C’est fini Jean-Luc Godard es al cine lo que el niño al emperador del traje nuevo. Señala con el dedo y dice: eso no es un medio orgánico, está editado para parecerlo. Lleva señalando más de medio siglo, infatigable. No tuvo la dignidad de tirar la toalla más o menos a la altura en la que todas las vanguardias artísticas deberían morir, no sea que se conviertan en un modo más de representación institucional. El eje del plano no tiene por qué ser respetado. La cámara no tiene por qué seguir al personaje. Los diálogos no tienen por qué ser coherentes. La imagen no tiene por qué responder lo que pregunta. El sonido no tiene por qué sincronizarse con la imagen. Godard se burla del artificio cinematográfico; burla que convierte en un complejo juego de citas y subversiones que experimentan con las posibilidades de la imagen fílmica más allá de la convención. En Adiós al lenguaje (Adieu au langage, 2014) hay un principio, un medio y un final, pero no necesariamente en ese orden. Hay un hombre, una mujer y una pistola. El hombre y la mujer se pasean desnudos por su casa. Hablan sin decir nada. Se pelean. El hombre se sienta en el inodoro y echa una sonora cagada. “Esto es igualdad de géneros,” declara. El film se ha hecho en 3D y una de sus gracias es que de vez en cuando, en vez de proyectar dos veces la misma imagen perpendicularmente, se proyectan dos imágenes completamente distintas. Cierren el ojo derecho y verán a la mujer desnuda, cierren el ojo izquierdo y tendrán los genitales del hombre en su cara. Este intenso dueto de entrecasa se ve interrumpido por citas, muchas citas. Libros, películas, composiciones, reseñas históricas. Darwin cita a Buffon. El narrador cita a los indios Apache de la tribu Chikawa. Un personaje lee un libro de van Vogt. Mary Shelley escribe Frankenstein. Pasan Metrópolis (1927) en la tele. Algunas citas son obvias. Otras están reservadas para los estratos más onanistas de la pedantería académica. Y en ningún momento se cita al dramaturgo Tom Stoppard, que una vez escribió esta línea de diálogo: “La mitad de lo que dijo significaba otra cosa, ¡y la otra mitad no significaba nada!” Todas las películas de Godard tienen aires de jocosa impertinencia. Y casi todas están narradas por él. “Eres el Ursula Andress de la militancia,” le escribió François Truffaut una vez (la última vez). “Posas para las cámaras unos minutos, haces dos o tres declaraciones asombrosas y te esfumas, de regreso a un misterio autocomplaciente”. Olvidó recalcar el aburrimiento de su voz, apenas rivalizado por el de Johnny Depp. Godard continúa narrando como de costumbre, insertando ocasionalmente intertítulos que juegan con palabras. Por ejemplo: Adieuaulangage. Ah dieu. Oh langage. Brillante. Una segunda observación sobre el 3D: el efecto es nauseabundo. Las imágenes especulares han sido filmadas a un angulación mayor de la acostumbrada; consecuentemente la compensación focal es mayor, y la distancia entre lo que ocurre en primer plano y lo que ocurre en el fondo es extraordinaria. Esto es particularmente nocivo si desplazamos la mirada constantemente entre imagen y subtítulos, ya que los ojos nunca terminan de acostumbrarse a un foco. Por otra parte, el crítico David Bordwell – quien ha defenestrado el concepto del 3D en reiteradas oportunidades – ha llamado Adiós al lenguaje “la mejor película 3D que he visto”. Así que ahí tienen. Mientras que Godard ha dedicado su vida a demostrar que el cine es un constructo narrativo de naturaleza discursiva, y a su paso ha dejado invaluables aforismos de calendario como “cada corte es una mentira” y “los planos secuencia son una cuestión de moralidad”, otros realizadores igual de monotemáticos y no menos nobles se han contentado con hacer películas que honran un pacto cinematográfico con sus espectadores. ¿A cuántos de ellos despertará JLG con su nueva película, y a cuántos otros el disco les sonará rallado?
