1917 (2019) es una proeza técnica y un testamento a la inventiva cinematográfica. Se presenta como una única secuencia continua, siguiendo paso a paso y en tiempo real a dos soldados británicos encomendados con una urgente misión durante un momento crucial de la Gran Guerra. Mucho más que un simple ardid efectista, la técnica sirve a la forma de manera indivisible y eleva el material a una de las mejores películas del año. El plano secuencia en sí ha sido falseado y está compuesto por varias tomas, fusionadas convincentemente en una sola gracias a la magia de la cámara de Roger Deakins y la edición de Lee Smith. La tecnología ha penetrado el reino de la ciencia ficción desde La soga (Rope, 1948) de Alfred Hitchcock pero la técnica para disfrazar los cortes sigue siendo más o menos la misma: como cualquier truco de magia, la clave está en la distracción. Esto no quiere decir que 1917 sea un mero truco. Al anclar la cámara en la perspectiva de dos soldados rasos abriéndose paso a través de la infame Tierra de Nadie su misión parece tanto más imposible, sin el beneficio de vistazos periféricos o distensiones temporales. El único tiempo es el presente y la única información es la que hay a plena vista. La tensión es palpable. El enemigo podría aparecer en cualquier parte. El firme anclaje de la cámara prepara un fuera de campo formidable y deja las escenas vulnerables a todo tipo de sorpresas. Igual de impresionantes son los sets construidos para evocar la Gran Guerra. En una época en la que tamaño proyecto sería filmado a puertas cerradas frente a una pantalla de meteorólogo, la película hace uso de de sets reales, como varios kilómetros de trincheras o una iglesia en llamas. Recorriendo un paisaje plagado de alambre y cadáveres en disantos grados de descomposición, la película plasma el horror dantesco de la guerra sin explotar la violencia implícita de la situación. Dirige Sam Mendes, co-guionista junto a Krysty Wilson-Cairns. Mendes ya había incursionado en el cine bélico con Soldado anónimo (Jarhead, 2005), acerca de la degradación psicológica en soldados preparados para una guerra que nunca llega. 1917 en cambio se presenta de manera mucho más tradicional, tanto al otorgar a sus protagonistas un objetivo claro como al presentar un enemigo uniformemente artero e irredimible. Este tipo de absolutismos suele decorar los relatos de la Segunda Guerra Mundial pero no de la Primera, que la historia recuerda como un jaque confuso y sangriento sin héroes ni villanos. 1917 hereda mucho de clásicos como Sin novedad en el frente (All Quiet on the Western Front, 1930) y La patrulla infernal (Paths of Glory, 1957), y si bien la película no alcanza el mismo cénit emocional sus jóvenes protagónicos - Dean-Charles Chapman y George MacKay - imbuyen una historia taciturna con visceralidad y humanidad. Sus actuaciones son más discretas que la tecnología utilizada en la creación de la película pero no por ello menos impresionantes. Si la técnica eleva una historia sencilla a un intenso e inmersivo tour de force, los actores la elevan en espíritu y dignidad.
