Querida, encogí a Marvel Ant-Man: El hombre hormiga (Ant-Man, 2015) no es lo mejor que puede producir Marvel Studios, pero se acerca. Mientras otras películas del “Universo Cinematográfico Marvel” parecen existir sólo para promocionar la siguiente, Ant-Man: El hombre hormiga cuenta una historia autosuficiente. Lo otro notable es que no se toma muy en serio (¿quién podría?) y se juega abiertamente por la comedia. Y no el tipo de comedia hecha a base de tonitos sarcásticos y personajes insinceros, como Avengers: Era de Ultrón (Avengers: Age of Ultron, 2015). Ant-Man: El hombre hormiga se anima a contar chistes. No son necesariamente buenos, pero tiene un buen promedio. La historia es técnicamente un refrito de Iron man - El hombre de hierro (2008): dos científicos se pelean por un traje. El bueno es Hank Pym (Michael Douglas), el malo es su protegido Darren Cross (Corey Stoll, que hasta se parece a una versión rejuvenecida del malo de Iron Man). El traje en cuestión permite al usuario achicarse a voluntad hasta adoptar no sólo el tamaño de una hormiga sino su desproporcional fuerza, lo cual lo hace ideal tanto para el combate como para misiones de infiltración. Cross quiere vender al mejor postor, Pym prefiere encanutarlo. Pym ha mantenido su descubrimiento en secreto durante años, pero cuando tiene razones para sospechar que Cross está a punto de replicar su fórmula, decide sabotear su investigación y donar el traje a un nuevo Ant-Man. Aquí la historia toma un giro extraño e introduce a un ladrón de guante blanco llamado Scott Lang (Paul Rudd), quien se convierte en el nuevo Ant-Man y en el protagonista. Es una decisión curiosa porque Lang es un personaje bastante chato al lado de Pym. No posee defectos, no experimenta un arco evolutivo, no cambia de manera significativa ni toma grandes decisiones. Es inmediatamente simpático porque lo interpreta Paul Rudd, pero entra y sale de la película sin dejar mucho en el camino. El personaje rico en caracterización es Pym. Actúa, está motivado, tiene un objetivo y se ve amedrentado por conflictos tanto internos como externos. Él crea al héroe y al villano de la película, y todo lo que ocurre en ella está directamente ligado a él – ya esté desafiando su mal genio, reconciliándose con su hija, redimiendo su legajo, hallando paz interior o salvando al mundo. Y sin embargo el centro de atención es Scott Lang, lo cual es un desperdicio. Es como si el relevo cómico o algún otro farsante hubiera usurpado el papel del protagonista e hiciera todo en su lugar. ¿Cuánto más apropiado e interesante sería tenerlo a Hank Pym en el centro de atención? La trama es bastante predecible aún sin haber visto Iron Man, pero Ant-Man: El hombre hormiga tiene esa vuelta de tuerca necesaria que le falta tanto a otras películas similares. Encogerse no es un súper-poder popular, y es divertido ver exactamente cuáles son las reglas del traje, de qué es capaz Ant-Man y cuáles son sus límites, cómo vence a enemigos cientos de veces más grandes que él y cómo lidera telepáticamente ejércitos de hormigas. Obviamente tiene que haber un duelo final (en un trencito de juguete), pero qué refrescante que es ver a un superhéroe que se especializa en soluciones prácticas e ingeniosas a lo MacGyver en vez de moler a piñas o disparos a sus enemigos. ¿Cuál fue el último superhéroe que no se midió por la brutalidad de su fuerza? Gran parte del éxito de Ant-Man: El hombre hormiga se debe sin duda a la contribución del inglés Edgar Wright, quien tuvo que bajarse como director luego de una larga puja creativa con Marvel, pero quedó acreditado como guionista y productor y la película lo refleja. El propio montaje es humorístico, y gran parte de la comedia es puramente visual: el plano que dura de más, la forma en que la cámara panea relampagueante entre distintas escenas, la forma en que las cosas entran y salen de cuadro, etc. Es una lástima pensar en el calibre que hubiera tenido el film de poseer Edgar Wright control absoluto, pero aunque sea ha dejado su marca al pasar. Ant-Man: El hombre hormiga nos acerca un paso más hacia la saturación crítica del género. La película no estaría completa sin guiños y promesas sobre la tercera oleada de películas marca Marvel que arranca el año que viene, fiel a la programación como si fuera un show de TV. El show de TV más caro y extendido en la historia del cine. Se vienen un montón de segundas y terceras partes, así como varias mitades de la película por la que varios van a pagar dos veces para ver. Así que Ant-Man: El hombre hormiga zafa como una “película menor” dentro del plan maestro de Marvel (a la fecha es la más barata en ser producida, por apenas 130 millones de dólares, aproximadamente la mitad del costo de Avengers: Era de Ultrón). Es más íntima, tiene forma rara, es bastante tonta pero también divertida. Y como Paul Rudd, es mucho más simpática que graciosa.
