Ballena a la vista Llamadlo Herman Melville. Hace unos años -no importa cuántos exactamente-, teniendo poco o ningún dinero en el bolsillo, y nada en particular que le interesara en tierra, pensó que se iría a navegar un poco por ahí, para ver la parte acuática del mundo. Terminó escribiendo Moby-Dick, uno de los grandes clásicos de la literatura. Sin duda Melville se inspiró en parte en el naufragio del Essex, un ballenero que en 1820 fue arremetido y hundido por un leviatán cetáceo. En el corazón del mar (In the Heart of the Sea, 2015), de Ron Howard, imagina el encuentro entre Melville (Ben Whishaw) y uno de los sobrevivientes del Essex, Tom Nickerson (Tom Holland de joven, Brendan Gleeson e viejo), y utiliza la entrevista a modo de marco narrativo para contar “la verdadera historia detrás del libro”. La trama propone oponer a dos personalidades fuertes: Owen Chase (Chris Hemsworth) y George Pollard (Benjamin Walker). Chase es un hombre de pueblo y un héroe de acción – apuesto, gallardo, querido por la tripulación. Pollard es un esnob friolento que procede de un renombrado linaje marítimo. Ambos desean capitanear el Essex. El puesto va para Pollard, cuya falta de tacto o mérito importa menos que su sangre azul. Chase accede a ser su contramaestre, pero no sin antes sembrar la discordia entre los dos hombres con algunas palabras que hieren el orgullo del capitán. En principio parece que la historia va a retomar el ritmo narrativo de Rush pasión y gloria (Rush, 2013) – la película anterior de Howard – y alternar entre las perspectivas de dos profesionales enemistados por el capricho. El ballenero zarpa y la riña pasivo-agresiva entre ambos comienza a poner en juego las vidas de sus tripulantes. Entonces aparece Moby Dick, o su equivalente histórico, y la partida se suspende indefinidamente. El guión olvida por completo su enemistad – la que debería ser el eje de la película – y se dedica a cubrir el terrible suplicio de los náufragos, entrando en modo docudrama. Esto no es del todo indeseable; las mejores partes de la película son las dramatizaciones de las peripecias históricas de los marineros – las tormentas, las cacerías, la amenaza del naufragio, de la deriva, la enfermedad, el canibalismo. La secuencia en que los marineros filetean un cachalote y uno de ellos entra en su hueco cadáver para extraer aceite cual minero en una cueva es espeluznante. Howard es un director que, independientemente de los guiones que elige – y no siempre elige los mejores – sabe exactamente lo que cada escena quiere lograr, y dónde poner la cámara para lograrlo. Es un gran conjurador de emoción épica, a lo Steven Spielberg, y en este aspecto su nueva película no decepciona, desplegando una gran aventura con todos los artificios de la vieja escuela. Vivimos el peso de la historia junto a los personajes. En ningún momento, no obstante, sentimos que forman parte de algo más importante que sí mismos – que hay otra cosa en juego que su supervivencia. Allí yace la mayor diferencia entre En el corazón del mar y la historia que supuestamente está gestando en la imaginación de Melville: la profundidad. La película ahonda poco y nada en problemáticas que descarta demasiado rápido o inventa demasiado tarde. No trata realmente sobre el conflicto de clases. Ni siquiera podría decirse que trata sobre la obsesión o la vanidad del hombre, que deberían ser temas obvios a la hora de adaptar Moby-Dick, o pretender inspirarla.
