La precuela de "Los Soprano" llega a 14 años de aquel súbito corte a negro que despidió a Tony Soprano (James Gandolfini) de este mundo, puntuando con uno de los finales más controvertidos a una de las mejores series televisivas de la historia. Es más: vuelve bajo la producción y según el guión de David Chase, su creador, posiblemente una de las personalidades más hurañas y reacias que conoce Hollywood. Chase que nunca ha querido hablar sobre la serie, ciertamente no sobre su final, y en sus años dorados tiene el deporte de podar cualquier intento de ramificar su obra. La mera existencia de Los santos de la mafia (The Many Saints of Newark, 2021) es increíble. Las buenas noticias son más que nada para los fans de la serie. La película - dirigida por Alan Taylor - preserva la integridad de la serie sin esclarecer sus momentos más enigmáticos ni deshacer los verdaderamente únicos. Bajo esta consigna es una experiencia divertida: Chase y su coguionista Lawrence Konner juegan con la enorme mitología que la propia serie cultivaba sobre “los buenos viejos días”, imaginando versiones jóvenes de sus personajes más sobresalientes, escenificando o reconstruyendo viejas anécdotas y conectando pasado y presente con tantas referencias y chistes internos que el producto parece una auténtica labor fanática. Evidentemente es el amor por los personajes y su mundo lo que atrajo a Chase de regreso y no una gran idea. No que la película no esté repleta de ellas, pero no parece poder concentrarse en ninguna en particular. No puede elegir un protagonista, por lo pronto, lo cual le da a la historia un ritmo cavilante. A menudo las escenas individuales tienen más poder que su sumatoria. Colmada de personajes y líneas narrativas de relevancia tan dispar que pesan como desvíos anecdóticos, la película podría ser el piloto de una serie o bien un apurado resumen de dos horas de la misma. Cualquier episodio de cualquier serie, drama o comedia, se estructura entorno tramas graduadas A, B y C. El guión del film ha sido escrito con esta mentalidad pero cuesta discernir cuál es cuál. A grandes rasgos la primera línea narrativa la tiene el capo mafioso Dickie Moltisanti (Alessandro Nivola), padre del maldito Chris, una de las grandes sombras que decora la serie. Empieza codiciando a la mujer de su padre y su historia es una turbia serie de puntos sin retorno. Luego están el joven Tony (Michael Gandolfini, hijo de James), cuya idolatría de Dickie guía su crecimiento, y también Harold (Leslie Odom Jr.), un hombre negro en ascenso dentro del mundo criminal que empieza tomando órdenes de Dickie pero se construye raudamente en su némesis. Es fácil imaginar cómo tanto material alimentaría progresivamente un serial. En dos horas todos parecen estar peleando por más atención de la que reciben. Se suman todos los personajes que han sido rejuvenecidos con nuevos actores - Johnny y Livia (Jon Bernthal y Vera Farmiga), Junior (Corey Stoll), Silvio (John Magaro), Paulie (Billy Magnussen) - pero a pesar de algunas buenas impresiones la trama no les da mucho para hacer ni les permite emanciparse de las idiosincrasias que los volvieron icónicos. Sólo Livia y Junior importan a la trama, y sus actores sugieren brillantemente en quiénes se convertirán con el paso del tiempo. Ídem Michael Gandolfini, quien es el foco del marketing pero no de la película que viene a describir sus orígenes. La película ostenta un trasfondo histórico abarcando desde finales de los 60s hasta principios de los 70s, con parada en las protestas de Newark y énfasis en la tensión racial (resonando con tiempos modernos), pero la historia no es la épica mafiosa “scorseseana” que a veces aparenta. Como la serie tiene sus momentos de humor negro, de violencia súbita, algún virado surrealista y la familiaridad digna de un home movie, pero el tono es persistentemente fúnebre. Desde sus comienzos en un cementerio hasta su desenlace en un funeral, con narración en off de uno de los tantos muertos que dejó la serie, Los santos de la mafia apuesta todas sus fichas a la tragedia. Y es que Dickie Moltisanti se configura como un personaje trágico, pero no particularmente querible. Nunca lo llegamos a conocerlo del todo, y se dice mucho pero se muestra poco de su relación supuestamente impactante con el joven Tony. El melodrama que rodea a Dickie es el eje de la historia, pero su personaje resulta el menos interesante de todo el elenco, y para nada simpático comparado al complejo antihéroe que será Tony Soprano. La película funciona como buen “fanservice” pero por más referencias que haga tiene un logrado tono y un look distintivo que la alejan de la serie. Es entretenida, oscura, a veces bizarra. Posiblemente tiene más puntos en común con los yakuza de Takeshi Kitano que con el cine mafioso tradicional. No queda totalmente a la altura del a serie, ni se siente como su coda definitiva, ni como una parte crucial de la saga, pero logra algo nuevo y tiene cierta autonomía. Cabe especular con una continuación. Cuestión de no dejar de creer.
