Thanos contraataca “Esta vez no hay resurrecciones”. Con esa frase comienza Avengers: Infinity War (2018). Cumple una doble función: es tanto una amenaza dirigida hacia los Avengers como una promesa para el público, que al cabo de una década y casi veinte películas confía en la infalibilidad del status quo del llamado Universo Cinematográfico Marvel. Pero aún ignorando los otros cinco lanzamientos que Disney tiene programados para los próximos dos años - incluyendo la segunda parte de esta película - ¿quién se dejaría engañar por un final tan oscuro y abrupto? Thanos es quien dice la frase. De lejos posee un aspecto genérico, un ogro digital no muy distinto al Steppenwolf de Liga de la justicia (Justice League, 2017), pero resulta uno de los villanos más efectivos que Marvel ha producido en años, un fanático motivado de manera lógica, hasta empática, y con una dosis de tristeza. Único sobreviviente de un planeta muerto - como Superman, por qué no - su objetivo es brindar “balance” al universo masacrando la mitad de todo lo que vive en él. A efectos de ello busca las seis “Gemas del Infinito”, dos de las cuales son protegidas por Dr. Strange (Benedict Cumberbatch) y Visión (Paul Bettany). A la fecha ésta es sin duda la película más ambiciosa de Marvel, una épica operática que reúne unos treinta superhéroes - casi ochenta personajes en total - incluyendo Iron Man (Robert Downey Jr.), Capitán América (Chris Evans), Thor (Chris Hemsworth), Hulk (Mark Ruffalo), Black Widow (Scarlett Johansson) y Spider-Man (Tom Holland) más los elencos de Guardianes de la galaxia (Guardians of the Galaxy, 2014) y Pantera negra (Black Panther, 2017). El resultado es un espectáculo con tres o cuatro líneas argumentales en las que distintos grupos de héroes se turnan para detener al villano o rescatarse mutuamente. La película en su totalidad es como un gran clímax (o la mitad de uno al menos), prescindiendo de los primeros dos actos y manteniendo el tono de conclusión épica - con el ocasional momento de introspección triste - por dos horas y media. El resultado es un poco aturdidor pero por lo general la acción es clara, entretenida y lo suficientemente variada. Más que la acción lo que mantiene la tensión es el constante montaje en paralelo, la forma en que la urgencia de una trama se ve reflejada, rayando el melodrama griffithiano, en las otras. Una de las críticas comunes al universo Marvel es cuan parecidos son los personajes, que comparten el mismo ego y humor sardónico; los directores Joe y Anthony Russo aprovechan su titánico elenco al emparejar las personalidades más contrastantes de manera que las interacciones se mantienen interesantes. Por separado Stark y Strange parecen idénticos pero una vez unidos resaltan respectivamente su infantilidad y severidad; asimismo Thor y Star-Lord (Chris Pratt) forman un buen dúo cómico porque el primero, perfecto en todo sentido, es indiferente a la inseguridad que genera en el segundo. Por otra parte el enorme ejército de segundones que se arma en Wakanda carece de personalidad y la mayoría son desaprovechados, relegados a apariciones obligatorias y algún que otro parlamento. Con tanto superhéroe quien termina robándose la película es Thanos, interpretado mediante captura de movimiento por Josh Brolin. ¿Qué lo vuelve tan efectivo? Consistentemente derrota superhéroe tras superhéroe, demostrando ser más listo y más fuerte; es lo más parecido al protagonista de la película porque sus acciones motivan todo lo que ocurre en ella, y los Avengers quedan reducidos a un grupo de amateurs que reaccionan sin gran convicción o éxito. Sin embargo hay algo que nunca termina de cuajar del todo y desbarata los “shockeantes” 15 minutos finales de la película: el hecho insoslayable de que estamos viendo la primera parte de una historia que no concluye, y que la fingida osadía con la que personajes parecen morir es un fraude a ser revelado como tal en la siguiente película. Dados los numerosos precedentes que Marvel tiene de revivir a sus muertos - ya sea dentro de la misma película, la siguiente o una de sus series diseñadas para aguantar la respiración hasta el próximo film - no será una gran sorpresa descubrir que “Infinity War 2” regresa la historia a tierras familiares y retroactivamente hace de Avengers: Infinity War una estafa. Cuales sean los méritos de esta película tienen fecha de expiración: el estreno de la secuela. Hasta entonces vale pretender que Avengers: Infinity War es mejor de lo que realmente es.
