Hacer algo “Haití fue el primer país de América Latina en obtener su independencia,” dice Denise Domique, historiadora. “Hoy en día es el país más pobre de América Latina. ¿Qué pasó?”. Kombit (Hacer algo juntos) (2015) es un documental informativo sobre la situación actual de Haití. El director Anibal Garisto ha hecho una película directa, breve – dura poco más de una hora – y tan contundente como un panfleto, un manifiesto, una carta abierta. Como estos medios de comunicación urgentes, no malgasta el tiempo en grises o lirismos. Lo único que importa es poner preguntas en la mente del espectador y contestarlas por él. La película comienza mostrando en detalle lo que es la industria nacional del país, que es el arroz. Los campesinos del Valle Artibonito tajan las plantas, las baten contra rocas para quitarles los granos, remojan y secan las semillas cuidadosamente y finalmente venden la cosecha en los principales mercados de Haití. La cultura de la cosecha comunitaria nace de que, históricamente, los colonos legaban parcelas de tierras a sus esclavos para que se alimentaran solos. Los campesinos se ayudaban mutuamente a cultivar y cosechar el arroz, una tradición solidaria que recibe el nombre de “kombit”. Se introduce un antagonista, Estados Unidos. EEUU decide importar arroz transgénico a Haití a bajos precios, doblegando la producción artesanal y nacional del arroz. Se emplea mano de obra mal paga, la cual se equipara con la esclavitud neocolonialista. Haití pierde su soberanía alimentaria y su economía se desmorona. La educación es privada, y a falta de dinero las familias se disuelven en busca de trabajos en las lejanías de las grandes ciudades. El efecto dominó se explica con lujo de estadísticas y opiniones, aunque las imágenes de la película – formales, repetitivas – no poseen la pregnancia de su mensaje o contenido ideológico. ¿Qué logra Kombit (Hacer algo juntos) al utilizar un medio audiovisual que no podría haber logrado utilizando cualquier otro? La otra mala palabra de la película es MINUSTAH: Misión de Estabilización de las Naciones Unidas en Haití, una coalición apadrinada por las Naciones Unidas que viene a hacer de títere para los intereses neocolonialistas en el país. Kombit (Hacer algo juntos) no pierde tiempo en identificar problemas y señalar culpables, aunque se queda corto con las soluciones. La idea de la película, evidentemente, es informar y movilizar a la gente.
Subte Paradiso Subte Polska (2015) trata sobre el renacer de un anciano de 90 años, Tadeusz (Héctor Bidonde), cuando deja de tomar ciertas pastillas y se redescubre física, mental y espiritualmente. Las desvergüenzas del viejito ponen en jaque al quejoso de su sobrino, así que hay comedia. Con las desvergüenzas llegan momentos de lucidez nostálgica en los que rememora su pasar por la Guerra Civil Española y los amores que perdió, así que hay drama. La película es un auténtico crowd-pleaser, escrita y dirigida por Alejandro Magnone con una ternura que sería insoportable si el guión no contara también con un poco de picardía también. Gran parte de la película trata sobre la misión de Tadeusz de recuperar su proeza sexual y su obsesión con conseguir una bomba para el pene (“¡Pienso mejor cuando se me para!”), y sobre sus riñas con los adustos hombres de ciencia que preferirían mantenerlo drogado. La trama divaga casi tanto como su protagonista, que dedica sus días a recorrer las líneas subterráneas de Buenos Aires (las mismas que él ayudó a construir de joven) y enfrentarse literalmente a los fantasmas de su pasado. Por engreimiento de la película vemos también flashbacks a la adolescencia guerrillera de Tadeusz (interpretado por Alan Daicz), que como recurso resulta bastante somero. Estas escenas no terminan de rimar con la historia y son relativamente flojas al lado de las del presente, en las que Bidonde – bestia parda de la actuación que es – compone a un personaje cautivador y entrañable. El elenco de reparto es el otro gran arma de la película, y es un placer ver cómo se aprovecha hasta el más ínfimo de los personajes, dándole a todos una función concreta en la trama, una voz propia y al menos una línea de diálogo graciosa. Se destacan Marcelo Xicarte como el prototípico porteño infeliz que tiene que sufrir los desvaríos de su tío – que tiene que sufrir todo, por todos, en realidad –, Manuel Callau como un diarero amigo que se suma a todo con inocente entrega y Miguel Ángel Solá en un breve papel como un viejo y jocoso camarada de guerra de Tadeusz. Por lo demás, Buenos Aires es retratada como si fuera un pueblito, habitado exclusivamente por personas sumamente interesadas en la vida de Tadeusz y dispuestos a involucrarse en ella con el abnegado altruismo de deus ex machinas. La película se da ese gusto, caprichoso y fantástico, pero la fantasía más increíble de todas es que la estación de subte Avenida de Mayo de la línea C pueda estar así de vacía por un mísero segundo.