De y con Clint Eastwood, sin lugar para los machos La prolongada elegía cinematográfica de Clint Eastwood continúa con "Cry Macho", adaptada de la novela homónima. Ícono de un género tan antiguo como el mismo cine, Eastwood no interpreta a personajes menos que icónicos en sus películas. Su mera presencia conlleva el imaginario del western. Sus botas de vaquero introducen a su personaje, bajando de una camioneta. Su sombrero, de un ambiguo marrón, parte su rostro en sombras. Cuando se acuesta a dormir a la intemperie es como si se fundiera con el desierto y la infinidad que evoca. Su avatar es Mike Milo, un legendario vaquero y estrella de rodeos caído en desgracia, ya forzado a retirarse tras una vida marcada por el dolor. El dolor es la materia prima en la obra del Clint director. Aparece de distintas formas en sus film más personales - amargura, culpa, enojo, melancolía - y cada uno convoca a exorcizarlo con un último acto de gracia. Aquí la trama lo lleva a México a buscar y en principio secuestrar al joven Rafa (Eduardo Minett) con el objetivo de reunirlo con su padre en Texas y saldar una vieja deuda. La fortaleza del guión de Nick Schenk - Gran Torino (2008), La mula (The Mule, 2018) - yace en el desarrollo de personajes. La premisa sugiere un thriller de acción, pero el tono y el ritmo de la película son contemplativos. Al guión le importa menos las peripecias criminales que condimentan la huída - nunca parecen muy reales o convincentes - que la relación entre Mike y Rafa. Lo que es un proceso de sanación para uno representa uno de maduración para el otro, cuyas ideas arcaicas de masculinidad Mike viene a desmitificar con simples lecciones. Los acompaña un gallo llamado ‘Macho’ como para subrayar el mensaje y cerrar la trama con un gesto simbólico. Eventualmente emerge un tercer personaje importante, una mujer viuda (Natalia Traven) que asiste a los prófugos y es capaz de empatar emocionalmente a Mike. No hay grandes gestos ni discursos entre ellos, ninguna necesidad de melodrama. En unos pocos silencios y miradas se reconocen en el otro: personas que han dejado atrás una enorme oscuridad y están listos para salir del otro lado del túnel. La novela es de 1975 pero resuena con cierta tendencia moderna en los viejos héroes, desde Rambo hasta Terminator, que en sus años crepusculares descienden de Estados Unidos a México cual catábasis ritual a salvar una vida a cambio de todas las que han tomado. Pero de los héroes de acción la figura del vaquero es quizás la más (em)patética y desde que el género se presta al revisionismo casi no hay obra que no medite sobre su futilidad. No hay injusticias que rectificar ni honores que vengar en Cry Macho (2021), sino búsquedas personales sobre lo que uno necesita - más allá de lo que cree que se merece.