Qué tiernos Minions (2015) celebra cuan adorables son las criaturitas de Mi villano favorito (Despicable Me, 2010), así como los pingüinos de Madagascar (2005) ahora tienen su propia película, y los Ewoks tuvieron dos, además de un show de televisión. “Ya saben, para niños”. La duda con la que van a ir todos al cine es si los minions (“secuaces”) pueden bancar por sí solos una película entera. De a cuentagotas en las dos películas anteriores estaban bien. Pero ahora el relevo cómico da un paso al frente y acapara el centro de atención, lo cual los vuelve menos especiales y les quita cierto atractivo. ¿No son más divertidos dejándolos en segundo plano? La mayoría de los gags de La pistola desnuda (The Naked Gun) funcionan porque ocurren entre candilejas y no se imponen en el espectador: es el espectador el que los busca y goza al detectarlos. La historia es que los minions han existido desde tiempos inmemoriales como una tribu que aparentemente ni envejece ni se reproduce, y cuyo único propósito es servir al “villano más malvado” que puedan encontrar. Un montaje inicial nos muestra cómo sirven (y frustran) los delirios de grandeza de cuanto maníaco déspota se encuentran a lo largo de la historia, desde los faraones egipcios hasta Napoleón, lo cual significa que también se hubieran sumado a Hitler si no hubieran pasado los siguientes 150 años convenientemente refugiados en una cueva. ¿Por qué no intentar invadir Rusia una segunda vez? Tres minions resurgen en 1968 y salen en búsqueda de un nuevo amo a quien servir. Se llaman Bob, Stuart y Kevin, y su compatibilidad es tal que funcionan como el id, ego y superego de una misma cabeza. Bob es puro impulso, Stuart es puro hedonismo y Kevin es puro cerebro y líder de facto del trío. Terminan sirviendo a una tal Scarlet Overkill, “la primera mujer súper villana”, que los manda a robar las joyas de la corona inglesa a cambio de someter a su necesitada tribu. La trama es una excusa para que los minions sean naifs, luzcan adorables, se tropiecen mucho y hablen en ese jeringoso extraño que mezcla un poco de todos los lenguajes y tiene un efecto enternecedor. Ese es el humor de la película, el cual es consistente pero empalaga. Debajo de las payasadas de los minions no hay nada que las sustente, ni siquiera una lección tan sencilla como aprender a trabajar en equipo, encontrarse a uno mismo, etc. Tampoco se hace nada interesante con el período histórico en el que transcurre la película, salvo algunos chistes obvios sobre los 60s (y sobre los ingleses. ¿Vieron cómo toman té todo el tiempo?). Nuestros protagonistas no cambian, ni aprenden, ni logran nada lo largo de sus aventuras. Lo deja a uno con cierta insatisfacción, por más entretenido que sea el slapstick. Es común recurrir a Pixar para vilipendiar las películas de animación menores, pero Minions ni se compara con Mi villano favorito en términos de emoción humana. Finalmente, Minions se estrena exclusivamente doblada al castellano, sin una versión subtitulada. Dado que el grueso de los diálogos ocurre en un jeringoso intraducible (voz de Pierre Coffin, quien co-dirige la película) y mucho depende de las gesticulaciones y el lenguaje corporal de las criaturitas, la pérdida no es terrible. En el peor de los casos nos deja las voces de Thalía y Ricky Martin en los papeles de Scarlet y Herb Overkill. No son la opción obvia para reemplazar las de Sandra Bullock y Jon Hamm, pero los personajes no padecen el cambio, lo cual es la idea.
