Dulce hogar Con La casa (2012) culmina la trilogía de Gustavo Fontán iniciada con El árbol (2006) y Elegía de abril (2007), películas que responden a “un cine más poético, más centrado en la metáfora,” según el propio realizador. La película, de apenas más de una hora, retrata el resquicio y demolición de la casa natal del realizador en Banfield, que ya había sido visitada en su obra anterior. Sin actores ni diálogo, se sostiene sobre un contundente diseño sonoro y los movimientos de cámara que captan creativamente la atmósfera con juegos de luces, sombras y reflejos. La película se enuncia fantasmagórica, entre transparencias y susurros; la acción siempre sugerida fuera de campo. Durante su exhibición en la 14° edición del BAFICI, el realizador hizo hincapié en la ausencia de efectos especiales a favor del buen uso de iluminación y cámara, lo cual resume perfectamente la cualidad artesanal de su película. El tema de la película es la nostalgia, ya que el presente y el pasado se oponen como dos fuerzas irreconciliables. El realizador ha dejado en claro que la película trata sobre “el hablar del paso del tiempo, un ejercicio de mirar lo ya mirado, del momento de la fuga y la dispersión (…) y trabajar con la idea de lo fantasmal”. La secuencia de la destrucción, suerte de epílogo, se yergue en contraste con este ritual. La casa construye maestralmente un tono y una atmósfera, y no se trata mucho más que de eso. Su corta duración da fe de ello, y es posible que la simplicidad con la que su realizador ha resumido su propia obra juegue contra su apreciación e interpretación. Sin duda que se trata del cine “poético” que Fontán describió al presentar su película, y prueba de ello es que las imágenes que se presentan como meramente enunciativas adquieren, a la larga, una carga narrativa. El hecho es que el poema visual en cuestión no da mucho lugar al análisis o la imaginación.
Queremos un corte de pelo “Necesitamos un corte de pelo,” anuncia el joven y multimillonario Eric Packer. “Queremos un corte de pelo,” dice más tarde. Podría hablar sobre sí mismo en tercera persona y sería otro mocoso de Wall Street. La primera persona en plural le concede un estatuto de realeza, y como buen rey, ignora por completo las necesidades del pueblo que le sirve y rodea. Esta es una película sobre la desconexión de un hombre de todo y con todo, principalmente de sí mismo. Packer se sube a su limusina y comienza una odisea que dura todo el día a través del tráfico de Manhattan para alcanzar su peluquería preferida. Las calles están cortadas por una visita presidencial, manifestantes canturreando versos de Marx y una larga procesión funeraria de una celebridad. El guardaespaldas de Packer camina junto a la limusina, que avanza a paso de hombre. “Nos han avisado de una amenaza sobre su vida,” le insiste. A Packer no podría importarle menos. Ellos quieren un corte de pelo. La película marca el regreso de David Cronenberg al puesto de guionista, adaptando la novela homónima de Dom DeLillo, tras un largo hiato a través de proyectos más “comerciales”. No es, de ninguna manera, un regreso a la parte visceral de su carrera, sino a la más contemplativa, en la que sus “héroes” rehúsan la realidad que les rodea y buscan refugio en pequeños mundos de su propia creación. En este caso se trata de la blindada, polarizada y acustizada limusina de Packer. La película se desarrolla principalmente dentro de la misma, recibiendo a sus amantes, financistas, colegas y su propio doctor. De tanto en tanto espía el mundo exterior, no por las ventanas sino por las pantallas que se despliegan entre el suntuoso tapizado de cuero. Su diseño es un éxito de la dirección artística. Cosmopolis (2012), desgraciadamente, posee problemas enraizados en su guión. En primer lugar está Eric Packer, interpretado por Robert Pattinson con su usual frivolidad (justificada, para variar, por la del propio personaje). La motivación de Packer es probablemente tan críptica para él como para el espectador. No representa una postura clara, con lo que sus numerosos diálogos no poseen carga dramática. “Es tiempo de una explicación filosófica,” dice en un momento. ¿Será un chiste interno de Cronenberg? La película está hecha de tales explicaciones filosóficas, algunas más interesantes que otras, pero todas al servicio de sí mismas. Packer, tan enajenado de sí mismo, no tiene nada que ganar ni perder. El resto del elenco habla y actúa igual de insípidamente, lo cual debilita cualquier crítica sobre la condición de Packer. El clímax de la película es una larga entrevista con su posible asesino (interpretado por Paul Giamatti), pero incluso entonces no hay tensión alguna, se trata de otra disertación aislada y es la más incomprensible de todas, la última en una larga cadena episódica, desmotivada y sin unidad de acción.
