Autofocus Focus: Maestros de la estafa (Focus, 2015) logra lo que ya intentó sin éxito El turista (The Tourist, 2010): hacer una comedia romántica con un giro criminal sin otra herramienta más que el sex appeal de sus estrellas y las locaciones exóticas en las que se los pone. Como El turista, esta película está repleta de inconsistencias y falacias lógicas, pero la química entre Will Smith y Margot Robbie la mantiene a flote, dentro de todo. Reconocerán la premisa de cualquier otra película sobre estafas: un veterano estafador toma bajo su reticente ala a un estafador de poca monta. El primero es Will Smith, cool y relajado como siempre; la segunda es Margot Robbie, la rubia despampanante de El lobo de Wall Street (The Wolf of Wall Street, 2013), aquí haciéndose pasar por una pícara Emma Stone. Jess (Robbie) intenta timar a Nicky (Will), el cual se limita a devolverle una crítica constructiva sobre su método. Obnubilada, Jess le persigue hasta Nueva Orleans, donde Nicky dirige una lucrativa red de ladrones y carteristas en vísperas del Superbowl. Las escenas de robos callejeros y el cuidado con el que se las ilustra recuerdan un poco a Nueve reinas (2001), con la cual Focus: Maestros de la estafa comparte una fascinación por la mezquindad criminal y los reveses inesperados. Esto lleva al meridiano de la película, y por lejos su mejor secuencia, en la que el personaje de Smith sucumbe a su adicción por el juego (en pleno Superbowl) y de a poco va apostando todas sus ganancias, doblando la apuesta con cada pérdida y con cada pérdida confiando en probabilidades más y más delirantes. Es una excelente escena, inmediatamente secundada por una explicación tan absurda que sabotea toda su magia. Luego la película hace un salto en el tiempo, y tres años más tarde Nicky se encuentra en Buenos Aires, donde todos escuchamos tango y tomamos Malbec (“Es lo único que toman por acá”). Nicky y Jess se reencuentran pero el romance se les complica con la aparición del playboy e hipotenusa de turno Garriga (Rodrigo Santoro): Nicky está trabajando para él, Jess está saliendo con él. Así comienza la segunda parte de la película, que pone el piloto automático y depende más del melodrama circunstancial que de otra cosa. En general la segunda se siente considerablemente más débil que la primera. Uno se pregunta cuál es la necesidad de dividir la película en dos con un corte tan abrupto y forzoso. Las circunstancias han cambiado, sí, ¿pero y los personajes? Son los mismos, quieren lo mismo, hacen lo mismo para obtenerlo. Es como si la película decidiera resetear la historia a medio camino con tal de demorar un poco más el inevitable final. Es aquí donde la película se traiciona y revela que jamás fue tan inteligente como pretendía ser, que por cada charada que se manda debe pagar el impuesto de una escena igualmente larga explicando qué acaba de pasar, por qué y qué sigue. El final en sí es un torrente de exposición que a falta de mejor idea decide explicar en vez de ilustrar cómo se supone que la película nos ha engañado. Y ni siquiera es una buena explicación: sale tomada de los pelos, como el conejo de una galera. Si algo redime a este desganado y poco astuto intento de trama, es la química entre Smith y Robbie y la forma en que la trabajan con tal de sacar adelante su historia de amor. En los viejos tiempos este tipo de películas eran “vehículos” que servían al “star system”. Smith y Robbie no se comportan como otra cosa que estrellas de cine, y ciertamente son los únicos empujando el vehículo.