El nazi que no estuvo ahí Mr. Kaplan (2014) cuenta la cómica fábula de un viejito judío que en plena crisis existencial, temiendo no haber dejado una impronta trascendental en sus 76 años de vida, decide salir a cazar al viejito alemán que merodea por las playas de Montevideo, convencido de que es un antiguo nazi. La evidencia es escueta y circunstancial, pero Jacobo Kaplan (Héctor Noguera) no se deja intimidar por cosas como la lógica, así como el Quijote no dejó de cargar contra los gigantes porque parecieran molinos. La misión de Kaplan es quijotesca, y cuenta con la servidumbre de un Sancho Panza: Wilson Contreras (Néstor Guzzini), un ex policía caído en desgracia a quien la familia de Kaplan ha contratado como su chofer y cuidador. Kaplan suma a Wilson a su misión sin mucho esfuerzo. Separado de su familia y prendido la mayor parte del día del alcohol, Wilson se deja tentar por la débil posibilidad de recuperar su honra. Ávido estudiante del arresto de Adolf Eichmann en Argentina, Kaplan entretiene la fantasía de ser el próximo Wiesenthal y capturar al viejito alemán (apellidado, desafortunadamente, “Reich”) para luego transportarlo personalmente a Israel para ser juzgado. La fantasía es ridícula, y los mete a Kaplan y a Wilson en situaciones ridículas, las cuales ponen a prueba su falta de ingenio. Todo esto es gracioso. Que la propia película termine poniéndose ridícula ya es quizás demasiado para el verosímil de la historia, la cual es bastante jocosa pero no tanto como para justificar el extraordinario desenlace. Escrita y dirigida por Álvaro Brechner, Mr. Kaplan es un film más carismático que hilarante, con una gran actuación matizada de Noguera y la caracterización entrañable de Guzzini como el compinche que potencia su locura con falacias lógicas. La historia, con todos sus absurdos e impases cómicos, funciona porque comprendemos perfectamente de dónde salen las compulsiones de estos personajes, y qué vienen a sanar en sus vidas. Debajo de lo que parece al principio ser una comedia costumbrista (con escenas, un poco flojas, en las que la burguesa familia de Kaplan sufre su senilidad) hay un drama tierno e introspectivo.
Tengo un mal presentimiento sobre esto… “Luke Skywalker ha desaparecido”. Así comienza Star Wars: El despertar de la fuerza (Star Wars: The Force Awakens). Luke ha desaparecido, y el Imperio – ahora llamado Primer Orden, si bien técnicamente hubo por lo menos otros dos antes – le está dando caza. Un pequeño droide abandonado en el desierto contiene el secreto de su paradero. No es R2-D2, sino BB-8. No está en Tatooine, sino en Jakku. No busca a Obi-Wan, sino a Poe Dameron. No lo encuentra Luke, sino Rey. Hay un patrón acá. La película es, sorpresa, prácticamente una remake del Star Wars: Episodio IV - Una nueva esperanza (Star Wars, 1977) original. Los personajes han intercambiado roles, y se le ha cambiado el nombre a las cosas. Pero desde el lado estructural y narrativo cuenta el mismo cuento de Rebelión vs. Imperio, a la misma velocidad, golpe a golpe: el ataque imperial, los planos secretos, el droide en el desierto, el joven que lo encuentra, el escape del Millennium Falcon, Han (Harrison Ford) y Chewbacca, la cantina, el rescate, el sacrificio y la batalla final. El guión ha sido escrito por Lawrence Kasdan, guionista original de los episodios cinco y seis, como si le hubieran quedado ganas de escribir el cuarto. Sus co-guionistas son Michael Arndt y J.J. Abrams, quien también dirige. La gran duda era si Abrams podía elevar la saga que George Lucas había creado (y luego arruinado, en mayor o menor medida). En cierto sentido lo ha logrado. Ha hecho una película que auténticamente recrea la emoción de los films originales, si bien no su mismo impacto. La acción vuelve a concentrarse en unos pocos personajes, y sus acciones van definiendo la trama, no al revés (como en el caso de las precuelas). La historia les pertenece, y la vivimos a su nivel. Así como en la película original la trama se funda sobre un pasamanos de motivaciones (Leia quiere salvar los planos secretos mediante R2-D2, quien quiere encontrar a Obi-Wan, quien quiere entrenar a Luke, quien quiere irse de su planeta mediante Han, quien quiere dinero), la nueva película describe una cadena de acción similar entre Poe (Oscar Isaac), Rey (Daisy Ridley) y Finn (John Boyega); respectivamente, un piloto rebelde, una modesta chatarrera y un Stormtrooper penitente. Por distintos motivos, y luego de una serie de desventuras, terminan en el medio del conflicto entre los rebeldes y el Primer Tercer Orden. La parte divertida de la película es la primera mitad, mientras vemos cómo sus recorridos van definiendo la trama principal. La segunda mitad es mucho menos interesante, y delata la mano enguantada de Disney, cuyo plan maestro es lanzar una nueva película de Star Wars todos los años (hasta el 2020, por lo menos), con lo que decide dejar muchas cosas colgando y enchufar el piloto automático para concluir esta primera entrega de la forma más lánguida y conservadora posible, no sea que desperdicie sus mejores ideas de entrada. Una de las mayores decepciones es que Luke queda relegado a un cameo silencioso al final de todo, traicionando las expectativas de la película y convirtiéndole