El largo y arduo camino La Caracas (2011), ópera prima de Andrés Cedrón, compila material de archivo, clips de película y entrevistas actuales en un esfuerzo por retratar lo que fue el Gran Premio de la América del Sur celebrado en 1948, una de las mayores competiciones de turismo de carretera jamás celebradas en el continente sudamericano – a lo largo de 10.000 kilómetros de polvo y ripio vírgenes conectando Buenos Aires con Caracas. La película trabaja numerosos niveles de interpretación y se explaya honestamente en todos ellos. Por un lado funciona como capítulo documental de un ensombrecido acontecimiento en la historia del país. Funciona además como dramatización, mezclando documento y ficción en un esfuerzo bastante logrado por retratar las distintas etapas del recorrido y encontrar en ellas tanto drama como humor. Juan Manuel Fangio, los hermanos Gálvez y Domingo Marimón encabezan la hueste de 138 pilotos de carreras que se lanzan a la aventura. Manejaban precarios Chevrolets, prontos a descomponerse o volcar en medio del camino, sentados en palanganas sin cinturón de seguridad y delante de tanques de cientos de litros de nafta. Cedrón captura la audacia de estos hombres y se vale de viejas transmisiones radiales y trucos de montaje para revivir el suspenso de quién ganará la carrera. Por otro lado, La Caracas se trata de una alegoría política. “La utopía no es solo la meta sino también el camino,” dícese sobre un mapa de Sudamérica, mientras una línea blanca traza el sinuoso recorrido que va de Argentina a Venezuela, o en su defecto, del pasado al futuro. Así como la película se presenta, el Gran Premio de la América del Sur uniría al pueblo sudamericano, representado en sus extremidades por Buenos Aires y Caracas, y los pilotos de carrera serían los “embajadores” designados por Juan Domingo Perón para tal hazaña. Los momentos más débiles de la película se dan en forma de digresiones. Los numerosos entrevistados – viejos competidores, hijos, nietos e historiadores – proveen un rico trasfondo para el documental, aunque de a momentos abordan temas de relleno que en nada aportan al conflicto central de la trama (un extenso apartado, por ejemplo, acerca de la profesión del locutor). Por otra parte, el material no siempre se introduce de forma clara. Muchas secuencias se presentan documentales sólo para aclararse más tarde (y a veces mucho, mucho más tarde) que se tratan de retazos de Fangio, el demonio de las pistas (1950), la biopic dirigida por Román Viñoly Barreto. Algunas incluso parecen repetirse. El resultado es un tanto desorientador. Sin dudas que la película de Cedrón deriva fuerzas de la claridad de su premisa: el Gran Premio de la América del Sur unió al pueblo sudamericano. Posee una envidiosa seguridad de sí misma. Al público le queda la responsabilidad de reflexionar cuan certera es esta declaración. La Caracas es una buena oportunidad para hacerlo.