Yo, Autómata La ciencia ficción es un género especulativo. Necesita ideas con las cuales especular. Y las ideas con las que juega Autómata (2014) no están nada mal. No es otra película de acción ambientada en el futuro – es una película de ciencia ficción, con inquietudes que incumben a la ciencia y son desarrolladas en la ficción. El problema es el pésimo desarrollo de estas ideas, que abren un confuso y aburrido segundo acto y no llevan la película a buen puerto. El año es 2044. El futuro está fregado, de vuelta. La superficie terrestre se ha convertido en un gran desierto radioactivo. La humanidad prácticamente se ha extinguido. El 0,3% que queda se guarece en una ciudad amurallada y atendida por robots o “autómatas” suplidos por la Corporación Roc. Los autómatas se rigen por dos protocolos (para Asimov eran tres): 1) un robot no puede causar daño a un ser humano y 2) un robot no puede modificarse a sí mismo. Llega un autómata a una morgue robótica. Ha sido modificado por dentro. Entra Jacq Vaucan (Antonio Banderas), investigador de seguros para Roc. No cree que los autómatas sean capaces de romper los protocolos por sí mismos. Debe de haber un “relojero” modificando las máquinas. Su escepticismo se pone a prueba cuando un autómata se inmola ante sus propios ojos. Rastrea sus restos hasta la Dra. Dupre (Melanie Griffith), quien le explica que a través de cierta singularidad una prostituta robótica llamada Cleo ha logrado quebrar el segundo protocolo, y quién sabe lo que aquello depara a la humanidad. La primera mitad de la película está bastante bien, salvando las distancias con dos interpretaciones discordantes: Griffith, quien resulta poco articulada y convincente en el papel de una criminal del bajo mundo, y Dylan McDermottcomo un policía de motivación y acciones incoherentes. Pero no importa, hay misterio y tensión y presentimos que la historia se está dirigiendo a un lugar interesante. La segunda mitad de la película abandona a Banderas en el desierto junto a Cleo y un grupo de autómatas renegados que se dirigen al fin del mundo. Comienza la parte ininteligible de la historia, que alterna entre escenas rarísimas por el hecho de no afectar a la trama en lo más mínimo. Mientras Banderas (a los gritos) y compañía peregrinan a través del desierto, vemos qué ocurre en la ciudad que han dejado atrás sin que nos importe nada de lo que se nos muestra. Hay muchas escenas en la cúpula ejecutiva de Roc que no agregan absolutamente nada. Otras tantas con la mujer de Banderas, o con su jefe (Robert Forster), personajes inconsecuentes. La película alterna entre dos situaciones – desierto y ciudad – sin darle peso dramático a ninguna. El final consiste de un extenso intercambio de filosofía barata entre Banderas y un autómata que no nos enseña nada que la Dra. Dupre, o los ejecutivos de Roc, o el sentido común no nos hayan enseñado en el transcurso de esta – innecesariamente – larga película. Podría haber sido divertida e inteligente, pero cuando acaba no nos sentimos ni sabios ni emocionados, sólo contagiados de aburrimiento.
Caer, trepar, andar A pesar de estar basada en el recuento de una íntima búsqueda personal, Alma salvaje (Wild, 2014) tiene un parecido insoslayable con Hacia rutas salvajes (Into the Wild, 2007) y Comer Rezar Amar (Eat Pray Love, 2010), otras películas inspiradas en exóticos viajes de auto-ayuda (los cuales venden muy bien, por cierto). De la historia de Christopher McCandless saca el ansia por el bello pero inclemente mundo de la naturaleza, nutrido por aquello que Thoreau describió como la “silenciosa desesperación” en la que vive el americano promedio, mientras que copia el arco de sanación física, psíquica y espiritual de Elizabeth Gilbert. Siendo justos, el peregrinaje de Cheryl Strayed – una travesía de 4,300 kilómetros a pie a lo largo del “Pacific Crest Trail” – es infinitamente más interesante que las vacaciones pagas que inspiraron Comer Rezar Amar. Como Gilbert, Strayed se lanza a la aventura luego de una conga de sucesos traumáticos – entre ellos un divorcio y el tórrido episodio de autodestrucción que le secundó – y lo hace sin mucha preparación y menos idea todavía. Pero su historia no es ni tan deprimente como Hacia rutas salvajes, ni tan banal como Comer Rezar Amar. Cheryl es interpretada por Reese Witherspoon, cuya presencia es un arma de doble filo. Es el tipo de actriz que puede “cargarse una película entera al hombro”, lo cual viene fantástico porque pasa la mayor parte de la película a solas. Desde que Witherspoon debutó en el cine a los 15 años que actúa ininterrumpidamente y sólo acepta papeles protagónicos que requieren cierta audacia. Como de costumbre, Witherspoon es intrépida, testaruda e infatigable. La primera vez que la vemos aquí se halla en la cima de una montaña, sucia y desaliñada. Se quita las botas y vemos sus pies magullados y ensangrentados. Sin