Regreso al futuro Tomorrowland (2015) tiene una visión algo impopular acerca del futuro: puede que no sea tan malo. Se nos enseña que la humanidad y la Tierra están condenados a matarse mutuamente, si la humanidad no se suicida primero, pero puede que el mundo no esté destinado a convertirse en la distopía que todos hemos aprendido a amar. Nos hemos acostumbrado tanto a la idea de que vamos a terminar como Mad Max: Furia en el camino (Mad Max: Fury Road, 2015) que ya no nos preocupa tanto el apocalipsis como el post-apocalipsis. El film abre en la Feria Mundial de 1964. Un joven prodigio llamado Frank intenta impresionar a un comité con el prototipo de una mochila propulsora o jet pack. Capta la atención de una avispada niñita llamada Atenea (Raffey Cassidy), quien le guía a la titular Tomorrowland, “la tierra del mañana” (ubicada paradójicamente no en el futuro sino en otra dimensión). Se trata de una rutilante ciudadela que vive y respira el recalcitrante optimismo americano al estilo Norman Rockwell, habiendo cumplido con todas las maravillas retro-futurísticas que profetizaban los Supersónicos por aquel entonces, cuando todavía se creía que la tecnología del futuro resolvería todos los problemas de la humanidad en vez de vehiculizarlos más rápidamente. Ya en el maravilloso 2015, Atenea recluta a un segundo prodigio, una joven hacker llamada Casey (Britt Robertson) y unen fuerzas con el adulto, amargo Frank ([George Clooney) para encontrar una nueva ruta hacia Tomorrowland, la cual ha caído en desgracia y cuyo destino se haya ligado al de la Tierra de una forma confusa. No importa. Tomorrowland debe ser salvada, como la Tierra de Nunca Jamás, Oz, Narnia, Fantasía, Terabithia, Hogwarts, Campamento Mestizo y Ooo antes de ella. Nunca basta con emancipar al Joven Elegido de la restrictiva patria potestad, dejar detrás una mediocre realidad terrenal y llevarlo a vivir al mundo con el que siempre soñó. Siempre hay que redimirlo de una u otra forma. Tomorrowland pues se convierte en una historia de aventuras con motivo de ciencia ficción y encabezada principalmente por las dos jóvenes actrices, Cassidy y Robertson (Clooney no entra en juego hasta la segunda mitad de la cinta). Las secuencias de acción son raudas y divertidas, la mejor siendo un asedio que nuestros héroes combaten con ingeniosos chiches tecnológicos, aunque ninguna se hace cargo de cómo logra Casey sobrevivir cualquiera de las cuarenta concusiones que deberían dejarla muerta o comatosa. Sobre los diálogos, la mayoría son cháchara expositiva dicha a las apuradas entre una persecución y la siguiente. El malo principal (Hugh Laurie) queda a cargo del único monólogo interesante, hasta problemático, pero por gajes del género los buenos responden con piñas, no diálogo. La posición de la película es problemática por sí sola. Tomorrowland cita a muchos escritores futuristas con un recalcado pesimismo hacia el futuro – Huxley, Bradbury, Orwell – pero en ningún momento menciona a Ayn Rand, sobre cuyas polémicas ideas se ha calcado el guión de Brad Bird y Damon Lindelof. ¿Qué es Tomorrowland sino un reducto aislado del resto del mundo, reservado para unos selectos “soñadores” que celebran el hedonismo personal (ej. el jet pack) por encima del bien social? La relación desproporcionada entre Tomorrowland y la Tierra se toca apenas superficialmente, y abre un montón de preguntas que ni se responden. La película celebra la imaginación y el poder de la esperanza, lo cual es fantástico, pero la dirección en la que los encauza merece al menos un cuestionamiento más profundo del que el guión está dispuesto a hacer. A todo esto, Tomorrowland toma su título de una de las atracciones de Disney World, lo cual explica por qué gran parte de su contenido consiste en tours y paseos alegóricos de una u otra índole. También explica la propaganda que se le hace a Disney, cuyo parque de atracciones literalmente esconde un portal hacia un mundo fantástico. También explica toda la propaganda que se le hace a Star Wars (música, sonidos, muñecos, etc.). Tomorrowland es el tipo de película que critica al corporativismo vil e imagina una utopía depurada de multinacionales, pero cuando sus héroes quedan sedientos luego de romper el continuo espacio-tiempo, les da de tomar Coca-Cola. Quizás tiene a Damon Lindelof que agradecer por ello, quien hizo el comercial más caro en la historia de Pepsi al escribir Guerra Mundial Z (World War Z, 2013).