El mito de la histeria Histeria - La historia del deseo (Hysteria, 2011), comedia romántica británica dirigida por Tanya Wexler, se sitúa en Londres a fines de la era victoriana y se centra sobre la invención del vibrador, tratada con más picardía que gracia y sin gran precisión histórica. No obstante, sienta precedentes sobre una temática largamente ignorada por otras películas parecidas, y a través de ella habla de cosas más relevantes que chico-conoce-chica. El Dr. Granville (Hugh Dancy), joven e idealista descorazonado ante la barbarie de la medicina decimonónica, entra al servicio del Dr. Dalrymple (Jonathan Pryce), dueño de una práctica privada dedicada a tratar la “histeria”. La histeria fue desacreditada como condición médica a mediados del siglo veinte, pero en su época fue un diagnóstico popular (y chauvinista) para explicar la frustración sexual femenina. El “tratamiento” era, esencialmente, la masturbación asistida. Una vez que Dalrymple ha dado una demostración práctica, Granville le suplanta y tan bueno es en la ciencia de “inducir paroxismos” que se pesca una tendinitis aguda. El tratamiento y las inusitadas reacciones de las pacientes constituyen el principal gag recurrente de la película, pronto agotado, secundado por Rupert Everett como una especie de Oscar Wilde amigo del protagonista. La dolida mano del buen doctor es el primero de muchos pasos que llevarán a la creación del “masajeador electromecánico”. Históricamente ya existían otras patentes similares a la que Mortimer Granville registró en 1883, y dícese que la suya nunca trató la histeria, pero la historicidad es la menor de las preocupaciones de la película, que así como se presenta, está “basada en hechos reales. En serio”. El costado romántico nos llega de mano de las hijas de Dalrymple, entre las cuales, es fácil predecir, Granville deberá elegir: ¿se quedará con la correcta y aburrida Emily (Felicity Jones) o la moderna y vivaz Charlotte (Maggie Gyllenhaal)? Suspenso. No es la decisión más intrigante, pero al menos Charlotte tiene otra razón de ser que la de un interés romántico, pues ella es la verdadera heroína de la película. Allí donde haya un papel para una mujer leonina, transgresora y cómoda con su sexualidad, Gyllenhaal le interpreta perfectamente. En este caso hace de una suerte de sufragista, y tanto su personaje como su causa dominan la película, para la cual Granville y su invento son meras acotaciones en la lucha por la igualdad de las mujeres, propulsada por las mujeres. No hay nada de malo en la actuación de Dancy, pero su personaje existe como los ojos y oídos de la audiencia (“eres tan clase media”, observa su amigo) y no tiene peso por sí mismo. Es Gyllenhaal la que conduce las escenas. El tercer acto es, por otra parte, el aspecto más débil del guión; nada menos inspirado que inventar un juicio al final de una película para defender los ideales que no ha sabido exponer o cree no haber dejado en claro, y a través de ello forzar una conclusión climática a la historia. Es una pena. Esta película no necesitaba uno.
Paranormal Actividad Las mejores películas de horror explotan nuestros miedos más primordiales. Temor a la corrupción del inocente, a la pérdida de identidad, a la violación del hogar. Una buena película de horror sabe crear terror entorno a la revelación de lo desconocido. Las menos lúcidas sólo saben crear repulsión, haciendo pornografía de la mutilación del cuerpo. Y luego están las otras, como La aparición (The Apparition, 2012), que no tienen ninguna razón de ser, están escritas sin originalidad y son filmadas sin inspiración. Comenzamos con un video casero de una sesión de espiritismo. Años más tarde, un grupo de universitarios busca replicar el experimento para demostrar la existencia de actividad paranormal. "Esto no es magia, es ciencia", dice uno de ellos, interpretado por Tom Felton. Quizás su agente leyó esa línea de diálogo y creyó que este era el proyecto ideal para que su cliente se alejara de su pasado como Draco Malfoy en el ciclo de Harry Potter. Su personaje es el Sr. Exposición de la película, explicando frente a cámara, fuera de campo, narrando en off, en modo flashback y por correo de voz todo lo que el mediocre guión es incapaz de mostrar. Algo sale mal durante el experimento, y la película hace otro salto en el tiempo (nunca queda claro cuánto), siguiendo a uno de los universitarios, Ben (Sebastian Stan), y su novia Kelly (Ashley Greene). Más allá de los supuestos problemas financieros de la joven pareja, acaban de mudarse a una enorme casa suburbana en