en un gancho. Otra gran decepción son los malos, que resultan poco más que versiones aguadas de sus antecesores. El Emperador Palpatine ha sido reemplazado por el Emperador Snoke (horrendo nombre, digno de la parodia de Mel Brooks), el místico enmascarado Darth Vader ha sido reemplazado por el místico enmascarado Kylo Ren (¿para qué la máscara?), y el recto líder militar Tarkin ha sido reemplazado por el recto líder militar Hux. ¿Quiénes son todas estas personas? ¿De dónde salieron? ¿Por qué se ha vuelto a dar la misma trinidad de poder? ¿Cómo lograron construir una nueva Estrella de la Muerte, esta vez del tamaño de un planeta, sin que nadie los detuviera? La película hace un pésimo trabajo en justificar la continuidad de la lucha entre los Rebeldes y el Último Primer Orden. ¿Qué hay de Han, Chewie, Leia, los droides? Todos roban 5 minutos de cámara. Su papel es hacer acto de presencia, suavizar la transición generacional. De todos ellos Han es el único verdaderamente relevante a la trama, y posiblemente quien recibe el trato más injusto. Pero no nos engañemos: la intención de la película es volver a contar la misma historia sin animarse a llamarla un remake, relevando al elenco con actores jóvenes en papeles más o menos parecidos. De los tres, el más versátil es Isaac, uno de los grandes actores infravalorados de nuestros tiempos. Ridley como una chatarrera en un desierto inclemente resulta inverosímil. Es demasiado elegante, limpia, británica. El quid de su personaje es que es mejor que todos en todo – mejor superviviente que Finn, mejor luchadora que Kylo Ren, mejor co-piloto que Chewbacca, mejor mecánica que Han – lo cual la convierte en un personaje tan increíble como detestable. El manual de estilo dice que es de mal gusto criticar en primera persona. El lector quiere una verdad matemática, infalible ¿Cuál puede llegar a ser el veredicto objetivo sobre Star Wars: El despertar de la fuerza, que no ponga en juego mis propios sentimientos hacia la saga? Es entretenida, no es aburrida, tiene momentos de gracia, tiene momentos de dolor, y para una película tan espectacular hay un comedido balance entre los efectos prácticos y los efectos digitales, cosa maravillosa en una época en que la industria es tan adicta al CGI. Está condenada a reactivar una franquicia billonaria e inspirar mejores películas, y por ello sufre sus limitaciones. Pero no deja de ser una buena aventura. Como crítico, esta es una película satisfactoria. Como fan, me hallo inconsolable.
Lleno de ruido y furia Hay una regla que nadie escribió pero todos observan a la hora de llevar a William Shakespeare al cine, y es que el director es libre de inventar excursos poéticos y rellenar las elipsis narrativas – siempre y cuando se abstenga de escribir nuevo diálogo, porque no hay quien pueda mejorar las palabras del Bardo. Así es como Macbeth (2015), del australiano Justin Kurzel, arranca con cinco minutos de silencio mientras vemos cosas que no existen o no se muestran en el texto original: la muerte del hijo de Macbeth y la batalla en la que derrota al traidor Cawdor. La historia se ha contado y vuelto a contar por más de 400 años. Un noble guerrero se deja engatusar por profecías de grandeza e increpado por su esposa decide encargarse personalmente de que se cumplan, asesinando a su rey y coronándose a sí mismo. Mata para preservar la corona, y luego vuelve a matar; cree iluso que llegará el día en que deba dejar de matar para sostener la corona. Corroído por la culpa y la paranoia, termina cayendo víctima de las mismas profecías que en su arrogancia creía haber dominado. El cine ha visto docenas de adaptaciones de esta trama: la versión clásica de Orson Welles de 1948, la versión japonesa de Akira Kurosawa de 1957, la versión macabra de Roman Polanski de 1971, la versión moderna de Geoffrey Wright de 2006, por enumerar las más conocidas. ¿Qué trae de nuevo la versión de Kurzel? ¿Qué la destaca? Si algo distingue esta película de las demás – o de producciones teatrales, para el caso – es la cinematografía, la cual mama indiscriminadamente los mecanismos del cine de súper acción estilo La ciudad del pecado (2005) y los films de Zack Snyder y Guy Ritchie. En el caso de la batalla inicial, por ejemplo, la cámara acelera y desacelera, congelando la acción en momentos de poses espectaculares y esplendor sanguinario. La puesta en escena es de un naturalismo precioso y llama la atención la iluminación con la que se la ha plasmado, desde los haces de luz que pintan los interiores del castillo de Dunsinane hasta el rojo carmesí que tiñe el duelo final entre las sombras marionetescas de Macbeth y Macduff. La película se para en algún lado entre la narración clásica del relato y sus interpretaciones más oscuras. A la que más se parece es a la versión de Roman Polanski, comparación que no le hace ningún favor. Comparten el mismo final – contrario a la intención de William Shakespeare – al sugerir que la justicia no ha prevalecido sobre la maldad, sino que hemos asistido a una iteración más de un ciclo de usurpaciones trágicas. Donde difieren es que la versión de Polanski es irredimiblemente pesimista y mucho más cruenta, mientras que Kurzel ofrece una versión más melancólica y acaramelada, con un Macbeth