Das Film Réimon (2014) comienza con un aviso (¿advertencia? ¿Descargo de responsabilidad?) que dice: “Esta película costó 34.000 dólares”. A continuación el texto describe en detalle cómo se consiguió el dinero y a lo largo de cuánto tiempo, en cuántas jornadas laborales y en cuántas horas se desarrolló cada fase de producción de la película. ¿Qué pretende el director Rodrigo Moreno con esto? Llamar la atención a las fuerzas productivas y las relaciones de producción detrás de la película, en un intento por posicionarse fuera del modo de producción capitalista, que según el materialismo histórico (ej. Marx), por definición busca esconder las fuerzas y relaciones que le constituyen. La película, pues, se declara inocente del tema que se dispone a tratar: la explotación “imperceptible” del trabajador. Marcela Días interpreta a una mujer enigmáticamente llamada Réimon, quien viaja todos los días cuatro horas desde el conurbano bonaerense hasta la Capital Federal para trabajar de empleada doméstica en una casa de clase media-alta. Sus empleadores son cuatro jóvenes intelectuales salidos de la Escuela Jean-Luc Godard para Personajes: no poseen ni nombres ni relaciones ni personalidades definidas, y todo lo que hacen es turnarse leyendo en voz alta. Lo que leen es El Capital de Karl Marx, y el chiste de la película es que estos jóvenes teóricos revolucionarios están tan concentrados en su lectura buscando sintetizar los ideales del marxismo que no reparan en lo mal que tratan a su empleada doméstica. El único verdadero marxista es la película (o Moreno, para el caso), que no solo pone en evidencia las largas horas de conmutación que Réimon sufre sin remuneración alguna, sino que pone en evidencia el modo de producción cinematográfico de entrada. La idea detrás de este film-ensayo es loable, pero se construye entorno a algo tan obvio (la hipocresía de los teóricos en un plano pragmático) que resulta extraño que la película lo trate como una gran sorpresa al final. Y el planteo es tan elemental que la película no lo desarrolla, sino que lo reitera una y otra vez con prolongados planos que insisten tediosamente sobre la simbología detrás de tal o cual imagen. Las recalcadas imágenes de una jauría de perros bebiendo agua o un contraluz filtrado a través de una arboleda deben ser simbólicas, ¿pero de qué? ¿Dónde encajan en la dialéctica que se está intentando construir? Otras puestas en escena son más efectivas: por ejemplo, la mano de Réimon, limpiando una mesa abarrotada de objetos, los desplaza de un lado a otro sin atreverse a tocar el fajo de billetes que aparece en primer plano, prefiriendo dejar la suciedad debajo. El planteo de Réimon no deja de ser interesante pero carece de profundidad en su desarrollo. A la espera de algo posterior, sólo queda la simple confirmación de todo lo que la película anuncia desde el comienzo.
Cha-La Head-Cha-La Dragon Ball Z: La Resurrección de Freezer (2015) continúa la trama planteada en Dragon Ball Z: La batalla de los Dioses (2013) y en muchos sentidos le es superior. La historia sigue pareciendo como si hubiera sido escrita por alguien con déficit de atención y sin idea de cohesión dramática, pero no quita que resulte sumamente entretenida. El conflicto se inicia rápido, la acción es rauda y divertida, los chistes son más conmensurados y tienen mejor efecto, y en general el mundo es lo suficientemente extraño y maravilloso como para atraer hasta a las personas que no se llaman contentas con ser fans de la serie original. A saber: desde el vamos está claro que la película no se va a tomar la molestia de plantear o establecer nada ni a nadie, y las cosas se darán con una lógica onírica. Recordarán que, a pesar de su nombre, Dragon Ball Z: La batalla de los Dioses trataba sobre el padecer cómico de un hombre dividido entre apaciguar al caprichoso Dios de la Destrucción y celebrar el cumpleaños de su mujer, una bizarra mezcla de rutina de vaudeville y La Dimensión Desconocida (The Twilight Zone). La “batalla” era una coda breve y poco satisfactoria al final de todo. Loado sea Akira Toriyama, porque Dragon Ball Z: La Resurrección de Freezer finalmente inyecta adrenalina a las aventuras de Son Goku en la pantalla grande. La película comienza con Freezer muerto y consignado a un infierno en el que hadas y animalitos de peluche bailan y cantan alrededor de su cuerpo inmóvil. Sísifo era más feliz con su roca. Mientras tanto, los lacayos de Freezer juntan las 7 Esferas del Dragón y desean revivir a su amo, o al menos sus pedazos (fue trepanado en vida, aunque sus pedazos luego fueron atomizados, lo cual crea un error de continuidad). Ensamblado gracias a la ciencia ficción, Freezer se dirige a la Tierra ipso facto, queriendo batirse a duelo con el hombre que lo mató: Goku. De ahí en adelante la película se convierte en un episodio bastante formulaico de Dragon Ball Z (o mejor dicho, una temporada entera resumida en 93 minutos): Bulma reúne a la banda de vuelta – Roshi, Krillin, Ten Shin Han, Piccolo y Gohan – y luchan contra el ejército de Freezer mientras hacen tiempo hasta que llegue Goku para que ponga punto final al asunto. Es la parte más divertida de la película porque todos los Guerreros Z poseen técnicas distintas y cada uno tiene su momento de gloria y vulnerabilidad, y realmente da la sensación de que se juegan la vida. El más interesante de todos probablemente es el chico nuevo, Jaco, quien oscila entre el orgullo y la cobardía con mucho pragmatismo. Su técnica consiste en utilizar su entorno para dejar fuera de combate a sus enemigos. Una vez que llega Goku – tarde, como siempre – y con él Vegeta, la película pierde algo de emoción. Goku es, lisa y llanamente, demasiado poderoso. Su lucha contra Freezer tiene la magnitud de un duelo amistoso, con tiempo de sobra para fanfarronear y comparar sus niveles de poder. El Dios de la Destrucción se come un helado mientras mira la pelea desde las bancas, y si algo llegara a salir mal no hay que preocuparse, porque puede utilizar poderes que nunca se establecieron para rectificar cualquier inconveniente al último minuto. Por último, el mensaje final de la película es cuestionable; no por su contenido – trabajar en equipo – sino por cómo se lo presenta: no con acciones, sino con palabras. Dado que la película no hace nada diferente, salvo cambiar el color de pelo de Goku, ni lleva a ningún lugar nuevo, podría decirse que existe dentro de una burbuja hecha para y por los fans del status quo. No porque querían contar una historia nueva, sino porque querían ver cómo sería la revancha entre Goku y Freezer, así como algunos perdemos el tiempo en el recreo preguntándonos quién ganaría entre Superman y Batman, Kratos y Ganon, Maria Altmann y la República de Austria, etc.
Sucedió una noche A la zaga del rotundo éxito de Perdida (Gone Girl, 2014), basada en la tercer novela de Gillian Flynn, llega Lugares oscuros (Dark Places, 2015), adaptación de la segunda novela de la autora, esta vez cortesía del realizador francés Gilles Paquet-Brenner. Es un buen thriller, pero es evidente por qué los mandamases de Hollywood eligieron adaptar este libro en segundo lugar: el enigma entorno al cual se construye el misterio central tiene una resolución tan inverosímil que probablemente requiera que el público recate su incredulidad más allá de lo recomendado. La historia comienza en 1985, cuando la madre y las hermanas de Libby Day son ejecutadas a sangre fría en la granja familiar, y el primogénito Ben es enviado a prisión por el crimen. Treinta años más tarde, Libby se ha transformado en Charlize Theron, quien compone un personaje huraño y de madurez atrofiada bastante similar a la Mavis Gary de Adultos jóvenes (Young Adult, 2011). Ha llegado a la adultez viviendo de la lástima de los extraños y las regalías de su cruenta fama, aunque quiere saber poco y nada del pasado. El dinero se le acaba y acepta la oferta de visitar un tal Kill Club, un culto de aficionados a los crímenes famosos que termina obligándola a investigar lo que realmente sucedió aquella confusa noche en la que su familia fue asesinada y su hermano se declaró culpable. Mientras avanza en su investigación, interrogando a los sospechosos de siempre – empezando por visitar a su hermano en prisión (Corey Stoll), que de repente se declara inocente – el pasado se va reconstruyendo en una serie de flashbacks en los que todos parecen ser culpables de algo: la madre (la exuberante madona Christina Hendricks), el hermano (Tye Sheridan), su novia (Chloe Grace Moretz), la pandilla de satánicos que matan vacas o bien la turba de padres enfurecidos por un escándalo sexual. El escenario sureño, la perfidia sexual, el tono de resentimiento, el elenco de personajes estrafalarios, todo suma para componer un thriller cuyos orígenes como best-seller sensacionalista se ven de aquí a las playas donde se leen estos libros. No hay una sola escena que no termine con puntos suspensivos, o bien no recuerde al frenético cambiar de hojas que suele ostentar con orgullo el género. Gilles Paquet-Brenner – guionista además de director – ha encontrado una forma muy natural de traducir el appeal escabroso de la historia al cine. Lo que se extraña es un estilo más contundente, como el que utilizó David Fincher para elevar a Perdida por encima de sí misma. Donde termina resbalando la película es al final, el cual requiere no una sino dos coincidencias asombrosas para explicar lo que ocurrió aquella fatídica noche de 1985 en la granja Day. No hay nada peor para un thriller que sacar la solución de la proverbial nada. Al mismo tiempo, el enigma posee dos soluciones, ninguna demasiado satisfactoria porque nos muestran personajes actuando de manera inexplicada y poco creíble. Pero en el peor de los casos Lugares oscuros será recordado como un thriller anchamente atrapante, y por la performance de Charlize Theron, que ha nacido para interpretar supervivientes que juegan por sus propias reglas.