Silencio en la sala Un lugar en silencio (A Quiet Place, 2018) se une a la gama del buen cine de terror que ha ido remontando en los últimos años con The Babadook (2014), Te sigue (It Follows, 2014), La Bruja (The VVitch, 2015), No respires (Don’t Breathe, 2016) y Viene de noche (It Comes at Night, 2017) - thrillers creativos y espeluznantes que se nutren de miedos elementales. Está en buena compañía. El mundo ha sido devastado por criaturas monstruosas que atacan brutalmente todo lo que oyen. La escena inicial establece de manera silente y efectiva cuan definitivos son estos ataques, y cuan fina es la línea entre estar vivo y hacer un poco de ruido. Necesariamente, la película cuenta con poquísimo diálogo y una banda sonora poblada mayormente por ruidos incidentales. El resultado no es exactamente una película muda, pero banca en el poder de sus imágenes, creatividad visual y lenguaje corporal para contar una historia sencilla de manera atrapante. En medio de este silencioso apocalipsis se encuentra una familia que se las ha ingeniado para sobrevivir en el campo día tras día sin producir sonido alguno. Se comunican con señas. Curan comida bajo tierra. Trazan senderos de arena para caminar. Se pueden esconder tras fuentes de sonido naturales, como agua corriendo, o provocar estruendos a modo de distracción. Las criaturas en sí poseen un diseño bastante original porque han sido creadas en base a sus ventajas y desventajas en vez de lo que se ve siniestro o impactante, aunque es cuestionable que un ser vivo que caza guiándose por el más mínimo ruido produzca en sí tanto ruido. Dirige John Krasinski sobre su propio guión, escrito junto a Bryan Woods y Scott Beck. Interpreta al patriarca de la familia junto a Emily Blunt, esposa en la ficción y en la vida real. Dos cuestiones temáticas separan a la película del mero efectismo, no particularmente profundas pero que le dan algo de significado humano a la historia: la primera es el deber del padre y la madre de sacrificarse por sus hijos, la segunda es el motivo de la culpa y el remordimiento por los pequeños errores que conllevan consecuencias desmesuradas. Un lugar en silencio no es mucho más que una película de supervivencia (tensa, atmosférica, opresiva) pero estos pequeños arcos de desarrollo le dan peso humano a la historia. Como thriller, la película está perfectamente estructurada: presenta unas pocas reglas, ilustra con distintos ejemplos y contraejemplos y el resto de la historia se siente como el resultado natural de todas las combinaciones posibles. No cambia las reglas del juego. No introduce elementos nuevos. Tampoco hace trampa, aunque algunas partes de la trama dependen de inconvenientes un poco demasiado convenientes. Como suelen presentarse en forma de conflictos más que soluciones, vaya y pase. Arrinconar al personaje de manera convincente es un arte.
O vosotros los que entráis En un mundo en el que nos sacudimos las malas películas como caspa al suelo, pocas son las ocasiones en las que nos cuestionamos el impacto duradero y negativo que tienen en nuestra vida. Tejen (2014) amerita tal introspección. ¿Hasta qué punto vale la pena sufrir una película que, por propia admisión del director es “imposible de disfrutar”? ¿Es hedonista sugerir que sólo porque una experiencia es “singular y atípica” no significa que merezca la pena vivirla? ¿No es el verdadero hedonismo guiarse por la rauda promesa de la unicidad de una experiencia? Bueno, Tejen ciertamente es única. La ópera prima de Pablo Rabe ha creado, utilizado y roto un molde. Es una experiencia audiovisual difícil de traducir en palabras, o efectivamente en cualquier otro medio que no sea el cinematográfico. Tejen nos presenta una fantasmagoría de composiciones espeluznantes diseñadas, primordialmente, para ingeniar inquietud y repulsión. Su hipótesis es la siguiente: el cuerpo humano es frágil y asqueroso. Y esta hipótesis la demuestra hasta el hartazgo con una situación que se sostiene durante toda la película, sin ningún tipo de evolución narrativa. La situación ocurre a lo largo de dos períodos de tiempo alternativos. En uno, un hombre y su hija viven en una cabaña en el bosque, rodeados de animales muertos y podredumbre (no hablan; hay cuatro o cinco líneas de diálogo en toda la película). En otro, la niña ha crecido y se ha convertido en un bulto de huesos y extremidades desarticuladas, convulsionando día y noche en su cama, aullando llena de dolor, echando bocanadas de gritos ahogados, probablemente deseando una muerte que no llega ni comprende. A la par se nos muestran imágenes de miriápodos y anélidos revolviéndose en la mugre, supurando baba mientras reptan dentro y fuera de orificios con enclenque gracia. La analogía entre la niña y los invertebrados