que da lástima (de ahí el niño muerto, el cual justifica la insensibilidad del personaje y le enfrenta a la recta paternidad de Duncan, Banquo y Macduff – ¿ha muerto la honradez de Macbeth con su hijo?). Macbeth es humanizado, pero no se vuelve un personaje simpático. Michael Fassbender le interpreta con un patetismo enfermizo, al punto de que se da pena a sí mismo. Cuando dice sonriente “mi mente está llena de escorpiones” es como si se estuviera diagnosticando con una terrible enfermedad. Marion Cotillard interpreta a su esposa con un poco más de circunspección; su encarnación es más comedida de lo usual y menos interesante. ¿Qué motiva a estas personas? No queda claro. El resto del elenco es excelente: se destacan el buenazo de Paddy Considine como Banquo, David Thewlis como Duncan y Sean Harris como el colérico Macduff. Kurzel ha ensamblado una adaptación digna de “la obra escocesa”, pero mucho menos poderosa de lo que la suma de sus componentes sugiere. El intento de reinterpretar ciertos elementos de la trama – con amplias licencias de reescritura, imágenes y montaje – parece quedar dentro del reino de lo experimental, sin terminar de formar una idea definitiva sobre la historia que se está contando. No se siente lo que se dice una visión autoral o distintiva. ¿Se habrá inspirado Kurzel en las últimas líneas de la obra? Su película “es un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y furia, que no significa nada”.
El remake de sus ojos Cuando le preguntaron a Gus Van Sant por qué había hecho un [atroz] remake de Psicosis (Psycho, 1960), contestó: “Así nadie más haría uno”. Billy Ray probablemente tome prestadas sus palabras cuando tenga que justificar la existencia de su remake de El Secreto de sus Ojos (2009). En defensa de Ray – quien reescribe y redirige el taquillero opus de Juan José Campanella y Eduardo Sacheri – éste es el tipo de película que un estudio encarga, mandada a hacer por un comité al servicio de un mercado interno que sólo consume películas extranjeras agraciadas por el Oscar pero no se digna a leer subtítulos. Secretos de una obsesión (Secret in Their Eyes, 2015) no es una película, es un servicio público, como el canal de audio SAP. La trama: un investigador retirado decide retomar un antiguo caso de homicidio que quedó irresoluto hace años, tapado por capas de corrupción y burocracia mezquina. El núcleo de la acción es extrapolado de Buenos Aires 1974 – en vísperas de la dictadura militar – a Los Ángeles 2002, a la zaga del 9/11. Es interesante que, de entre la historia moderna de Estados Unidos, se rescate a la llamada “guerra contra el terror” en suelo norteamericano como un análogo versátil al terrorismo de estado argentino. Pero ahí queda la idea, no se hace nada con ella. La cinta se siente pequeña, menos épica que El Secreto de sus Ojos. Pasan 13 años entre el 2002 y el 2015, y apenas se nota el paso del tiempo, el cual debería ser uno de los componentes claves al elaborar esta historia sobre la exponenciación del remordimiento e impotencia. En la película original pasaba el doble de tiempo entre pasado y presente, y el cambio se notaba por el trabajo de época, la presencia y ausencia de ciertos personajes, la clara escisión social entre dictadura y democracia. En la nueva cinta poco y nada cambia con el paso del tiempo. Chiwetel Ejiofor y Nicole Kidman reemplazan a Ricardo Darín y Soledad Villamil como el investigador y la fiscal a cargo. Kidman es una buena decisión de casting: alta, avispada, elegante, elitista. Originalmente su contrapartida canchera/obrera iba a ser interpretada por Denzel Washington, fehaciente hombre del pueblo si el cine tiene uno, pero en su lugar quedó Ejioflor, quien no tiene ni la mitad de su carisma, y es tan simpático como blando. Se pone más énfasis en el romance que florece entre ellos, el cual se siente algo infantil, quizás por la forma en que se miran y se sonrojan en cada escena que comparten. En la cinta original Pablo Rago pierde a su mujer, quien es violada es asesinada; en la nueva, la víctima es la hija de Julia Roberts, quien además es colega de Ejiofor y Kidman. Cerrando el elenco está Dean Norris (de Breaking Bad) en el papel del compinche gracioso originado por Guillermo Francella. Su personaje es mucho menos importante, carece de la profundidad y el pathos de Francella, y termina desperdiciándose por completo. Es uno de los muchos elementos que la remake ha decidido conservar por una cuestión conciliatoria más que práctica. De estos hay varios. Otro ejemplo es el partido de fútbol – ahora de béisbol – que se limita a imitar la destreza técnica del plano secuencia original, pero no posee el mismo impacto. El problema fundamental de la adaptación, más allá de si he ha hecho por encargo o no, es que sus creadores han malinterpretado el éxito de la original. El rotundo éxito que tuvo El Secreto de sus Ojos no fue el de un thriller que entretiene porque pisa los peldaños correctos y concluye con un buen giro. Tenía algo para decir sobre la historia del país, una reflexión para hacer sobre un “Crimen y Castigo” autóctono. Secretos de una obsesión en cambio es un thriller más, descolgado del tiempo y el espacio – la traducción palabra a palabra de un texto cuyo significado ignora.