Seagal sin Seagal En un momento de Nueva York sin salida (21 Bridges, 2019) un personaje desestima Nueva Jersey como un posible antro criminal. Su única explicación es que “Los Soprano sólo era un show de TV”. Brian Kirk, quien debuta en cine con la dirección de esta película, no debería estar arrojando piedras en esa dirección, considerando que sale de la televisión y que cada segundo de Nueva York sin salida sugiere que ahí debería haberse quedado. Cualquier escena de Los Soprano posee más verosimilitud que este mediocre thriller policíaco. La forma más económica de describir la película es comparándola al tipo de proyecto que hubiera interesado a Steven Seagal durante la cuestionable cumbre de su éxito. Hasta su protagonista, Chadwick Boseman, afecta la misma vocecita asmática. Interpreta un famoso gatillo fácil de la NYPD encargado con hallar a los asesinos de ocho policías antes de que salga el sol. Su brillante plan es acorralar a los criminales en los casi 60 kilómetros cuadrados de Manhattan, cerrando sus 21 puentes. En realidad la isla sólo tiene 17, pero para el caso la película se ha filmado en Filadelfia. Lo único que tiene de Nueva York son las docenas de panorámicas aéreas que, a falta de creatividad, adornan o separan una escena de la otra. El thriller policíaco no es física cuántica pero el guión de Adam Mervis y Matthew Michael Carnahan es como la tabla del cero: repetitivo, predecible y totalmente inútil. Depende de la falta de memoria del espectador y de la estupidez de personajes supuestamente inteligentes. Lo peor de todo es que hay cierta pretensión, más desde la dirección que del guión, de plantear con seriedad temas como el racismo sistemático y la corrupción policíaca, pero el material no está para nada a la altura. El diálogo es pretencioso, los giros son obvios y la lógica de varias escenas es falaz o directamente inexistente. La única regla que obedecen los personajes es la conveniencia de sus guionistas, lo cual desinfla cualquier intento de interés o tensión. La premisa (interesante aún si ridícula) de aislar Manhattan pronto queda olvidada en el trasfondo del monótono poliladron entre Boseman y los criminales interpretados por Taylor Kitsch y Stephan James. La rutina es que los buenos deducen lo obvio y los malos escapan lo inescapable, así hasta que la película tiene que terminar. Todo tiene tan poca consecuencia que hasta el último plano es una panorámica indiferente de la ciudad, como tantas otras. El año pasado se estrenó Milla 22: El escape (Mile 22), una película similar en tono y pretensión que era imposible de ver en el sentido más literal del acto, dado que el montaje imitaba una trituradora de basura. Nueva York sin salida le saca ventaja: se deja ver y oír en toda su evidente estupidez.
Circo mediático “El mundo se estaba desmoronando. Necesitaban un chivo expiatorio. Encontraron a Wayne”. Son las tres oraciones al pie de una viñeta del caricaturista Gary Larson, la cual muestra una turba de gente armada con carteles protestando ante la casa de quien debe ser Wayne. No se sabe qué aqueja al mundo ni quién es Wayne, así que la conexión entre ambos es tan injusta y aleatoria como permite la imaginación. Ése es el chiste de la tira y también la esencia del conflicto detrás de El caso Richard Jewell (Richard Jewell, 2019), que tiene sus intersticios de levedad pero no es para nada chistosa. Jewell fue el “Wayne” del bombardeo de Atlanta durante los Juegos Olímpicos de 1996, un simple guardia de seguridad que fue injustamente designado por el FBI y los medios como el culpable del atentado. Esto a pesar de (e incluso gracias a) descubrir personalmente la bomba y evacuar a la muchedumbre, salvando incontables vidas. En muchos sentidos Jewell es un héroe chapado de la misma calaña que el epónimo héroe de Sully: Hazaña en el Hudson (Sully, 2016): un hombre que salvó vidas por virtud de mantener la calma bajo presión y cumplir con su trabajo, y que posteriormente fue martirizado caprichosamente por el escrutinio burócrata. En realidad la conexión entre crimen y criminal es fácil de presuponer. Jewell (Paul Walter Hauser), un policía fracasado con sobrepeso que posee ínfulas de gloria pero aún vive con su madre (Kathy Bates), es un sospechoso tentador. Las primeras escenas de la película también lo establecen como alguien ingenuo, impopular y capaz de extralimitarse en su devoción por hacer cumplir la ley. Es un sospechoso tan conveniente que la narrativa se vuelve más importante que cualquier evidencia que lo culpe o lo exima. Dirigida por Clint Eastwood y escrita por Billy Ray (sobre un artículo periodístico de Marie Brenner), la película demuestra de manera esquemática y efectiva cómo el estado y los medios se potencian mutuamente para crear y legitimar narrativas que le convienen a ambos. En este caso la motivación también es personal: el agente Tom Shaw (Jon Hamm) se siente presionado por encontrar un culpable y la periodista Kathy Scruggs (Olivia Wilde) está desesperada por adueñarse de una historia y propulsarse a la fama. Un guión inferior los vilificaría pero éste no pierde de foco el verdadero problema: la tendencia del circo mediático a nutrirse de opiniones en vez de hechos y validar los prejuicios que cada persona tiene, sean cuales sean. Éste tipo de historias “basadas en hechos reales” sobre injusticia y reivindicación suelen invitar a la autocrítica y el sentimentalismo en sus formas más complacientes. El caso Richard Jewell obvia estos lugares comunes al aferrarse a la imperfección de su protagonista, sin exagerar sus méritos ni escatimar los detalles más indignantes de su situación. Como Jewell, Paul Walter Hauser tiene una presencia atípica y entrañable. Le acompañan dos veteranos formidables: Kathy Bates como su madre y Sam Rockwell en el papel de su abogado, huraño pero bienintencionado. Es un testamento a la discreta genialidad de la película que aún en los papeles más cliché encontramos pequeños detalles de actuación y dirección que los vuelven reales.
