Las sobras Se llama Ant-Man and The Wasp (2018) y efectivamente está protagonizada por Scott “Ant-Man” (Paul Rudd) y Hope “Wasp” (Evangeline Lilly) pero quien diga que la historia trata sobre ellos - empezando por el título de la película - está mintiendo. Quizás es para mejor porque no hay nada que distinga a ninguno de los dos de los otros treinta superhéroes de Marvel que recientemente desfilaron por Avengers: Infinity War (2018), salvo las pirotecnias de sus disfraces. La historia se centra en el rescate, carente de urgencia o importancia, de un personaje que no conocemos, apenas hemos visto en un par de flashbacks y no es útil a la trama de ninguna forma. Claro que reunir a una mujer con su esposo y su hija es una causa noble, pero la mujer en cuestión - la Wasp original, madre de Hope (Michelle Pfeiffer) - jamás se perfila como personaje sino como un artificio de una trama desesperadamente falta de interés humano. Ayudados por el Ant-Man original, Hank Pym (un Michael Douglas gruñón), la dupla del título se embarca en una aventura por reunir todos los elementos que necesitan para viajar a la “dimensión cuántica” y rescatar Janet van Dyne de su exilio miniatura. La trama adquiere una estructura comparable a la de un show de malabarismo en la que los buenos, los malos y los feos se van robando entre sí los dos o tres MacGuffins que importan a la trama. Los malos emergen como enemigos circunstanciales motivados más por mezquindad que villanía: hay unos mafiosos que quieren vender los chiches de Pym, el FBI quiere probar que Scott está violando su arresto domiciliario y hay un súper sicario que quiere curar la enfermedad que le da sus poderes. Nadie conoce y a nadie le importa Janet, que al cabo de llevar treinta años reducida a tamaño molecular seguramente no tendría problema en esperar los tres días necesarios para que su rescate no presente tanto problema. El título de la película sugiere una pareja tan memorable como inseparable pero la relación entre Ant-Man y Wasp es tan nebulosa como irrelevante a la trama. No dependen especialmente uno del otro, no hay una simbiosis que justifique el equipo salvo la conveniencia. Como el resto de las “relaciones” en el universo Marvel, la suya es un noviazgo asexuado que no conlleva emoción, sentimientos ni interés personal y como mucho amerita un beso celebratorio por película. Lo mejor de la película viene en porciones pequeñas: Douglas y Pfeiffer (ella criminalmente desaprovechada), Rudd que es simpático y resultaría mucho más gracioso si no hubiera otra docena de personajes en modo relevo cómico, y la creatividad visual que conllevan los poderes de achicar y agrandar a voluntad cualquier cosa en el mundo (un edificio se reduce al tamaño de una valija de viaje, manija incluida, y el modo de transporte de los héroes son autitos Hot Wheels). Hay algo de ingenio visual tanto en la acción como en el uso de efectos especiales, pero nada que trascienda la intrascendencia de la historia. Ant-Man and The Wasp no es especialmente pésima como las peores secuelas de Marvel pero no deja sabor a nada. Presenta entretenimiento vacuo y fugaz al nivel de una caricatura de un sábado a la mañana, el tipo de divertimento inmemorable que no deja nada salvo el vago recuerdo de haberse entretenido un rato.