Abuelito dime tú Dónde perdió el rumbo M. Night Shyamalan, el otrora celebrado director y escritor de auspiciosas películas como Sexto sentido (The Sixth Sense, 1998) y El protegido (Unbreakable, 1999), es un punto de contención. Algunos dicen Señales (Signs, 2002), otros dicen La aldea (The Village, 2004). Sea cual sea el punto de inflexión, Los huéspedes (2015) es la película más potable de Shyamalan en años. Shyamalan une fuerzas con Blumhouse Productions – los progenitores de films de terror como Actividad Paranormal (Paranormal Activity, 2007), La noche del demonio (Insidious, 2010) y Sinister (2012) – para sacar su versión de lo que es una película de miedo de bajo presupuesto hecha en clave found footage. El resultado es una película tan ridícula como hilarante. Queda la duda cual era la intención del director, y si nos estamos riendo con él o de él. La historia tiene sabor a cuento de hadas: dos hermanos, Becca y Tyler (Olivia DeJonge y Ed Oxenbould), son enviados por su madre (amorosa pero ausente) a pasar una semana en casa de sus abuelos, a quienes jamás conocieron debido a un viejo altercado entre ellos y la madre. Becca, la mayor, está compenetrada en hacer un documental sobre su madre – de ahí el recurso de la cámara en mano – y desempolvar la críptica historia familiar. Tyler colabora con una segunda cámara, pero está más interesado en filmar sus raps e irritar a su hermana con su insolencia. La presencia de Tyler – vivaz, irreverente – es un alivio al lado de la de tantos chicos amargados por tener que vivir una película de miedo. Los ancianos (Deanna Dunagan y Peter McRobbie) los reciben en su granja, donde la nieve cubre todo cuanto llega a ver el ojo y no hay recepción telefónica (obviamente). En el interior se respira el imaginario americano de Norman Rockwell. La abuela hornea dulces y mima a los chicos, el abuelo corta leña y manda a los niños a la cama temprano. La regla de la casa es que hay que irse a dormir a las 9.30 – regla que rompen en la primera noche, cuando Becca sale del cuarto y encuentra a su abuela ambulando en camisón y vomitando por toda la casa. A la mañana siguiente el espanto de la noche es justificado. Los niños no están muy convencidos, pero lo dejan pasar, hasta que vuelven a encontrarse ante una escena bizarra de lunatismo. Se establece un patrón: los chicos se topan repentinamente con alguno de sus abuelos en plena actitud sospechosa, cada vez más extraordinaria, y por cada encuentro los ancianos retrucan con excusas mundanas. “Discúlpenlo, está senil”. “Discúlpenla, está confundida”. Mamá, que se comunica con sus chicos por Skype, se une al coro de voces que piden comprensión. “Discúlpenlos, son gente vieja”. ¿Dónde se traza la delgada línea geriátrica entre lo que es comportamiento normal y lo que es comportamiento demente, malsano, impío? Los chicos al principio intentan desestimar las excentricidades de los ancianos – las cuales se van poniendo más ominosas y agresivas – achacándolas a un mundo adulto que no comprenden. Todo esto suena como una buena premisa para un film de terror. El punto de vista está anclado firmemente en los niños, literal (la cámara) y figurativamente (la inocencia). Compartimos su repulsión por el extraño mundo de los ancianos, el cual recuerda a la misma repulsión que nutre El bebé de Rosemary (Rosemary’s Baby, 1968), de Roman Polanski. Hay un giro, como es típico de Shyamalan, pero no es el giro que estamos esperando ni se relaciona con la historia de la forma en que esperábamos. A todo esto, ¿por qué la película causa tan poco miedo? ¿Y por qué es tan graciosa? Esencialmente el film está construido como una película de miedo – se aísla a los personajes, se los separa y finalmente son oprimidos – pero tiene