más preámbulo se arranca una uña que se ha lastimado y ha quedado floja. Una de sus botas cae al vacío. Ella toma la otra bota y la lanza, gritando. Ya no le sirve. Precisamente porque es Witherspoon la que desafía la sed, el hambre, la intemperie y la abstinencia de todo lo que es fácil y civilizado que Alma salvaje no deja mucha cabida para el suspenso sobre el acometido de su heroína. Hagan la cuenta: ¿hay alguna película en la que Reese Witherspoon no se haya salido con la suya? La odisea de Cheryl se ve entrecortada por fragmentos de su pasado, que de a poco van revelando el porqué de su arduo peregrinaje. El otro personaje clave de la película es la madre de Cheryl, interpretada por Laura Dern, ella que siempre contagia júbilo. El resto del elenco está compuesto por los encuentros casuales pero trascendentes que Cheryl tiene a lo largo de su viaje. Típicamente muchas de estas escenas rellenarían la película, pero en este caso todas tienen algo relevante que contar o revelar sobre la protagonista y su estado mental. Nuestra heroína pasa tanto tiempo a solas o en compañía de los fantasmas de su pasado que cada vez que se topa con un extraño inmediatamente sospechamos de lo que pretende. La película construye estos encuentros muy bien, y en general triunfa al poner al espectador en el sitio de su protagonista y compartir su historia. No en menor medida gracias a la dirección de Jean-Marc Vallée y el guión de Nick Hornby. Vallée dirigió Dallas Buyers Club: El club de los desahuciados (Dallas Buyers Club, 2013), sobre un hombre cuya enfermedad terminal cambia radicalmente las reglas de juego de su vida, mientras que Hornby es el autor de Alta fidelidad (High Fidelity, 1998) y Un gran chico (About a Boy, 2002), sobre hombres inmaduros forzados a salir de su zona de confort. Cada uno es experto a su manera en tratar personajes que deben recuperar el eje gravitacional de su pequeño y desencajado mundo. Cheryl Strayed podría haber elegido peor a los encargados de llevar su historia al cine.
La inesperada virtud de Birdman Birdman (o la inesperada virtud de la ignorancia) (2014) es tan buena que cualquier intento de crítica o análisis peligra de convertirse en una explicación sobre por qué es tan buena. Repasemos pues las críticas más obvias. Ya que su temática es la introspección, se la tilda de engreída; ya que sus personajes son divas e histriones caprichosos, se menosprecia su relevancia; ya que su cámara nos pasea indiscretamente por elaborados planos secuenciales, se la considera efectista. Hay un común denominador a todas estas críticas: la pretensión de la película. ¿Es Birdman (o la inesperada virtud de la ignorancia) una película pretenciosa? ¿O sea, pretende ser algo que no es? A simple vista es una historia de redención. El protagonista es Riggan Thomson, interpretado por Michael Keaton e inspirado sin duda por su carrera, no importa cuánto lo niegue en las entrevistas. A saber: Thomson es un paria de Hollywood que alguna vez conoció el éxito y la fama como un amado superhéroe en la pantalla grande, hasta que colgó la capa, renunció a su celebridad y se sumió en el remordimiento al comprobar que no tenía nada más que ofrecerle al mundo. Olvidado y fracasado, Thomson decide “volver a sus orígenes” y montar una obra de teatro en Broadway, adaptando un cuento de Raymond Carver (“De qué hablamos cuando hablamos del amor”) y protagonizándolo. Sus co-estrellas son Mike (Edward Norton), Lesley (Naomi Watts), y Laura (Andrea Riseborough). El elenco lo completan Emma Stone como Sam, la resentida hija y asistente de Riggan, y Zach Galifianakis como Jake, el productor de la obra. El film cubre los días previos al estreno de la obra, alternando entre los intensos ensayos en el escenario y los turbulentos cruces entre los actores tras bambalinas. “Turbulencia” es la palabra clave. Mientras la cámara se mueve con coreografiada serenidad por los pasillos del teatro, una banda de percusión de jazz marca las entradas y salidas de los actores, y miren si no se devoran absolutamente cada una de sus escenas mientras discuten, pelean, dudan, entran en pánico, reflexionan y empiezan de nuevo. Las actuaciones son impecables, y hay algo muy “teatral” en la forma en que las escenas se dan casi siempre entre dos personajes, saliendo uno y relevándolo otro. Cada actor básicamente interpreta una versión exagerada de sí mismo, o al menos de la imagen que pregonan: Keaton es el más obvio, su personaje ha sido mandado a hacer para él; Norton es un fundamentalista e insoportable actor de método, Stone es una maníaca chica hípster y Watts hace de una joven entusiasta a punto de debutar en Broadway, retomando en parte su personaje de El camino de los sueños (Mulholland Dr., 2001). El único actor que se sale de las casillas es Galifianakis, si pueden creerlo, haciendo del tipo más sensato y responsable de toda la