es tan obvia que ni tenemos el placer de descubrirla. Pero se reitera una y otra y otra vez a lo largo de toda la película, con repugnante lujo de detalle. La imagen más repulsiva de todas, sin embargo, es la de una colonia de gusanos que ha hecho hogar en el rostro de la niña, habiendo lijado cualquier tipo de semblanza humana. El hombre, de día, cuida de la niña. De noche tiene pesadillas. Sueña con cuerpos humanos que fornican en la oscuridad, prisioneros de un gran éxtasis o de un gran sufrimiento o ambas cosas. En este dantesco averno, pies y brazos se multiplican y vibran mecánicamente, no muy distinto a las imágenes de ciempiés que vemos unas cincuenta veces a lo largo de la cinta, por si a nadie le quedó claro que hombre e insecto son igual de patéticos. ¿Qué puede decirse a favor de esta “singular y atípica” experiencia, además de que tiene forma de sí misma? Posee una cadencia fotográfica y movimientos de cámara mesmerizantes (todo hecho por el mismo Rabe): la cámara en mano oscila entre ángulos intensos y retorcidos, y hay un encuadre en cámara lenta que recurre a lo largo de la película y guarda el único misterio de su historia. Pero la película no sólo posee 80 minutos insufribles de griterío y miseria y sufrimiento, sino que martilla incesante y monótonamente la única idea que tiene.
El pop en los tiempos del internet Ready Player One: Comienza el juego (2018) es una frase que solía aparecer en las pantallas de los arcade, titilando unos pocos segundos entre que el jugador se despedía de sus monedas y el instante en que apretaba el botón de inicio. La frase indicaba, cual cajero automático, que la transacción había sido registrada y ya se podía jugar. Ni bien empezaba el juego la frase desaparecía. Es una frase emblemática porque no recurre en ningún otro sitio, y no puede ser una coincidencia que se elija un instante tan efímero y formal para conmemorar toda una generación de ludopatía. La nueva película de Steven Spielberg se basa en la novela homónima de Ernest Cline, publicada en 2011 pero hecha mayormente a base de la cultura pop de los 80s, década que está de moda para recordar de manera intachable y nostálgica. El propio Spielberg fue uno de los máximos contribuyentes al panteón pop de la época, inventando un público joven que al día de hoy se desvive por conmemorar su infancia. Si en eso se resumiera Ready Player One: Comienza el juego - nostalgia manufacturada - la película sería un esfuerzo simpático y ahí quedaría. Pero la obra trata tanto sobre la cultura pop como la celebración en sí misma de dicha cultura, un tema tan actual como el efecto del internet en el colectivo humano. Internet como una colosal corriente de pensamiento o conciencia hecha a base de referencias miméticas y sabiduría inútil, una especie de más allá celestial (o infernal) para todo lo que alguna vez fue popular. Ready Player One: Comienza el juego es la escenificación indulgente de aquel purgatorio. El xenomorfo de Alien, el octavo pasajero (Alien, 1979) sale del pecho de Goro de Mortal Kombat (1995). Godzilla lucha contra un Gundam. El Gigante de Hierro se cruza con Terminator. Una carrera de autos tiene al T-Rex de Jurassic Park (1993) y a King Kong de obstáculos. El torrente de referencias e “invitados especiales” es constante - esencialmente Spielberg crea un mundo en el que los íconos pop coexisten más allá del contexto que los hizo populares, así como Robert Zemeckis hizo con sus caricaturas en ¿Quién engañó a Roger Rabbit? (Who Framed Roger Rabbit, 1988). El propio Zemeckis es homenajeado varias veces, nunca mejor que cuando se introduce el Cubo Zemeckis, capaz de retroceder el tiempo unos 60 segundos. En un futuro cercano toda la población mundial participa de una realidad virtual llamada OASIS, esencialmente una especie de “Matrix” a la que la gente se conecta, en teoría para competir en distintas actividades, en la práctica para llevar una segunda vida de ocio sin consecuencias. El hecho de que pueden utilizar cualquier personaje de cualquier medio animado o digital como avatar es la excusa perfecta para meter cualquier cantidad de cameos. Cuando el creador de OASIS muere deja tres objetos escondidos detrás de consignas crípticas: quien los encuentre se convertirá en el dueño del mundo virtual. La trama opone al joven huérfano Wade Watts (Tye Sheridan) y sus amigos contra una corporación desesperada por obtener control total sobre OASIS, amalgamando un poco de todas las aventuras similares que ha dirigido Spielberg. A la que más se parece es a Indiana Jones y la última cruzada (Indiana Jones and the Last Crusade, 1989): el bando de los buenos compite con el bando de los malos por apoderarse de lo que se describe como el Santo Grial en no menos de tres pruebas, y lo