Hora del heroísmo Horas contadas (The Finest Hours, 2016) narra un desastre histórico en la costa noreste de Estados Unidos – el hundimiento de un buque petrolero en 1952 – y el espectacular rescate que se condujo en pleno ciclón. En el centro de todo se encuentran dos jóvenes marinos; el contramaestre Weber (Chris Pine), a cargo de una misión de rescate suicida a bordo de una pequeña barcaza, y el oficial Sybert (Casey Affleck), quien comanda la mitad superviviente del Pendleton luego de que el petrolero se parte en dos y deja a la tripulación sin capitán. Ambos deben ponerse a la altura de circunstancias que les exceden en rango y madurez, y comandar el respeto de hombres que siempre se los han rehusado. Pero lo que debería ser una clásica historia de aventuras a lo Joseph Conrad se queda en el terreno de la dramatización. Similar al caso de En el corazón del mar (In the Heart of the Sea, 2015), los personajes quedan reducidos en la enorme escala de lo que les pasa, y sus historias personales nunca terminan de consolidarse. Sybert es una fuerza que opera en tiempo presente, sin otras complicaciones que las inmediatas, y la única caracterización que recibe es la propia personalidad del actor. Weber por su parte posee un arco evolutivo, aunque sea trillado: aprender a jugarse y desobedecer las reglas. Nada de todo esto estropea la película, cuyo acometido es dramatizar un episodio histórico de la forma más superficial y espectacular posible. La película está colmada de escenas simpáticas en las que el tímido héroe doma al gentío con calma e inteligencia, escenas tontas en las que los bravucones toman todas las decisiones incorrectas posibles, y escenas de heroísmo ante efectos especiales impresionantes. La banda sonora de Carter Burwell es integral a la composición ominosa del mar, aunque posiblemente nadie nunca retrate al mar de manera tan turbulenta y conmovedora como Philip Glass. La parte más anodina de la película viene de la mano de Miriam (Holliday Grainger), la novia de Weber. Como en tantas otras películas de desastres que no saben qué hacer con sus personajes femeninos, su papel es entrar en pánico y correr de un lado a otro mientras intenta ponerse al tanto de todo lo que el espectador ya sabe. Qué ingrato debe ser para las actrices hacer de esposas de astronautas, bomberos, marineros, soldados. Siempre les toca la parte más aburrida e inconsecuente de la película: hacer tiempo. Miriam eventualmente contribuye algo, al final de todo, en un simpático momento de espontánea solidaridad que se queda a medio camino del más emotivo Steven Spielberg. La película necesita desesperadamente de su sexto sentido cinematográfico para que no sea simplemente una parábola a lo Disney, que es lo que es.
Esto. Es. Egipto! Dijo Indiana Jones: “Improviso mientras avanzo”. La improvisación es uno de los paradigmas fundamentales de la historia de aventuras, el “Pienso luego existo” del género. Pero hay que distinguir entre las improvisaciones del héroe y las del escritor. Sino el resultado es una historia incoherente y poco cohesiva como Dioses de Egipto (Gods of Egypt, 2016). Cada escena parece haber sido escrita el mismo día en que fue filmada. El vicio con el que la película introduce restricciones y luego las deshace es increíble. Por ejemplo: el dios Horus (Nikolaj Coster-Waldau) no puede transformarse y volar a menos que posea sus dos ojos – la fuente de su poder – y su tío Set (Gerard Butler) se los ha arrancado luego de matar a su padre Osiris. Pero al rato Horus vuela, bendecido por Ra. Más tarde vuelve a volar. ¿Y ahora cómo? “El poder siempre estuvo en mí,” aclara Horus después del hecho. Y a otra cosa. ¿Cómo vengar a su padre y detener a Set, cuya tiranía ha sumido a Egipto en la desgracia? Se recalca cualquier cantidad de veces que sólo hay un objeto que logrará todo esto. Pero ni bien las cosas se vuelven demasiado complicadas, esta condición también desaparece. El guion resuelve sus propios conflictos sin que los personajes tengan que mover un dedo la mayor parte del tiempo. Horus tiene un acompañante en su aventura, el mortal Bek (Brenton Thwaites). A cambio de devolverle a Horus uno de sus ojos, el dios promete devolver a la vida a su amada, Zaya (Courtney Eaton, cuyo escote es el punto focal de todas sus escenas). Si Horus tiene o no ese poder es motivo de contienda entre Bek y Horus. Valga decir que la película tampoco se pone de acuerdo consigo misma sobre qué es posible y qué es imposible. Hacia el final todos los conflictos han sido desbaratados como quien no quiere pensar demasiado en el