película. Pasando al reino del realismo mágico, Riggan levita en su camarín y posee el poder de la telequinesis, además de conversar frecuentemente con su alter ego enmascarado –Birdman– quien quiere engatusarle para que abandone su búsqueda artística y regrese al mundo de los superhéroes con “Birdman IV”. En definitiva todo se resume en una cuestión de amor. ¿Nos jugamos por el amor propio o el amor de los demás? ¿Sacia Riggan sus inquietudes o les da a los demás lo que quieren y esperan de él? “Tu problema es que siempre has confundido el amor con la admiración,” le dice su ex mujer, Sylvia (Amy Ryan). El mayor logro de la película –pasando por la incuestionable destreza cinematográfica con la que ha sido orquestada– es su habilidad para ilustrar la tempestad interna y externa de su protagonista, y su actualizada reflexión sobre la dualidad artística-consumista del mundo del espectáculo. La dirección de Alejandro González Iñárritu (guionista junto a Alexander Dinelaris y los argentinos Armando Bo y Nicolás Giacobone) es firme y no da pasos en falso: cuenta una historia íntima y divertida, lo hace de manera original, y ofrece una mirada nueva sobre el paradigma del entretenimiento.
Otra mente brillante Turing es interpretado por Benedict Cumberbatch, el galán intelectual que en un período de tiempo relativamente corto ha sido la voz y cara de Joseph Hooker, Stephen Hawking y Sherlock Holmes: figuras importantísimas en los campos de la física cuántica, la biología y la deducción. Ahora es Alan Turing, padre de la inteligencia artificial. Cuando no da vida a las mentes más brillantes de la historia o la literatura – usualmente con una dosis de ineptitud social – se avoca a personajes narcisistas como Khan, Julian Assange o, por qué no, el dragón Smaug. Turing según Cumberbatch es una mezcla de ambas cosas, pero lo que separa su interpretación de las demás es la vulnerabilidad y la emoción que brinda al papel. Por debajo del genio yace la frustración que siente con sus pares, la aflicción de un terrible secreto, y el pavor de ser descubierto y reprimido por ello. Turing narra desde la mesa de un interrogatorio policíaco en 1951 sobre su involucramiento “off the record” en la guerra, de 1939 en adelante. Allí se entrevista con Denniston (Charles Dance, excelente como un solemne oficial victoriano) y el capo de la incipiente MI6, Menzies (Mark Strong, siempre cool y con un dejo de diversión). Tienen un trabajo para él: quebrar la máquina Enigma, el aparato codificador que los nazis emplean para enmascarar sus mensajes. El tema es que todas las medianoches la clave cambia, rindiendo completamente inútil el trabajo de todo el día. Tarea sísifa que recuerda en principio al rizo temporal de Hechizo del tiempo (Groundhog Day, 1994), excepto que las muertes que los Aliados sufren en el campo de batalla todos los días se suman, no se reinician. “Ahí va otro,” ilustra Menzies, mirando el segundero de su reloj. La idea de Turing involucra crear una proto-computadora capaz de descifrar el código en menos de un día. Esto representa una solución costosa y oblicua para la vieja escuela que financia sus actividades, de manera que la carrera no sólo es contra el tiempo sino contra los propios mecenas de Turing. En realidad no hay indicio de que Turing haya tenido semejantes roces con sus superiores, ni que se haya comportado con semejante autismo hacia sus colegas, y de hecho fueron científicos polacos quienes legaron la investigación sobre la cual Turing basó sus planteos. Pero estos cambios no son gratuitos, sino necesarios para desarrollar el conflicto de la historia. A veces la película recuerda a una de esas biopics dóciles que solían pasar por Hallmark, en las que un joven visionario chocaría contra la retardada sociedad victoriana pero triunfaría de un modo u otro por el mero hecho de trascender en el imaginario popular, quizás ganar un Oscar o dos. Este es el aspecto más aburrido y predecible de El código Enigma. El personaje de Keira Knightley yace entre el cliché y la originalidad: por un lado se suma inocentemente al desafío de las convenciones victorianas (“¿Una mujer trabajando con un hombre? ¡Prepóstero!”), y ya sabemos todos dónde lleva este camino. Por otro lado comparte algunas escenas verdaderamente bellas y significativas con Cumberbatch, y ambos poseen una gran química que para variar no va por el lar romántico. Por supuesto que Turing merece toda la reivindicación que pueda conseguir luego de cómo su país le trató terminada la guerra en pos de un estúpido escándalo sexual (recién el año pasado la Reina le pidió perdón). Pero la película va más allá del réquiem gracias a la actuación de Cumberbatch – posiblemente su mejor a la fecha, al menos en la pantalla grande –, los intérpretes secundarios y la sorprendente intensidad de un thriller de espionaje ambientado principalmente en dos cuartos y un garaje.