Todos peleaban al estilo kung fu La variedad de Marvel es la de una tienda de disfraces: los cambios son tan coloridos como superficiales. Para su última producción se ha vestido de cine de artes marciales y luce todos los clichés asociados con orgullo. Shang-Chi y la leyenda de los diez anillos (Shang-Chi and the Legend of the Ten Rings, 2021) no va a engañar a ningún aficionado del género, pero para los estándares del cine de superhéroes tiene algunas de las mejores coreografías jamás falseadas por computadora. David Callaham es el escritor y se copia a sí mismo al reproducir la estructura, temática, varias escenas y hasta la codificación de colores de Mortal Kombat (2021). Su mayor deuda no obstante es con el protagonista, que nuevamente resulta la parte más floja y hasta enajenada de la historia. El titular Shang-Chi (Simu Liu) es uno de los héroes más chatos de la banca de Marvel, un ser totalmente reaccionario a un entorno que lo tiene perdido o confundido la mayor parte del tiempo. No hay escena en la que no sea aleccionado o reprochado por alguien mejor capacitado o vastamente más interesante que él. Shang-Chi, caracterizado como un excelente luchador y de una inmadurez que una vez mencionada no importa a la trama, debe viajar de EEUU a su nativa China para enfrentar a su milenario padre (Tony Leung). Los motivos son del orden de melodrama familiar, esbozados lentamente en largas e innecesarias digresiones hacia el pasado. Por esta vez en el MCU, el villano resulta mucho más atractivo y convincente que el héroe: cruel y defectuoso pero con una motivación clara. Hasta la compañera platónica de Shang-Chi, Katy (Awkwafina), relegada a restarle seriedad a la película, resulta más simpática que él. Las escenas de pelea elevan el mediocre melodrama que hace de historia. Acostumbrado el cine de Marvel a la pantomima de héroes digitales intercambiando golpes con alienígenas, robots y monstruos que no están ahí, es un raro placer en un film de acción catar peleas entre seres humanos y poder apreciar el peso y la dimensión de la coreografía. Ya sea un bus descarriado en San Francisco o un club de pelea en Macao, la acción es tan creativa como intensa. En contraste, el acto final presume el retorno casi obligatorio de la bombástica computarizada, completo con reveses tan fantásticos que parecen salidos de otra película. Como film de acción y aventuras resulta entretenido, a veces inspirado en sus elaborados artificios. Posee también uno de los pasajes más graciosos que ha cosechado Marvel, cortesía de un personaje que regresa de la oscuridad de su filmografía. Shang-Chi depende de una fórmula cansadísima aún en sus pretensiones de homenaje cultural (que la propia China, al día de hoy, no decide si censurar o no), pero dentro de todo y más allá de los portentos de una ristra interminable de secuelas, logra la autosuficiencia.
Frenesí multijugador Ryan Reynolds, simpático actor de comedias mediocres, y Shawn Levy, mediocre director de comedias simpáticas, unen fuerzas para crear una comedia romántica de acción y ciencia ficción que hace un poco de todo y no sobresale en nada. En esencia la película es una nueva versión de Ready Player One (2018) - ambas comparten el mismo guionista, Zak Penn - que toma la perspectiva no de un jugador sino de un personaje ficticio atrapado en el juego. Mirando a través de unas gafas especiales, Guy (Reynolds) descubre que su realidad es virtual y que puede adueñarse del pasivo rol que ha sido forzado a interpretar toda su vida a la sombra de las personas jugando y abusando de él. Las gafas ideológicas son un préstamo de ¡Sobreviven! (They Live, 1988) pero la crisis existencial de Guy es en comparación tibia, y la comercialización agresiva que la película critica por un lado es empleada libremente y sin ironía por el otro. Las reglas del juego son claras pero no muy consistentes: la emoción de cada escena dicta su lógica y las emociones que maneja la trama tienden a lo frívolo. El resultado es una emulación fiel del frenesí multijugador, completo con un tono caótico y un ritmo hiperactivo. Lo que se pierde con una trama de manual se recupera en parte con personajes simpáticos y hasta entrañables. La premisa es interesante, exprime sus mejores ideas al principio, pone sus chistes más graciosos en el fondo (abundan los gags visuales) y le da rienda suelta a Reynolds para que se regocije en el papel de afable idiota que ha amaestrado tan bien. Acostumbrado ya el cine del espectáculo a las realidades virtuales y panorámicas digitales, Free Guy: Tomando el control (Free Guy, 2021) luce las suyas sin mucho asombro. Las ironías y contradicciones de los videojuegos rinden más risas. Cuenta también con un surtido de apariciones especiales, algunas graciosas y otras puramente autorreferenciales. La voraz monopolización del entretenimiento no deja mucho lugar para las sorpresas, pero hay aunque sea un par efectivas. Ryan Reynolds se ha convertido en una suerte de marca registrada para la comedia. Ya esté haciendo de Deadpool o poniendo la voz a Pikachu sus películas garantizan el mismo resultado una y otra vez: irreverencia en moderación, una eterna puja entre cinismo y cursilería, y siempre marcando el rumbo hacia un territorio concreto, conveniente y sobre todo familiar.