asunto. A lo largo de su travesía luchan contra serpientes gigantes, esfinges gigantes y dioses gigantes. Cada nuevo desafío viene acompañado por algún chiste incidental de Bek, ninguno muy gracioso. Los efectos especiales no son muy buenos, lo cual es raro para una película con un presupuesto de $140 millones de dólares. Tantas imágenes digitales terminan aislando a los dos o tres actores en escena, que claramente están haciendo pantomima frente a una pantalla verde. Matt Sazama y Burk Sharpless es el dúo responsable por el guión. Antes escribieron Drácula: La Historia Jamás Contada (Dracula Untold, 2014) y El último cazador de brujas (The Last Witch Hunter, 2015). Dioses de Egipto es su tercer guión y se ubica en el mismo escalón intelectual. Si tan solo dejaran de tomarse a sí mismos tan en serio y abrazaran con más picardía la estupidez de sus mundos podrían escribir comedias muy graciosas; en vez de eso han producido un híbrido de acción, aventura, comedia y romance que entretiene a medias pero no pega una. La película es una experiencia cándida, tiene ese sabor de la vieja escuela. No hay rastros de ironía en ella. Y es divertido explorar la mitología egipcia en vez de la griega o la nórdica, para variar. Pero los dioses merecían algo mejor.
En el bosque nadie puede oírte gritar En principio El bosque siniestro (The Forest, 2016) tiene el atractivo de un tópico novedoso, hasta que una rauda visita a Wikipedia revela que ha habido al menos cuatro películas sobre el Aokigahara – “El Bosque del Suicidio”, a pies del Monte Fuji – en los últimos seis años. Una de ellas dirigida por Gus Van Sant, ni más ni menos. Su Sea of Trees (2015) fue abucheada en Cannes el año pasado y aún no se estrena en Argentina, lo cual es injusto. No puede ser peor que El bosque siniestro. Aparentemente los japoneses solían abandonar a sus ancianos en épocas de hambruna o sequía en el epónimo bosque; eventualmente se convirtió es uno de los sitios predilectos de los suicidas, y al día de hoy la policía descuelga cadáveres. Corre la leyenda de que el bosque está embrujado por los yurei (fantasmas) de todos los que se han quitado la vida en él. Este es el tipo de premisa que necesita de muy poco embelesamiento para transformarse en una película de terror con una trama original y tétrica, pero El bosque siniestro no le hace justicia al material. Toca la típica balada de sustos aurales (silencio, acorde, silencio, estridencia) pero no funcionan porque ni el espacio ni la atmósfera se construyen debidamente. La trama se esboza a las apuradas en los primeros minutos del film, que tiene en foco a dos hermanas gemelas, ambas interpretadas por Natalie Dormer. Una serie de flashbacks nos ponen al tanto de que una de las hermanas se ha exiliado en Japón y que la otra viaja a buscarla cuando desaparece misteriosamente. Se la vio por última vez ingresando al Bosque del Suicidio, y ninguna advertencia la detendrá de seguir sus pasos. Cualquier americano que viaje solo al peligroso exterior se alía inmediatamente con el primer americano que se cruza. En el caso de Sara se trata de Aiden (Taylor Kinney), un periodista que se interesa por su historia. Se les une un tercero en su incursión al Aokigahara, el guía Michi (Yukiyoshi Ozawa), quien advierte a Sara: 1) no caminar sola, 2) no salirse del camino, 3) no hacer noche y 4) no confiar en las visiones del bosque. Hacia la mitad de la película Sara ha roto todas estas reglas. Allá ella. Gran parte de la cinta consiste en Sara gritando “¡Jess! ¡Jess!” así como los pobres diablos de El proyecto Blair Witch (The Blair Witch Project, 1999) se la pasan gritando “¡Josh! ¡Josh!”. Como en El proyecto Blair Witch, el bosque debería ser el protagonista de la película, pero en vez de eso la atención cae sobre el melodrama entre las dos hermanas y el obscuro episodio que marcó sus vidas de niñas – lo cual no es muy interesante, porque poseemos muy poca información o contexto sobre estos personajes. Ni ayuda al suspenso que cada tanto se nos muestre lo que está ocurriendo fuera del bosque con el marido de Sara o las autoridades del Fuji. El punto focal debería anclarse sólo dentro del bosque, sólo en tiempo presente. La película no es totalmente incompetente y luce algunas que otra buena idea. Es ingeniosa la forma en la que establece a Sara como una narradora poco confiable, por ejemplo. Pero a fin de cuentas El bosque siniestro no solo termina siendo otro film de terror mediocre sino que socava sus propios sustos con situaciones demasiado rebuscadas y pésimas decisiones sobre qué mostrar, cuándo y cómo.