que los buenos no poseen en cantidad o tecnología lo compensan con humor y pensamiento lateral. Hasta la banda sonora de John Williams se recicla libremente en situaciones análogas. Los jóvenes héroes son serviciales y descartables, y el costado más humano de la película se lo da Mark Rylance mediante un personaje póstumo. Cualquier película en la que una narración en off promete “un mundo donde el límite es la imaginación” está destinada a decepcionar un poco, y la totalidad de Ready Player One: Comienza el juego no se encuentra a la altura de sus partes más inspiradas (la mejor una secuencia en la que los héroes penetran el film El resplandor (The Shining, 1980) y recorren los pasillos de un Hotel Overlook impecablemente recreado). Más allá de las cavilaciones de la trama - los mecanismos del mundo del futuro no resisten lógica o análisis - la película no parece tener opinión sobre los peligros o beneficios de una realidad virtual que lentamente reemplaza y canibaliza la realidad terrenal. Se repite varias veces a lo loro “Lo único real es la realidad” como si la frase tuviera sentido inherente y dedica una mirada superficial a problemáticas que identifica pero desestima, como las cuestiones de identidad y discriminación. De hecho la película elije ignorar un montón de conflictos latentes en las vidas digitales de hoy en día o imaginar cómo un mundo digitalizado en un 100% las ampliaría o contendría. Se puede tachar a Ready Player One: Comienza el juego por su potencial desperdiciado e historia reduccionista. Pero aún entonces resta considerar a la película - una aventura entretenida, simpática y gentil como sólo Spielberg es capaz de conjurar - como un raro producto de su tiempo, inspirada tanto en fórmulas genéricas como en la actualidad cultural. Queda en cada uno reír o llorar ante una ilustración tan acertada de lo que es la cultura de internet: fanática, inatenta, rauda en alabar o condenar, hambrienta de inclusión y obsesionada por reconocer y ser reconocida. La ironía máxima es que el villano (Ben Mendelsohn) es un adulto cuyos intentos de congraciarse con el joven héroe citando trivia pop son denunciados por deshonestos. Como si Spielberg estuviera haciendo otra cosa.
Más fuerte que Boston Película tierna, sensiblera y a veces cursi sobre Jeff Bauman, quien perdió ambas piernas en el bombardeo terrorista de la Maratón de Boston en 2013 mientras esperaba a su tres veces ex novia en la línea de llegada. Más fuerte que el destino (Stronger, 2017) trata sobre la inspiradora rehabilitación de Jeff, sobre el vértigo que la fama le trae como símbolo designado de la esperanza y la maduración de alguien estancado por su propia mentalidad de víctima. El guión se basa sobre las memorias del Jeff Bauman real, interpretado por Jake Gyllenhaal (además productor). Al despertar en el hospital tras el atentado escribe tres cosas que definen sucintamente al personaje: pregunta por su ex Erin (Tatiana Maslany), hace un chiste sobre el “Teniente Dan” y dice poder identificar a uno de los terroristas. Se lo establece rápidamente como amoroso, con buen sentido del humor y patriota. Inmediatamente los medios se aferran a una foto cual la de Iwo Jima y lo convierten en un héroe popular contra su voluntad. La repentina dependencia que Jeff tiene de su familia y sus amigos - así como de su ex, que queda arrinconada en el papel de novia tanto por afecto como por culpa - es en teoría trágica pero en la práctica la vida no resulta muy distinta para alguien acostumbrado a no responsabilizarse por sí mismo. Su nueva condición es sintomática de su personalidad y a la vez una oportunidad para que Jeff toque fondo y se mejore como ser humano. En este sentido el título de la traducción, “Más fuerte que el destino”, es incorrecto: el personaje cumple con su destino a pie de la letra. Gyllenhaal da una actuación que fácilmente podría haber sido nominada al Óscar por todos los matices que maneja el personaje. El elenco es igual de fenomenal (Miranda Richardson y Clancy Brown como los padres de Jeff en particular) y sugiere perfectamente la intimidad de una familia imperfecta pero unida que intercambia puteadas con la misma cordialidad con la que alguien cuenta un chiste. La película, dirigida por David Gordon Green, contiene aquella misma energía espontánea y terrenal con la que suele imbuir sus proyectos. Más fuerte que el destino es a primera vista y, a fin de cuentas también, un relato diseñado para conmover e inspirar con su mensaje sinceramente motivacional basado en hechos reales. Es fácil imaginar una versión insufrible de esta fórmula pero la película, dirigida con sinceridad e inteligencia, esquiva las soluciones fáciles y los golpes bajos y termina conjugando una historia de genuino poder.