Brooklyn Story Con excepción de Charlie Kaufman, no hay muchos guionistas lo que se dice “consistentes” en materia de estilo y calidad. Incluso los mejores y más exitosos producen fiascos a raíz de encontrarse en la nómina de los mejores postores de Hollywood. Por qué no sumamos a Dennis Lehane al club de una vez por todas. ¿Se han fijado en su currículo? Es el novelista detrás de Río místico (Mystic River, 2003), Desapareció una noche (Gone Baby Gone, 2007) y La isla siniestra (Shutter Island, 2010), trabajó de guionista en The Wire y Boardwalk Empire (además de producir) y ahora se acredita La entrega (The Drop, 2014), basada en un cuento corto suyo.. Hay que empezar hablando de Lehane porque lo mejor de La entrega es el guión: un verdadero trabajo de relojero. La construcción de los personajes, su forma de hablar y chocar entre sí, el agudo ingenio de los diálogos, el hecho de que no hay una sola escena o pedazo de información de más son algunos de los indicios que dan cuenta del cuidado en la escritura del guión. Ambientada en la barriada de Brooklyn, la historia se centra en Bob Saginowski (Tom Hardy), un barman de pocas luces pero con buen corazón y un temple de acero. Es leal a la mafia rusa, que utiliza el bar como uno de sus muchos puntos de entrega de dinero. El administrador del bar es Marv (James Gandolfini), huraño y resentido por cómo ha terminado sus días de crimen como un servidor de bajo nivel. “Cediste y no hay nada más que hacer,” le reitera Bob. Dos incidentes catalizan un cambio radical en sus vidas. En el primero, Bob rescata a un malherido cachorro de un tacho de basura. El tacho pertenece a Nadia (Noomi Rapace) pero el perro pertenece a su ex novio Eric (Matthias Schoenaerts), de mirada desequilibrada. Eric vive extorsionando Nadia y ahora encuentra la oportunidad para extorsionar a Bob, so pena de terminar matar al can. De más está decir que hay tiempo para cortejar a Nadia, aunque sea tímidamente. El segundo incidente lo enfrenta a dos ladrones enmascarados, que roban imbécilmente el bar una noche. Ahora la mafia quiere su dinero de vuelta, lo cual complica tanto a Bob como a Marv, quien tiene sus propios problemas de dinero en casa. Ésta es oficialmente la última aparición de James Gandolfini en el cine. Da una performance entrañable y típica suya, la de un tipo alegremente insincero cuya dignidad siempre se encuentra en peligro de verse ofendida. Tom Hardy es igual de bueno a su lado, contrastando las retorcidas “grandes expectativas” de James Gandolfini con una inmutable diligencia zen. La entrega cuenta una historia sencilla, pero la forma en que la cuenta – cómica y sapiente – y el pequeño mundo de grandes personajes que construye son un placer de observar.
Los hermanos sean unidos Ridley Scott es probablemente lo más cercano que el mundo moderno tiene a un orfebre de épicas estilo Cecil B. DeMille, sólo que siempre ha favorecido la épica histórica por sobre la bíblica. En su haber tiene Gladiador (Gladiator, 2000), Cruzada (Kingdom of Heaven, 2005) y Robin Hood (2010). Ahora se aventura en las páginas apócrifas de la historia con Exodo: DIoses y Reyes (Exodus: Gods and Kings, 2014). Christian Bale hace de Moisés, quien no es menos judío que Charlton Heston o Burt Lancaster, con lo que increpar controversia por ese lado es inútil. Según esta versión del relato bíblico, Moisés es un general a las órdenes de Seti I (John Turturro) y el hermano adoptivo de su hijo Ramsés II (Joel Edgerton). La película comienza con los hermanos luchando contra las huestes hititas durante una batalla en la que Moisés humilla a Ramsés al salvarle la vida. Al regresar de la campaña, el anciano regente confiesa a su general favorito lo mucho que lo ama y cuánto lamenta que su débil hijo sanguíneo heredará el trono en su lugar, y… … ¿les suena todo esto? Estamos viendo Gladiador de vuelta. El emperador que se muere, su