De tal padre Suerte de comedia costumbrista y road movie urbana, Invitación de boda (Wajib, 2017) transcurre a lo largo de un día en la vida de un padre y su hijo, los árabes Abu Shadi y Shadi (interpretados por la dupla padre-hijo Mohammad Bakri y Saleh Bakri), que manejan por Nazaret repartiendo invitaciones para la boda de la hija de Abu, Amal (Maria Zreik). Escrita y dirigida por Annemarie Jacir – la primera mujer palestina en dirigir cine, empezando con La sal de este mar (Milh Hadha al-Bar, 2008) – la película, que ganó el 32 Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, utiliza esta sencilla premisa para poner en movimiento una serie de operaciones conflictivas y contrastar las perspectivas tradicionales y progresistas de padre e hijo. Este último acaba de regresar de Italia (o América, los palestinos no distinguen) para la boda de su hermana, y en lo que a él concierne ni bien termina se vuelve al mundo civilizado. El padre en cambio desbarata la firmeza de su hijo con indirectas y sugerencias, como si estuviera a tiempo de esculpir la vida de un hombre adulto que ya tiene vida, pareja y una carrera profesional en el extranjero. Toda boda en el cine es una excusa para poner en crisis alguna cuestión. La boda de Amal es la excusa perfecta para oponer sutilmente dos ideologías diferentes, pero el conflicto jamás se transforma en melodrama: aún en su testarudez, los personajes son demasiado sensibles para ello. La película ni se interesa por cubrir la boda en sí. Pero su planificación se convierte en una puja entre hacer las cosas por tradición o hacerlas por conveniencia, dicotomía que a la larga termina hablando sobre la propia Palestina. Es el tipo de conflicto propicio para el drama, porque los personajes tienen tanta motivación para sacarse chispas (personalidades fuertes con ideologías opuestas) como para mantenerse en equipo toda la película, embarcados en la inútil aventura de entregar cientos de invitaciones de boda en persona. Pero incluso sus perspectivas contrastantes, las cuales comienzan rígidamente definidas por lo viejo y lo nuevo, van desdibujándose (el hijo, a pesar de su modernidad, tiene menos tolerancia hacia los israelíes que su padre; cuando el padre ofrece una solución práctica para un problema técnico, el hijo critica su falta de estética). Más allá de que son padre e hijo en la vida real, se destaca la labor de los actores Bakri en encarnar dos generaciones de una familia que, a pesar de dar una vívida impresión de tiempo y distancia entre sí, está unida subyacente e incondicionalmente. Sus interpretaciones están llenas de pequeños gestos que indican discretas decisiones: callar, dejar pasar, desaprobar en silencio, hacer una nota mental. Amal y su prima Fadia (Rana Alamuddin), en sus breves apariciones, sugieren otros mundos aparte, pero la película no trata sobre ellas. Invitación de boda roza el lugar común de vez en cuando, y a veces peligra por desembocar en lo obvio. Pero la directora encuentra el lugar preciso para terminar la película, y en su abrupta conclusión reconocemos que la intención jamás fue resumir la temática central ni ofrecer respuestas a sus inquietudes, sólo ponerlas en la mesa de la forma más elegante y genuina posible.
Día de la secuela De todos los proyectos de secuela no hay ninguno tan inusitado como Sicario 2: Soldado (Sicario: Day of the Soldado, 2018). Lo que es más insólito aún es que la continuación de Sicario (2015) retenga su buena racha como una buena y estilizado película de género a pesar de la ausencia del director original Denis Villeneuve y el peligro inherente a sobreexponer un mundo hecho atractivo por su impenetrabilidad. La original seguía los pasos de la joven agente del FBI Macer (Emily Blunt), un peón utilizado por una fuerza especial del Departamento de Justicia estadounidense para legalizar sus operativos encubiertos contra un cártel mexicano. Macer ha desaparecido para la secuela: el DOJ ha expandido la definición de “terrorismo” para incluir al narcotráfico, lo cual les da carta blanca para cruzar a México y conducir la guerra contra los cárteles locales como les plazca. No más papeleo. La trama consiste en un operativo conducido por Matt Graver y el sicario del título Alejandro Gillick (Josh Brolin y Benicio Del Toro, ambos excelentes en papeles menos intrigantes de lo que solían ser) para abducir la hija adolescente de un poderoso narco y sembrar cizaña entre los cárteles. Yendo y viniendo entre fronteras la misión se complica y Alejandro e Isabela (Isabela Moner) son separados del grupo y quedan librados a la merced de una tierra inmisericorde. Por escrito la trama no se eleva por encima de cierto tipo de cine ya harto explotado sobre la eterna guerra contra el narcotráfico (o su versión cómica-grotesca firmada por Robert Rodríguez). La cinta original poseía méritos tan formales como estéticos: conjugaba intensas escenas de suspense con la aparición sorpresiva y puntual de violencia, cada escena era esculpida con un detallado pragmatismo (qué no decir, qué no mostrar) y se delineaba un mundo tan enigmático e intimidante como los personajes que constituían su maquinaria. Fortalezas que el italiano Stefano Sollima, director de la secuela, importa de manera efectiva. Taylor Sheridan, escritor de la primera película, firma el guión de la segunda. Si no se supera a sí mismo es porque la trama es dispersa (el miope punto focal de Macer es reemplazado por tres puntos de vista; entre ellos el de un joven aspirante a sicario cuya línea argumental es la de mayor pregnancia y menor relevancia) y pone en peligro la mística de Alejandro, el sicario amoral, al darle un ancla moralizante en forma de una hija sustituta. Su arco por otra parte resulta reiterativo. Que Alejandro todavía se deba venganza por la muerte de su familia merece una explicación (considerando el contundente clímax de la anterior) que la película no ofrece. Si el final resulta tan abrupto como inconcluso es porque, aparentemente, se proyecta una trilogía. Sicario 2: Soldado no tiene una trama tan ajustada como la anterior y en algunos casos parece haberse arrinconado sin saber muy bien qué dirección tomar, pero como thriller criminal - mezclado con el western más bizarro y descarnado - es exitoso por ley propia.