Corre Liam Corre Una noche para sobrevivir (Run All Night, 2015) es la tercera colaboración entre Liam Neeson y el realizador español Jaume Collet-Serra luego de Desconocido (Unknown, 2011) y NON-STOP Sin escalas (Non-Stop, 2014). No sólo es la superior de las tres películas, sino que es un excelente thriller de acción por mérito propio. Si bien la película toca todos los clichés que van con el género (incluyendo la presencia invencible de Neeson), la trama se propulsa por personajes fuertemente motivados que guían la trama a través de sus acciones, y no al revés. Suena como algo obvio, pero comparen el guión (de Brian Ingelsby) a cualquiera de los de Búsqueda implacable (Taken), por ejemplo. La hija o esposa del personaje de Neeson es abducida, y Neeson la busca implacablemente. El riesgo será alto, pero el conflicto es bastante chato: un súper agente debe hacer cosas de súper agente. No hay dilema ni pathos: el protagonista sencillamente elige entre hacer lo que es correcto y lo que es fácil. En Una noche para sobrevivir, Neeson hace de Jimmy Conlon, un asesino a sueldo carcomido por el alcohol y el remordimiento que vive de la caridad del capo de la mafia irlandesa Shawn Maguire (Ed Harris, de la mirada gélida), su antiguo empleador y antiquísimo amigo. Son los únicos gángsters que quedan de su camada, y comparten algunas escenas muy buenas teñidas de cariño y melancolía. Cada uno tiene un hijo: Conlon tiene o tenía a Mike (Joel Kinnaman), quien se ha distanciado de su padre, asqueado por su vida criminal; Maguire tiene a Danny (Boyd Holbrook), un canijo insolente que pretende seguir los pasos del padre. Ocurre que Mike y Danny se cruzan en la noche equivocada, y Jimmy se ve obligado a matar al hijo de su amigo para salvar la vida del suyo, esencialmente eligiendo simultáneamente entre dos bienes irreconciliables (su lealtad hacia ambas familias) y el menor de dos males (o condena la vida de su hijo y no mata a Danny, o mata a Danny y condena su propia vida). Es el tipo de punto de giro perfecto con el que abrir el segundo acto y sobre el cual construir el resto de la película. La próxima vez que Neeson y Harris se reúnen, lo hacen con triste diplomacia. Preferirían continuar siendo amigos, pero cada uno tiene la excusa perfecta para matar al otro, y no tienen más que aceptar los roles que les han tocado interpretar por cuestiones de principios. El resto de la película es una maratón nocturna en la que padre e hijo deben evadir policías corruptos, soldados mafiosos y un asesino a sueldo en particular (Common) que parece estar hecho de la misma fibra que Neeson. La acción es altamente satisfactoria, cada secuencia mezcla un estilo y un contexto distintos (una persecución de autos en Broadway, un mano a mano en el subterráneo, un asedio policial en un edificio, un tiroteo en un bar, un duelo en un bosque, etc.), de manera que la película jamás aburre a pesar de tener material para hora y media y durar casi 2. Por otro lado, gran parte de la película está dedicada a establecer y desarrollar personajes, lo cual justifica la media hora extra. Una noche para sobrevivir marca un ideal dentro del thriller de acción: una película en la que la historia y la acción se desprenden desde los personajes y crecen a partir de ellos.
