amable, el director delineó de manera esquemática cada personaje, privándolos de tener un vuelo propio más creativo. La historia tiene gags, ritmo, pero también baches, situaciones y actuaciones previsibles que no resultan atractivos. Recorre los lineamentos generales que debe tener un film de este género con la simple misión de entretener desde un lugar provocativo, pero sin poner en tela de juicio las actitudes y acciones de los creyentes. Con un relato liviano el director intenta demostrar que la convivencia puede ser pacífica, pese a los pensamientos y sentimientos tan diametralmente antagónicos.
Ajustada narración sobre la desidia social e inoperancia juridica En la localidad Empalme Lobos, anexa a la ciudad de Lobos, en la provimncia de Buenos Aires, habita poca gente, todos se conocen y la parsimonia es lo habitual. Pero, inesperadamente una noche alguien desvía un viejo auto de la ruta, lo estaciona en la orilla de un arroyo y le prende fuego. Un vehículo, cuya dueña es Beatriz (Adriana Ferrer), pero que en esos momentos no lo manejaba sino que estaba al volante una de sus hijas, Lupe, (Lorena Stadelmann), que no está adentro del auto, ni en los alrededores. Desapareció, como si se la hubiese tragado la tierra, no la encuentran por ningún lado. Por decisión propia, su hermana Alba (Sofía Palomino) se involucra activamente en el caso y Beatriz se queda en casa esperando. Alba se maneja por las vías legales, denuncia a la policía e interviene la fiscalía, pero se demoran demasiado en poner en marcha toda la maquinaria para buscar su paradero. Las directoras Sofía Brockenshire y Verena Kuri llevan a la pantalla grande un ejemplo, un caso policial como tantos, para que los espectadores vean cómo se atienden este tipo de situaciones. Con una descripción detallada de la evolución en la personalidad de Alba, y un buen manejo de climas en cada escena, de acuerdo al momento dramático que va transitando, junto a los diálogos exactos, de pocas palabras, pero efectivas, para hacer avanzar la historia en los momentos justos, las directoras tienen bien en claro lo que quieren contar y de qué manera. Para no perder más tiempo la protagonista investiga por su cuenta, toma las riendas de la búsqueda. La incertidumbre acecha, no recibe ayuda de nadie, tanto en el pueblo como en el sistema judicial, que le dan la espalda, ella se encuentra sola, incluso su madre no colabora, y hace lo que puede o se le ocurre. La película realiza una aproximación bastante fidedigna de lo que sucede con este tipo de casos en el país, porque los familiares de la víctima tienen que hacer el trabajo de la policía y la justicia. Como le sucede a Alba, quien actúa no como una vengadora anónima sino que asume en parte el rol del estado que no hace lo que tiene que hacer, el que sólo genera agotamiento y desesperanza.