Una secuela ruidosa La segunda parte del éxito de 2018, sigue las andanzas de los protagonistas en su huída de los monstruos, incorpora nuevos personajes y mantiene la línea efectiva de la original. La secuela de Un lugar en silencio (A Quiet Place, 2018) parte con dos desventajas: conocemos el aspecto de los monstruos invasores (y si no, un prólogo cargado de acción hace de recordatorio) y sabemos definitivamente si tienen una vulnerabilidad o no. Ya familiarizados con el sabor de este apocalipsis en particular, nos embarcamos en un viaje cargado de suspenso pero sin grandes sorpresas por delante. A segundos de concluir el primer film, Evelyn Abbott (Emily Blunt) escapa junto a sus hijos de los escombros de su antigua guarida y se embarca en una travesía sin dirección segura. La orden del día es sobrevivir a monstruos que atacan raudamente cualquier cosa que haga el más mínimo ruido, ya sea un paso en falso o un grito de dolor. Pronto se les une Emmett (Cillian Murphy), un viejo pero enigmático conocido que aporta el contrapeso moral de la historia. Dirige John Krasinski, cuyo guión separa y aísla a los miembros de la familia Abbott a lo largo de tensas secuencias que suelen entrar en crisis simultáneamente. La construcción del suspenso es diestra y efectiva, con una cámara que se concentra más en el detallismo y las limitaciones de perspectivas individuales en vez del espectáculo que sugiere el fin del mundo (o la asociación con Michael Bay, uno de los productores). Otra fuente de tensión son las estrictas reglas con las que los monstruos oyen y cazan, las cuales ponen al espectador en el papel de árbitro (¿cuánto ruido es demasiado ruido?) porque a veces son menos consistentes de lo que prometen. Son reglas imposibles de romper pero fáciles de doblar. De lo que no cabe duda es que, llegado el caso, el talante emocional de una escena sobresee cualquier tecnicismo de la trama inventado en su contra. Con Krasinski y Blunt relegados a un segundo plano, la historia halla su núcleo emotivo en la relación y las sutiles actuaciones de Murphy y Millicent Simmonds (Regan, la hija sorda de los Abbott). Son ellos quienes portan la antorcha temática de la primera película, guían la trama y terminan adueñándose de ella a lo largo de un recorrido más bien predecible pero no menos efectivo. El acallado horror del film original ha sido suplantado en parte por dilataciones genéricas de acción, y su sensación de urgencia se ha diluido por motivos evidentes, pero Un lugar en silencio: Parte II (A Quiet Place Part II, 2020) retiene la delicadeza de su fórmula intacta al minar temores primordiales y enfocarse en sus personajes. Cuanto más se aleja de los personajes, menos convincente resulta; cuanto más se pega a ellos, su historia se siente más valiosa.