Vuelven los sábados de súper acción A esta altura las películas de superhéroes de Marvel – Iron Man, Capitán América, Thor, etc. – han formado la serie de televisión más grande y costosa jamás consagrada en la pantalla grande. Habiendo producido 10 películas (secuelas, spin-offs, remakes) en los últimos 6 años, y con otros 10 estrenos ya programados de acá al 2019, uno se pregunta qué impacto podría tener Avengers: Era de Ultrón (Avengers: Age of Ultron, 2015) en el colosal esquema narrativo de Marvel. Si hemos de aceptar el fenómeno como una serie de TV, hemos de aceptar que su principal función es mantener el status quo, y que “Avengers 2” se parece más a un final de temporada que a una película “con forma de sí misma”. Recapitulando a partir del final secreto de Capitán América y el soldado del invierno (Captain America: The Winter Soldier, 2014), los Vengadores atacan la base de operaciones de un barón nazi (con monóculo incluido) en uno de esos países balcánicos inventados llamado “Sokovia”. Si no sienten una mezcla de gracia y ternura por la infantilidad de esta propuesta, no desperdicien un segundo más en la sala, porque éste es el cénit intelectual de la película, la cual pasa por la africana “Wakanda” (al sur de Zamunda, seguro) y termina en una ciudad flotante. Los Vengadores son Iron Man (Robert Downey Jr.), el Capitán América (Chris Evans), Thor (Chris Hemsworth), Bruce “Hulk” Banner (Mark Ruffalo, y los plebeyos agentes Black Widow (Scarlett Johansson) y Hawkeye (Jeremy Renner). Lucharon contra alienígenas en The Avengers: Los vengadores (The Avengers, 2012), y ahora luchan contra robots, los cuales están liderados por el epónimo Ultrón. Creado por Tony Stark para el bien, el androide se pasa del lado del mal, engendra un ejército robótico y se alía con otros dos recién llegados, los gemelos Pietro (Aaron Taylor-Johnson) y Wanda Maximoff (Elizabeth Olsen). Pietro tiene el poder de la velocidad sónica, Wanda tiene el poder de la conveniencia (lee mentes, crea alucinaciones, mueve cosas con la mirada, etc.). Ultrón tiene potencial como villano gracias la voz de James Spader, quien cede su melifluo barítono al androide y hace de él un personaje carismático y algo tenebroso (se lo introduce como una marioneta renga). Potencial que termina perdiéndose dadas sus aburridas diatribas acerca de las limitaciones del ser humano y la inevitabilidad de su extinción. No hay carácter o personaje debajo de estas reflexiones, sino una villanía elemental al nivel de Skeletor. Además el personaje tiende a perder su temible compostura con (inexplicables) gestos y exabruptos de esta índole: IRON MAN: ¡No puedes crear mediante la destrucción! ULTRÓN: Claramente nunca hiciste un omelette. En Avengers: Era de Ultrón, todos se creen graciosos. Todos hablan como secretarias irritadas. Todos se quejan de lo que les toca hacer. Todos están capacitados para detener el fragor de la batalla con alguna observación astuta. Iron Man, otrora la excepción en el género, se ha convertido en la regla con la que Marvel mide y recorta su panteón de superhéroes: todos se balancean entre el sarcasmo y el capricho. No quita que muchos de los chistes se ejecuten exitosamente, pero reduce a los personajes a una única e intercambiable personalidad. Más allá de las remodelaciones superficiales, la trama sigue siendo más o menos la misma, y requiere que los Vengadores aprendan a confiar entre sí (de nuevo) y trabajar en equipo (de nuevo). En este aspecto, Avengers: Era de Ultrón es igual de débil y fuerte que su predecesora. Por otra parte, las secuencias de acción son abundantes y muy divertidas, y el combate es un poco más variado ahora que los Vengadores utilizan sus ataques en conjunción, y la acción no se guarda para la media hora final como en The Avengers: Los vengadores, sino que está esparcida equitativamente a lo largo. Lo que los fans quieren saber es qué tan buena es la película en relación al extenso catálogo de Marvel. La respuesta es que en muchos aspectos es mejor que The Avengers: Los vengadores, aunque la historia parece más relleno que otra cosa, diseñada específicamente para contener el aire hasta la próxima película, con personajes que evolucionan poco y nada y un villano de turno que no termina de convencer. El foco de Marvel siempre está en el sex appeal de sus superhéroes; los villanos no son personajes sino poco más que obstáculos en su camino. Y así concluye el nuevo episodio de los Vengadores de Marvel, sin cortes comerciales y con una valiosa lección sobre el poder de la amistad para que los chicos se lleven a casa (eso o la imagen de Iron Man martillando la quijada de Hulk con su puño neumático, lo cual es el momento más cool de la película, salvando el letal combo escudo-martillo del Capitán América y Thor). Regresen el año que viene para ver la tercera parte de la serie del Capitán América, y el año siguiente para ver la tercera parte de la serie de Thor, y en tres años para ver la primera mitad de las dos mitades del “final”, el cual lanzará su segunda mitad dentro de cuatro años.