Franquicia caída Jurassic World: El reino caído (Jurassic World: Fallen Kingdom, 2018) es mejor que su antecesora y simultáneamente la peor entrega de la serie. ¿Cómo logra esta hazaña? Es más entretenida que Jurassic World (Jurassic World, 2015) por virtud de la variedad de la acción y efectos menos bochornosos, pero nada distrae de un guión tan estúpido e ilógico. La premisa reúne a los tórtolos despechados de la película anterior, interpretados por Chris Pratt y Bryce Dallas Howard sin indicio alguno de personalidad, en una expedición de rescate a la Isla Nublar. La expedición es financiada por un antiguo socio de John Hammond, inventado para el beneficio de esta película; la misión es rescatar a los dinosaurios que están a punto de perecer en la erupción de un volcán, también inventado para la película. Que Claire (Howard) decida regresar a la isla para rescatar a los experimentos genéticos que la echaron en primer lugar es inverosímil; que Owen (Pratt) regrese para salvar a su velociraptor amaestrado es casi tan ridículo como la existencia de un velociraptor amaestrado. Cuán emotiva es la resonancia de la trama depende menos de nuestra afinidad por los personajes humanos y más de la lástima hacia los pobres dinosaurios, a punto de extinguirse otra vez. ¿No los podrían clonar de nuevo? Nadie contesta la pregunta porque nadie la hace. Siguiendo a pie de la letra la estructura de El mundo perdido: Jurassic Park (The Lost World: Jurassic Park, 1997), los protagonistas se unen a un ejército de mercenarios a cargo de capturar dinosaurios y transportarlos a la civilización, con resultados predeciblemente catastróficos para la civilización. Pero luego de una traición tan confusa como innecesaria el resto de la cinta transcurre en una mansión gótica directamente salida de otra película, extraña decisión que parecería motivada por la dirección del español Juan Antonio Bayona, cuya ópera prima fue El orfanato (2007). Aquí la película cambia velocidades, pierde cualquier tipo de credibilidad y se rebaja a la altura de la primera Resident Evil (2002), incluyendo el bosque remoto, la mansión gótica, el laboratorio subterráneo, la nenita británica que guía a los héroes y una corporación liderada por fatuos corporativos que quiere lucrar transformando monstruos en armas, ya sean zombis o en este caso dinosaurios. Detalles que podrían ser clasificados de spoiler si 1) no constituyeran la mayor parte de la cinta y 2) no fuera todo tan estúpido que hay que verlo para creerlo. Y sin embargo la peor parte de la película llega de la mano de la nenita en cuestión, Maisie (Isabella Sermon), protagonista de una subtrama en la que intrépidamente explora la mansión de su abuelo y va descubriendo viejos secretos sobre la historia de su familia. La película insiste en manufacturar intriga sobre los padres de la nena pero nunca brinda un buen motivo para hacerlo y el misterio finalmente resulta totalmente irrelevante e inconexo al resto de la trama. En un desesperado intento por justificar el entretenimiento de la película podemos señalar la presencia de tres villanos (Ted Levine y Toby Jones en particular) que resultan mucho más contundentes y son más fáciles de odiar que el despistado Vincent D'Onofrio de la película anterior; una efímera y conciliadora aparición de Jeff Goldblum como el Dr. Ian Malcolm (de nuevo la única persona sensata en estas películas) y algunas secuencias llamativas por la inesperada aparición de humor negro. Pero la lógica de los personajes escena a escena es tan defectuosa que rompe con la inmersión, los dinosaurios son explotados tan indiscriminadamente que dejan de asombrar o fascinar, y la acción es tan implausible que se pierde la conexión con el miedo primal que alimentaba las partes más aterradoras de las primeras dos películas. Hay quienes disfrutarán de la renovada identidad de la franquicia como un producto de serie B, exagerado y chistoso. Mejor eso a compararla a las primeras dos películas de la serie, que poseían una sobriedad y majestuosidad y oscuridad que hoy en día son un sueño roto.