Asesinato en los tiempos de Clue Rian Johnson escribe y dirige Entre navajas y secretos (Knives Out, 2019), pero la verdadera autora es Agatha Christie, cuyas 66 novelas detectivescas establecieron un género, lo desarrollaron, perfeccionaron, subvirtieron y finalmente canonizaron, con el detective Hercule Poirot a la cabeza de 33 de ellas. Si algo ha demostrado Johnson en su obra es su maña por la subversión del género, algo que mancilló su incursión en Star Wars pero que aquí se justifica y agradece. Al cabo subvertir expectativas es el fundamento del whodunit (“quién lo hizo”). La trama gira en torno a la muerte del patriarca de una extensa familia disfuncional, Harlan Thrombey (Christopher Plummer), un exitoso escritor de novelas de asesinatos que es hallado muerto en sus aposentos tras haberse aparentemente suicidado. La mansión, descrita efectivamente por alguien como “un enorme tablero de Clue”, alberga un elenco pintoresco de sospechosos: su hijo Walter (Michael Shannon), su hija Linda (Jamie Lee Curtis), su esposo Richard (Don Johnson), su nieto Ransom (Chris Evans), su nuera Joni (Toni Collette) y su cuidadora Marta (Ana de Armas), por mencionar algunos. La policía, asistida por un idiosincrático investigador sureño llamado Benoit Blanc (Daniel Craig), entrevista a la familia uno por uno. Todos tienen buenos motivos para matar a Harlan o para esconder información. La historia se presenta como un misterio tradicional, completo con un tono de farsa y una estética anticuada, pero pronto comienza a subvertir las convenciones del género al resolver rápidamente ciertas incógnitas y plantear otras insospechadas. Despojada de absolutismos, la trama vadea un lodazal de mentiras blancas y medias verdades. Hay varios giros y ni uno solo se siente tramposo. Mientras tanto, la trama va cobrando dimensión como metáfora clasista a medida que se profundiza la complicada relación que tiene la familia Thrombey con lo que llaman “la servidumbre”. Muchas historias plantean un eje de odio y desprecio; la afectuosa condescendencia con la que los Thrombey tratan a Marta y su familia es mucho más convincente, porque refleja cuan poco les importa. El odio y desprecio se lo reservan para tratarse entre sí. Hay algo de la visualidad de Wes Anderson en el humor de la película, construyendo algunos gags con simetría y profundidad de campo, pero el registro exagerado de la farsa es lo que permite a los actores robarse sus escenas, interpretando versiones exageradas o contrarias a sus acostumbradas personalidades (Curtis es ruda, Collette es fatua, etc.). Se destaca Daniel Craig, quien ya había hecho de palurdo sureño en La estafa de los Logan (Logan Lucky, 2017) y aquí interpreta una especie de dandy pánfilo y sofisticado. Aún sin ser oficial, Entre navajas y secretos es mejor adaptación de una novela de Agatha Christie que algo como Asesinato en el Expreso de Oriente (Murder on the Orient Express, 2017), la cual oscilaba entre ser una adaptación tediosamente literal y recurrir a exabruptos de acción banal. Es mejor por virtud de continuar la tradición de jugar con las reglas del género, acatándolas y modernizándolas simultáneamente. Dobla las reglas sin romperlas, engaña al espectador sin hacer trampa, le da lo que quiere pero también algo nuevo.