Juguemos en el bosque Érase una vez en la que falsear material de archivo para contar una historia de miedo todavía era una idea original. Pocas películas han catapultado modas como El proyecto Blair Witch (The Blair Witch Project, 1999), de los realizadores Daniel Myrick y Eduardo Sánchez. No sólo cambiaron la forma en que se hacen las películas de terror, sino que supieron jugar con un tipo de miedo instintivo que se activa cuando nos enfrentamos a lo desconocido. El golazo de “Blair Witch” era la fundamental imprecisión entorno a la maldad cósmica que operaba en las profundidades de los bosques de Blair. Al comienzo de la película, los protagonistas – tres lozanos documentalistas – entrevistan a los pueblerinos, los cuales hablan de asesinos seriales, espíritus de brujas, sacrificios humanos, la Guerra Civil, etc. Una vez que los jóvenes se pierden, la naturaleza comienza a torturarles de una manera pasivo-agresiva que excede cualquier intento de raciocinio y no delata origen o intención alguna, lo cual los enloquece. El miedo en “Blair Witch” es el miedo a la incomprensión, y el efecto se pierde ni bien establecemos un villano con nombre, rostro, psicología y una debilidad palpable. Como uno de los creadores de “Blair Witch”, Eduardo Sánchez debería saber todo esto de memoria. Y sin embargo ha dirigido Terror en el bosque (Exists, 2014). Hay un motivo por el cual Pie Grande no mete miedo: no solo es un tipo en un traje de mono, sino que su referente de la realidad es otro tipo en un traje de mono. El legendario homínido es el malo de la película, y da caza a cinco jóvenes que ni Darwin podría haber elegido mejor para purgar al genoma humano de estupidez. ¿Qué hacen los jóvenes en el bosque? Les dio la gana. ¿Por qué vemos la acción a través de cámaras? Uno de los personajes sueña con hacer un video para YouTube (¿y el gato?), así que ha forrado el bosque con camaritas GoPro, las cuales tiñen la escena de verde cuando se hace de noche, tipo [Rec] (2007), y entre las que alternamos a lo Actividad Paranormal (Paranormal Activity, 2007). Raro ver al artista imitar, sin éxito, a quienes le han imitado exitosamente. El problema con estos procedimientos es que son puramente cosméticos, y no hay ningún buen motivo por el cual la película no podría haberse hecho a la antigua (el director confirma esto en entrevistas). Vemos la película y la sensación que transmite es la de un producto severamente masticado por posproducción: la banda sonora es extra-diegética y alterna entre el pop rock para las escenas de parranda y composiciones que imitan la elegante melancolía de Hans Zimmer para las escenas oscuras. Y dado que hay docenas de cámaras filmando en todos lados a todo momento, la película corta de una a otra libremente, dramatizando lo obvio mediante el montaje. La estética del “material de archivo falso” pierde su gracia cuando la película se edita como cualquier otra. ¿Dónde queda la emergencia, la crudeza, la brutalidad? Pie Grande roba cámara a cuatro manos, de manera que los vemos en toda su trucha gloria hasta el hartazgo. Es curioso, porque una criatura tan famosamente elusiva sería el sujeto ideal para protagonizar una película “accidental”, hecha sin pulso o plan. Con Terror en el bosque, Eduardo Sánchez parece estar luchando contra todas las buenas ideas que tuvo en El proyecto Blair Witch.
B de Berreta Vean La parte ausente (2014) como un ejemplo de Serie B. No como un homenaje o una parodia o algún otro procedimiento reflexivo sobre la forma, sino como un ejemplo de género en estado puro. La película tira detectives privados, femme fatales, científicos locos, experimentos genéticos, mutantes vampíricos y elementos mitológicos sin temblarle el pulso una sola vez. No hay humor. No hay ironía. No hay inteligencia. Todo va en serio. Si eso les suena divertido y pueden mantener la cara de póker durante 80 minutos, Galel Maidana ha dirigido la película para ustedes. La trama, o lo más parecido a una, nos sitúa en una Buenos Aires post-apocalíptica. Un prólogo escrito nos pone al tanto sobre el mercado negro de la genética y los experimentos que se están conduciendo o algo por el estilo. No nos importa y a la película tampoco. Tenemos a nuestro héroe, un detective llamado Chockler (Alberto Ajaka). Tenemos a nuestra femme fatale, Lucrecia (Celeste Cid), que llega con la misión de encontrar a un misterioso fugitivo llamado Victor (Guillermo Pfening). Pronto Chockler está recorriendo antros y callejones, lidiando con putas, destapando conspiraciones y esas cosas que les pasan a los detectives en las películas. Inútil descifrar la historia. Las escenas empiezan sin ninguna orientación y terminan sin lograr nada excepto haber durado. Ninguno de los personajes posee una motivación clara. Tampoco hay continuidad en sus acciones. Un personaje escapa exitosamente de sus perseguidores y a la siguiente escena es su prisionero. Otro personaje muere hasta que reaparece sin ninguna explicación. De repente secuestran la esposa de un personaje cuyo matrimonio jamás se estableció y por lo tanto no importa. En una película que mezcla ciencia ficción y mitología hay todo el espacio del mundo para torcer las reglas