amor por el hijo que merece pero no tiene, el odio del hijo que tiene pero no merece, el exilio del primero a manos del segundo y su triunfal retorno a una polis corrupta en pos de redención… Ridley Scott ha vuelto a dirigir Gladiador. La misma premisa da lugar al mismo conflicto entre los mismos personajes que hasta recitan el mismo diálogo. En Gladiador, el resentido Cómodo observa a su sobrino mientras duerme y dice: “Duerme tan bien porque es amado”. En Exodo: DIoses y Reyes, el resentido Ramsés observa a su hijo mientras duerme y dice: “Duermes tan bien porque sabes que eres amado”. Copiar a Gladiador es un pecado menor al de parecerse a Gladiador, sobre todo cuando lo comete el mismo director que dirigió Gladiador y el resultado es una película igual de entretenida, más por la inmensidad de la producción que otra cosa. El drama de los hermanos querellantes se hizo mejor en la cinta animada El príncipe de Egipto (The Prince of Egypt, 1998). Allí vemos crecer a Moisés y a Ramsés, y les conocemos como hermanos antes de verles como enemigos. Las versiones de Éxodo son cruelmente monótonas: Bale interpreta a Moisés como un santurrón colérico ya esté del lado de los egipcios o de los judíos, Edgerton es inseguro y reaccionario como Ramsés, y entre los dos hay muy poca química o tensión. Del resto del elenco resulta casi imposible opinar, ya que se presta muy poca atención a todo lo que ocurre más allá del duelo de voluntades entre Moisés y Ramsés. Ben Kingsley y Aaron Paul tienen papeles ínfimos como dos de los seguidores de Moisés. Sigourney Weaver debe tener unas tres líneas de diálogo sumadas entre sus tres míseras apariciones. María Valverde hace de la esposa de Moisés, pero el guión la hace a un lado al rato de introducirla. No hay personajes interesantes o memorables y rara vez afectan el curso de la trama: son parte del decorado. Si no reconocieran a las celebridades que los interpretan, ni los notarían. La única diferencia notable con Gladiador es el componente religioso, y la película ciertamente innova (aunque sea tímidamente) al guardar un atisbo de realismo y ofrecer explicaciones con las que se podrían racionalizar todas las partes fabulosas y sobrenaturales de la historia. Moisés sufre una terrible conclusión momentos antes de hablar con Dios por primera vez. De ahí en más, cada vez que habla con Dios (representado por un niño caprichoso que no sabe muy bien lo que quiere) la película cambia ocasionalmente al punto de vista de un personaje secundario para mostrarnos que Moisés para hablar solo. Las extraordinarias diez plagas que azotan a Egipto (de lo mejorcito de la película, por cierto, y el justificativo ideal para verla en 3D) son todas racionalizadas científicamente por los sacerdotes del faraón. Incluso los momentos más increíbles, como la muerte súbita de todo primogénito egipcio o la división del Mar Rojo, son anticipados sutilmente: de entrada confirmamos la infirme salud del hijo de Ramsés; asimismo se demuestra que el Mar Rojo es capaz de decrecer dramáticamente de la noche a la mañana. Esta lectura del Exodo: DIoses y Reyes es original (en lo que concierne al cine) pero se mantiene en candilejas a lo largo de toda la película, como una especie de premio consuelo para ateos y agnósticos (entre los que podemos contar al propio director). Ridley Scott ha dirigido una versión entretenida y competente de la historia que todos conocemos, y la ha imbuido con el “realismo” con el que acostumbramos edulcorar hoy en día en los relatos fantásticos de antaño. Se extraña el elemento de una película más audaz y personal como Noé (Noah, 2014), aunque Scott probablemente difiere sobre esto último. Ha elegido dedicar Exodo: DIoses y Reyes y reyes a la memoria de Tony Scott, su hermano. No puede ser una coincidencia que elija homenajearle con la historia de dos hermanos por siempre separados por el destino.