Palmdale, California, sospechosamente parecida a la de Actividad Paranormal (Paranormal Activity, 2009). Pronto comienza el ya conocido ritual de los ruidos que se escuchan y el monstruo que no se ve. La puerta se abre. El escritorio se mueve. Manchas de moho se forman en las paredes, en el piso, en el techo. Kelly, la mitad sensata de la pareja, no quiere saber nada de casas embrujadas. "Nuestra casa es demasiado nueva como para estar embrujada," le asegura Ben. "No tiene ninguna historia". Evidentemente hay una conexión entre el suplicio de Ben y Kelly y los dos prólogos, pero la inteligencia de la película no trasciende la del Sr. Exposición, que ya llegará para explicarlo todo. Mientras tanto, nos deleitamos con la música cavernosa que llena las pausas hasta que aparezca la más nueva mancha de moho, y Ben y Kelly miran objetos varios que no deberían estar donde les han encontrado. No hay ni miedo ni curiosidad, solo tedio. La desidia de esta película es palpable. La epónima "aparición", sea lo que sea, no da miedo porque nunca constituye una amenaza concreta; es y hace lo que sea que el guión necesite que pase a su debido momento. La intuimos no por mérito propio sino por la cháchara del Sr. Exposición, que le infla como si recordara películas mejores. En efecto: cuando no se plagia Actividad Paranormal por necesidad, se plagia La llamada (The Ring, 2003) por aburrimiento. Samara Morgan (o Sadako, como prefieran) hace una gratuita aparición, gateando por el piso como si no supiera que le han robado de otro film. El escritor/director Todd Lincoln habrá escuchado alguna vez que "se teme a lo desconocido" y decidió que con eso bastaba. Y Ben y Kelly, personajes sin pasado ni futuro cocinados para no trascender más allá de los confines del guión, podrán enfrentarse a lo desconocido, y temer el acorde de violín al final del crescendo, pero su audiencia ya conoce La aparición sin haberla visto.
Diabolus ex machina Dícese que el realizador francés Bruno Dumont, uno de los favoritos de Cannes, es el heredero espiritual de Robert Bresson, quizás por su uso de actores como maniquíes y un cierto misticismo religioso con el que rodea sus vidas. No hay narración, porque las cosas se suceden sin transformarse, ni hay drama, sólo accionar; sus personajes se ven motivados por pulsiones de un solo tipo que corren en una sola dirección. Fuera de Satán (Hors Satan, 2011) transcurre en la campiña francesa, donde la cámara sigue el vagabundeo de un misterioso hombre que vive en perpetua comunión con la naturaleza, y una chica gótica que podría ser su amante o acólita. Él parece preferirla como lo segundo. Día tras día rezan al sol naciente, vagan por los parajes y arman fuegos sobre los que el hombre camina aparentemente inmune. ¿Será éste el epónimo diablo? Ver esta película es un ejercicio de lenta contemplación. La banda sonora encapsula el crudo poder de la naturaleza. Trinan pájaros, graznan cuervos y el viento nunca deja de soplar. La dirección fotográfica ha sido planeada entorno a la hora mágica de las puestas y salidas del sol, con lo que la imagen es igual de cautivante. Ambas son particularmente notorias, porque nunca oímos mucho más que el sonido ambiente, excepto por unos pocos murmullos, ni vemos gran cosa excepto a la pareja protagónica, diezmada por el espacio en planos generales y por el tiempo en planos secuenciales. La película nunca elabora intelectualmente sobre el significado del ritual más allá de la suma de sus imágenes, puntuadas por una morbosa violencia que ya remite a los films de Michael Haneke, otro de los mancebos del Festival de Cannes, y su fetiche por espantar e incomodar de manera tan súbita como explícita. El intrigante título parecería ser la clave de la interpretación, pero quién dice que no es una broma como los de las películas de la vanguardia surrealista de antaño (Un perro andaluz, por ejemplo). En efecto, de a momentos parece una película surrealista (el vagar y la búsqueda de lo sublime era tema preferido de tales realizadores como Luis Buñuel y Alejandro Jodorowsky). De a otros momentos, parece un postulado gnóstico sobre las imperfecciones del mundo, y el demiurgo que trabaja incansablemente por pulirlas. Según las propias palabras de Dumont, tiene “el deber político de llegar al público masivo”, aunque luego de ver su nueva película, resulta difícil imaginar su cine excepto como carne de cañón de festival. Su estética es tan minimalista y su contenido tan opaco que dará pie para muchas interpretaciones, todas ellas correctas, pero ninguna muy satisfactoria.