La verdad incómoda La verdad oculta (Concussion, 2015) dramatiza la historia real del Dr. Bennet Owalu, quien en 2002 puso en jaque – brevemente – al mundo del futbol americano con su investigación sobre la encefalopatía traumática crónica: una enfermedad degenerativa causada por los reiterados traumas cerebrales que sufren los jugadores de deportes violentos. Will Smith interpreta a Owalu, un inmigrante nigeriano que siempre ha soñado con armar su vida en Estados Unidos, un país donde “uno puede elegir ser cualquier persona (salvo uno mismo)”. Buena línea. En su caso ha elegido ser patólogo y médico forense, y tiene a su nombre una impresionante lista de títulos. A su mesa llega el cadáver de un célebre jugador de futbol, caído últimamente en la desgracia de la droga y la indigencia; su autopsia es la primera de varias que apuntan a una verdad científica inequívoca: las contusiones cerebrales dejan secuelas suicidas a largo plazo. “Evidentemente Dios no hizo al hombre para que jugara futbol,” concluye Owalu. Su investigación desata un escándalo y lo lleva a una guerra contra la Liga Nacional de Futbol (NFL), la cual lo ataca con calumnias y difamaciones y hasta una visita del FBI. La película presenta la cruzada de Owalu como un suceso tan controversial como el de achacar cáncer a las tabacaleras. Lo respaldan el viejito Dr. Wecht (Albert Brooks), su mentor y doble idealista, además del Dr. Bailes (Alec Baldwin) – un ex NFL que busca la redención – y el Dr. DeKovsky (Eddie Marsan), que ante todo cree en la objetividad científica. Will Smith da una rara interpretación en la que demuestra que efectivamente es capaz de interpretar otra personalidad que la suya sin dejar de ser un protagonista bona fide. Su personaje no obstante es bastante convencional, un idealista anémico e intachable que no tiene ni la dulzura ni el magnetismo de Sidney Poitier (su obvio referente). La parte más superflua de la película es la subtrama de amor que comparte con Prema (Gugu Mbatha-Raw), una inmigrante de Kenya que se aloja en su hogar. Las escenas entre los dos son de manual: ella irrumpe en su ordenada vida, choca con su temperamento parco, hacen una puesta en común de idealismo, le enseña a bailar y finalmente entran de la mano a su cuarto para tener sexo elíptico. Se supone que este ritual ilustra cómo Owalu finalmente comienza a encontrar su lugar dentro del imaginario americano que tanto codicia (“Casémonos,” le dice, “podemos enamorarnos más tarde”). Pero nada de lo que se muestra contiene una imagen o un pensamiento original. La verdad oculta se para en algún punto entre otros dos films muy similares del 2015 – el thriller de espionaje Puente de espías (Bridge of Spies) y el thriller periodístico de En primera plana (Spotlight). Como la primera, es una balada al idealismo del individuo americano; como la segunda, sirve para desenmascarar un sistema podrido por dentro. Si no es tan buena como ninguno de esos dos films es porque, como film de denuncia, es demasiado conservador. Se presenta como importante, pero jamás se siente importante. No convence de su grandeza. A todo momento la película cuenta dos relatos: la puja por la verdad y la puja por el “americanismo”, las cuales son equivalentes a efectos de la historia. A medida que el personaje de Will Smith se bate en nombre de la verdad, su vida va adoptando la forma del Sueño Americano que siempre ambicionó, utilizando su compromiso sentimental y la lenta construcción de una casa suburbana a modo de índices semióticos. En el momento más obscuro del relato, en el que el corporativismo descarnado triunfa y Owalu es desacreditado por extranjero, nuestro héroe destroza la casa en un acto de furia poética. Y si el film terminara aquí retendría su dignidad. El pecado capital del film es dar por resuelto el problema que ataca. Ni bien una película de denuncia concede un final feliz, la denuncia se vuelve obsoleta, porque sugiere que en el mero acto del racconto yace la solución. Hacia el final de La verdad oculta, la película ha demostrado que el mismo sistema que alimenta la injusticia se retroalimenta de aquellos que la pelean. ¿Entonces cuál es la emergencia?