Quiero secuestrar a mi jefe Cuando se estrenó Quiero matar a mi jefe (Horrible Bosses, 2011) las comparaciones con ¿Qué pasó ayer? (The Hangover, 2009) eran evidentes. Ahora que se estrena Quiero matar a mi jefe 2 (Horrible Bosses 2, 2014), las comparaciones con ¿Qué pasó ayer? Parte 2 (The Hangover Part II, 2011) son inevitables. Por esta vez la secuela no es un desfachatado calco de la original, lo cual es de lo más bonito que se puede decir de estas comedias chatarra que se agrandan como combos de McDonald’s. Uno se imagina la reunión. “Y por 14 millones más, sale con secuela”. Regresa el pusilánime trío de niñatos Nick, Kurt y Dale: Jason Bateman, el sensato líder; Jason Sudeikis, el cachondo; Charlie Day, el canijo histérico. Han dejado atrás sus días de matar jefes desde la primera película. ¡Ahora son sus propios jefes! La película comienza con un anuncio televisivo en el que el trío presenta su invención, un cabezal de ducha que además escupe shampoo en la cabeza de la gente demasiado vaga y gorda como para usar sus manos. Tan bueno es su producto, de hecho, que atrae la atención de un magnate financista (Christoph Waltz) que les hace un encargo millonario – sólo para retirar la financiación en un momento clave, fundirlos y adueñarse de su lozana PyME. Ya que los muchachos han decido que el asesinato no es lo suyo, esta vez deciden secuestrar al hijo de su enemigo (Chris Pine) y extorsionarlo. El plan se complica cuando resulta que la víctima está más que dispuesta en participar del secuestro y complicarlo de maneras inesperadas. Los caprichosos diálogos entre los tres protagonistas resultan graciosos la mayor parte del tiempo; cualquier momento es un buen momento para entablar una larga y acalorada discusión sobre cómo se deletrea una palabra, pelearse por cómo se apoda en código cada uno o simplemente discutir si Máxima velocidad (Speed, 1994) estuvo buena o no. La rutina se vuelve un poco insufrible cuando los personajes lidian con el correctismo político que plaga al pánfilo de clase media en el siglo XXI, que se encuentra más preocupado por no parecer racista u homofóbico que por no serlo realmente. Además de los tres intérpretes, que están muy bien, a Chris Pine se lo ve sorprendentemente comprometido con su papel. Hay algunos buenos cameos de la primer película. Kevin Spacey tiene un par de escenas buenas en las que luce su característico desdén misántropo. VuelveJennifer Aniston como la dentista ninfómana, y hace su contractual aparición en ropa interior. Jamie Foxx regresa como el pretencioso “Motherfucker” Jones. La única decepción es Waltz, que sencillamente no figura mucho en la película. No aparece el tiempo suficiente para desarrollar su personaje, ni configurarse como particularmente detestable. Nunca llega al nivel de delicia con el que Spacey viste su villanía. Algo que nunca ha terminado de cuadrar en esta serie: pretende hacerse pasar por humor negro, y regocijarse en la amoralidad de sus protagonistas, pero la verdad es que siempre reculan a último minuto. Se acercan lo suficiente para catalizar una serie de violentos sucesos que terminarán fallando a su favor, pero al no ser directamente responsables retienen su superioridad moral. ¿Hay posibilidad hoy en día de una auténtica comedia negra hecha en Hollywood, o es que siempre hay que restituir la moral antes de que termine la película? En fin. Quiero matar a mi jefe 2 regresa con casi todo que gustó de la primera película y hace un mínimo esfuerzo por diferenciarse de ella, con lo que se llama contenta. El espectador también, probablemente.
Aventuras en el desierto pampeano Jauja (2014) es la película más locuaz, narrativa y teatral de Lisandro Alonso. Esa es sólo una observación. El cambio de paradigma se debe probablemente a la presencia de Viggo Mortensen, quien imbuye un poco de “star power” a la co-producción argentino-danesa-francesa-mexicana-norteamericana-alemana-brasilera-holandesa. Este es el quinto largometraje de Lisandro Alonso. Sus películas destierran a sus protagonistas a destinos recónditos, donde el entorno les envuelve y les consume en silencio. Tenemos al hachero Misael en el bosque pampeano en La libertad (2001), y al ex convicto Vargas en los pantanos selváticos de Corrientes en Los muertos (2004). Ambos se reúnen en Fantasma (2006) para ir al cine. En Liverpool (2008), el marinero Farrel se adentra en la tundra helada de Ushuaia. Ahora tenemos Jauja, en la que el Capitán Dinesen (Mortensen) se aventura en el desierto pampeano a la búsqueda de su hija desaparecida (Viilbjørk Malling Agger), quien se despide diciendo “el desierto me envuelve y me penetra”. Es la primera vez que Alonso ancla la historia no sólo en un espacio específico sino en un tiempo (y contexto histórico) particular: el año es 1882, y Dinesen es parte de la funesta Conquista del Desierto. Así que tenemos a un protagonista claramente definido cuyas acciones son guiadas por una motivación de frente – de ahí la inusual “narratividad” de la cinta. Dinesen cabalga desierto adentro buscando a su hija. No sólo se ha fugado con un soldado del destacamento, sino que peligra de encontrarse con los “cabezas de coco” o con un tal desertor llamado Zuloaga, una figura kurtziana que el guión nunca desarrolla del todo. En el camino abundan los cadáveres y los extraños y los cadáveres de los extraños. El trabajo de cámara es familiar –extensos planos secuencia que exceden el drama o la “utilidad” de la escena, encuadres estáticos sin ningún tipo de movimiento de cámara y una fotografía preciosa que presenta la sublime inmensidad de la naturaleza y el patetismo del hombre perdido en ella. Los personajes visten con intensos colores primarios que le dan un virado surreal a las escenas. La película nos remite a “westerns ácidos” de culto como El topo (1970), en los que el desierto es un escenario absurdo poblado por locura. No hay demasiadas peripecias, sólo mucho cabalgar, caminar y observar de lejos mientras el tiempo se cristaliza en las imágenes. El final de la película convierte el viaje de Dinesen en una especie de peregrinaje del que mucho no se entiende, sobre todo a luz del extraño epílogo de la película. ¿Alguien vio Simón del desierto (1965), de Luis Buñuel? Ténganla en cuenta. Jauja es y no es la típica película de Lisandro Alonso. Estéticamente, es la sucesión lógica de sus películas previas. Ideológicamente hay algo más esta vez. Estilísticamente también, aunque nos encontramos con la presencia de Mortensen, ostensiblemente el primer actor profesional en agraciar el cine de Alonso. Ideológicamente hay algo más, aunque el enigma parece estar diseñado principalmente para confundir.