La Chanson de Chris En El sobreviviente (Lone Survivor, 2013), un escuadrón de cuatro soldados norteamericanos repele horda tras horda de talibanes desde lo alto de una montaña. La película trata sobre cuánto tardan en morir todos menos uno de ellos, y con cuanta gloria dejan este mundo. El Cantar de Roldán es un relato modesto por comparación. Francotirador (American Sniper, 2014), de Clint Eastwood, tiene muchos puntos en común con El sobreviviente. Ambos cantares – basados en hechos reales – celebran las hazañas de guerreros norteamericanos en guerras contemporáneas. Ambos hombres eran Navy SEALs, ambos eran amigos (dícese), ambos lucharon en Medio Oriente, ambos sobrevivieron escaramuzas increíbles y ambos son interpretados por los productores de sus respectivas películas: Mark Wahlberg es el Sobreviviente y Bradley Cooper es Francotirador. La gran diferencia entre las películas es que El sobreviviente trata sobre las acciones de un grupo de soldados cuya mayor transformación como personajes es dejar de estar vivos, y Francotirador trata sobre la transformación interna y palpable de su protagonista. El Francotirador en cuestión es el texano Chris Kyle, quien crece creyendo que el mundo se divide entre ovejas, lobos y perros ovejeros (“Y en esta casa no criamos ni ovejas ni lobos,” amenaza el padre, sacándose el cinturón). De adulto se viste de vaquero y participa en rodeos. Ya lo interpreta el Bradley Cooper, el de la mirada penetrante. En el ’98 se une al ejército, porque esa mañana vio por televisión cómo bombardeaban las embajadas de su país, y las imágenes despertaron el patriota que lleva dentro. En Irak, Kyle pronto se convierte en un ángel guardián apodado Leyenda que vela invisible desde los cielos con su rifle francotirador. Mata uno, dos, tres, doscientos veinticinco enemigos (ciento sesenta confirmados) de hasta 2 kilómetros de distancia. De a momentos la película se parece al film nazi que muestran al final de Bastardos sin Gloria (Inglourious Basterds, 2009), y efectivamente Kyle termina convirtiéndose en el Fredrick Zoller yanqui, tanto por su racha de disparos en la cabeza como por la incomodidad que siente por su fama. Hasta aquí podríamos confundir Francotirador con cualquier otra de las numerosas obras propagandísticas sobre la Guerra de Irak. Excepto que Francotirador no trata sobre la Guerra de Irak, sino sobre su personaje principal: un hombre que se enfrenta a decisiones problemáticas que le van transformando a lo largo de toda la película, de un banal vaquero a un soldado heroico a un veterano taciturno, describiendo a un personaje con una tridimensionalidad que cualquier figurita de propaganda envidiaría. El film no pierde tiempo y comienza con una decisión terrible y crucial para el personaje: ¿mata al niño que está corriendo hacia las tropas americanas, granada en mano? A menudo se dice de tal o cual película que tiene menos autonomía que su intérprete principal, el cual debe cargarla en sus hombros. En este caso la afirmación es más necesaria que nunca: el personaje de Bradley Cooper es el único claramente definido como tal, y son sus dotes actorales las que elevan, cargan y definen la película. La única caracterización que reciben sus compañeros de armas son nombres, con lo que la película pierde el tiempo al lamentar sus muertes. Lo más parecido a un segundo personaje es la esposa de Kyle (Sienna Miller), cuyo impacto en la trama es el de un símbolo, poco más que un estereotipo despechado. Encima tiene el molesto hábito de llamar a su marido por teléfono en los peores momentos. Aparentemente la estupidez de la gente que no apaga el celular en el cine alcanza el campo de batalla.