La mentira entre la mentira Es una buena idea consultar con el trailer de El buen mentiroso (The Good Liar, 2019) antes de describir la historia, la cual serpentea tanto que resumirla con precisión requiere anticipar varias de las curvas que le dan gracia al thriller. La premisa, de acuerdo con todo el material publicitario, es la siguiente: Roy (Ian McKellen) y Betty (Helen Mirren) son dos viudos de setenta y pico que se conocen a través de un sitio de citas en internet y deciden probar suerte con una cena. Él busca “romance”, ella “compañerismo”. Luego de un poco de incomodidad rompen el hielo confesando trivialidades y la cita concluye con la promesa de otra. Roy, en realidad un estafador profesional, está contento: su plan es cortejar a Betty, ganarse su confianza, insinuarse en su vida (y casa) y eventualmente robarle sus millones. Aprendemos todo esto en la siguiente escena durante una de las muchas estafas de Roy y su colega Vincent (Jim Carter), quienes se dedican a ganarse la confianza y el dinero de los crédulos y afluentes. Su estrategia consiste en fingir riesgos que en realidad no están tomando y distraer a sus víctimas con adversidades ficticias que difuminen la culpa. Todo al servicio del viejo truco: hacer creer a la víctima que es la victimaria, o ideóloga, de lo que termina siendo su ruina. Lo cual es cierto, en un sentido perverso. La cuestión es que El buen mentiroso miente tan obvia y descaradamente como su protagonista, y lo deja tan en evidencia desde el comienzo - incluso desde antes de los títulos introductorios - que la gracia del thriller no pasa por separar lo falso de lo verdadero así como descubrir el cómo y el por qué de todas las mentiras, que se van desprendiendo capa por capa. El guión lleva buen ritmo pero no es particularmente tenso. Dado que anticipamos la naturaleza de las revelaciones - aún sin entrar en detalles - la gracia pasa menos por el truco y más por su explicación, la cual rara vez es satisfactoria. En materia de explicaciones, la segunda mitad de la película se inunda con ellas. Mientras Roy lidia con los gajes de su oficio - incluyendo el sobrino protector de Betty, Stephen (Mike Tovey) - la película está en su punto más atrapante. Luego comienzan los flashbacks, los temas cambian, el tono oscurece, la trama se complica y hacen erupción las explicaciones y contra-explicaciones. Tan descomunal es el alud de información impartido en tan poco tiempo y tan drásticas se vuelven las revelaciones que la película hace el ridículo cuando pretende tener su momento más significativo. Es prácticamente una tautología alabar las actuaciones de McKellen y Mirren, veteranos cuyo porte y talento elevan cualquier proyecto, incluyendo éste. Suelen ser relegados a papeles secundarios y es un placer tenerlos aquí en primera plana, dentro de un género que suele prescindir de artistas de su edad o categoría. Pero en cierto sentido su mera presencia, digna e inteligente, delata algunos de los “giros” de la trama. Y la historia queda a medio cocer entre thriller y drama, sin sobresalir en ninguno.