La bronca Soy Mucho Mejor Que Vos (2013) abre sobre dos amigas que se encuentran hablando desenfrenadamente sobre picos y chochas, escena que establece la elocuente vulgaridad de la película. Pero el protagonista es Cristóbal, el pobre infeliz que espera paciente a que terminen de discutir. Se quiere encamar con una, o la otra, o las dos; le da igual. Va a ser una larga noche de pulsiones furtivas y deseos frustrados, caminando sin rumbo por las calles de Santiago de Chile. Cristóbal (Sebastián Brahm) lleva un tiempo viviendo en la oficina de su mediocre PyME. Su mujer le ha dejado, harta del fracaso y las falsas promesas, y se ha ido a España. Cristóbal espía enfermizamente su perfil de Facebook, puteándola a larga distancia. Ella le retruca que debería firmar los papeles para dejar que sus hijos se vayan con ella. Él se niega, más por principio que por otra cosa. Los chicos no viven con él sino con la abuela, y Cristóbal no atiende las llamadas ni de uno ni del otro. La jornada nocturna de Cristóbal se desenvuelve de a tumbos, siguiendo caprichos frívolos sin saciar ninguno de ellos. El zorro de cierta fábula decide que si las uvas son inalcanzables es porque no están maduras. Para Cristóbal las uvas nunca están maduras. Son frutos incomibles debido a una puja interna entre culpa y rencor. Confunde a una mujer con una puta y es rechazado, pero al dar con una puta real la rechaza con asco. Instintivamente sigue a chicas por la calle, ¿pero qué pasa cuando dejan de ignorarle y empiezan a aceptarle? El día llega como una extensión del mismo tumultuoso recorrido de la noche. No hay descanso para Cristóbal, sólo sed. Choca con cabros, pololas y huevones, y se pelea con todos ellos. El personaje es engreído, soberbio y compulsivamente mentiroso, pero Sebastián Brahm hace una excelente labor en velar por la simpatía de Cristóbal. Deja en claro que las decisiones que toma no son juicios sobre el bien y el mal, sino actos de desesperación por encontrar una tercera opción más fácil. El guión del escritor/director Che Sandoval es uno de los aspectos más fuertes de la película. Cristóbal busca salidas fáciles, pero el guión no se las ofrece, y lleva cada escena hasta las máximas consecuencias, ya sean los resultados muy graciosos o muy duros. Para Cristóbal, la cobardía le da bronca, la bronca le da rencor y el rencor cierra un círculo vicioso del que tal vez pueda no salir.