No tan cancelado “Ya discutimos la trama de la tercera película, y cómo el final expandiría el universo al estilo Star Wars/Star Trek donde podes ir en muchas direcciones. Podes hacer películas centrales, podes hacer spin-offs, podes hacer historias aparte. Sí, ese es el plan” - Steven S. DeKnight, director de Títanes del Pacífico: La insurrección (Pacific Rim Uprising, 2018). Títanes del Pacífico: La insurrección es tan divertida como puede ser una película sobre robots gigantes que luchan con sables láser contra monstruos invasores pero sin poseer un elemento humano muy interesante o importante. La película original, Titanes del pacífico (Pacific Rim, 2013), no contaba con una trama más compleja o personajes más llamativos, pero se tomaba a sí misma en serio y el apocalipsis parecía mucho más peligroso entonces. La aspiración de DeKnight a un universo “al estilo Star Wars” es irónica considerando que su película arranca con John Boyega aliándose con una huérfana chatarrera y sumándose a una valiente resistencia momentos después. Como en Star Wars también recurre la temática de los padres muertos o ausentes; el de Jake (Boyega) no era otro que Idris Elba, sacrificado en la película anterior en plan de cancelar el apocalipsis (o en su defecto demorarlo diez años), y los de Amara (Cailee Spaeny) murieron como demuestra un oportuno flashback. La resistencia está llena de jóvenes huérfanos como Amara, adolescentes siendo entrenados en el arte de pilotar robots gigantes por Jake y su colega Lambert (Scott Eastwood). La insistencia con la que estos “curtidos” veteranos se separan de los “niños” que están entrenando resulta algo ridícula a vistas de que todos parecen tener más o menos la misma edad. Todos son capaces del mismo humor y además comparten la misma historia trágica. Aún deduciendo un par de muertes - los menos caracterizados - hay un elenco desproporcionado de cadetes heroicos, probablemente inversiones para futuras secuelas. Gran parte de la película parece haber sido formulada como una contestación a las críticas más prevalentes de la anterior. Así que la secuela viene con más acción, toda presentada prolijamente bajo cielos diáfanos; los personajes secundarios tienen un poco más de participación y la pelea más climática se reserva para el final en vez de la mitad de la película. Por otra parte no hay una gran innovación en el diseño o comportamiento de los monstruos. Cuando tres de ellos se fusionan en vez de una enorme abominación cósmica digna de Lovecraft el resultado es una versión más grande de algo que ya se ha visto incontables veces en la pantalla. DeKnight quería una franquicia y a toda vista lo ha logrado: la película concluye abruptamente con la promesa de continuar la pelea “en el espacio”. Quizás no es tan buena idea - la mitad de la gracia de las peleas con robots es la grosera destrucción de las metrópolis que supuestamente están defendiendo, algo que el vacío del espacio no puede aportar, y el componente humano es tan chato que no hay realmente otra cosa por la que entusiasmarse.