Érase una vez en Brooklyn Si ver un buen film noir es perderse en una trama laberíntica, Huérfanos de Brooklyn (Motherless Brooklyn, 2019) no decepciona. Como Vicio Propio (Inherent Vice, 2014), plantea una búsqueda posmoderna en clave de film noir, ambientando la acción en el pasado para hablar de la sociedad del presente. En ambos casos el recorrido y su forma son mucho más interesantes que el punto de llegada, por virtud de acumular tantas ideas e inquietudes. La novela de Jonathan Lethem ocurre en los 90s. Edward Norton, posicionándose en el rol cuádruple de director, productor, escritor y protagonista, la ambienta en los 50s, empapando la trama con la nostalgia de la época y el glamor del género. Comienza como un “sencillo” caso de homicidio: Lionel Essrog (Norton) es un investigador privado dispuesto a resolver el asesinato de su mentor Frank Minna (Bruce Willis). Sus colegas no comparten su entusiasmo y menos cuando es evidente que el caso involucra autoridades estatales. Essrog padece Tourette’s en una época en la que el desorden “no tiene nombre”. Sufre tics y espasmos y describe su mente como en un constante estado de desmenuzar ideas, lo cual - junto a una memoria fotográfica - lo vuelve un detective ideal, más allá de las obscenidades que se le escapan a su pesar. Ni se sensacionaliza ni se explota la condición: va de la mano con la naturaleza inquisitiva del personaje, que no puede dejar de deshilvanar cuanta conspiración se le presenta. Los villanos de Huérfanos de Brooklyn son ingenieros, congresistas, planificadores urbanos. A la cabeza de todos se halla Moses Randolph (Alec Baldwin), cuyo obvio referente es Robert Moses, el controvertido ideólogo detrás de la infraestructura y obra pública de Nueva York. Baldwin ha dedicado gran parte de su carrera a interpretar plutócratas vanidosos y su presencia es altamente sugestiva de Donald Trump, especializándose en parodiar al megalómano presidente desde que fue electo. Willem Dafoe, Bobby Cannavale, Gugu Mbatha-Raw y Michael K. Williams completan el elenco, el cual se esparce a lo largo de un enorme tapiz. La mayoría son papeles pequeños que aparecen en un manojo de escenas, pero conjugados con el cruzado Essrog forman duetos actorales poderosos. Superficialmente Huérfanos de Brooklyn parece una mera película criminal de época, adornada con todos los arquetipos y situaciones acostumbradas. Pero la historia no se sintetiza en una simple trama de venganza (o acción, para el caso), ni se contenta con imitar un estilo así como servirse de él para esbozar sus ideas, que son inmediatamente reconocibles y conciliables con las de Barrio Chino (Chinatown, 1974). La historia nunca deja de ser personal, pero las consignas de justicia y venganza se van diluyendo para revelar problemáticas sociales y políticas que la película traza con interés genuino y relevante.
Necesidad de velocidad Contra lo imposible (Ford v Ferrari, 2019) dramatiza la histórica rivalidad entre las compañías automotoras Ford y Ferrari, las cuales pelearon en 1966 por el título mundial en la carrera de resistencia “24 Horas de Le Mans”, pero la biopic no trata sobre un duelo entre corporaciones así como los intentos de dos hombres por pelear sus propias batallas en su campo predilecto. Del lado de Ford Motor Company se encuentran Carroll Shelby (Matt Damon), diseñador de autos, y Ken Miles (Christian Bale), piloto de carreras. Ambos son veteranos de guerra y apasionados por la velocidad, pero Shelby había renunciado a las carreras tras ganar Le Mans en 1959 y Miles se encontraba a punto de tocar fondo debido a problemas económicos y su “difícil” reputación. Ambos saltan ante la oportunidad de probarse a sí mismos nuevamente, diseñando el Ford GT40 y poniéndolo a prueba contra Ferrari, que llevaba ganando 5 años consecutivos. La trama se encuentra, apropiadamente, en un constante estado de fricción: entre Shelby y Miles, que difieren sobre cuán personal se toman su deber; entre la dupla y Ford, que encara todo como una cuestión de marketing, a menudo contraproducente; y entre Ford y Ferrari, encabezados por Henry Ford II (Tracy Letts) y Enzo Ferrari (Remo Girone). Su rivalidad es, por metonimia, la misma que históricamente ha tensado la relación entre Estados Unidos y el Viejo Mundo: la pretensión del nuevo rico y la arrogancia de la vieja élite. Nadie produce autos en cantidad como Ford y nadie produce autos de calidad como Ferrari. Cuando el primero intenta comprar al segundo, Il Commendatore los saca carpiendo y por orgullo Ford le declara la guerra. Dado que hay tantas cosas en juego a lo largo de tantos niveles de conflicto, la trama mantiene el interés y posee más dimensión que una sencilla oda al deporte. No que se desatiendan las secuencias automovilísticas. Son tan espectaculares como las leyes de la física lo permiten. Filmando en primera persona los puntos de vista de los autos con ángulos bajos y lentes angulares, las carreras poseen una intensidad y visceralidad a la altura de las persecuciones de Contacto en Francia (The French Connection, 1971) y Ronin (1998). No sólo sentimos la velocidad de los autos sino el peso de las máquinas y cuan real es el riesgo de un accidente segundo a segundo. Damon y Bale dan dos interpretaciones excelentes. Bale es la mitad idealista del dúo, actuando con su acostumbrada intensidad y corporalidad. Hay algo de autorreferencia cómica en la famosa testarudez de Ken Miles, que es una mezcla paradójica de buen humor y mal carácter. Damon tiene un papel menos ostentoso pero igual de engañoso, utilizando su sentido común para aplacar el id de Miles por un lado y apelar a la vanidad de ejecutivos corporativos por otro. Así como el conflicto se escinde en varios niveles, Shelby es un hombre peleando en varios frentes a la vez. Dirigida por James Mangold, la película se alarga demás hacia el final de sus dos horas y media, pero es un atractivo balance entre drama y espectáculo, sostenida por las actuaciones principales, roles secundarios atractivos, una trama atrapante y de las mejores escenas de alta velocidad que el cine tiene para ofrecer estos días.