Más de lo mismo “Amo el guión. Es exactamente idéntico al primero,” dice Peter Farrelly. “Si te gustó Tonto y retonto (Dumb and Dumber, 1994), te va a gustar esto, porque es más de lo mismo”. Curioso optimismo. Lo que siempre resonó (o no) con el público no fue el guión sino las actuaciones de Jeff Daniels y Jim Carrey como los notablemente idiotas Harry y Lloyd, y los gags en los cuales se involucraban sin mucho asco o pudor. Con unos tipos así el humor se encuentra en cualquier lado. No hace falta contar la misma historia dos veces. Pero los directores Peter y Bobby Farrelly no lo creen de esa forma, y envían a sus protagonistas en la misma aventura que vivieron hace ya 20 años: un road trip a través del desértico ombligo de Estados Unidos en busca de una elusiva femme cuya atención los enemistará. En el camino se les une un tercer tipo que tiene la misión secreta de liquidarlos (Mike Starr en la primer película, Rob Riggle en la segunda) pero nuestros infantiles imbéciles lo torturan con bromas pesadas. ¿Cuán imbéciles son Harry y Lloyd? Es la pregunta que guía la expectativa del público. Pueden conversar entre sí por teléfono en el mismo cuarto sin darse cuenta. No pueden distinguir un órgano humano de un bife asado (o una vagina de un pavo, para el caso). Y en un chiste robadísimo de Un loco anda suelto (The Jerk, 1979), uno de ellos ha pasado toda su vida sin deducir que es adoptado, a pesar de tener padres chinos. El ratio de éxito de los chistes es un poco disparejo. Los mejores ocurren cuando las estupideces de Harry y Lloyd rebotan contra un personaje serio, y la película provee el escenario ideal en la forma de una prestigiosa conferencia científica (en la cual son confundidos con científicos Nobel, obviamente). Kathleen Turner (!) y Rob Riggle proveen los mejores contrapuntos cómicos de la película. Harry y Lloyd no son tan graciosos cuando no tienen a nadie a quien irritar o torturar. Esto se demuestra cuando están solos, o en las escenas que comparten con Penny (Rachel Melvin) – la hija perdida de Harry, que es igual de estúpida que su padre y su amigo. La película podría haber sido mucho más graciosa. Y debería haberlo sido. La original gozaba del shock de sus gags, una vertiente de humor negro y el auge cómico de Jim Carrey. Y como dijo uno de sus directores, obtenemos más de lo mismo. Lo que no dijo es que el material ha sido lavado y desteñido por veinte años de otras comedias similares que han sabido imitar a Tonto y retonto mejor que su propia secuela. Tonto y retonto 2 no fue inspirada por ninguna idea particular excepto la de copiarse a sí misma y aferrarse a un semblante de nostalgia. Los créditos concluyen con imágenes de las dos películas, y lo único que logran es recordarnos cuánto más graciosa fue la primera.
2014: Otra Odisea del Espacio Interestelar (Interstellar, 2014) es la película más grande, larga y épica de Christopher Nolan, lo cual es mucho decir teniendo en cuenta que el hombre dirigió El Origen (Inception, 2010). Pero como su antecesora, a pesar de un increíble potencial heurístico, Interestelar carece de verdadera ambición. Empuja los límites de la imaginación pero no está interesada en explorarlos ni desarrollarlos más allá del confort del espectáculo. La Tierra está muriendo. Una plaga de hongos parasíticos ha contaminado las plantaciones del mundo, y las tormentas de polvo azotan regularmente, enfermando a la gente de silicosis. Cooper (Matthew McConaughey) es uno de los miles de ciudadanos de Texas que se ha volcado a la agricultura en un fútil intento por combatir la hambruna. Lo hace con reticencia: solía ser piloto para la NASA, y ahora que ha enviudado le desea a sus hijos Tom (Timothée Chalamet) y Murph (Mackenzie Foy) otro futuro que la raída granja familiar. Por una serie de coincidencias extraordinarias (e improbables), Cooper llega a las puertas de su viejo mentor de la NASA, el profesor Brand (Michael Caine), quien le implora que comande – sin ningún tipo de entrenamiento o preparación – una expedición intergaláctica a través de un agujero negro en busca