La noche de la precuela Se debate constantemente si hay o no una especie de terror más preciosa que la otra; si en una película es más noble inspirar temor a través de la historia y la atmósfera que la rodea, o a través de un susto certero. Mucho depende del gusto, pero ambas requieren artesanía. Es tentador desmerecer al susto como un recurso barato, pero como nos dice John Carpenter, “Un susto en una película de terror es como un chiste en una comedia: lo esencial es el timing”. La noche del demonio: Capítulo 3 (Insidious: Chapter 3, 2015) es puro timing. Es una película en la que, como muchos “videos de miedo” pululando por internet, llama la atención del espectador a un punto focal diminuto o borroso, y en ese instante de vulnerabilidad sorprende con un sonido o imagen repentinos. Nos reímos. Se hace de día. Llega la noche. Repetir. Es un proceso básico, pero requiere mucha técnica, y lo que Leigh Whannell (co-creador de la serie El juego del miedo, aquí debutando como director) carece como escritor lo compensa con una excelente técnica para ubicar la cámara y programar los sustos de su pequeña casa embrujada. La película hace de precuela de La noche del demonio (Insidious, 2010) y su secuela La noche del demonio: Capítulo 2 (Insidious: Chapter 2, 2013), las cuales seguían el calvario endemoniado de la familia Lambert. La tercera les deja a un lado y se centra en los Brenner, la adolescente Quinn (Stefanie Scott) y su padre Sean (Dermot Mulroney), recientemente enviudado. Quinn desea ponerse en contacto con su madre y acude a Elise Rainier (Lin Shaye), la médium de las primeras dos películas, quien le advierte que “cuando llamas a los muertos, todos te escuchan”. Quinn sufre un accidente, queda confinada con un yeso en la cama y comienza a ser víctima de un demonio pasivo-agresivo que suele saludarla de lejos antes de aparecer detrás de ella y estrangularla. Todo esto se cuenta con experta técnica, y en la técnica quedamos, porque la historia es la nada misma y podría resumirse en “Quinn extraña a Lilith”, lo cual es lo único que sabemos del personaje y por lo tanto lo único que lo define (al de Dermot Mulroney también). Sobresaliente es la médium, Elise, quien en muchos sentidos es la verdadera protagonista de la trama, la cual funciona en gran parte como una historia sobre sus orígenes. Lin Shaye está excelente y termina robándose la película al demostrar más emoción, más pathos y más cambio que ningún otro personaje. Pero por más técnica que el director domine, nada salva el tercer acto del film, el cual abandona el tono relativamente sutil de la primera parte y desciende en un clímax cargado de acción, volumen e imágenes oníricas a dos centavos la docena. Así que eso es La noche del demonio: Capítulo 3, una película más elegante y temible de lo que el nombre sugiere, a pesar de una historia que no se dirige a ningún lugar interesante y el mal gusto con el que se la concluye. Y en un mundo en el que se estrenan películas como Líbranos del mal (Deliver Us from Evil, 2014) hay que celebrar las películas de terror que sí encuentran la forma de asustarnos. Sigan debatiendo cuál es la mejor película de terror. La peor es la que no asusta.
Pertenece en un museo Nunca la restitución legal de bienes ha sido tan excitante como en La dama de oro (Woman in Gold, 2015), en la que una viejita inicia una causa judicial contra la República de Austria por “La Mona Lisa de Austria”, una obra de Gustav Klimt robada por el nazismo hace más de medio siglo. De entrada Maria Altmann (Helen Mirren) posee la superioridad moral y legal, así como el favor del público, porque las personas son más simpáticas que los gobiernos, sobre todo cuando la historia está “basada en hechos reales”. El retrato le pertenece, sí, y le ha de ser devuelto, sí. El problema es, ¿qué pasa si no se lo dan? Lo único que le falta al personaje es una motivación fuerte, algo que nos convenza de que hay más en juego de lo que presentimos. La película sabe esto e intenta remediarlo con una serie de flashbacks a la Viena nazi en la que Maria es puesta bajo arresto domiciliario, destituida de sus bienes y finalmente intenta escapar con su marido en una persecución bastante tensa. ¿Qué tiene que ver todo esto con la resolución del conflicto central? Nada. La película genera mucha simpatía hacia Maria, pero nunca termina de conciliar sus dos mitades, que funcionan como dos historias por separado: la historia del abuso y éxodo de la familia Altmann, y la batalla legal por una pintura. Helen Mirren compone a un personaje inteligente y elegante, bella como siempre y salida directamente de otra época. Todo esto se sobreentiende. Irónicamente la sorpresa de la película es Ryan Reynolds como su abogado, Randy Schoenberg (descendiente del compositor), quien para variar interpreta a un hombre no solo sumamente inseguro de sí mismo sino que cambia lentamente a lo largo de la historia. El resto del elenco es competente: Daniel Brühl hace de periodista vienés y aliado de Maria y Randy. Su único propósito en la película es ilustrar que no todos los austríacos goy son malos. Katie Holmes, condenada a interpretar a La Esposa del Protagonista, es la esposa del protagonista. Charles Dance y Jonathan Pryce, siempre buenos, tienen breves apariciones. El dueto principal está muy bien, y la historia tiene potencial, pero La dama de oro jamás termina de ponerse tan interesante o atrapante como podría serlo. Todo el drama se ha reservado para la mitad histórica de la película, mientras que la otra mitad avanza sin demasiados inconvenientes excepto los que el guión requiere de manera sumamente artificiosa. El personaje de Mirren se establece como alguien preciso y resuelto, por lo que no se explican sus inesperados cambios de voluntad, que son varios y se ponen reiterativos. Quiere ir a Austria, pero no quiere ir a Austria. Le importa la pintura, pero no le importa la pintura. Un personaje menos caprichoso hubiera llegado al final de la película media hora antes.