Therese & Carol Basada en una novela de Patricia Highsmith y dirigida por el cineasta de culto Todd Haynes, Carol (2015) muestra el suplicio romántico entre Therese (Rooney Mara), una joven empleada de una tienda de Manhattan, y Carol (Cate Blanchett), una mujer mayor atascada en un matrimonio ingrato. Nueva York, 1950. Época de compras navideñas. Blanchett se acerca al mostrador envuelta en pieles y con su típica mirada rutilante, siempre una diosa de la sofisticación. Está buscando una muñeca para su hija. Mara aguarda con una expresión despabilada y bastante cómica, mezcla entre un ciervo encandilado y Zoolander (expresión que la acompaña todo el film). La atracción entre las mujeres es mutua e instantánea. Carol no pierde tiempo. Se las ingenia para forzar a Therese a llamarla, luego a salir a comer, luego a invitarla a casa, luego a invitarse a la suya. Y así. En una de las escenas iniciales, Therese acompaña a unos amigos al cine. Uno de ellos es escritor y porta consigo una libreta donde hace anotaciones. “Busco la correlación entre lo que los personajes dicen y lo que sienten,” explica. Si viera Carol no necesitaría la libreta. Lo que los personajes sienten siempre es más que obvio, y lo que dicen es menos importante que lo que hacen. Esta es una película hecha a base de gestos, miradas, venias, detalles de fácil lectura para el espectador pero sobre los cuales los personajes operan inciertamente, a fuego lento. Highsmith es la creadora de la saga de Tom Ripley, y originalmente publicó “Carol” bajo otro título y otro nombre. Es fácil ver las similitudes con el mito de Ripley: ambas historias tratan sobre intrusos subrepticios en mundos que intentan en vano desecharlos. Ambas también comparten cierta fascinación por esta infracción – y efectivamente, a veces Carol y Therese parecen estar más fascinadas que enamoradas. Al menos Carol y Therese comparten sus cuitas con gusto, mientras que Ripley sufre su éxito en soledad. Lo más parecido a un antagonista es el marido de Carol (Kyle Chandler), a quien no le causa ninguna gracia tener que lidiar con lo que sospecha es un nuevo amorío lésbico de su mujer, sobre todo en medio de un divorcio y la batalla por la custodia de su hija. Pero el conflicto central no yace en la mirada de los otros (conflictos que se presentan como imponentes pero terminan desapareciendo como por arte de magia) sino en que estas mujeres sinceren su amor entre sí mismas. Cuando encaran la ruta y comienzan a hacer noche en moteles sórdidos, la película se parece tonalmente mucho más a Lolita (1962) que a Thelma y Louise (1991). Therese – personaje enervante – es esencialmente una borrega a merced de Carol, la mitad proactiva del dúo. No es hasta el final que elige algo por sí misma en la película que la tiene de protagonista (más allá de lo que diga el título). Si elige bien o mal es un punto a discutir. Todd Haynes está en su salsa cuando dirige melodramas sentimentales ambientados en la opresiva normativa de los ‘50s. En Carol demuestra nuevamente con qué destreza explora temas como los roles de género y la orientación sexual, y la facilidad con la que sumerge al espectador en la historia.