espíritu de comedia. Las escenas se construyen con suspenso, la tensión se eleva, el espectador queda vulnerable… y a la película le sale un chiste en vez de un susto. Los desvaríos de los ancianos son tan absurdos que causan gracia. Sus excusas matutinas – enunciadas con una mezcla de culpa y vergüenza – son todavía más absurdas. La rutina es tan caricaturesca que nos quedamos pegados queriendo saber dónde está el techo. Y los chicos, millennials que han crecido mamando la fétida ubre de la internet, no se dejan impresionar tan fácil. Empatan el comportamiento insólito de los viejos con tan buen humor (y una dosis de sapiencia pop, heredada de Wes Craven) que es imposible temer por ellos. La otra cuestión es que Becca está constantemente llamando la atención al proceso documental que está llevando a cabo, explicando la película a medida que la experimentamos (“Este lugar está repleto de tensión visual”, “Éste será el contrapunto dramático de la película”). Aquí Shyamalan toma ventaja de su desventaja, que es que escribe con la evidencia de un niño entusiasmado por su propia astucia. Finalmente cayó en la cuenta y decidió hacer una película sobre alguien parecido a él que hace una película, y le salió muy bien. No está muy seguro de si quiere inspirar miedo o risas, y le salió un híbrido que parece una parodia de sí mismo. Algo que todos podemos mirar con ternura y sumo entretenimiento.
Cosa de mandinga La Salamanca es un lugar sagrado en las leyendas del noroeste argentino. Puede ser una cueva, un claro en el monte, un riachuelo. Siete son los pasos que llevan a “La Salamanca”, una lista caprichosamente borgiana: besar un sapo, sacrificar a un ser querido, abjurar del cristianismo, tener sexo con una serpiente, etc. Aparentemente siguen un riguroso orden, pero no un significado rigurosamente literario. Otro de los pasos para hallar La Salamanca es “recorrer La Salamanca”. Olviden la paradoja ontológica por un segundo: ¿por qué alguien querría llegar a La Salamanca? Se dice que el Diablo (Zupay para algunos) mora en esta caverna móvil desprendida del tiempo y el espacio, y concede dones a cambio de almas. Muchas personas entrevistadas en la película conocen a alguien que conoce a alguien que conoce a alguien que… ya se hacen a la idea. 7 salamancas (2013) no busca verificar o desmentir nada, sino en representar fielmente un relato. Comienza con un resumen textual de la leyenda, y el resto es esencialmente un manual ilustrado de ese mismo resumen, a veces documentalmente, a veces con más poesía. La película se divide en 7 partes: aparece una consigna en pantalla (ej. “paso 4 – tener sexo con una serpiente”), hay una libre interpretación de la consigna y pasamos al siguiente paso. La cámara sigue los pasos de Manuel Echegaray, un anciano curtido que no recibe nombre ni caracterización ni motivación alguna para su viaje a través de los bosques y campos de Córdoba y Santiago del Estero. Es un Virgilio al azar. No “hace” técnicamente nada ni cumple con ninguno de los pasos para llegar a La Salamanca, aunque la sucesión de títulos parece indicar que hay algún tipo de narración en proceso. Sus secciones se alternan con breves pantallazos en los que aparece una figura enmascarada (¿Zupay?), haciendo pantomimas en la oscuridad. La película de Marcos Pastor está menos interesada en contar una historia, generar ideas nuevas o explorar algún tipo de problemática, y más preocupada por plasmar en fílmico una leyenda oral sin cimentos literarios. 7 salamancas posee valor social e histórico ya que enriquece la cultura argentina al tanto que honra la quechua y tantos otros pueblo autóctonos, pero por otra parte no posee un atisbo de conflicto en sus 66 minutos de duración y eso la vuelve soporífera.