Una versión del amor La nueva película de Paul Thomas Anderson es de la misma calaña que The Master (2012) porque parte de un guión dilatorio, a veces frustrantemente ambiguo, y se centra en dos enigmáticos personajes y la intrigante relación que los une: un diseñador de moda y la musa con la que se encapricha. Superficialmente parece una obsesión unilateral, una nueva versión de Barba Azul con Daniel Day-Lewis en el papel del marido dominante y prohibitivo; el genio de El hilo fantasma (Phantom Thread, 2017) se va desenredando a medida que se explora las profundidades de la relación entre Reynolds Woodcock y su Cenicienta camarera Alma (Vicky Krieps). Ambientada en el Londres de los ‘50s, Woodcock (el nombre ya es una burla hacia un personaje tan asexuado) trabaja junto a su hermana Cyril (Lesley Manville) diseñando y confeccionando preciosas vestimentas para la élite mundial. Ambos son solteros y llevan una vida rigurosamente monástica, pasando los días en silencio y manteniendo una rutina impregnable. Woodcock se deshace de su musa de turno - “pareja” es una palabra demasiado íntima - porque sus reclamos de atención le irritan y esencialmente sale a comprarse otra, dejándose cautivar por una torpe pero bella moza que le sirve el desayuno perfecto en un hotel. El resto de la historia consta del extraño cortejo entre Woodcock y Alma; a pesar de su realismo y detalle histórico la trama se perfila como un cuento gótico o de hadas, los cuales siempre tienen intenciones cautelares. Woodcock no confina exactamente a Alma en su castillo ni la obliga a hacer nada que no quiera pero su desinterés en todo lo que no refiere a su trabajo (los sentimientos de Alma incluidos) se siente cruel y despectivo. “¿Qué estoy haciendo aquí?” se pregunta la sumisa Alma, mucho después que la audiencia y varias veces. Hasta que lo descubre. El resultado es un fascinante estudio - a veces lento, nunca aburrido - de dos personas y el balance de poder que van barajando entre ellos. El hilo fantasma es una deconstrucción del amor, reduciéndolo a una puesta en común de manipulaciones sutiles y no tan sutiles al servicio de necesidades egoístas. Es también una historia sobre maldiciones: la maldición de la falta de amor (Woodcock fantasea, literalmente, con el fantasma de su madre, y Cyril parece condenada a la soltería por un viejo mito sobre bordar vestidos de novia) así como la maldición del amor, de la perversa y mutua entrega al hambre de otra persona. Anderson suele ser comparado con el gran Stanley Kubrick por su meticulosidad y formalidad y también supuesta frialdad (por qué no compararlo, para el caso, con el propio Woodcock). El hilo fantasma es ciertamente una de sus obras más ejemplares, sobre todo en las escenas nocturnas - vemos Naranja mecánica (A Clockwork Orange, 1971) en los escalofriantes paseos en auto y Ojos bien cerrados (Eyes Wide Shut, 1999) en las caminatas desorientadas de Woodcock. Otro excelente bastión de técnica es Hitchcock, con quien Anderson comparte la misma fascinación por personajes que, sospechamos, ni el propio director comprende del todo. La tríada de actores centrales es impecable, magnética y en absoluto dominio de sus personajes, que se complementan de maneras insospechadas. La música clásica se mezcla exquisitamente con la gélida banda sonora de Johnny Greenwood. Por cada pequeña decisión equívoca o cuestionable hay un momento brillante que eleva El hilo fantasma. No es sólo la mejor película de Paul Thomas Anderson desde Petróleo sangriento (There Will Be Blood, 2007), es una de sus mejores obras.
Angelina lo hizo mejor Lara Croft, otrora interpretada por una joven Angelina Jolie como un personaje sexy, pícaro, divertido y algo sociópata, es ahora interpretada por Alicia Vikander en clave “realista”, una eterna víctima de las circunstancias despojada de cool, misterio o glamor. ¿Qué interesa a los guardianes del realismo el género aventurero? Imaginen a Eddie Redmayne reemplazando a Daniel Craig como James Bond. La idea detrás de Tomb Raider: Las Aventuras de Lara Croft (Tomb Raider, 2018) es ilustrar los orígenes de la icónica aventurera, darle un arco transformador y sugerir un futuro en el cual sus aventuras son más divertidas que las de esta película. No funciona. Lara es de entrada aburrida y jamás se transforma su personaje, mucho menos en uno interesante. Ni ayuda que el villano sea igual de blando, un Walton Goggins desperdiciado en el papel más soso de su carrera, nunca amenazante ni particularmente detestable. Basta decir que Lara, más tarde que temprano, se embarca rumbo a una remota isla japonesa tras los pasos de su padre, quien desapareció en busca de la tumba de la mítica reina Himiko. Naufraga y es aprisionada por el grupo de mercenarios más gentil del mundo, considerando que llevan siete años curtiéndose en la intemperie y no hay otra mujer en la isla. A partir de ahí todo va relativamente bien para Lara, que disfruta de demasiados aliados y alegres coincidencias. El resto de la película mantiene el entretenimiento en un nivel templado y olvidable. Esta nueva rendición de Tomb Raider: Las Aventuras de Lara Croft es tan mediocre que no logra conjurar una sola escena o secuencia que sea genuinamente propia o algún día pueda llegar a ser recordada de manera emblemática. Aún la impresionante