El colosal simio de Warner Brothers se enfrenta al lagarto radioactivo de Toho Company en "Godzilla vs. Kong", segundo duelo de una legendaria rivalidad que data desde "King Kong vs. Godzilla" en 1962. Kong precede a “Zilla” dentro de la historia del cine, pero ambos monstruos comparten trayectorias similares. En principio abominaciones de la naturaleza, cada uno es una respuesta a la arrogancia del ser humano sobre la misma: Kong la figura trágica del paraíso perdido, Godzilla el brutal vengador del orden ultrajado. Todo esto está presente en la película de Adam Wingard, aunque sea de manera diluida y superficial. En verdad no hay un buen motivo para la pelea en sí (salvo definir cuál de los dos es el “depredador alfa”), pero sí para elegir un bando, dado que el guión hace un pésimo trabajo en balancear a los contrincantes: mientras que Kong es humanizado y su patología solitaria acapara la mayor parte de la historia, Godzilla recibe toda la caracterización de un desastre natural y nada más. Punto para Kong. El componente humano urde un plan: con Kong de carnada llevar la pelea al centro de la Tierra (la Tierra es hueca en estas películas, y quizás hasta plana en la próxima) para literalmente enterrar el problema. Junto a las espectaculares escenas de lucha encarnizada, la mejor parte de la cinta se resume en esta odisea inspirada en Julio Verne hacia un inframundo prehistórico. En estas secciones descubrimos lo que falta urgentemente en las demás: capacidad de asombro y sensación de intriga. La película está obligada a anticipar y retrasar la pelea central lo más posible, pero sin ideología en juego y con los dos monstruos ya desarrollados en sus respectivas franquicias, gran parte de la cinta se siente como una pérdida de tiempo. Hay un elenco descomunal de personajes humanos, todos acostumbrados estereotipos pero sin el beneficio de los típicos conflictos interpersonales que les harían interesantes. Ni sus muertes son creativas, sumando a la sensación de desperdicio. El elenco en sí es dividido en dos tramas paralelas: la principal (y divertida), en la que Kong es escoltado Tierra adentro, y la secundaria, que amontona al relevo cómico en una misión tan irrelevante que recuerda la mitad menos inspirada de Los últimos Jedi (Star Wars: Episode VIII - The Last Jedi, 2017). Aquí es donde la película se cansa de impartir información inútil y humor fallido. Ojalá Godzilla y Kong pudieran pelear en paz. Godzilla vs. Kong (2021) tiene momentos espectaculares y excitantes, destellos geniales de acción y efectos fraguados para disfrutar en toda la sonora gloria de la pantalla grande, pero son fugaces y están sopesados por el balastro de personajes blandos y la tarea de continuar una historia a la vez que se establece otra. La pelea en sí no decepciona, y guarda algunas “sorpresas” que por predecibles no son menos gratas.
Tristeza infinita La bailarina Isadora Duncan perdió a sus hijos cuando tenían 4 y 6 años, ahogándose en el Sena tras un accidente automovilístico. Isadora pasaría el resto de su vida, que terminó en otro macabro accidente automovilístico, poseída de una tristeza inconsolable. Eventualmente esta tristeza encontró su expresión, quizás catártica, en una rutina de ballet titulada “Mother”. Disponible en Puentes de Cine y Mubi. Escrita y dirigida por Damien Manivel y ambientada en tiempos modernos, Los hijos de Isadora (Les Enfants d´Isadora, 2019) trata sobre cuatro mujeres cuyas vidas son afectadas, de distinta forma y por distintos motivos, por “Mother”. La primera es la sílfide Agathe Bonitzer, quien estudia y ensaya la rutina obsesivamente. La suceden Manon Carpentier, una bailarina con síndrome de Down, y Marika Rizzi, su instructora. La cuarta mujer es Elsa Wolliaston, quien atiende una danza y luego la replica emotivamente en la soledad de su hogar. La película es parca, magra y silenciosa salvo por la ocasional composición musical. Manivel filma de soslayo: nunca vemos la danza en sí, sólo el efecto que tiene en las mujeres que la ensayan y aquellos que la atestiguan. Ni hay conexión entre los tres módulos de la película, salvo la presencia de Isadora. Su danza encarna una profunda tristeza pero también hace de pasamanos emocional, transmutándose de una mujer a otra con ductilidad. Sabemos poco y nada de cada una, salvo por algún que otro indicio suelto - una foto, una mirada, un puñado de líneas - y el innegable poder que “Mother” tiene en ellas. El director, con un ojo de coreógrafo, describe momentos y movimientos a la vez que encuentra la imagen justa para definirlos, ya sea entre un mar de rostros o una serie de venias y gestos estilizados. Los hijos de Isadora es sobre la búsqueda de la expresión artística y la necesidad de hacer catarsis a través del arte, ya sea produciéndolo o apreciándolo. Esto es evidente de principio a final, con lo que el espectador tiene mucho menos para descubrir que el realizador.