El rebuscado La principal crítica que se postuló contra Birdman (o la inesperada virtud de la ignorancia) (2014), el anterior opus de Alejandro González Iñárritu, fue que su película era demasiado pretenciosa. Dícese de aquello que pretende ser algo que no es (ej. importante). La historia de un actor que redescubre el amor propio a través de una serie de tribulaciones cerebrales polarizó tanto al público como a la crítica. Según la Teoría de la Motivación Humana de Abraham Maslow, la falta de autoestima es un conflicto menos popular que el hambre o un oso grizzli. Hete aquí Revenant: El renacido (The Revenant, 2015), en la que un hombre es brutalmente despedazado por un oso grizzli y dado por muerto por sus compañeros. La escena del ataque es de una visceralidad tal que da miedo, más miedo que el grueso de las películas de terror, aún sabiendo que a Leonardo DiCaprio le quedan al menos dos horas de fílmico. El oso le da tantos zarpazos que termina dibujándole un nuevo cuerpo, lisiándolo y dejándole al borde de la muerte. Su personaje forma parte de una expedición de cazadores/peleteros a principios del siglo XIX en la gélida intemperie norteamericana. Luego de ser escarmentados por un raid de nativos Arikara, la expedición pone pies en polvorosa y decide dejar atrás al moribundo Hugh Glass (Leonardo DiCaprio). Con él se queda un ser nefasto, Fitzgerald (Tom Hardy), quien promete enterrarlo por dinero. Fitzgerald decide acelerar la no tan inevitable muerte de Glass y en el intento no sólo lo deja vivo sino que le da un buen motivo para salir a buscarlo y cobrar venganza. Glass debe sobrevivir su patético estado, sanando sus heridas rudimentariamente, arrastrándose rumbo a la civilización y preparándose para su reencuentro con el traidor Fitzgerald. Revenant: El renacido es pues una película de venganza, o de redención; es fácil confundir ambos y a efectos del film nunca queda claro. La premisa es sencilla, y sin embargo la película logra ser aún más pretenciosa que Birdman (o la inesperada virtud de la ignorancia) al insistir ingenuamente sobre la importancia de sí misma. Por gran parte del film Glass se la pasa alucinando o soñando con su esposa muerta, escenas que no solo no aportan absolutamente nada a la historia o al protagonista, sino que se las ilustra con la vulgaridad de una propaganda de perfume. También hay flashbacks (bastante confusos) a sucesos que no importan ni importarán a la trama. Evidentemente Glass está viviendo una epifanía – un renacer, si se quiere – pero Iñárritu se limita a pretender que es importante en vez de demostrarlo. Hay una semblanza al misticismo naturalista de Terrence Malick, pero incluso Malick parte de una tesis, por más desorbitada que sea. Iñárritu pretende generar sublimidad y no sabe por dónde empezar a buscar. ¿Cuán rebuscada es la película? Hay una trama subsidiaria que no tiene nada que ver con el desarrollo de la principal y sirve únicamente como relleno. Involucra una tropa de Arikaras que, sin contexto alguno, están buscando a una tal Powaqa, hija del jefe. Glass se entromete en su historia por accidente, y la resolución es otro accidente aún más increíble. Las varias desventuras de Glass recuerdan a las de Astérix y Obelix en el desierto: los sumerios los atacan al tomarlos por acadios, los acadios los atacan al tomarlos por hititas, los hititas los atacan al tomarlos por asirios, etc. “Hay demasiada gente en este desierto,” concluyen. La verdad es que Hugh Glass no es un personaje tan atractivo como para dedicarle dos horas y media de cámara. Leonardo DiCaprio da una actuación intensa, un verdadero tour de force, pero el film caracteriza a su personaje tan poco y tan mal que sus calvarios no resultan interesantes aun cuando espectaculares. A falta de un conflicto más atrapante, la película recurre al melodrama, insistiendo con la esposa muerta y otras tragedias personales o accidentales que simplemente no resuenan con la historia que Iñárritu supuestamente está contando. ¿Qué ha aprendido Glass al final de todo? ¿Cómo ha cambiado? ¿Cómo refleja su decisión final el cambio? ¿Cómo se relaciona con la presencia de los Arikara? La mirada que DiCaprio dedica a cámara en el último plano significa lo que quieran que signifique. Muchos alabarán – justamente – la hermosa fotografía (a luz natural) de la película, y la forma en que el director Emmanuel Lubezki coreografía las grandes secuencias de acción, componiendo caos violento de manera tan prolija. Pero si algo u alguien se roban la película es el inestable Fitzgerald, interpretado enigmáticamente por Tom Hardy. Fitzgerald engendra todos los buenos momentos de la película, desde la burda eutanasia que intenta aplicar a Glass hasta las trastornadas reflexiones que hace sobre Dios. Siempre es un alivio cuando aparece en escena. Una película mejor lo tendría de protagonista. Con Werner Herzog dirigiendo.