Conocerás a un hombre viejo y ruin “¿Qué es lo que saca él de todo esto?” le pregunta Dave a Mark Schultz. Se refiere al millonario John du Pont, quien le ha hecho a Mark una oferta demasiado buena para ser verdad: que el ex campeón olímpico de lucha libre vaya a vivir con él y lleve su equipo de atletas a por el oro en las próximas olimpíadas. Se trata del típico cuento de hadas que sólo pasa en las películas, con la excepción de que éste se basa en hechos reales. Hechos por los cuales la Justicia halló a John du Pont culpable de homicidio en 1997. Channing Tatum es Mark Schultz, un luchador olímpico que podría haber tenido clase, podría haber sido un competidor, podría haber sido alguien en vez de un vagabundo, que es lo que es. Vive a la sombra de su hermano mayor Dave (Mark Ruffalo), quien también es un ex medallista olímpico pero lleva la ventaja de tener una familia y encontrarse a gusto entrenando en escuelitas. Una noche, Mark recibe una llamada de parte de du Pont. Tiene una propuesta para hacerle. Manda un helicóptero a buscarlo. Steve Carell es John du Pont, heredero de la dinastía du Pont, una incestuosa familia de sangre azul que recuerda a los nombres Astor, Rockefeller y Vanderbilt en la medida en que cada generación supo estar en el lugar y momento correctos a lo largo de la historia de los Estados Unidos (manufacturando pólvora o polímeros). Es importante comprender la historia, ya que pesa sobre los hombros de John y guía todas sus acciones. Efectivamente, lo primero que hace cuando Mark se muda a su dominio (“Granjas Foxcatcher”) es darle un video instructivo sobre la historia de su familia. ¿Pero quién es John du Pont? “Ornitólogo, filatelista, filántropo” repite John una y otra vez, como si fuera su mantra. Ahora quiere ser entrenador olímpico y cultivar atletas en su granja como si fueran hortalizas. Ante todo quiere sentirse como un líder, quizás por el tedio de una vida mimada, quizás porque quiere honrar el nombre de su familia y sanar su baja autoestima, quizás porque quiere ganarse el orgullo de su decrépita madre (Vanessa Redgrave), quien sólo cree en la pureza de los caballos de carrera. La madre se halla confinada en algún lado de la mansión, dedicada a humillar a su hijo porque siente que su hijo la humilla a ella y a la familia. Mientras tanto el ingenuo Mark observa todo desde una pequeña cabaña ubicada a los pies de la mansión, la cual tiene prohibido entrar. Algo huele a Psicosis (Psycho, 1960), aunque al verdadero du Pont le hubiera gustado tener el carisma de Norman Bates. Steve Carell le interpreta como alguien prematuramente viejo, abstraído de la realidad y perdido en un mundo ficticio sostenido por dinero y una desequilibrada fe en sí mismo. Este es el primer gran papel dramático de Carell y se nutre brillantemente de sus facetas más oscuras como cómico. De hecho John du Pont recuerda mucho a su personaje en The Office, Michael Scott: un tipo socialmente inepto que fuerza el buen humor de los demás porque quiere ser el centro patriarcal de atención y afecto de todos aquellos que le rodean. De a momentos, si entrecerramos los ojos, parece estar haciendo del gemelo malvado de Michael Scott, lo cual pone en peligro el verosímil de las partes menos solemnes de la película. En definitiva Carell, Tatum y Ruffalo exageran sus atributos públicos de vergüenza, lentitud y bonhomía respectivamente (aunque Carell es el que se roba las escenas). Pero por sencilla que sea la operación, el talento del director Bennett Miller hace de Foxcatcher un ominoso y elegante thriller fundado en un rico estudio de personajes que nunca deja de ser fascinante. Miller toma una historia inusual pero real, de las que rellenan los diarios con un poquito de intriga – como El juego de la fortuna (Moneyball, 2012) – y nos convence de la tragedia interna de sus personajes y las drásticas consecuencias de sus acciones.