Todos los hombres del reporte Reporte clasificado (The Report, 2019) está escrita y dirigida por Scott Z. Burns, guionista y frecuente colaborador de Steven Soderbergh. El dúo ya produjo El desinformante (The Informant!, 2009), Contagio (Contagion, 2011) y La lavandería (The Laundromat, 2019), recientemente lanzada en Netflix. Así como tienen tonos y estilos divergentes, todas tienen un interés en común, que es exponer la maquinaria de encubrimiento detrás de intrigas políticas y corporativas. Por esta vez Soderbergh es productor de la película, que se hubiera beneficiado más teniéndolo de director, o director de fotografía, o editor (es un auténtico hombre orquesta). El guión de Burns es inteligente y exhaustivo, exponiendo una década de “técnicas de interrogación mejoradas” (eufemismo de tortura) auspiciadas por la CIA, pero la película carece del enfoque original que ha caracterizado sus otras colaboraciones. La energía y ganas de Soderbergh por experimentar con el medio son lo que dan forma a sus películas. Ésta es bastante convencional, sin la audacia o mordacidad necesarias para sobresalir como acto de denuncia. Sólo las actuaciones de un excelente elenco elevan la trama por sobre el mero recuento de los hechos. En el ojo del huracán se encuentra Daniel Jones (Adam Driver), un idealista investigador asignado por la senadora Feinstein (Annette Bening) para compilar un reportaje sobre los cuestionables métodos de la CIA para recabar información en vísperas del atentado terrorista del 11 de septiembre de 2001. La trama detalla la evolución del reportaje y luego, en medio de la controversia generada, los intentos del Comité de Inteligencia del Senado por publicarlo. La CIA terciariza las “interrogaciones” a dos contratistas fraudulentos y llenos de ideas medievales para sonsacar confesiones a sus prisioneros, una más cruel que la otra y ni una sola efectiva. Un abogado sugiere refugiarse en la semántica: la tortura es ilegal, pero la definición de tortura incluye “dolor severo”, ¿y qué es severo a ojos de la ley? La otra justificación es que la tortura es “legal” en la medida que rinde resultados. Como no rinde ninguno, la CIA se dedica a falsear información con tal de legalizar medios cuyo único fin es validarse a sí mismos. Hay algo del absurdo kafkiano en todo esto. El senado presiona a la CIA, la CIA presiona al senado, el Departamento de Justicia acusa a uno, el Departamento de Defensa acusa a otro y todos cubren a la Casa Blanca, tan lejana y misteriosa como El Castillo. Daniel, crecientemente enojado e indignado, se toma el trabajo de navegar todos los garabatos legales y burocráticos con los que se ha tapado la sombría verdad. Adam Driver da una actuación intensa y magnética sin caer en los clichés melodramáticos de este tipo de papeles. Como en cualquier otra producción de Soderbergh, el elenco es de un calibre y diversidad envidiables: Jon Hamm, Corey Stoll, Ted Levine, Tim Blake Nelson, Maura Tierney y Michael C. Hall entre otros. Todos buenos actores confinados en sus líneas de diálogo y sin mucho espacio para otra cosa. Quizás porque se parece tanto a otras películas sobre investigación periodística, o simplemente porque las fechorías de la CIA son vox populi, que la película nunca tiene la urgencia que el tema merece y la potencia de su impacto se diluye. Reporte clasificado representa un esfuerzo noble e inteligente pero demasiado genérico para su propio bien.