Los ocho del patíbulo Siempre es un placer ver la nueva película de Quentin Tarantino. Sus guiones son originales y tienen fama por su audacia, desafiando las convenciones del género dentro del género mismo. Sus últimos dos films – épicas ambientadas en versiones alternativas de la Segunda Guerra Mundial y el “Viejo Sur” norteamericano – han acrecentado su reputación de revisionista pop impredecible. Como Alfred Hitchcock, ha alcanzado el codiciado punto caramelo entre la reverencia de la crítica y el morbo del público. Le da a la gente lo que quiere, pero no lo que espera. Los 8 más odiados (The Hateful Eight, 2015) bien podría ser una película de Hitchcock, sopesando antes la inflación de la profanidad a lo largo de los años. La premisa no es muy distinta a la de 8 a la deriva (Lifeboat, 1944), una historia de tensión racial y clasicista restringida a una única locación. Tarantino atrapa a ocho extraños en una posada sitiada por una tormenta de nieve (algunos años luego de la Guerra Civil entre yanquis y confederados) con la siguiente consigna: “Uno de ellos no es quien dice ser”. La profecía viene de la boca de John “El Verdugo” Ruth (Kurt Russell). Ruth está transportando a una valiosa prisionera, Daisy Domergue (Jennifer Jason Leigh), camino a la horca. Cuando queda atrapado en una recóndita posada junto un pintoresco elenco compuesto por El Caza Recompensas (Samuel L. Jackson), El Sheriff (Walton Goggins), El Pequeño (Tim Roth), El Vaquero (Michael Madsen), El Mexicano (Demián Bichir) y El Confederado (Bruce Dern), Ruth sospecha que uno de ellos “no es quien dice ser” y conspira para liberar a su prisionera y matar a los demás. De todos los personajes, los mejores son la virulenta dupla Russell-Leigh, literalmente encadenados y unidos en un matrimonio simbólico en el que se comunican a escupitajos y puñetazos. Samuel L. Jackson sigue en importancia, contribuyendo con su inimitable presencia y ligando las mejores líneas. De los demás se destaca Walton Goggins, interpretando al personaje que más hace y cambia a lo largo de la trama. Tim Roth hace de un tipejo avispado cuyos exagerados manerismos recuerdan a los de Christoph Waltz en las películas anteriores de Tarantino. El resto de la troupe representa un excelente casting, pero no le tocan partes tan jugosas para interpretar. Ennio Morricone acompaña la ominosa trama con una insidiosa banda sonora, la cual incluye sobras de su trabajo en El enigma de otro mundo (The Thing, 1982). Si alguna vez una película iba a ameritar desenterrar esas míticas partituras, es exactamente esta. Los 8 más odiados precia por sobre todo la atmósfera, y es un enorme crédito al cinematógrafo Robert Richardson y el equipo de producción que puedan conjurar un Western con una atmósfera e identidad de tanta pregnancia en apenas un par de locaciones. Como es típico de Quentin Tarantino, todos sus personajes son caracterizados con una inmensa riqueza. Les da una voz propia que suena coloquial y a la vez poética. El diálogo es su punto fuerte, tanto como escritor como director de actores. No basta con que un personaje le ordene a otro que se acerque “cual melaza” en vez de “lentamente”. Los actores en una película de Tarantino no hablan, sentencian: desde el prejuicio, desde la certitud moral, con vocabulario e imágenes rebuscadas, y siempre con un desapego tan lúdico que es una delicia oírlos. Dicen cosas chistosas, pero no lo dicen en chiste. Esta es la película más parlanchina de Tarantino, y no por casualidad la más teatral. Fácil imaginar Los 8 más odiados ocurriendo arriba de un escenario (equipado, necesariamente, con varios decalitros de sangre). La trama se va desenvolviendo en una serie de interrogaciones y escamoteos, de alianzas frágiles que se forman con la circunstancia y desaparecen ni bien conviene. La violencia es esporádica, pero cuando llega, es absurdamente gráfica. El menester de Tarantino siempre ha sido ver cuánto puedo prolongar una escena antes de su inevitable (y usualmente violenta) conclusión. La cena de negocios en Django sin cadenas (Django Unchained, 2012). La cantina francesa en Bastardos sin Gloria (Inglorious Basterds, 2009). La primera mitad de A prueba de muerte (Death Proof, 2007). Los 8 más odiados es básicamente una enorme escena dilatada ad nauseam en la que los personajes van agotando el diálogo y las buenas intenciones mientras el suspenso crece intolerablemente. Parecería que Tarantino no tenía una gran historia para contar entre sus manos, pero quería flexionar el estilo y experimentar con un tipo de estructura narrativa caprichosa, llena de tangentes y paréntesis extraños. La película tarda una pequeña eternidad en comenzar, y otro tanto en concluir. El tercer acto rompe ciertas promesas que se hacen en el primero, para el deleite de algunos y la decepción de otros. Con todo dura casi 3 horas. Perros de la calle (Reservoir Dogs, 1992) cuenta la misma historia de desconfianza y traición entre maleantes, en la misma clave de pesimismo nihilista, y dura aproximadamente la mitad de tiempo. Tarantino es un autor de calibre. No va a producir una mala película. A lo sumo ocurre como con otros enfants terribles, como Woody Allen o Martin Scorsese, cuya obra es comparada exclusivamente a sí misma y por lo tanto se la clasifica como menor o mayor. Puede que el destino de Los 8 más odiados sea ser recordada como una de las películas menores del realizador, por su falta de ambición y la inconsecuencia de la trama. O como su película más golosa e indulgente, un brillante ejercicio de estilo y dirección. O que se convierta en una película de culto, como El enigma de otro mundo, su principal fuente de inspiración. Ya le gustaría.