de juego. El problema es que esas reglas nunca se establecen. No sabemos nada de la sociedad que enmarca el relato, ni de lo que son capaces o no los engendros genéticos, y ni hablar de la niñita que narra el comienzo y el final de la película. ¿Dónde estuvo el resto de la cinta? ¿Quién era, qué quería y qué logró? El bajo presupuesto de la película es palpable en cada fotograma de la cinta, pero al menos hay cierta unidad estética en su presentación de un dilapidado mundo nocturno con una impronta ochentosa y un resabio punk. Lo que lo mata, si pueden creerlo, es la banda sonora. La película ha sido sonorizada casi en su totalidad con unos jadeos y resuellos molestos, usualmente provenientes de Chockler, que parece haber corrido una maratón antes de empezar cada escena. Lo raro es que si miran bien sus labios ni siquiera parece que vienen de él. Se han doblado y mal. Ídem con los rugidos que permean todas las escenas en las que alguien no está jadeando. Guillermo Pfening probablemente tiene más rugidos que líneas de diálogo, y no hay uno solo convincente. El actor que mejor sale parado de la película es Luis Ziembrowski, que hace del amargo confidente de Chockler. Celeste Cid no está nada mal tampoco, aún si lo único que le toca hacer es verse sexy y vulnerable. No hay nada realmente debajo. Igual que La parte ausente. Mucho estilo y movimiento en la superficie, pocas señales de vida inteligente en el fondo.
Qué ojos tan grandes tienes Algunas películas producidas en el reino de los “hechos reales” se basan en personas. Algunas otras se basan en lo que estas personas hicieron. Y algunas otras se basan exclusivamente en qué fue lo que les pasó, como es el caso de Walter y Margaret Keane, el infeliz matrimonio que protagoniza Big Eyes (2014), la nueva película de Tim Burton. El título alude al rasgo distintivo de las pinturas Keane: niños dotados de enormes ojos y su efecto repelentemente kitsch. Walter y Margaret reciben su lugar en la historia – o al menos en Wikipedia – porque durante diez años (1955-1965) Margaret pintó cuadros (de cuestionable mérito artístico) y Walter, además de venderlos y convertirlos en una sensación pop digna del comentario de Andy Warhol, se acreditó como el artista responsable. Por qué Margaret permitió que esto ocurriera es un misterio, en parte explicado por la recalcitrante misoginia que imperaba en los ‘50s y a la cual adscribían hombres y mujeres por igual, en parte debido al débil carácter de Margaret, cuya versión fílmica es detestablemente pasiva así como Walter es detestablemente agresivo. Walter y Margaret no son, sorpresa, interpretados por Johnny Depp y Helena Bonham Carter, sino por Christoph Waltz y Amy Adams. En muchos sentidos Big Eyes rompe con el patrón según el cual Tim Burton ha estado calcando sus películas durante la última década, y nos remite al colorido mundo suburbano de El Gran Pez (Big Fish, 2003) y aunque sea temáticamente a la biopic estilo Ed Wood (1994). No es, de ninguna forma, tan buena como esas películas, pero ciertamente es de lo mejor que ha producido en los últimos tiempos. Dado que la película se construye entorno a un extraordinario caso de fraude, debe terminar más o menos predeciblemente con un juicio, el cual para variar resulta divertidísimo y Waltz – defendiéndose a sí mismo – se roba la escena haciendo payasadas dignas del personaje de Leonardo DiCaprio en Atrápame si puedes (Catch Me If You Can, 2002). En cierto sentido éste representa tanto el punto fuerte como el punto débil de la película: son los actores y no los personajes que interpretan quienes acaparan la atención. La película no tiene nada particularmente profundo para decir sobre Walter y Margaret, quienes son por sí solos personajes bastante maniqueos, como salidos de una fábula burtoniana. Margaret es una intachable romántica que se deja obnubilar por los frívolos relatos parisinos de Walter, cuya sonrisa escuálida y grotesca obsecuencia (Waltz haciendo lo que sabe hacer mejor) hacen poco por esconder el monstruo que lleva dentro. Hay algo casi titiritesco en la forma en que se establece el primer acto, de manera que el resto de la película confirma todo lo que inferimos sobre Walter y Margaret de entrada. El resto del elenco está compuesto por personajes típicos en biopics sobre artistas pioneros: el mecenas que accidentalmente descubrió al artista, el pomposo dueño de galería que rechazó al artista, el crítico conservador que opuso la popularidad del artista, etc. Waltz recibe más cámara y oportunidades para brillar que Adams, e irónicamente le termina robando la película (el juicio del final nomás vale el precio de admisión), aunque los dos están muy bien como las mitades de una pareja fraguada en el infierno suburbano. A fin de cuentas, Big Eyes logra ser interesante a raíz del equivalente a una nota al pie de página en la historia del arte, y mantenerse así de interesante gracias a la competente dirección de Tim Burton y la teatralidad de sus protagonistas. En cierto sentido es la película que Margaret Keane se merece: ni audaz ni profunda, dominada por la figura de su marido, y dentro de todo una experiencia sumamente complaciente con el público.