Et tu, Juliette? Elles (Elles, 2011) dice que “ellas, las mujeres” están condenadas a la prostitución. Según este film, se es prostituta de cuerpo o prostituta de mente, y el único derecho de la mujer es hacer la elección. Malgorzata Szumowska está convencida de que su película es feminista, quizás porque despotrica contra la frivolidad del matrimonio burgués, pero el mensaje último es profundamente machista, porque no ofrece otro modelo que la venta de cuerpo o espíritu. La protagonista es Anne (Juliette Binoche), esposa y madre de una familia desinteresada, tanto de ella como de sí mismos, y reportera para la revista Elle. Ha propuesto un artículo sobre la prostitución universitaria, y ha grabado un par de entrevistas para substanciarlo. Ni bien se van todos, se dispone a oír sus cintas y ponerse a escribir. La película alterna entre Anne, fascinada; las entrevistas en cuestión, y los sucesos que las mismas recuentan. Las entrevistadas son Lola (Anaïs Demoustier) y Alicja (Joanna Kulig), dos prostitutas improbablemente sabias, simpáticas y risueñas; en fin, el estereotipo de la “prostituta de corazón de oro” que Hollywood explota desde los mudos años del Western. Lola es una pecosa sílfide que prefiere prostituirse antes que trabajar en McDonald’s; Alicja es una rubia escultural recién llegada de Polonia que piensa que todos los hombres quieren lo mismo, ¿y por qué no cobrar, de paso? Anne no puede escribir. Comienza a trazar paralelos entre las truculencias sadomasoquistas a las que se exponen las damitas de la noche, y su propia relación esclava con su marido y sus dos hijos. Sí, su marido es una lacra, y sus hijos son unos malcriados enfants terribles, pero la analogía es un poco exagerada, considerando que Anne tiene todos los medios para no dejarse prostituir por nadie. Su impotencia se debe más a una falla de carácter inventada por el guión que a una auténtica pulsión de la naturaleza del mundo retratado. Demoustier y Kulig están a la altura de sus personajes y dan a entender que son capaces de papeles más atractivos y recompensantes que estos (o no: Hollywood ya les ha absorbido en un par de blockbusters en pre-producción). La verdadera decepción es Juliette Binoche, una gran actriz que suele interpretar papeles con potencia y autoridad. Anne no es la excepción, y su interpretación es verosímil hasta que el guión le fuerza a la resignación. El final, además de contar con un epílogo redundante, termina por desperdiciar el personaje de Anne y la actuación de Binoche, cuyo poder de acción se reduce a reconocer o no reconocer una verdad imaginaria. Es fácil entender el predicamento de Anne, en verdad se trata de una premisa interesante y hasta cierto punto sostenida, pero difícil compartir su resignación. Que Anne se descubra prostituta es trágico. Que no haga nada al respecto es patético.