Cerdos y caballeros Guy Ritchie regresa a su elemento con Los caballeros (The Gentlemen, 2019), una comedia negra que recuerda a clásicos de culto como Juegos, trampas y dos armas humeantes (Lock, Stock and Two Smoking Barrels, 1998) y Snatch: Cerdos y diamantes (Snatch, 2000). Es una movida de doble filo: éste tipo de cine es la lengua nativa del director, que ha pasado la última década incursionando en proyectos mediocres para Warner y Disney, y si bien es un placer oírlo otra vez utilizar su propia voz la conclusión final es que no tiene nada nuevo que decir. El protagonista es Mickey Pearson (Matthew McConaughey), un expatriado americano en Londres y dueño de un poderoso imperio dedicado a cultivar y distribuir marihuana. Mickey lo tiene todo, incluyendo una sensual esposa (Michelle Dockery) y una leal mano derecha (Charlie Hunnam) pero está listo para vender el negocio y salirse del juego. El vacío de poder pronto atrae la atención de la mafia rusa, china y judía, así como oportunistas como Coach (Colin Farrell), Fletcher (Hugh Grant) y todo tipo de matones con nombres ridículos y acentos Cockney. La trama es una excusa para enfrentar gángsters y matones reunidos de distintas partes del inframundo londinense, todos poseídos por la verborragia de sus ideologías personales y ansiosos por exponerlas en monólogos cómicos pero amenazantes. La mayoría de estos personajes están tan por encima de la violencia que caer en ella es casi de mal gusto. La misma condescendencia se extiende al resto de la película, que ironiza sobre el gusto por la violencia con escenas de acción imaginarias o elipsadas, y un ridículo grupo de personajes dedicado a filmar “porno de acción”. La historia en sí es una larga secuela de duelos verbales entre depredadores extorsionándose entre sí, avanzando a base de coincidencias, malentendidos y una mezcla de buena y mala suerte para todos los involucrados. Los actores aman sus diálogos tanto como Guy Ritchie ama escribirlos, con toda su irreverencia y potencial ofensivo. McConaughey a esta altura se ha apropiado de la parábola críptica como si la hubiera inventado. Farrell continúa demostrando que suele ser la mejor parte de cualquier cosa. Grant es deleitable, revelando su faceta más vil como un periodista con un fetiche por rebajar al otro. Todo esto es inmensamente entretenido por virtud del gusto con el que los actores abordan cada escena, saborean cada línea y reinventan cada lugar común con un giro divertido. El estilo de Ritchie dicta que por montaje las escenas constantemente se pausan, rebobinan, adelantan u omiten del todo. En sus proyectos más tradicionales - El agente de C.I.P.O.L. (The Man From U.N.C.L.E., 2015) es un buen ejemplo - esto es una molestia porque el estilo se opone a la narración en vez de emanar naturalmente de ella. En Los caballeros en cambio no hay mucho más que estilo. Todo es una cuestión de actitud. Los diálogos, las actuaciones y el ritmo de la historia evocan el tipo de actitud irreverente y juguetona que invita la diversión. Aún si, una vez que se disipa la nube de humo, descubrimos que no hay nada detrás.
Alien Diet Siempre es una buena señal cuando un estudio demora el lanzamiento de su propia película 3 años. Amenaza en lo profundo (Underwater, 2020) fue hecha en 2017 bajo el sello de 20th Century Fox y recién ahora es estrenada por Disney como quien vacía el escritorio del empleado que acaba de echar. No es una despedida digna o memorable. Ambientada en un laboratorio submarino a 12 km de profundidad, la película es esencialmente una fusión entre Alien, el octavo pasajero (Alien, 1979) y Aliens, el regreso (Aliens, 1986). Saca de ambas la estética, los personajes, el diseño sonoro, las situaciones y todo lo demás; algunas coincidencias son tan específicas que rayan el plagio. También comparte la fascinación del director James Cameron por las profundidades del océano, aunque en este caso no hay nada nuevo o excitante por descubrir, sólo viejos clichés que reflotar. La “Ripley” de turno es Norah, una Kristen Stewart rapada y (casi siempre) semidesnuda. El guión le da dos monólogos al principio y al final de la película para pretender que algo fue desarrollado y la trama trató sobre algo. Pero de lo único que trata Amenaza en lo profundo es en qué orden y de qué forma muere el elenco. Casi ni reciben introducción y no importa. Los reconocemos inmediatamente: quién esconde algo, quién se va a sacrificar, quién es el eslabón débil, quién va a acaparar todos los chistes malos, etc. La película comienza y en cuestión de minutos alcanza la intensidad de un excesivo tercer acto, completo con explosiones y cámara lenta. Habiendo prescindido de un primer acto y sin haber establecido nada (contexto, relaciones, motivación), el resto de la película sufre su precocidad y no tiene con qué crear suspenso. Arranca a máxima velocidad hacia lo obvio y no se detiene ni por un segundo de sus 95 minutos para hacer de cuenta que el camino no es tan recto ni tan andado. Kristen Stewart y Vincent Cassel son los actores que más brillan dentro de las circunstancias. La fotografía opaca (literalmente) y confunde la acción, aunque hay algunos momentos sobresalientes (sin ser particularmente creativos) y otros que rinden buen gore. Pero no hay mucho más para comendar en un producto tan insulso y derivativo.