¿Al oeste de qué? Western (2017) es, valga la redundancia, un “western moderno”, lo cual suele significar que se trata de un western sin las partes divertidas. La película de la realizadora alemana Valeska Grisebach comparte en efecto las propiedades sintácticas y semánticas de un western, sobre todo en la conjugación de su héroe, pero el final traiciona toda expectativa para mal. La premisa descubre a obreros alemanes trabajando en la construcción de una plata de agua en la frontera rural de Bulgaria. Llegan prepotentes (uno de ellos celebra una reconquista imaginaria “luego de 70 años”), se instalan en la campiña y uno de ellos se sobrepasa con una mujer local. Son los típicos forasteros bravucones del género, pero de entre ellos surge el héroe de la historia, Meinhard (Meinhard Neumann). Meinhard doma un caballo que descubre en el campo y literalmente llega cabalgando a un pueblito cercano. Los lugareños le tienen idea en principio, pero el afable Meinhard se gana su confianza compartiendo con ellos el trabajo y la recreación. Mientras tanto empieza a rozarse con sus colegas alemanes, cuyos negocios con los búlgaros son menos que cordiales. Nunca le dan a elegir entre ellos o los otros, pero se sobreentiende. El horizonte de la película, lo que la sostiene aún en sus momentos más flojos, es Meinhard Neumann, que esencialmente interpreta a un llanero solitario de pocas palabras y con un misterioso pasado (se presenta como “legionario”, habiendo luchado en Afganistán). Su personaje se esconde entre líneas y raros momentos de intimidad, sugiriendo con sutileza un pasado turbulento y un vacío interno irreparable. Algunas películas “son” sus protagonistas. Western es Meinhard – el actor y el personaje. Por lo demás la dirección de la película tiene a crear tensión entre los dos bandos y meter presión a su protagonista, quien intuimos eventualmente deberá decidirse por uno o el otro. Meinhard, en una escena confesional, comunica burdamente en búlgaro lo mucho que aprecia su libertad. Pero éste es el tipo de libertad que asimismo lo libera de la lealtad de los demás. El giro moderno, si se quiere, es que los mismos bandos deberán decidir si necesitan a Meinhard tanto como él necesita llenar su sed de pertenencia con uno de ellos. Hacia el final la tensión se desinfla y la película pierde el riguroso sentido de la dirección con el que hasta entonces ha cargado. Lo que no quiere decir que la película no posea un final contundente y acorde al conflicto central de orden y pertenencia, pero no cuaja con la identidad de “western” hasta entonces cultivada. El saldo final es en particular insatisfactorio y nos quita lo que debería ser la conclusión de todo western que se precie como tal, un duelo o un asedio. Y claro, al tratarse de un western (pos)moderno, el duelo es interno.