Las águilas llegan Canta, oh musa, el hubris de Peter Jackson; hubris funesto que causó infinitos males a la Tierra Media y precipitó al cine muchos espectadores. Canta sobre cómo adaptó para el cine tres libros en tres películas – El Señor de los Anillos (The Lord of the Rings, 2001-2003) – y luego la codicia del dragón le instó adaptar un cuarto libro, El Hobbit, en otras tres películas de igual longitud. Canta, oh musa, todas las superfluidades que tuvo que inventar para llenar 474 minutos de duración total. No es que no le esté permitido al guionista agregar y quitar cosas en el proceso de adaptación, pero el resultado ha de tener unidad dramática. Y muchas de las cosas que ocurren en El Hobbit: La batalla de los cinco ejércitos (The Hobbit: The Battle of the Five Armies, 2014) saben más a cambio suelto que a la parte orgánica de un todo. Tenemos las escenas de Gandalf el mago (Ian McKellen) y su Liga de la Justicia, luchando en algún lado contra enemigos que no guardan relación con el conflicto central de la película. Tenemos las escenas de Bardo el arquero (Luke Evans), quien comete el error de confiar en el servil Alfrid (personaje inventado) unas cinco o seis veces, rutina cómica que no tiene lugar en la trama ni recibe ningún tipo de conclusión. Y tenemos a Tauriel la elfa (Evangeline Lilly), que junto a Kili el enano (Aidan Turner) forma una pareja de amantes malhadados que existe por el mero hecho de poder decir que esta película tiene ¡Acción! ¡Aventura! ¡Y romance! Recapitulemos: al final de la segunda película el dragón Smaug se dirigía a atacar la ciudad lacustre de Esgaroth. La tercera película abre con la espectacular incineración de la ciudad, que se resuelve tan rápido (antes de que aparezcan los títulos) que nos preguntamos por qué Jackson no hizo de este episodio el clímax de la película anterior en vez de dejarnos con medio final. Desposeídos, los sobrevivientes marchan hacia Erebor a reclamar su parte de las riquezas de la montaña, donde aguarda el rey enano Thorin (Richard Armitage), alocado por la codicia y listo para defender el reino que ha recuperado a muerte. Nunca hubo necesidad de dividir el pequeño gran relato de J. R. R. Tolkien en tres partes. El libro posee poco más de 300 páginas, y la epónima Batalla de los Cinco Ejércitos ocupa 4 de ellas. En la película se traduce en 45 minutos de acción que abusa de imágenes computarizadas y logra ser menos impactante que el asedio de Helm’s Deep en El Señor de los Anillos: Las Dos Torres (The Two Towers, 2002) o la Batalla de los Campos de Pelennor en El Señor de los Anillos: El Retorno del Rey (The Return of the King, 2003). Si las batallas de El Señor de los Anillos movían realistamente ejércitos enteros, las de El Hobbit se concentran en las proezas implausibles y súper-heroicas de sus personajes. ¿Recuerdan cómo Legolas solía tener un stunt fabuloso por cada película? Ahora todos los personajes tienen su momento de circense gloria. Todos menos Bilbo, el hobbit (Martin Freeman). Casi se me olvida, pero para el caso la película también lo olvida. Freeman fue, es y siempre será no sólo el mejor Bilbo, sino el mejor hobbit. Y por ello es una pena verlo desperdiciado en la película que lleva su nombre. A esta altura podría decirse que el verdadero protagonista de la trilogía es Thorin, el desposeído rey enano (Richard Armitage), y efectivamente el arco de su personaje es más curvo y mejor definido que el de Bilbo. Ambos están excelentemente interpretados y comparten algunas escenas preciosas, prontamente enterradas por la pirotecnia de Jackson. ¿Qué más se puede decir de Jackson? Su primera trilogía le consagró como uno de los grandes mariscales de la cinematografía bélica. Su dirección y composiciones rivalizan las de D. W. Griffith y Sergei Eisenstein. Su segunda trilogía, a pesar de ser distinta tanto en tono como en estilo, y mostrar la hilacha más de lo debido, resulta igual de espectacular y confirma su maestría del género épico. Y si bien no da la impresión de haber hecho la mejor película(s) que podría haberse hecho sobre El Hobbit, su tercer y última entrega es igual de entretenida que las dos anteriores.