Franquicia Jurásica Veintidós años luego de Jurassic World (Parque Jurásico, 1993) se estrena Jurassic World (Jurassic World, 2015), secuela que ignora el buen sentido común de los Dres. Grant, Satler y Malcolm y nos muestra por primera vez el parque de atracciones que soñó John Hammond (QEPD Richard Attenborough) en pleno funcionamiento. Si bien InGen no ha reparado en gastos, tampoco ha aprendido que la vida, eh, se abre camino. En el año en que se ha estrenado la inmejorable Mad Max: Furia en el camino (Mad Max: Fury Road, 2015) vale preguntar: ¿es la cuarta y más reciente iteración de cierta histórica serie de películas igual de buena, incluso mejor que la primera? La respuesta, en el caso de Jurassic World (Jurassic World, 2015), es no. No posee la creatividad o el genio de la primera película, pero se ubica muy por encima de la tercera y más o menos a la altura de la segunda, que es a la que se parece más en términos de ambición (más dinosaurios, más gente, más muertes). La pauta de la película es autorreferencial y delata las propias preocupaciones de sus productores: ¿cómo seguir atrayendo a un público que se ha acostumbrado a algo tan maravilloso como los dinosaurios? Para Claire Dearing (Bryce Dallas Howard), administradora de Mundo Jurásico, la respuesta es más, más, más: hacerlos más grandes, más feroces, con más dientes y más espinas. Los laboratorios de InGen le acaban de fabricar el primer híbrido genético, apodado “Indominus rex”, para contrarrestar la fluctuante concurrencia del parque (o la relevancia de Jurassic Park, para el caso). ¿Excitará a los niños? “Traumará a los padres,” le responden. Es cuestión de tiempo para que la Indominus rex, chica astuta, escape de su contenedor y aterrorice al público de Jurassic World. La trama requiere que en el ojo de la tormenta se encuentren dos niños, ambos sobrinos de Claire, y que Claire aprenda a preocuparse por ellos mientras los busca con la ayuda de Owen Grady (Chris Pratt, sin su usual carisma). Owen cría y entrena velociraptores, y eventualmente cabalga con ellos hacia la batalla contra la Indominus, lo cual no es tan exhilarante como sugieren las imágenes promocionales. La Indominus, por cierto, tampoco se encuentra a la altura de las expectativas generadas por los personajes o la propia campaña publicitaria del film. No sólo no se ve ni hace nada muy novedoso, sino que posee el peso y la presencia de una imagen computarizada. Se extrañan los efectos prácticos de Stan Winston. Dicho todo esto, la película cuenta una historia muy distinta a la típica fábula que castiga la intromisión del hombre en el orden de la naturaleza. Esta vez el eje del conflicto se centra en la humanización de los dinosaurios, y la posibilidad de una relación simbiótica entre seres humanos y lagartijas gigantes (en la medida en que sean criadas con un cariño y respeto que ningún reptil sabría identificar o reciprocar en primer lugar). El opuesto de Grady es Hoskins (Vincent D'Onofrio), quien especula con convertir a los dinosaurios en armas biológicas, una pésima idea que ubica a InGen a la altura de Weyland-Yutani o Umbrella Inc. La subtrama de InGen nunca cobra mucho sentido o importancia y terminada olvidada a un costado. Humanizar a los dinosaurios – ponerlos en un mismo nivel cognitivo que el ser humano, robarles de su atemorizante bestialidad – es un error que ya se había cometido en la tercera película y que aquí se repite para bien o mal. Para muchos será un punto de contención, sobre todo cuando los velociraptores deben elegir entre la lealtad a su amo – con quien intercambian miradas sapientes – y hacia los demás dinosaurios. Para otros todo esto será irrelevante, porque no hace más que sentar base para duelos épicos diseñados para contestar fantasías infantiles que preguntan, ¿quién ganaría, un velociraptor o un híbrido genético? Jurassic World es una película divertida acerca de dinosaurios rampantes que matan gente, cuando no entre sí. Pero no causa ni miedo ni asombro, principalmente porque los personajes jamás sienten miedo o asombro. Poseen demasiada agencia a lo largo de la película, nunca sentimos verdadero peligro. Por otra parte, la muerte de un personaje secundario en