Aves de presa (Birds of Prey, 2020) rescata la única cosa sobresaliente de Escuadrón Suicida (Suicide Squad, 2016) - la interpretación de Margot Robbie como la caprichosa y desquiciada Harley Quinn - y le da su propia película, una comedia que descarta su tradicional relación abusiva con el Guasón y, siguiendo los pasos de los cómics, la reinventa como heroína de acción. Aves de Presa (y la fantástica emancipación de una Harley Quinn) Dirige Cathy Yan sobre guión de Christina Hodson. Ambas tienen la dura tarea de reflotar lo que Escuadrón Suicida hundió: la posibilidad de celebrar personajes marginales y villanescos, ofreciendo una contrapartida irreverente al prototipo heroico de Marvel. Lo logran a medias. Superficialmente Aves de presa es la experiencia multicolor, frenética y grandilocuente que Escuadrón Suicida pretendía ser. Tiene más energía, su composición es más llamativa, la violencia es más gráfica y las escenas de acción tienen el peso y la fluidez de buenas coreografías, cortesía de Chad Stahelski (creador de John Wick). De entrada existe cierta fricción entre las intenciones de la película, que son celebrar la emancipación y la independencia, y el hecho de que algunos personajes de ficción funcionan mejor en papeles secundarios que protagónicos. Harley Quinn es mejor compinche que protagonista y nada lo demuestra mejor que cuando finalmente une fuerzas junto a las demás “aves de presa”: Huntress (Mary Elizabeth Winstead), Black Canary (Jurnee Smollett-Bell), Renee Montoya (Rosie Pérez) y Cassandra Cain (Ella Jay Basco). Emulando al antihéroe de Deadpool (2016) Harley narra su propia película, marcando el ritmo de una historia dominada por distracciones e interrupciones que no le hacen ningún favor. La primera mitad de Aves de presa es un compilado incoherente de pausas, tangentes, correcciones, retrospectivas y falsos comienzos que avanzan y retrasan constantemente la narración, desinflando su inercia natural y complicándola al punto que cada escena flota en un contexto incierto. La trama no avanza porque gran parte se dedica a introducir y reintroducir personajes que puede o no que ya se hayan conocido entre sí, tan confuso es el hilo narrativo. Otra de las debilidades de la película es cuan poco interactúan sus protagonistas, que tienen una buena dinámica pero a quienes se aísla la mayor parte de la historia. Harley nunca es más cómica que cuando tiene a alguien que contraste su idiotez y efusividad, ya sea el Guasón o en este caso la sororidad de villanas y vigilantes intercambiables llamada Aves de Presa, ninguna de las cuales le tiene gran estima. ¿Cuán idiota o inteligente es Harley Quinn? La película no se decide. A veces depende de coincidencias alocadas, a veces de una astucia contradictoria con el resto de sus acciones. Hay algo de desesperación en la agresiva forma en que la película busca ser graciosa y en sus intentos por congeniar con su percepción de una demográfica joven y transgresora (su anticuada estética punk no va a impresionar a nadie a 50 años de la génesis de una subcultura que hoy en día sobrevive en formato publicitario). Su idea de transgresión es ironizar los mismos clichés que sigue a pie de la letra. Aves de presa tiene el espíritu de un adolescente que quiere ser diferente sin admitir que le importa, y el coeficiente intelectual de su protagonista. Es divertida. Es fastidiosa. Es "fantabulosa".