Mr. Hanks goes to Berlin Puente de espías (Bridge of Spies, 2015) es un thriller político “con corazón”, una cruza entre el sentimentalismo patriótico de Frank Capra con el friolento mundo del espionaje de John le Carré. La película está dirigida por Steven Spielberg, quien canaliza muy bien el puritanismo americano de Capra. Sus última películas, Caballo de guerra (War Horse, 2011) y Lincoln (2012), son prácticamente ejercicios hechos en esa misma clave. El protagonista es Tom Hanks, digno heredero de la figura del “everyman” estadounidense inmortalizada por Henry Fonda y James Stewart; el guión fue escrito por Matt Charman y reescrito por los invaluables Joel y Ethan Coen. Hay Dream Team. “Basada en hechos reales”, la historia abre en Nueva York 1957, con el FBI siguiendo y arrestando a un tal Rudolf Abel (Mark Rylance), acusado de ser un espía comunista. La primera parte de la película se centra en su abogado, James Donovan (Hanks), quien muy a su pesar es asignado a defender a Abel. La segunda parte acompaña a Donovan rumbo a la Alemania Oriental, donde intenta negociar el intercambio de Abel por un piloto americano en cautiverio. La trama consiste, esencialmente, de una serie de reuniones en las que Donovan debe manipular a hombres más poderosos que él para obtener lo que quiere. De entrada le vemos litigando con un colega, utilizando la semántica para desarmar sus argumentos (un recurso muy Coen). Más tarde tiene un ingenioso diálogo en el que explaya su idealismo ante un cínico esbirro de la CIA, y viene a funcionar como el mantra de la película. El personaje de Hanks es inmediatamente simpático porque se encuentra solo en su misión; solo se enfrenta a su propia firma, a la Corte Suprema y a la CIA. Pronto se torna en una persona non grata a ojos de una sociedad que sólo quiere ver cómo cuelgan al espía que está defendiendo a pie de la letra; lo que empieza siendo una desagradable tarea burocrática se convierte en una cruzada por hacer valer su idealismo en la ley. Esta es la parte más sentimental de la película, la cual culmina con un dolido monólogo que seguramente pasarán en los próximos Academy Awards cuando nominen a Mark Rylance como Mejor Actor de Reparto. La segunda parte repunta al sacar a Donovan de su elemento (su país, su ley) y enfrentarlo a los capos estatales de la República Democrática Alemana. Se rompen las reglas de juego a las que Donovan está acostumbrado, y su cruzada se convierte en un absurdo kafkiano, repleto de burócratas elusivos y burocracia mezquina. Sentimos el esfuerzo del personaje al remar solo ante Rusia, Alemania y su propio gobierno. Aquí entran en juego los biliosos diálogos de los Coen, que de alguna forma han pasado toda su carrera enfrentando al hombre pequeño con el hombre detrás del escritorio, y sacando drama y comedia de ello. El final de la película es un problema. Es uno de esos finales que sigue de largo y se pierde varias oportunidades del desenlace perfecto, acoplando epílogo tras epílogo hasta que se vuelve intolerable. Lincoln hizo lo mismo. Muchas personas probablemente tomen a Puente de espías por “ese dramón que Steven Spielberg hace cuando no está dirigiendo una de aventuras”. La verdad es que es de lo mejor que Spielberg ha producido por el estilo, encontrando un preciado balance entre el drama histórico y el drama del héroe, y gozando del candor cómico de Tom Hanks y los hermanos Coen.
Grafiti Los Hongos (2014), de Oscar Ruiz Navia, trata sobre dos jóvenes colombianos, Ras (Jovan Alexis Marquinez) y Calvin (Calvin Buenaventura), y sus merodeos sin rumbo a través de la ciudad de Cali. La sinopsis informa que “en el camino, como dos hongos, contaminarán su entorno con una inmensa libertad”. Será que la película admite varias interpretaciones. Yo entendí el título como una referencia a la breve expectativa de vida de los hongos, que estallan tan rápido como proliferan. Como los hongos, el arte de Ras y Calvin aparece repentinamente en cualquier lado, lleno de vida y color, y prontamente se extingue. Se trata del grafiti. Los amigos son amateurs, aunque están en proceso de unirse a una comunidad de “soldados”, unidos contra un sistema político al que llaman Babilonia. Su siguiente objetivo es pintar un enorme mural debajo de un puente con la provocadora leyenda “Nunca volverán a silenciarnos”. Éste es el núcleo de la película. Filmada principalmente en la calle con cámara en mano y actores que donan sus nombres a sus personajes, Los Hongos nos remite a la escuela del neorrealismo. Sus personajes andan y en su andar forman una cartografía social de los espacios que recorren – clubes nocturnos, cuarteles pandilleros, baldíos chatarreros y en el fondo la campaña política de un tal Albarracín, que algo trama. En materia de personajes, tenemos unos cuantos: la madre de Ras, profundamente religiosa; la abuela de Calvin, una empedernida liberal; su padre, subrepticiamente vil; un arengador social apodado Zudaca y una hermosa chica llamada Dominique (Dominique Tonnelier), que sale pero no sale con Calvin. Es complicado. El elenco describe varias generaciones y estirpes de colombianos, pero los une un denominador común: los extremos a los que llegan para lidiar con la realidad social del país. Y en el medio, Ras y Calvin, que están buscando su eje. Puede que en un intento por descifrar el corazón de una compleja realidad, el director/guionista Ruiz Navia simplifique algunos lugares y generalice en otros. La comunidad de vándalos y la fauna callejera a veces no se siente muy auténtica, o mismo parece estar sirviendo una idea pintoresca de sí misma. Lo cierto es que Los Hongos llama la atención a un mundo emergente y cautivador, retratado con cariño y preocupación por sus personajes y la realidad que les toca vivir.