Here’s Danny Doctor Sueño (Doctor Sleep, 2019) tiene la ardua tarea de ser una secuela digna de El resplandor (The Shining, 1980), pero es incapaz de comprender o manejar las sutilezas y ambigüedades que hacen de ella una obra maestra del cine de terror. En sus mejores momentos la secuela es, como mucho, una adaptación efectiva de un thriller frívolo de Stephen King. Cuanto más se distancia del film de Stanley Kubrick, mejor para todos. La comparación es bochornosa. El problema no es tanto la trama así como la ausencia de una visión artística. Kubrick, como Hitchcock, veía a los libros que adaptaba como puntos de partida para una búsqueda original. No hay tal visión unificadora detrás de esta película. La historia no determina la forma en que se cuenta, como la hipnótica Midsommar: El terror no espera la noche (Midsommar, 2019). Aquí la historia es tan solo combustible para una máquina que hace “cine de terror” con condimentos insulsos: ruidos molestos y After Effects. Han pasado décadas desde que Danny Torrance sobreviviera el Hotel Overlook. Habiendo heredado el alcoholismo de su padre, Dan (Ewan McGregor) se ha convertido en un fracasado itinerante hasta que encuentra su propósito como el “Doctor Sueño”, utilizando sus dotes psíquicas para guiar a los moribundos hacia el más allá. McGregor interpreta una versión verosímil de un Danny adulto, vulnerable y descarriado pero esencialmente bueno. Sin embargo Dan es tan solo un tercio de la trama, que se convierte en un duelo psíquico entre la “resplandeciente” adolescente Abra (Kyliegh Curran) y una pandilla de vampiros vagabundos dedicados a secuestrar y matar niños para alimentarse de su esencia. La película comete el error de mostrar y explicar demasiado, poniéndose ridículamente técnica con su propia mitología. Ejemplo: la esencia que consumen los vampiros es “vapor”, y su calidad está siendo arruinada “por celulares y Netflix”. Nunca se menciona la palabra “vampiro” así como las películas de zombis tienen la costumbre de no usar la palabra zombi - “Porque es ridículo,” como explican en Muertos de risa (Shaun of the Dead, 2004). Pero los vampiros de Doctor Sueño no son menos ridículos porque no se los nombre. Ni son menos ridículos los poderes psíquicos con los que Dan y Abra les dan batalla, como si fueran duchos X-Men. El resplandor sufre la misma bastardización que La Fuerza, imponiéndosele tecnicismos terrenales que le roban su mística. Doctor Sueño ha sido escrita y dirigida por Mike Flanagan como un thriller épico de ciencia ficción, adoptando un ritmo trotamundos y expandiendo la acción a lo largo de todo Estados Unidos. Se define nítidamente a los buenos y a los malos desde el principio y el resto consta de generar expectativa hasta el inevitable duelo, incrementando la tensión con picos de violencia. Es una propuesta kitsch y entretenida: los buenos son entrañables (Ewan McGregor da una rara dimensión dramática a la historia), los malos son detestables (liderados por una maligna y seductora Rebecca Ferguson) y para variar no hay esfuerzo cómico que desbarate su enfrentamiento. La película se divide esquizofrénicamente entre contar una historia autosuficiente y canibalizar al film original. Gran parte de la secuela se sostiene por cuenta propia gracias a la caracterización de los personajes, las actuaciones, algunas escenas poderosas y la tensión entre sus partes. Cuando se apoya en la antigua gloria de la original no se siente cínica así como torpe o equívoca. Pero el clímax es prácticamente blasfemo, esencialmente instalando una montaña rusa en el Overlook y comprimiendo a El resplandor en 20 minutos de Grandes Hits: la catarata de sangre, el salón de baile, el cuarto de escribir, la habitación 237, etc. La película no sólo pasa lista a estas escenas como si fueran atracciones - reduciendo al hotel a una vulgar casa embrujada - sino que recrea las mismas tomas y los mismos ángulos. Algo que ya era impresionante cuando Steven Spielberg lo hizo en Ready Player One: Comienza el juego (Ready Player One, 2018) pero que aquí queda como un intento desesperado por querer empaparse de una grandeza que nunca será suya.