de un nuevo mundo para colonizar y así salvar a la humanidad de su extinción. Plan A: encontrar uno y regresar con la noticia. Plan B: en vez de regresar, quedarse y engendrar la continuación de la raza humana in vitro. Cooper accede a comandar misión, conformada por la hija de Brand, Amelia (Anne Hathaway), los científicos Doyle (Wes Bentley) y Romilly (David Gyasi), y un extrañísimo dúo robótico que parece la cruza entre el monótono HAL 9000 y el diligente R2-D2. Es imposible para una película de ciencia ficción hecha luego de 2001: Odisea del espacio (2001: A Space Odyssey, 1968) soslayar la influencia del colosal opus de Stanley Kubrick a la hora de retratar “la última frontera del espacio”. Pero Interestelar hace poco para evitar las comparaciones, y directamente calca sobre 2001: Odisea del espacio: el crescendo sinfónico al final de “Así habló Zaratustra”, la fuga psicodélica del viaje a través del continuo espacio-tiempo, los intensos primeros planos que retratan la reacción de nuestro protagonista, los sarcófagos criogénicos de la tripulación e incluso uno o dos pseudo monolitos. La película ostenta un método científico en su planteo de colonizar nuevos mundos, el funcionamiento hipotético de un agujero negro y la posibilidad de una quinta dimensión que trasciende el espacio-tiempo. Todo ello acompañado por los soliloquios expositivos de siempre. Algo que Nolan logra excelentemente y resulta un elemento fundamental para el éxito de la película es lidiar con la relatividad del tiempo. “El tiempo es un recurso como cualquier otro,” dice Brand. Hay que racionarlo. Una hora en un planeta equivale a siete años en la Tierra. Las aventuras de la tripulación del Endurance poseen muy poco margen de error. En el espacio, el tiempo se pierde a una velocidad aceleradísima en relación a la Tierra. Nolan, fanático de los artificios y malabares narrativos, utiliza este desdoblamiento temporal para crear tensión, drama y suspenso a lo largo de una multiplicidad de espacios y líneas temporales. Esto lleva a la mejor secuencia de la película, que toma sitio entre unos seis personajes distribuidos en dos planetas distintos a lo largo de dos líneas temporales, de las cuales una contiene un flashback. Nolan alterna prolijamente con la elegancia de D. W. Griffith; jamás confunde o pierde el ritmo, y siempre consigue exactamente el efecto que está buscando. Y sin embargo, el tercer acto cae en un sentimentalismo Spielbergiano que defrauda cualquier intento de pretensión científica. “El poder del amor” se convierte en la parte integral de la ecuación que salvará o no a la humanidad. Volver al futuro (Back to the Future, 1985) termina poseyendo un planteo científico más verosímil (a pesar de que la banda sonora nos hable reiteradamente del poder del amor). Y la conclusión es tan débil que resulta decepcionante. En particular decepciona la forma en que se resuelve la relación entre Coop (Matthew McConaughey) y su hija Murph (Foy de niña, Jessica Chastain de adulta). La película pasa una buena hora ilustrando la íntima relación que Coop tiene con su hija en la Tierra. Los conocemos, los entendemos, los queremos. Ambos personajes proveen el eje dramático de la película y representan la cúspide humana del cine típicamente despersonalizado de Christopher Nolan. Y su resolución es menos que satisfactoria. Parece más una ocurrencia tardía que otra cosa. A pesar de su ínfula cerebral, y el indiscutible talento de su director a la hora de labrar momentos de “cine puro” de la nada, Interestelar termina siendo un poco decepcionante. No es tan inteligente como pretende ni tan ambiciosa como se cree. Lo que hace es reunir momentos e ideas preciosas: la primera hora que Coop y sus hijos comparten en la moribunda Tierra, los desencuentros que sufren a medida que el tiempo se acelera para unos mientras se congela para otros, la forma en que Nolan monta ambas historias en paralelo… También cabe señalar la hermosa fotografía en 70 mm y los efectos especiales. Quizás gane el Oscar a Mejores Efectos Especiales. Como 2001: Odisea del espacio.