La gran estafa Dicen que el humor es tragedia más tiempo, y aparentemente ocho años es tiempo suficiente. ¿Cuán insólito es que Adam McKay, director de las rabiosas comedias seminales de Will Ferrell, sea la fuerza motriz detrás de una película sobre el colapso del mercado inmobiliario norteamericano y la subsecuente crisis financiera del 2007? La gran apuesta (The Big Short, 2015) abre con una cita de Mark Twain: “Lo que nos mete en problemas no es lo que no sabemos, sino las cosas de las que estamos seguros pero no son ciertas”. En el 2005 todo Estados Unidos estaba seguro de que el mercado inmobiliario era infalible y que jamás habría tanto desempleo y pobreza como las de la Gran Depresión en los ‘30s. La tesis de La gran apuesta – basada en el libro homónimo de Michael Lewis, autor de El juego de la fortuna y por lo demás experto en destapes periodísticos asombrosos – es que hubo al menos cuatro personas (se los presenta como “independientes, raritos”) que se avivaron y fueron en contra de esa certidumbre. Michael Burry (Christian Bale) es un gestor de fondos y el primero en descubrir que el mercado colapsará, quizás no mañana pero sí pronto y con pérdidas exorbitantes. Decide amotinarse e invertir los fondos de su compañía, apostando en contra del mercado – un acto malinterpretado como locura en la oficina. Las acciones de Burry alertan al flamante corredor de bolsa Jared Vennett (Ryan Gosling), quien une fuerzas con otro gestor, Mark Baum (Steve Carell), para sacarle el jugo a la situación. La cuarta pata es Ben Rickert (Brad Pitt), un financista retirado que decide – en un acto de altruismo inexplicable – volver a la cancha y apadrinar a dos jóvenes inversores que buscan meterse en Wall Street. Dirigida y co-escrita por McKay, la película funciona como una versión cómica de El precio de la codicia (Margin Call, 2011), y consiste casi exclusivamente de llamadas telefónicas, reuniones de negocios, concilios secretos y mucha cháchara expositiva dirigida hacia el espectador. El diálogo se pone pesado y subraya el intrincado absurdo de la situación. Uno de los recursos cómicos de la película es intervenir los pasajes más crípticos con apariciones de celebridades (“Aquí está Margot Robbie en una bañera para explicarles lo que acaban de oír”). Que todo esto resulte tan atrapante – con tan poco drama humano de por medio, en una historia en la que el conflicto se mantiene relativamente estático hasta el final – se debe a la tierna caracterización de los héroes, que llevan las de perder durante toda la película, estoicamente bancándose la burla y el desprecio de sus oponentes. Burry (Bale) es un ser socialmente inepto – rayando el autismo – que se atrinchera en su oficina y debe soportar la miopía de sus jefes. Baum (Carell) vive escandalizado por la corrupción de sus colegas y asume la crisis como una cruzada personal. Ambos son lo mejor de la película: Bale siempre se destaca en roles excéntricos, y Carell es excelente interpretando idealistas empedernidos. Es una pena que nunca compartan una escena. Gosling interpreta un estereotipo, un corredor de bolsa sin escrúpulos, experto en sonreír a la cámara y tirar la posta como si estuviera en El lobo de Wall Street (The Wolf of Wall Street, 2013). De los cuatro, Pitt es el más extraño. Su compañía – Plan B – produce la película, y parece haberse dado a sí mismo el papel de la voz de la razón, dando cátedra sobre los valores que su propia película promueve sin por ello molestarse en componer a un personaje o darle un papel activo en la trama. La película funciona como una exhaustiva denuncia social – da muchos detalles e inventa muy poco, y lo que inventa lo hace entre paréntesis, pidiendo disculpas en apartados cómicos. Adam McKay ha triturado un tema demasiado complejo y demasiado aburrido, y le ha buscado la parte divertida y popular, sirviéndolo cual cotillón.