Los adecuados A la fecha Los increíbles 2 (The Incredibles 2, 2018) representa la secuela más tardía de cualquier película de Pixar, estrenándose 14 años después de la original. Tiempo que no se ve reflejado por la narración - que retoma a la familia de superhéroes Parr segundos tras la conclusión de Los Increíbles (The Incredibles, 2004) - ni por la estructura de la secuela, que en definitiva cuenta la misma historia, quizás con un poco más de espectáculo de por medio. La película original trataba sobre una familia de superhéroes natos obligados por la ley a contener sus impulsos heroicos y ocultarse en la mediocridad de la vida suburbana; frustrado con un trabajo burócrata que parodiara su vocación de ayudar a la gente (vendiendo seguros) Bob Parr (Craig T. Nelson) resume en secreto la identidad de Mr. Increíble y pasa a trabajar para un misterioso benefactor que le permite revivir sus días de gloria. Así hasta que es traicionado en el cénit de su vanidad y su familia acude al rescate, estableciendo una nueva dinámica familiar que balancea la mundanidad de la vida cotidiana con el placer “privado” de pelear contra el crimen. La secuela cuenta la misma historia casi escena por escena. La primera secuencia reinicia el status quo, de nuevo confinando a los Parr al anonimato de una familia normal de clase media hasta que aparece un nuevo benefactor con una propuesta demasiado buena para ser cierta. La diferencia es que Helen Parr (Holly Hunter), alias Elastigirl, es a quien le toca salir a pelear contra el crimen mientras que Bob asume el rol - de muy mal humor - de quedarse en casa criando a sus hijos: la adolescente Violet, el pequeño Dash y el bebé Jack-Jack, cuyos incontrolables exabruptos de súper poderes pronto lo convierten en el “crowd-pleaser” de la película. Que al cabo de una década y media de espera la secuela de Los Increíbles no tenga mejor idea que repetir el mismo show delata una poco característica falta de inspiración de parte de Pixar, sobre todo considerando el retorno del magnífico Brad Bird como escritor y director. Reacomoda las fichas pero pasa a jugar el mismo juego turno por turno (repitiendo, aptamente, el mismo mensaje de precaución sobre los peligros de la conformidad social). La sensación es que cualesquiera sean los logros de la segunda película en realidad son méritos a compartir con la primera, la cual es una de las mejores obras de Pixar. Así contamos con la banda sonora enérgica y rimbombante de Michael Giacchino, quien captura perfectamente la onda jazzista de los seriales de espionaje de los 60s. Género que además se ve reflejado en la estética retro-futurista, el diseño sílfide de la mayoría de los personajes y una actitud alegre y positivista hacia los problemas del mundo. Hasta el intercambio de los tradicionales roles de género entre Bob y Helen parece estar motivado por las anticuadas fórmulas de las sitcom de los 60s que fetichizaban a la esposa “atípica”. El resultado es una trama de acción y espionaje del lado de Elastigirl (la cual está llena de giros tan previsibles que es casi una sorpresa que la propia película no los subvierta) y una rutina de situaciones cómicas en la domesticidad de la vida de Bob, por lejos el personaje más interesante. Ama y apoya a su esposa, pero el éxito de Helen es a la vez una constante fuente de humillación a su orgullo y virilidad. La crisis existencial de Bob es de lo más divertido que ofrece la película y encapsula perfectamente el espíritu que hizo a la primera tan atractiva: personas reales atrapadas entre el amor y el odio por aquello que los define por naturaleza. Por su propia parte, Helen resulta una de las heroínas más memorables que el género ha ofrecido en los últimos años. Los increíbles 2 no eleva el concepto de la original ni lo lleva a un lugar novedoso o sorpresivo. Pero como su antecesora es divertida, colorida, visualmente llamativa y la acción es retratada con una creatividad y un ritmo que no tiene nada que envidiar a los titánicos seriales de Marvel y DC. Por sobre todo la película cuenta con la emblemática calidad Pixar a la hora de perfilar personajes humanos y relacionarlos de manera creíble y entrañable, complejizando una temática al plantear distintos puntos de vista. Mientras mantenga en foco y cerca del corazón a sus personajes, Pixar no puede hacer una mala película.