particular resulta inusual (y deliciosamente) cruel, como si el guión se desquitara con alguien a quien no se nos enseñó a odiar en primer lugar. Esa muerte va con el tono indulgente de la película, la cual busca la satisfacción rápida y no tiene el tiempo o el talento para armar una escena tan intensa y que comunique tanto peligro como la primera vez que vemos al tiranosaurio en Jurassic Park. Si esa secuencia era el corazón de la película, Jurassic World no tiene corazón, porque todo ocurre en un mismo nivel de entretenimiento raudo y olvidable. Su objetivo ya no es producir temor, maravilla, curiosidad, inquietud o inspiración. Hoy en día películas como ésta (las de Marvel, o bien cualquier cosa que dirija Michael Bay) tienen un único objetivo: causar regocijo. Causarlo rápido. Causarlo seguido. Regocijaos.
En el nombre de RoboCop Neill Blomkamp es mejor productor que director o escritor, algo que ya se sospechaba desde Elysium (2013) y se confirma con Chappie (2015): el hombre está lleno de ideas y posee un ojo avizor para el diseño de producción, pero ni desarrolla estas ideas en función de un argumento satisfactorio, ni termina de someterlas al servicio de una historia o personajes interesantes. Su carrera – otrora propulsada a chorro por el debut de Sector 9 (District 9, 2009) – se ha convertido en un cruel revés del mantra de Star Trek: El cine: la frontera final. Estas son las películas de Neill Blomkamp. Su misión: plantear alegorías elementales, desarrollarlas a medias, ir hacia donde todos ya llegaron. La ciencia ficción es un género especulativo, supuestamente motorizado por el planteo de viejas ideas mediante una nueva dialéctica. Pero últimamente muchas películas, ostensiblemente de ciencia ficción, padecen tanto la falta de imaginación como la de ambición: pasó con Autómata (2014), pasó con Trascendence: Identidad virtual (2014), pasó con Tomorrowland (2015) y pasa hoy con Chappie. Películas que poseen un ápice de imaginación que dura lo que una introducción, y una ambición marginal por entretener sin tomarse nada de lo que plantea demasiado a pecho. En defensa de Blomkamp, sus alegorías tienen cierto encanto, operan dentro de escenarios concebidos originalmente, y en el peor de los casos proveen un buen entretenimiento (Elysium es una película de acción divertida). El extraño y absurdo mundo en el cual se desarrolla la historia de Chappie entretiene por sí solo, a menudo a pesar de sí mismo. Consideren la historia: en el futuro, la policía de Johannesburgo ha sido privatizada por una compañía de armas, “Tetra Vaal”, que ha reemplazado a los oficiales con robots policíacos (“RoboCops”, si se quiere). Pero mientras la compañía celebra la caída del crimen, el creador e ingeniero de los androides Deon Wilson (Dev Patel) desea ir un paso más allá y en el nombre de la ciencia instalar una símil consciencia en uno de ellos. Entonces Deon y su robot, “Chappie” (Sharlto Copley), son secuestrados por una dupla de gángsters llamados Ninja y Yolandi (interpretados también por Ninja y Yo-landi Vi$$er, una pareja de rappers sudafricanos que presuntamente hacen de sí mismos). La pareja pretende que Deon desactive a los androides policíacos, pero se conforman con robarle a Chappie y criarle para que se convierta en un maleante más y les ayude a conseguir el dinero que necesitan para saldar una deuda millonaria con otro mafioso local. Finalmente tenemos a Vincent (Hugh Jackman en un raro papel villanesco), colega y salieri de Deon, quien hará todo lo posible por minar los androides de Deon para poder vender sus propios modelos, controlados no por una inteligencia artificial sino por seres humanos (lo cual es una alternativa perfectamente sensata, pero la película está por encima de debatirla). A efectos de la historia, Ninja y Yolandi se construyen como arquetípicas figuras de padre y madre: Ninja intenta hacer del robot “un hombre”, enseñándole a robar, llevándole a lo que literalmente llama “su primer día de escuela” y reprimiendo la expresión personal y artística de Chappie; mientras que Yolandi – súbita e improbablemente – desarrolla un instinto maternal, amparándole y gritando constantemente en su defensa “¡es sólo un niño!”