Yendo hacia Boston Si Pacto criminal (Black Mass, 2015) es parecida a Los infiltrados (The Departed, 2006) es porque ambas películas se basan en la vida del mismo gángster bostoniano, James “Whitey” Bulger, y su impía alianza con el FBI. El capo mafioso interpretado por Jack Nicholson en la película de Martin Scorsese estaba basado en Whitey Bulger, y ahora Pacto criminal viene a contar la “historia oficial” del personaje, esta vez encarnado por Johnny Depp. Las similitudes temáticas son inevitables, pero nada obligaba a Scott Cooper a imitar el estilo de Scorsese cuando decidió dirigir Pacto criminal. La película se parece mucho a Buenos Muchachos (Goodfellas, 1990): sigue el auge y la caída de un notorio criminal a lo largo de varios años, nos muestra la cruel camaradería que une a los brutos matones de la mafia, muchas escenas se construyen entorno al temperamento volátil y alevoso de los mafiosos, la narración es retrospectiva (los asociados de Bulger son interrogados en el presente) y el montaje ecléctico, pasando lista a los crímenes de Bulger con rapidez y desacelerando en los momentos íntimos. Cooper se queda corto al no pasar “Gimme Shelter” de los Rolling Stones; en vez pone “Slave”. Como galán protagónico Depp tiende a ser bastante anémico, pero es un excelente actor a la hora de componer caricaturas humanas, especializándose en personajes orgullosos que se toman demasiado en serio a sí mismos y no tratan a los demás con la misma deferencia. Ed Wood en Ed Wood (1994), Raoul Duke en Pánico y locura en Las Vegas Fear and Loathing in Las Vegas, 1998) y Jack Sparrow en Piratas del Caribe: La Maldición del Perla Negra (Pirates of the Caribbean: Curse of the Black Pearl, 2003) son buenos ejemplos. Whitey Bulger se suma fácilmente al zoológico de grotescos por motivos muy distintos: es aterrador. Raro para una película que no es de miedo y se ve encabezada por uno de los actores más populares de su tiempo, pero el personaje logra ser aterrador. Depp ha sido maquillado a punto de asemejarse al Guasón, pero una vez que sorteamos el shock inicial de su apariencia, Bulger es igual de perturbador, inquietando con la voz, la mirada, el rictus. Todo lo que dice y hace es comedido, pero apenas esconde la violencia que lleva dentro. Y a medida que la película avanza, ciertas tragedias van nutriendo lentamente su desprecio por la vida humana. Johnny Depp se va a llevar todos los galardones de esta película. Menos celebradas pero igual de excelentes son las actuaciones de los actores secundarios, muchos de ellos inmediatamente reconocibles como típicos actores de reparto pero que no gozan gran renombre: W. Earl Brown, Rory Cochrane y Jesse Plemons y Peter Sarsgaard como los versátiles secuaces de Bulger; Joel Edgerton, David Harbour, Kevin Bacon y Corey Stoll del lado del FBI. El único que no sale bien parado es Benedict Cumberbatch como el hermano menor de Bulger: además de no congeniar, su rol es bastante superfluo e indicador de que la película originalmente duraba tres horas antes de ser resumida en dos. Se extraña el 30% faltante de la película, que probablemente justificaba todas las tramas y los personajes que quedan misteriosamente colgando en la versión recortada. Pacto criminal sería genial si no nos recordara tanto a otras películas similares y mejores; sería genial si fuera la película que el director filmó y no la que recortó. En vez de una genial película ha logrado una muy buena película, y en el proceso le ha sacado una genial interpretación a Johnny Depp.