escena del avión pendiendo sobre un abismo está plagiando al menos tres películas de Steven Spielberg a la vez. Pero la decepción no se demora y ya en el primer acto contamos una pelea y dos persecuciones totalmente inconsecuentes. Las carreras ilegales en bici con reggaetón de fondo son tan poco representativas del resto de la película que la escena no debería estar ahí ni para simbolizar el personaje tocando fondo. Se quiere establecer a Lara como un personaje simpático desde la vulnerabilidad, porque vive perdiendo peleas y desafíos y siempre está falta de dinero, pero no sólo nada de todo esto afecta el resto de la trama sino que tales debilidades jamás vuelven a ser problemáticas. Los guionistas Geneva Robertson-Dworet y Alastair Siddons se sirven libremente de todo tipo de tácticas trilladas para resumir ideas como quien está obligado y se las quiere sacar de encima. Otro ejemplo: hacer que el villano ejecute a uno de sus hombres para establecer rápidamente un nivel de crueldad e indiferencia hacia la vida humana que no sólo se ha visto incontables veces sino que jamás se ve reflejado en el resto de sus acciones. El diálogo demuestra cuán poco inspirado es el guión, desde los intentos de frases supuestamente inteligentes (“Al menos no estamos muertos”/“No me digas” se repite dos veces como si los guionistas hubieran hallado oro en el intercambio) hasta líneas de relleno tipo “Nos estamos acercando” mientras los personajes, Dios los guarde, se están acercando. Tomb Raider: Las Aventuras de Lara Croft es una película que iba a ocurrir tarde o temprano independientemente de la inteligencia y la creatividad detrás del proyecto. Quizás uno podría comendar la fidelidad con la que adapta el videojuego de 2013 (el cual, a su vez, reiniciaba la serie) y saca en limpio una historia más o menos digna, lo cual a la zaga de la bochornosa Assassin's Creed (2015) es un alivio. Hela aquí pues, una nueva versión de Tomb Raider que oscila entre mediocre e incompetente y no deja sabor a nada salvo las ganas de volver al pasado.
Deseo de remake Es desafortunado que una película que glorifique la libre venta de armas en los Estados Unidos se estrene en una época en la que ya van más de treinta tiroteos en lo que va del año y el presidente prefiere armar a los docentes que moderar el comercio de rifles semiautomáticos. Para muchos Deseo de matar (Death Wish, 2018) enseña la peor lección en el peor momento, aunque en verdad lo único que la película demuestra es que la estrella de Duro de matar (Die Hard, 1988), Tiempos violentos (Pulp Fiction, 1994) y La ciudad del pecado (Sin City, 2005) todavía sabe sostener una pistola y recitar one-liners para el entretenimiento de todos nosotros. El film es un remake de El vengador anónimo (Death Wish, 1974), en la que Charles Bronson sale a hacer justicia por mano propia tras el asesinato de su esposa y la violación de su hija. Bruce Willis es más creíble como doctor que Bronson como arquitecto, pero la transformación de Paul Kersey de un ciudadano obediente a un vigilante justiciero es mucho más creíble en manos de Bronson, cuya estrategia era ofrecerse como carnada a criminales y no lanzarse como si fuera un superhéroe invencible. Dirigida por Eli Roth, en principio la remake se toma las cosas más o menos en serio. La invasión del hogar se filma como si se tratara de una película de terror pero hay una curiosa falta de morbo de parte del director de Hostel (2005), y la reacción acongojada de Willis es de lo más verosímil que ha interpretado el actor en años. Pero pronto el Dr. Kersey va de compras a una tienda de armas, es asesorado por una rubia tetona sobre sus derechos constitucionales (“Nadie reprueba el examen,” le dice guiñándole el ojo) y sale a cazar ladrones al compás de “Back in Black” de AC/DC. De ahí sólo se pone más ridículo, en el mejor de los sentidos. La contribución moderna es sumar el factor de las redes sociales en lo que es esencialmente la misma historia. El intento de filosofar sobre la existencia del “Ángel de la Muerte” (el apodo que internet le da al misterioso vigilante) queda en manos de personalidades de Youtube que no hacen más que correr en círculos sobre si está bien o está mal. Estos segmentos solamente existen para crear una ilusión de profundidad que la película no necesita realmente. Pasado el trauma inicial las cosas son quizás demasiado fáciles para Kersey, que aparentemente aprende todo lo que sabe sobre armas luego de un par de noches de tirarle al mismo cartel y con eso basta. Ocasionalmente es ayudado por un video instructivo de Youtube, o una bola de boliche convenientemente balanceada sobre la cabeza de un maleante. Hay un par de policías tras la pista del “Ángel de la Muerte” (Dean Norris y Kimberly Elise) cuya función es más cómica que otra cosa. Es más de lo que el guión le da para hacer a Vincent D'Onofrio como el hermano de Paul, que parece estar reservándose algún giro importante y al final no hace nada. Deseo de matar es una fantasía tan tonta que resulta imposible dejarse ofender o tomársela muy en serio, sobre todo al margen de los elementos cómicos que la película va introduciendo y la saña con la que Roth filma los momentos más dolorosos. El director que se inició con “tortura porno” ahora pasó a “venganza porno”. Algo es algo.