. Las escenas de drama familiar son tan ridículas como mal actuadas, cortesía del dúo rappero. A su vez, Chappie desarrolla una relación religiosa con Deon, su creador y Dios, alternando entre acatar sus mandamientos (no cometer crímenes) y distanciarse de Él lleno de ira y confusión (“¿¡Por qué me diste vida para luego quitármela!?”, en referencia a su corta expectativa de vida). Contamos no con una sino dos alegorías bien obvias y bien nimias, y ningún personaje logra ser demasiado querible o interesante como para comprometer al espectador. Cuenten si quieren cuántas veces alguien hace algo y no se entiende por qué: por qué los criminales dejan ir a Deon luego de secuestrarle, por qué de repente Ninja se pone de su parte luego de antagonizarle toda la película, por qué no se custodia el McGuffin que prende y apaga a los RoboCops de toda la ciudad, y sobre todo por qué la película nos dice que Deon ha logrado transferir la consciencia humana (en un pendrive bajo el nombre ‘consciencia.dat’, ni más ni menos) cuando en realidad lo que hace es clonarla y eliminar el original. Por último está Sigourney Weaver en un papel minúsculo y mal escrito, haciendo acto de presencia como la santa patrona de la ciencia ficción y dando substancia a los rumores de que Blomkamp dirigirá algún día la quinta (o sexta, depende cómo cuenten) entrega de Alien. Decir que la serie ha sufrido en peores manos no es exactamente un cumplido, pero ahí lo tienen.
Una pareja bajo la influencia Una joven pareja pelea y pelea en El incendio (2015). Empiezan peleando, terminan peleando, y en el medio pelean otro poco. La película es un gran momento de crisis, sostenido muy bien a lo largo de un solo día por la dirección de Juan Schnitman y las interpretaciones de Pilar Gamboa y Juan Barberini, pero el conflicto evoluciona de manera predecible y no llega a ningún lugar particularmente ingenioso. La película comienza con la joven pareja, Lucía (Gamboa) y Marcelo (Barberini), compartiendo un idílico despertar y manoseándose de una forma entre violenta y juguetona, lo cual contrastará con el grotesco de más adelante. Es el día en que compran una casa. Se atan fajos de dólares a los muslos como criminales, emergen de la carcelaria bóveda del banco y camino a finalizar el trámite reciben la llamada que lo comienza todo: la compra se pospone para el día siguiente. ¿Qué hacer? Han embalado y empaquetado todo en casa, y la idea de tener el dinero en casa los pone neuróticos. ¿Dónde lo esconden? ¿Quién queda a cargo? Ambos regresan a sus respectivos trabajos, pero tienen la cabeza en otro lado y quedan vulnerables a percances cotidianos que normalmente sabrían reducir, pero por esta vez no tienen la paciencia o la sensatez para hacerlo. Lucía comienza a tener brotes de estrés, y Marcelo lidia con su faceta agresiva. Comienzan a sospechar uno del otro, y a desquitar sus frustraciones uno con el otro, cada vez más y más violentamente. Y con eso se resume más o menos la historia, que no ofrece grandes giros, reveses, cambios en las reglas de juego o demás hechos inesperados. Lucía y Marcelo, a pesar de estar excelentemente caracterizados por los actores, no son personajes particularmente complejos y no hacemos grandes averiguaciones sobre su carácter, el cual se encuentra visiblemente planteado desde el principio. Sus aflicciones se presentan con rotunda evidencia y en cierta medida la película a veces se siente reiterativa. De hecho El incendio podría contarse fácilmente en menos tiempo, y prueba de ello son ciertas escenas que no agregan nada a la trama. Por ejemplo, Marcelo hace una breve visita a su hermano en un inútil momento de distensión. Y hay una escena de 10 minutos en la que la vitriólica pareja tiene sexo brutal. No dice nada ni cambia nada ni condice con el personaje de Lucía, pero ahí está, en imitación a todas las otras esotéricas escenas de sexo pasivo-agresivo en la historia del cine. El incendio nunca termina de alzarse al nivel de la expectativa generada por las escenas iniciales, y dentro de todo ofrece un recorrido bastante lineal que termina en un lugar común. Así como evade errores, la grandeza se le escapa al no arriesgarse por otra cosa que no sea lo obvio.