La película en chiste Por donde se la mire Deadpool 2 (2018) representa una mejora astronómica para el incipiente serial cómico de Fox. La primera parte batió récords allí por 2016 como la película “apta para mayores” más taquillera de la historia pero formalmente fue poco más que una prueba de campo, un demo conceptual con una personalidad llamativa en el cual la historia (un enorme flashback carente de interés) había sido lo último en ser pensado. La secuela por otra parte tiene forma de película, y a la vieja usanza de los grandes estudios ha sido pensada en clave megalómana (más larga, más cara, más violenta, más de todo). La ironía es que por más alarde que haga Deadpool 2 sobre su propia irreverencia, la trama sigue un esquema harto clásico para el género de superhéroes: comienza con una tragedia, el protagonista se replantea su identidad, adopta una misión, arma un equipo, el equipo se convierte en una familia postiza y juntos terminan peleando por el bienestar del mundo. La realidad es que la serie no es ni la mitad de transgresora de lo que se cree y a menudo desperdicia la carta blanca de la creatividad en meter sangre y profanidad donde Disney normalmente no permitiría. Debajo del filtro de la violencia y las malas palabras yace el calco del mismo tipo de película que Deadpool 2 pretende criticar: la misma estructura, la misma moral. “Esa es la parte negativa de la crítica,” diría Deadpool, que posee el emblemático don de romper la cuarta pared. Esencialmente una caricatura sadomasoquista, morbosamente consciente de su rol en una película protagonizada por sí mismo, Deadpool se balancea en la fina línea que separa lo gracioso de lo molesto con mayor y menor éxito. El chorro de referencias pop se vuelve agotador (y mucho menos efectivo al contrastar lo que dicen los personajes con las traducciones pobremente localizadas que ofrecen los subtítulos, ej. reemplazar a Dave Matthews con Arjona) y la película tiene la manía de repetir sus chistes ad nauseam: la balada romántica toca en el momento inadecuada, Deadpool acusa a los guionistas de perezosos, se reciclan los chistes sobre las carreras de Hugh Jackman y Ryan Reynolds, etc. Deadpool 2 es más graciosa e ingeniosa cuando los guionistas se dejan llevar por la corriente del inconsciente y llevan la película a sitios más surrealistas, rebuscados, imposibles de procesar en la pantalla sin reírse de lo ridículos que se ven. Los chistes “porque sí”, que en definitiva son lo que definen la naturaleza imprevisible y despreocupada de Deadpool: presentar los créditos iníciales como una coreografía hipnótica a lo James Bond, sacrificar una generosa porción del elenco a muertes tan caprichosas como las de la serie Destino final, alargar innecesariamente el monólogo de un moribundo o darle al héroe las piernas de un bebé durante una de las escenas más dramáticas de la película. Cuanto más bizarra se pone la película, mejor. El otro gol de la secuela son las interacciones cómicas que Deadpool tiene con colegas considerablemente más serios que él, pero cada uno con una personalidad distinta. Regresan los X-Men Coloso, que quiere reformar a Deadpool cual Boy Scout, y Negasonic, que lo detesta. Se suman Cable (Josh Brolin), un amargo cyborg que ignora las payasadas de Deadpool y Domino (Zazie Beetz), con el poder de tener buena suerte y salir bien parada y optimista de cualquier situación. Son personajes divertidos y una alternativa refrescante al típico sarcasmo del superhéroe de Marvel. La película ha sido dirigida por David Leitch, “uno de los dos tipos que mató al perro en Sin control”, así que la acción está en buenas manos. Es entretenida, quizás un poco larga como para mantener exitosamente su fingida actitud de irreverencia, y bastante graciosa cuando no se está repitiendo y se anima a ser más ocurrente. Pero hay algo medio hipócrita en el fondo, sobre un estudio que con una mano hace chistes sobre los X-Men (“una metáfora obsoleta sobre el racismo,” según Deadpool) mientras que con la otra prepara cinco, diez, veinte nuevas películas en la serie. Por no mencionar el contradictorio mensaje sobre matar desinteresadamente pero nunca pasionalmente. Culpo a los guionistas. Deadpool mencionó que eran perezosos.