Deja ir a la chica De la “Escuela de Cine Luc Besson para Franceses Cinéfilos” llega The Gunman: El objetivo (The Gunman, 2015), otra historia sobre un curtido vaquero americano suelto en Europa, con Sean Penn en el papel típicamente reservado para ciudadanos de la tercera edad como Liam Neeson o Kevin Costner. Hay un poco de cotillón político acerca de la explotación del Congo, sin duda insertado para complacer a Penn (quien recibe crédito como productor y guionista), pero resulta irrelevante a la trama, la cual podría ser resumida – para bien o mal – como “Identidad desconocida (The Bourne Identity, 2002) mezclado con Búsqueda implacable (Taken, 2008)”. La progenie de Luc Besson consiste de Pierre Morel, Olivier Megaton y Louis Leterrier, tres mosqueteros que han compartido la dirección de las películas de Búsqueda implacable y El transportador (The Transporter) y son igual de competentes a la hora de manufacturar películas de acción marca Besson. Morel (director de Búsqueda implacable) es el conductor designado en este caso, y su punto de partida es la novela homónima del Robert Ludlum francés Jean-Patrick Manchette. El vaquero de turno es Jim Terrier (Sean Penn), un mercenario en la República Democrática del Congo cuya relativa paz se ve interrumpida cuando su colega Felix (Javier Bardem) le ordena asesinar al Ministro de Minería. Al hacerlo, Terrier se ve obligado a exiliarse del continente, dejando detrás y sin explicación a la mujer que ama (Jasmine Trinca) a la merced de su rival sentimental – ni más ni menos que el mismo Felix. Años más tarde, Terrier se encuentra de nuevo en el Congo, de nuevo viviendo en relativa paz, y de nuevo el objeto de una cacería humana. Luego de sobrevivir un intento de asesinato, nuestro héroe entra en modo Jason Bourne y viaja a Inglaterra y España, donde se pone en contacto con viejos compañeros de guerra (Mark Rylance, Ray Winstone y el propio Bardem) y comienza a desenhebrar una trama de corrupción y encubrimiento. Idris Elba tiene un pequeño y desagradecido papel como un agente de Interpol a cargo de pedirle por favor a Penn que coopere. Penn, improbable héroe de acción, está bastante bien en el papel y brinda dimensión a su personaje. A Trinca le toca hacer de damisela en apuros y entorpecer la acción con gritos, sollozos y una escena muy, muy estúpida en la que frena un intento de escape por puro capricho. La película se reserva el derecho a la verosimilitud durante la primera mitad, y el derecho a la acción para la segunda mitad, que si bien es bastante implausible al menos no es del todo descerebrada. Al depender más en las armas de fuego que en el combate cuerpo a cuerpo, el montaje es prolijo y no hay necesidad de engañar a nadie revoleando la cámara cada vez que alguien lanza una piña. Y nuestro héroe tiende a favorecer las soluciones creativas antes que el enfrentamiento directo, usualmente venciendo con algún tipo engaño de por medio. Lo que sí no salva nadie es el duelo final, el cual termina con una de las muertes más exageradas desde que Ricardo Montalban fue arrollado por un colectivo, una aplanadora y una banda musical en pleno desfile al final de La pistola desnuda (The Naked Gun: From the Files of Police Squad!, 1988).