Zombies en un Bote [REC 4]; Apocalipsis (2014) es el final más digno que se le podría haber dado a la serie española de terror iniciada con [REC] (2007). La dispar evolución de la serie pesa sobre los hombros de la película, así como la incoherente trama conspirativa detrás de la infección zombi, pero el film hace bien endescartar el disonante elemento religioso introducido en [Rec] 2 (2009) y los intentos de comedia negra de [REC]³ Génesis (2012). El resultado es satisfactorio. La trama sigue nuevamente a Ángela Vidal (Manuela Velasco), la desafortunada periodista y “final girl” de las primeras dos películas. Luego de sobrevivir el brote zombi original, ambientado en un tétrico edificio de apartamentos en Barcelona, Ángela es rescatada – y raudamente enjaulada – a bordo de un buque transatlántico, donde un grupo de científicos busca desesperadamente desarrollar un antivirus capaz de frenar otra posiblepandemia. Estos zombis son de la escuela de28 días después… (Exterminio, 2002): son más veloces que sus víctimas y su mordida es altamente infecciosa, transmitiendo el virus en materia de segundos. Una bala en la cabeza todavía sirve pero las municiones no abundan y hay que ponerse creativos con nuevas y dolorosas formas de matarles. Se podrían describir con el oxímoron “exquisitamente repugnantes”, embebidos en sangre color diésel, cubiertos de pústulas mutantes y chillando a unos 115 decibeles mientras arrancan yugulares de raíz. Se ven, se oyen y se mueven temiblemente, y no hay un solo atisbo de magia computarizada a la vista. La criatura más espeluznante, no obstante, sigue siendo la “niña Medeiros”, el emaciado ser que velaba silenciosamente el ático de [REC]. A esta altura no tiene mucho sentido lamentar la pérdida del formato “falso documental” que solía ser el emblema de la serie, aunque vale aclarar que la nueva película lo ha abandonado definitivamente (no sea que la gente vaya con otra expectativa). Lo que [REC 4]; Apocalipsis recupera es otra cosa: la angustia, que se construye muy bien durante la primera mitad de la película, trabajando la paranoia viral y el pavor de la claustrofobia, y el horror, que se desenvuelve naturalmente ya en la segunda mitad del film. Así que el horror de esta película de horror está excelentemente planteado y ejecutado. Es fácil lidiar con la muerte de la mayoría de los personajes de la película, tratándose dentro de todo de gente estúpida o desagradable. Ni siquiera Ángela es una protagonista muy entrañable, ya que estamos en duda si aún lleva en su vientre o no el parásito que lidera las huestes zombis, y cuán dueña de sus acciones realmente es. El único personaje simpático es el operador de radio Nic (Ismael Fritschi), aunque sea porque aporta cierto entusiasmo y tiene un gusto excelente en remeras. La película sufre cuando tiene que lidiar seriamente con la ridícula e incoherente mitología que Jaume Balagueró y Paco Plaza han construido a lo largo de cuatro films muy dispares en tono, forma y contenido a lo largo de siete años (dirigieron juntos los primeros dos; Plaza se hizo cargo del tercero y Balagueró de éste). Pero al final del día, [REC 4]; Apocalipsis lleva la serie a buen puerto.
Huyendo del tiempo perdido Matías (Sebastián Molinaro) espera a que su mamá lo pase a buscar por una fiesta de cumpleaños. No llega. Los padres del cumpleañero deciden alcanzarlo hasta su casa. Matías sube las escaleras del edificio. La puerta de casa está abierta. Los vidrios están rotos. Su mamá Laura (Julieta Dìaz) yace en el piso, golpeada. Es el comienzo de una larga noche. Madre e hijo son llevados a un refugio, el cual posee un deprimente parecido a la prisión para mujeres de Leonera (2008). Laura deja por escrito cómo su marido le atacó en un violento exabrupto. Posa para la cámara, exhibiendo sus hematomas. Y así empiezan una nueva vida en el refugio, aguardando el momento de tomar acción judicial. Excepto que Laura cunde en pánico al momento de hacer la denuncia, y se hace a la fuga con Matías. Refugiado cuenta la historia de cómo madre e hijo viven esa fuga o “road movie urbana” como la ha descrito su director Diego Lerman. Acampan de hotel en hotel, de refugio en refugio. Lo obvio hubiera sido concentrarse en la perspectiva de la madre, pero la película se concentra principalmente en la mirada del niño, Matías. La cámara suele posicionarse a su altura y casi siempre nos quedamos con él cuando la dupla se separa, experimentando la ciclotimia emocional de un personaje que no entiende del todo lo que está ocurriendo a su alrededor. El film se divide entre estos momentos de distensión infantil – los cuales están excelentemente logrados gracias a Molinaro y a una amiguita provisional– y secuencias bastante tensas en las que el padre puede o no andar cerca. La figura paterna/marital se construye en un portentoso fuera de campo, a través de llamadas telefónicas y breves apariciones fuera de foco. No necesita mayor presencia que el terror que ejerce sobre el personaje de Julieta Dìaz, y consiguientemente, el espectador. Por su temática, Refugiado podría haber caído en el sensacionalismo, pero la película está escrita, dirigida y actuada con sobriedad. Mucho depende de Sebastián Molinaro en el papel de Matías. Su personaje sufre confusión, caprichos, déficit de atención y la ocasional epifanía de madurez. Es verosímil. Julieta Dìaz como la temerosa pero decida Laura es igual de efectiva. Y el final, a pesar de haber sido guionado durante el rodaje, lleva a ambos personajes a concluir un círculo narrativo hermético.