La noche del tentáculo La nueva película de Amat Escalante – quien ganara el premio a la dirección en Cannes por el film Heli (2013) – es un vuelco inaudito en vistas de la trayectoria realista de su obra. He aquí un film que combina géneros libremente y produce una historia tan homogénea que es difícil imaginarla de otro modo, por más insospechadas que fueran las conexiones entre tan diversos elementos. La región salvaje (2016) cuenta la bizarra historia de un cuadrilátero amoroso, un enigmático asteroide, una cabaña en el bosque y una masa de tentáculos viviente que debe ser apaciguada regularmente de manera sensual y perturbadora. Historias como esta solían ser catalogadas a fines del siglo XIX y principios del XX bajo el mote de “ficción extraña”, cuando aún no se definían las convenciones del género especulativo y el horror, la fantasía y la ciencia ficción se mezclaban experimentalmente. La película posee matices de H. P. Lovecraft y Clive Barker pero centralmente se trata de un melodrama de represión en el pueblo mexicano de Guanajuato, atravesado por cuestiones sociales como la homofobia, el sexismo y los crímenes que inspiran. En principio está el matrimonio de Ángel (Jesús Meza) y Alejandra (Simone Bucio); él la está engañando con su cuñado Fabián (Eden Villavicencio), quien a su vez está empezando a salir con la misteriosa Verónica (Ruth Ramos). Sería inadecuado decir que estas personas se convertirán en víctimas de la criatura: ya son víctimas en carne propia. La primera imagen es del asteroide flotando en el espacio. La segunda es de Verónica, desnuda y en íntima comunión con un tentáculo (de ahí las cosas sólo se ponen más gráficas). Los personajes se van introduciendo, sus relaciones se van revelando. Ángel esconde su homosexualidad bajo un recalcitrante machismo, Alejandra esconde su infelicidad con su matrimonio y Fabián esconde sus propias dudas acerca de una relación en la que se siente usado. En eso Verónica resulta herida, queda al cuidado de Fabián (que es enfermero) y cual sirena comienza a seducir gente con promesas de alivio espiritual. En papel suena lisa y llanamente a una película de terror, pero esa no es la intención de la película. El director y co-guionista Amat Escalante construye una atmósfera esotérica y opresiva, labra imágenes entre sensuales y macabras, pero jamás asusta ni intenta asustar. El foco siempre está en los personajes del film, en la contemplación de la fragilidad de las relaciones humanas, y la forma en que el individuo intenta con ellas llenar vacíos que no conoce ni entiende. Ahí entra la interpretación de la criatura en la historia, posiblemente una metáfora sobre una alquímica y rebuscada pureza que todo lo llena (en más de un sentido) o bien un símbolo más primitivo, el objeto de deseo que castiga y recompensa, atrae y repugna al mismo tiempo. En ningún momento se explica o aclara ninguno de los misterios de la película. En cuanto a su diseño, corre por cuenta del danés Peter Hjorth, quien supervisara los efectos especiales en las películas más barrocas de Lars von Trier. Algo de Anticristo (Antichrist, 2009) tiene aquel bosque, pero menos pretencioso e infinitamente más disfrutable.
El cuerpo de Charlize El conflicto, como se lo entiende en una historia dramática, nunca llega. Tully presenta un estudio del personaje de Marlo (Charlize Theron), una mujer frustrada por la mundanidad de su vida doméstica y atrapada en un ciclo vicioso de depresión y dejadez. Añora la libertad de su juventud y una época en la que no estaba casada con un insulso Ron Livingston. No es difícil comprender ni identificar el malestar de Marlo, pero el guion requiere que ella se desconozca a sí misma y en el acto de reconocerse de a poco y replantearse su vida la película encuentra su componente dramático. El conflicto, como se lo entiende en una historia dramática, nunca llega. Tully presenta un estudio del personaje de Marlo (Charlize Theron), una mujer frustrada por la mundanidad de su vida doméstica y atrapada en un ciclo vicioso de depresión y dejadez. Añora la libertad de su juventud y una época en la que no estaba casada con un insulso Ron Livingston. No es difícil comprender ni identificar el malestar de Marlo, pero el guion requiere que ella se desconozca a sí misma y en el acto de reconocerse de a poco y replantearse su vida la película encuentra su componente dramático. “Las chicas no sanan,” dice la protagonista no menos de dos veces. La frase no sólo se convierte en el lema de la película sino que también podría ser el de Adultos jóvenes (Young Adult, 2011), la anterior colaboración entre el director Jason Reitman, la guionista Diablo Cody y Theron en el rol dual de productora y protagonista. Ambos personajes son parecidos desde su inmadurez y obsesión por un pasado fantástico e irrecuperable. Un pasado que en el caso de Marlo viene a tocarle la puerta en forma de Tully (Mackenzie Davis), el espíritu libre joven y excitante que contrata como niñera. Las charlas con Tully se convierten en un ritual sanador para Marlo. El fuerte de la película son las escenas entre Charlize Theron y Mackenzie Davis, que forman un vínculo mucho más fuerte de lo explícito, y el realismo con el que el guion enfrenta la etapa menos glamorosa de la maternidad y la adultez. Theron es de por sí una gran actriz pero nunca más llamativa como cuando se