Lindo lime Vicio Propio (Inherent Vice, 2014) es una fascinante película bellamente compuesta por Paul Thomas Anderson, un director a quien vale la pena seguir porque su trabajo cuando menos es siempre interesante. Es de lo mejor que ha producido Estados Unidos a nivel autoral en los últimos años, a la par de Christopher Nolan y David Fincher. Pero su nueva obra sufre el mismo problema que su última película, The Master (2012): presenta un mundo atractivo y enigmático, pero no se juega por consolidar una idea clara entorno a nada. La trama – adaptada de la novela homónima de Thomas Pynchon y ambientada a principios de los ‘70s – podría describirse como “film noir existencial”. Hay un detective de medio pelo (Joaquin Phoenix) y una fogosa damisela en apuros (Katherine Waterston), la cual desaparece al día siguiente de pedirle ayuda, como suelen hacer las damiselas. A grandes pinceladas, la película trata sobre los intentos del detective de encontrar a la chica. Pero Vicio Propio está hecha de grandes pinceladas, y al cabo de 2 horas y media la película se siente más un collage de ideas generales que una tesis con una dirección en particular. De alguna manera ésta es la versión seria de El gran Lebowski (The Big Lebowski, 1998) de los hermanos Coen, la cual a su vez se inspira en El largo adiós (The Long Goodbye, 1973) de Robert Altman, basada en el relato homónimo de Raymond Chandler. Nuestro detective se la pasa merodeando por Los Ángeles, catando drogas y relacionándose con el elemento marginal de la sociedad. Su trayectoria tiene la consistencia de una pelota de pinball: rebota de una escena a otra sin motivo o conexión aparentes. En el camino se asocia con un zoológico de personajes cuyo rasgo distintivo es la ridícula conjunción entre su nombre, su profesión y su trastorno obsesivo-compulsivo: Pie Grande Bjornsen (Josh Brolin), policía con una curiosa fijación oral; Sauncho Smilax (Benicio Del Toro), abogado marítimo marca Gonzo; Coy Harlingen (Owen Wilson), saxofonista e informante policial; Rudy Blatnoyd (Martin Short), dentista narcotraficante; etc. Todo muy pintoresco en un nivel superficial. La película se la pasa introduciendo personajes hasta el final, pero nunca logra nada interesante con ellos. Altman reflexiona sobre el arcaísmo de los valores de antaño, los Coen ironizan con cariño. Nunca queda claro a qué apunta Anderson. Quizás quiere retratar el revés social que ocurrió a principios de los ‘70s, así como su anterior Boogie Nights: Noches de placer (1997) retrata el final de la era. Y su idea es presentar un mundo absurdo, lleno de inquietud y remordimiento existencial. Lo logra hasta cierto punto. El humor y el drama coexisten incómodamente, y hay una sensación de “pretensión” que le película jamás termina de conciliar con lo que tiene para mostrarnos. Paul Thomas Anderson nos demuestra nuevamente que es uno de los directores modernos más interesantes que ha sacado Hollywood en limpio, pero Vicio Propio parece más una tormenta de ideas que una película con una propuesta concreta. Deja la sensación de que podría haber sido algo magnífico en vez de meramente llamativo.
La danza de Jodorowsky Tomó tan solo 23 años, pero finalmente ha sucedido: Alejandro Jodorowsky ha vuelto a filmar. No la anhelada secuela de su “western ácido” El topo (1970) sino algo más en la línea de Santa sangre (1989), épica carnavalesca narrada desde la mirada de un niño. La Danza de la Realidad (2013) ofrece una revisión surrealista de la niñez del autor, y funciona como una suerte de autobiografía. Posiblemente se trate también de un adiós. Así se siente. Podría decirse que ésta es la Amarcord (1973) de Jodorowsky: como Federico Fellini, crece en un pequeño pueblo en los 30s en una nación enferma de golpismo militar; como Fellini, elige narrar su semi-autobiografía a razón de viñetas cómicas y melancólicas, mezclando el sueño y la memoria, luciendo personajes grotescos y estrafalarios. Las comparaciones son obvias, pero no desmerecen el poder de la película. Jodorowsky sigue “jugando a filmar”, pero su nueva película rezuma una franqueza otrora ajena a sus viejas obras. Por primera vez logra abrirse al espectador sin dejar que lo bizarro opaque el contenido. Al menos éste es el caso durante la primera mitad de la película, que sigue los pasos del joven Jodorowsky (interpretado por Jeremias Herskovitz) en su pueblo nativo, la chilena Tocopilla. Sus padres son Jaime (interpretado por Brontis Jodorowsky, hijo de Alejandro) y Sara (la voluptuosa soprano Pamela Flores, quien canta todas sus líneas de diálogo). El resto del elenco es la típica banda de freaks de Jodorowsky: enanos, vagabundos, lisiados, circenses, cultistas, militares, alguna que otra figura mesiánica y el propio director, que hace de narrador. Los padres: Don Jaime es un tirano que idolatra a Stalin (de hecho se parece bastante a él) y vive intentando “rectificar” a su afeminado hijo con retos demenciales, como sobrevivir una visita al dentista sin anestesia o soportar las cosquillas de una pluma sin hacer ruido. Doña Sara directamente aborrece a su hijo, producto de una violación (de su propio esposo). La familia, inmigrantes judío-polacos, de por sí debe contender con la xenofobia y el antisemitismo del pueblo. La segunda mitad de la película pierde inercia (y probablemente el interés del público) al concentrarse casi exclusivamente en las andanzas del padre, quien abandona a su familia para asesinar al dictador Carlos Ibáñez del Campo – misión entorpecida por algún que otro súbito giro que no termina de entenderse. La película entonces se convierte en una odisea de sanación espiritual para el padre, mientras su esposa e hijo aguardan en casa. Así como el giro focal es inesperado, la película – ya de por sí una maraña de episodios surrealistas de inestable pregnancia – lo sufre, y el recorrido del padre no termina de cerrar sentido. Más allá de las pequeñas inconsistencias que pinchan la película en ciertos sitios – lo cual incluye una cuota de filosofía “psicomágica” – La Danza de la Realidad es una de esas bellas experiencias que resultan imposibles concebirse fuera del cine, porque su encanto se halla en la procesión de sus fantásticas imágenes y cómo se experimenta el tiempo a través de ellas. No resulta ni tan alocada ni tan visceral como sus antiguas películas, pero la pasión del director arde intacta y La Danza de la Realidad resulta la plataforma ideal para compartirla.
Érase una vez en Polvareda Cuatro hombres de traje y gafas se bajan de un auto en medio del campo. Un quinto hombre se desangra en el asiento trasero. Vienen de robar un banco. ¿Ya les suena a Perros de la calle (Reservoir Dogs, 1992)? En realidad los criminales de Polvareda (2013) recuerdan a los yakuza de Takeshi Kitano: afables, serenos, con tiempo para gastar. Ni bien se bajan del auto le pegan un tiro a una vaca y arman un asadito. Y la película lo trata como algo eminentemente cool, como si no fuera gracioso. El mismo problema persiste a lo largo de toda la trama. Los criminales se refugian en un pueblo de mala muerte, “Polvareda”. No pasan dos minutos en la pulpería y ya cruzan amenazas e indirectas con el comisario del lugar, Roque. El líder de los asaltantes es oriundo de Polvareda y comparte una historia de rencor con el policía. ¿Qué los ha llevado a esconderse en el lugar donde todos y sus madres los conocen? Aguardan pasaportes nuevos para poder cruzar la frontera sin problemas, pero lector, ningún argentino necesita pasaporte para cruzar ninguna frontera, y de todas formas, ¿qué fronteras hay en el interior de la provincia de Buenos Aires? Vale, hay que dejar los tecnicismos fallidos de lado, aun si la película se construye sobre ellos. Los criminales son Chino, Mudo, Facha y Gordo, y a donde vayan posan en sus mejores pilchas y con sus mejores expresiones de macha impavidez. Es una película cool, o con ganas de ser cool, y las harmónicas y guitarras del Western les acompañan vayan a donde vayan (con el ocasional latigazo perdido en la banda sonora). Chino es el líder y por ende el único con un poco de psicología mechada a su personaje. Acaso un deseo de muerte o resentida nostalgia guían sus acciones. Los demás tienen tanta personalidad como sus apodos sugieren. Los bandidos se comportan como niños mientras esperan, esperan, esperan. Juegan a la pelota. Se bañan en una pileta mugrosa. Tocan la guitarra. Pasean en tractor. Oímos música de corral en la banda sonora, a lo Benny Hill. Luego cortamos a Roque, serio y amargo, y a su imbécil acólito, espiando por binoculares a lo Pierre Nodoyuna y Patán. ¡Qué buena que hubiera sido esta película como comedia! Los eventos son tan ridículos que servirían mejor a una farsa que a la contemplativa película de género que quiere ser. A saber, Polvareda tiene un muy bueno diseño de producción, y sus bandidos-caricatura están bien caracterizados, aun si el guión no termina haciendo nada con ellos. Al menos reciben el cariño y la simpatía de sus creadores, que no cuentan con una gota de cinismo, para bien o mal. No es que la película no sea capaz de enfrentar el drama con profundidad (el eje siendo la relación oculta entre Chino y Roque y las fuerzas que pujan detrás de cada uno), pero el resultado es tan inadvertidamente kitsch que resulta gracioso.