El Patrón del Mal enicio Del Toro se pone en la piel del narcotraficante colombiano Pablo Escobar en Escobar: Paraíso perdido (2014). Pero la historia no se centra realmente en él, sino en el gringo (“¡Soy canadiense!”) que corteja a su sobrina y sufre en carne propia el infortunio de unirse al círculo familiar el rey cocalero. Ir a la galería de imágenes Película relacionada Escobar: Paraíso perdido (2014) El extranjero en tierra extraña es Nick (Josh Hutcherson), un surfista que en compañía de su hermano monta negocio en la costa selvática de Colombia hacia 1991. Allí conoce a la bella María (Claudia Traisac), quien intenta aleccionarle en turismo. “Ustedes los yanquis vienen y se creen que han encontrado el paraíso,” le dice, “Mientras ignoran todos los problemas del país”. Crítica irónica, porque ella misma ignora (o elige ignorar) los negocios de su tío Pablo (Del Toro). La primera mitad de la película nos muestra la relación entre Escobar y Nick, a quien recibe como hijo propio en su exuberante hacienda. Del Toro se roba todas las escenas en las que aparece. Escobar ama conjugar a su extensa familia en pomposas sesiones de fotografía y filmaciones que él mismo dirige. Tiene debilidad por el oro y las posesiones extravagantes. En una escena invita a Nick a sentarse en un coche agujereado a balazos. “En este auto mataron a Bonnie y Clyde,” le dice. “Tú estás sentado donde mataron a Bonnie”. La segunda mitad de la película lidia con el dilema personal de Nick sobre si llevar a cabo o no ciertas órdenes de Escobar, quien se está preparando para entregarse voluntariamente a prisión. La tensión se mantiene constante a lo largo de una larga secuencia de escape y persecución, bastante realista en su desarrollo y conclusión. Nick no es ningún héroe de acción, aunque el miedo y la desesperación por mantenerse vivo sacan lo mejor de él. Escobar: Paraíso perdido disfruta de la fuerte caracterización que hace Del Toro de Escobar. Nos deja con ganas de verle de protagonista, de tenerlo en el centro y no en los laterales de la película que lleva su nombre. De todas formas Hutcherson está bastante bien como contrapunto espectatorial. El estrecho foco de la película le da un gusto a telefilm, pero la historia de cómo “Nadie huye de Pablo Escobar” es una buena forma – acaso parabólica – de abordar la figura.
La melancolía Película uruguaya hecha en co-producción argentina, Una noche sin luna (2014) de Germán Tejeira se segmenta en tres “historias mínimas” contadas en sucesión pero que ocurren todas en la misma noche de Fin de Año, en un “medio de la nada” uruguayo llamado Malabrigo que sirve de escenario para los protagonistas, que se encuentran cada uno en su propio “medio de la nada” existencial. El primero es César (Marcel Keoroglián), un afable padre divorciado que se dirige a la casa de su ex mujer y su nueva pareja con un regalo para su hija Lucía, cuya relación se ha distendido. Luego está Antonio (Roberto Suárez), un mago de poca monta que se dirige a animar una fiesta pero pincha una goma y se extravía en un solitario peaje atendido por Laura (Elisa Gagliano). El último es Molgota (Daniel Melingo), un cantautor con permiso para salir de prisión la noche de fin de año para animar la misma fiesta. La clave es la soledad. Cada personaje se encuentra demasiado ensimismado y tiene problemas para relacionarse con los demás. César intenta reanimar su relación con su hija, pero no sabe muy bien cómo, excepto a través de regalos desesperados. Antonio, experto en distraer y manipular con trucos, es incapaz de ser honesto con Laura, a pesar de amigarse con ella en el transcurso de la noche. Molgota es el más parco de los tres, y su drama se resume en la imposibilidad de conectar con su público, que ignora su sentida performance. Los tres personajes se ven conectados por un súbito apagón (en la epónima noche sin luna) que pone en juego el curso de sus historias, y no nos enteramos de la resolución de cada una hasta el final. De las tres historias, la más interesante resulta la del medio, un “boy meets girl” atípico con una conclusión emocionalmente desgarradora. Las otras dos son más obvias y no guardan grandes sorpresas, aunque la primera cuenta con la presencia entrañable de César y de su hija. Una noche sin luna es una atractiva película – acaso predecible – que cultiva sin mucho apuro una atmósfera melancólica, y estudia a sus personajes con minuciosidad. Da la sensación de comprenderlos y quererlos. Eso no ocurre muy seguido.