carga, literalmente, la película en el cuerpo. Dior es su sílfide figura, Mad Max: Furia en el camino (2015) es ella pasada por barro y arena sin cabello y con un brazo de menos, Atómica (Atomic Blonde, 2017) son sus músculos contracturados, y Tully es la fofa figura de una tres veces madre que tiene, sus palabras, “venas en las venas”. Se ve convincente en cualquier cosa. Dado que las dos actrices son excelentes y la temática tiene un enfoque fresco e interesante resulta tentador recomendar Tully como una (amarga) comedia dramática, pero por donde se lo analice el guión es mediocre (sobre todo cuanto más se desplaza hacia el terreno de lo fantástico) y está repleto de falacias que no resisten lógica. De entrada el rol de “niñera nocturna” no tiene sentido: Tully llega a casa por la noche y se queda velando al recién nacido. Dado que ella aún decide despertar a la madre para que lo amamante (en vez de alimentarlo con la leche que Marlo ordeña de sí misma y guarda al por mayor) el arreglo parece un despropósito absurdo. La historia en su totalidad depende de un despropósito absurdo y es difícil explicarlo sin arruinarla, pero tiene que ver con una decisión que Marlo toma al principio y en retrospectiva no tiene sentido. Claro que la intención de Reitman y Cody es que el espectador desestime la (falta de) lógica interna de la película y se deje seducir por la atracción principal que es el dúo actoral. Tully está contada con una honestidad tan brutal que parece dar con varias verdades, y por momentos es graciosa y simpática, pero el guion está escrito de manera tan torpe y primitiva - un patrón que va empeorando con cada escena - que la película cae en el peligro de sabotear su propio mensaje con excursos poéticos burdos y un giro particularmente zonzo.
La escritora fantasma El momento más sorpresivo de Basada en hechos reales (D’apres une histoire vraie, 2017) es al principio de todo, cuando alguien le niega algo a Eva Green. Es la escritora Delphine Dayrieux (Emmanuelle Seigner), que se cansa de dedicar ejemplares de su nueva novela y deja a su profesa fan número uno sin una copia firmada. Esa misma noche se la cruza en una fiesta. No hay remordimientos, charlan. Se la vuelve a encontrar al día siguiente. Luego resulta que vive enfrente. Acto seguido se muda a su departamento. En tiempo récord se ha insinuado en su vida y empieza a tomar control de ella. La película está dirigida por Roman Polanski, quien escribió el guión junto a Olivier Assayas sobre la novela de Delphine de Vigan. Es fácil imaginar qué motivó a Polanski y sus ganas de adaptar la historia pero a la par de su tremenda filmografía es de lo más insulso y predecible que ha producido, una pálida sombra de sus obras más impactantes y perturbadoras. Si no fuera por su magistral dirección y la presencia de dos actrices del calibre de Emmanuelle Seigner y Eva Green podría ser tomada por el debut de un diletante. El giro se anticipa desde el primer acto: Delphine, culpable por haber explotado la muerte de su madre para fraguar su reciente bestseller y acosada por cartas anónimas, se encuentra bloqueada y estancada ante su próximo libro. ¿En qué basar ficciones sino en la vida real? Conoce súbitamente a otra escritora (Green); una escritora fantasma. Como el protagonista de El escritor oculto (The Ghost Writer, 2010), tampoco tiene nombre: se llama Elle (“ella”) a secas. “Ella”, sospechosamente ausente de cualquier encuadre que involucre a un tercer personaje - a menudo saliéndose segundos antes de que entre otra persona, y reentrando ni bien se va - comienza a controlar su vida, su carrera y eventualmente su escritura. La película no funciona muy bien como thriller porque es del todo predecible y la oposición entre los dos personajes es prácticamente nula, al menos hasta que Delphine comienza a recopilar en secreto la vida de Elle, aunque adivinando el “giro” no hay tensión. Como metáfora del proceso creativo resulta demasiado obvia y trillada y sufre la misma suerte que Madre (Mother!, 2017) de Darren Aronofsky al funcionar únicamente en un nivel alegórico asfixiante. La base psicológica sobre la cual la trama ha sido fundada - la racionalización, el desplazamiento, la proyección - es interesante de por sí pero no se visualiza de forma atractiva en la cinta, que consiste mayormente de las dos actrices llenando el vacío con charlas repetitivas entorno a una única situación. Más allá de la excelente presencia y actuación de las actrices y el ocasional atisbo de genialidad de Polanski el resultado es un thriller psicológico mediocre, apenas competente, que raya lo amateur y apenas sugiere los abismos que el director es capaz de explorar. Da la impresión que Polanski se reconoció a sí mismo en la historia pero eligió la historia no porque fuera buena sino porque era fácil.