Ferpectos desconocidos Al lado del panteón de brujas, vaqueros, payasos, mutantes, satanistas, santeros, fantasmas y todo tipo de freaks del cine de Alex de la Iglesia, su más reciente película Perfectos desconocidos (2017) es su obra más mansa y complaciente. Es una remake de la italiana Perfectos desconocidos (Perfetti sconosciuti, 2016), acerca de un grupo de amigos que se junta a cenar y la cizaña que se arma cuando comparten los secretos de sus celulares en la mesa. La adaptación una comedia divertida y a veces astuta pero se queda lejos de la usual mordacidad e irreverencia del cineasta español, y por ello no termina de justificar su existencia. La premisa reúne a tres parejas en un penthouse en Madrid, fatídicamente durante un eclipse que deja a la luna ensangrentada. Los anfitriones son Eva y Alfonso (Belén Rueda y Eduard Fernández), que están discutiendo de entrada; se les suman Antonio y Ana (Ernesto Alterio y Juana Acosta), que van discutiendo en el camino, y los recién casados Eduardo y Blanca (Eduardo Noriega y Dafne Fernández). Finalmente llega un séptimo amigo, Pepe (Pepón Nieto), sin pareja. La pregunta que hace la película - y nunca responde, porque la respuesta es más que obvia - es si la ubicuidad del celular y la vida digital crea problemas o los esconde. Blanca, joven, inocente y desesperada por ser aceptada en el círculo de amigos propone un juego: todos dejan su celular en la mesa y se exponen a revelar sus secretos. Si llega un mensaje de texto, lo leen en voz alta; si alguien llama, lo ponen en altavoz. Eva lo compara a una ruleta rusa, pero todos se suman al juego. Rehusar sería prácticamente confesar todo tipo de culpa. Se empieza por revelaciones bastante casuales - correos y mensajes con información que al dueño no necesariamente importa mucho pero que convoca opiniones que no son bienvenidas - hasta que llegan los mensajes ambiguos y las llamadas inoportunas. La gracia está en cuan desesperados se vuelven sus intentos de maquillar la obvia verdad, y la forma en que las mentiras se van apilando y van acomplejando la actuación de cada uno de los comensales. La película se estructura y avanza como una obra de teatro a medida que la superficial cordialidad entre los amigos y las parejas se va degenerando por la sospecha, la vergüenza, la recriminación y finalmente la bronca. En este sentido es muy parecida a Un Dios Salvaje (Carnage, 2011): el humor se divide entre el placer sádico de ver a un grupo de personajes intentar desesperadamente mantener la civilidad contra toda pulsión y el masoquismo de imaginarse en una situación parecida. Como la mayoría de estas ficciones teatrales, el final siempre es un problema - no es fácil dar con una conclusión satisfactoria para lo que ha sido puro paroxismo. A esto se suma la decepción de que algunos de los personajes son desperdiciados con salidas tempranas y la historia nunca se complica tanto como amaga en un principio (en la nada queda el cuchillo que un personaje planta cual advertencia). Hay una corriente de histeria muy a lo Alex de la Iglesia, pero nada que permee la burguesía de sus personajes o la trama. Así que por más entretenida que resulte la historia no lleva del todo su temática al límite y el giro del final ralla la estafa.