La pesadilla de una noche de verano Escrita y dirigida por Ari Aster, el lozano realizador detrás de El legado del diablo (Hereditary, 2018), Midsommar: El terror no espera la noche (Midsommar, 2019) es otra excelente película de terror que se inspira en una visión original para labrar una atmósfera perturbadora. Ni sustos baratos ni violencia gratuita ni la promesa de una larga cadena de secuelas que socaven el impacto de la original. Aún con algunos defectos, Midsommar: El terror no espera la noche es la mejor película de terror del año, así como El legado del diablo lo fue del pasado. Cinco jóvenes universitarios viajan a un remoto pueblo en Suecia a presenciar un festival de solsticio de verano (el “Midsommar” del título). Es una comunidad desafectada de la civilización moderna donde todos visten la misma túnica blanca, llevan una vida ascética y observan rituales estrictos. El festival en cuestión dura nueve días y es el más importante del pueblo. La trama es sencilla, casi decepcionante: es obvio que las cosas en el apacible pueblo no son lo que parecen y que el ritual va a involucrar a los jóvenes invitados de alguna forma horrible. En este sentido no guarda grandes sorpresas. Y sin embargo la película tiene un poder hipnótico. La forma en que se filma y el ritmo que lleva sugieren un mal que ha pervertido el mismo cuerpo de la película. El horror de Midsommar: El terror no espera la noche es el de la subversión del orden natural: simetrías ominosas, contrastes espantosos, composiciones sugestivas, cosas escondidas a plena vista. Quizás lo que vuelve el horror tan efectivo es una cuestión de perspectiva. El mal no es algo que irrumpe e invade las vidas de nuestros protagonistas (el escalofriante prólogo lo deja bien en claro); más bien los intrusos son ellos, sin saberlo, y su desesperación es la del héroe Lovecraftiano que transgrede en un reino pervertido y descubre su verdadero papel en el indiferente orden del cosmos. La película parece dirigida y filmada desde este “otro lado”, según estas otras reglas, canalizando toda la crueldad y la severidad que conllevan. Las pistas abundan. Las escenas se anticipan en forma de dibujos, pinturas, bordados, advertencias. La sensación es que se trata de un mal tan antiguo y poderoso que no necesita esconderse o engañar a nadie para surtir efecto. Simplemente pasa desapercibido y se asimila dentro de la vida cotidiana, lo cual lo vuelve tanto más atemorizante. Los personajes lo ignoran porque no están equipados para interpretar lo que ven o porque carecen de perspectiva para notar lo que debería elevar sospechas. En medio de este calvario comienza a destacar la relación entre Dani (Florence Pugh) y Christian (Jack Reynor), un noviazgo tóxico que se halla en sus últimas ya al comienzo de la historia pero que persiste dada la vulnerabilidad emocional de ella y los ardides manipuladores de él. No es sorpresa que si la película termina tratando sobre algo es sobre el resultado de esta relación, dándole una dimensión personal y trágica a una historia bastante rudimentaria como para ameritar las 2 horas 30 minutos. A pesar de que no se relacionan literalmente, Midsommar: El terror no espera la noche funciona como una suerte de secuela espiritual de El legado del diablo. Ambas son tan prolijas y atmosféricas como descarnadas. Ambas tienen de tema la familia (profana) y el dolor (inconsolable). Si El legado del diablo se construye sobre una serie de shocks funestos que van complejizando la trama, Midsommar: El terror no espera la noche es una ebullición lenta que lo carcome todo. Probablemente la primera es técnicamente mejor gracias a la economía y precisión de su composición, la tensión de sus giros y una actuación sin igual de Toni Collette, pero el poder de Midsommar: El terror no espera la noche es profundo e innegable.