Batería muy, muy baja Había una vez una peli de terror española, su trailer unas pocas tomas del público reaccionando a los sustos. Rec (2007) terminó de convencer al mundo que el formato ensayado en El proyecto Blair Witch (The Blair Witch Project, 1999) era un subgénero no solo espeluznante, sino rentable. ¿Qué más barato que una imagen de actores desconocidos en baja resolución, pobremente iluminada, sin expensas musicales ni gastos de edición? Nuestras vidas están llenas de tales videos. Si un monstruo aparece en uno, de repente podría aparecer en cualquier otro, ¿correcto? De ahí el miedo. Rec 2 (2009) introdujo el elemento esotérico al crudo relato de la epidemia cuasi-zombie que se desata – súbita, repentina, inexplicadamente – en un edificio residencial, y “cuando pasas del dos al tres”, cuenta el director Paco Plaza, “abandonas el territorio de la secuela e inauguras de la saga. Por ello tienes que ser respetuoso con el original y al mismo tiempo aportar algo novedoso”. Plaza se ha separado de Jaume Balagueró, la otra mitad del dúo realizador original, que se encuentra, aparentemente, atajando el rodaje de la cuarta entrega de la saga. Aquellos que hayan visto cualquiera de las películas citadas (sino Quarentena [Quarantine, 2008], la pronta remake norteamericana) conocen ya la fórmula y sólo les resta saber exactamente cuan “respetuosa y novedosa” es [REC]³ Génesis (2012). He aquí cuan: acabada la introducción, la película nos traiciona y abandona por completo el formato de “video casero” a favor de una presentación clásica. Nada de cámaras sacudiéndose, focalizaciones claustrofóbicas ni sensación de urgencia: este es un film de terror en su forma más ordinaria, y no solo eso, sino demasiado bien iluminado y ampliamente rodado en exteriores. La decepción dura toda la película. ¿Es lo ordinario necesariamente deleznable en una película? No, pero, ¿por qué los realizadores de un emblemático fenómeno de culto tomarían su propia obra y le quitarían todo lo que le(s) identifica? No puede ser simplemente por la necesidad de innovar. Les ha salido un film novedosamente aburrido. Se han despojado de las ingeniosas triquiñuelas técnicas – los planos secuencia, los juegos de luces, la atención al diseño de sonido – con las que generaban terror, quizás porque estas eran consecuentes al bajo costo de producción de sus films (y ciertamente que éste es su film más costoso). Retrospectivamente, estas triquiñuelas parecen haber disfrazado su absoluta incompetencia en el género. ¿Pero puede uno criticar a una comedia por no meter miedo? Hay que aclararlo, ya que de esto no nos enteraremos por su campaña publicitaria – [REC]³ Génesis es una comedia. El momento en que se abandona la cámara es el primero de varios chistes que hacen guiño al pasado de la saga. Todos hubieran funcionado mejor de no abandonarse la cámara. ¿No serían todos los videos de boda más entretenidos con un ataque zombie en medio del vals? La premisa es prometedora. La saga ha tomado el rumbo de Chucky y devenido en comedia negra; como Chucky, tampoco es muy graciosa. Hay muchas, muchas muertes, tan ridículas como violentas, que apelan al curioso morbo del cinéfilo, pero poco y nada verdaderamente genial o memorable. Precisamente porque se homenajea a sí misma y no al género en sí, queda indulgente y no causa gracia. Muertos de risa (Shaun of the Dead, 2004) y la excelente peli cubana Juan de los Muertos (2011) mezclan una precisa dosis de susto y risa que Plaza aquí no logra. Parece haber confundido ‘respeto’ con ‘referencia’ y ‘novedad’ con ‘diferente’.
Furia de imágenes generadas por computadora En Furia de titanes 2 (Wrath of the Titans, 2012) hay exactamente un (1) titán. Uno es más de lo que ofrecía su antecesora Furia de Titanes (Clash of the Titans, 2010), donde no había ninguno, pero la pregunta es igual de válida – ¿dónde están todos estos furiosos titanes? Dentro de la mítica zoología del film podemos contar quimeras, cíclopes, minotauros y otras criaturas, todas furiosas, aunque en lo que titanes refiere, el film los escatima. Continuando la vaga línea narrativa establecida por su predecesor espiritual, Furia de titanes 2 sigue al semidios Perseo (Sam Worthington), llamado a recorrer el camino del héroe por segunda vez cuando Hades (Ralph Fiennes) toma de rehén a su padre, Zeus (Liam Neeson) y amenaza con liberar al titán Cronos (de quien hay uno solo) sobre los mortales. Perseo recibe el mismo trozo de sabiduría que su padre le habría impartido en la primer película – “Algún día aprenderás que tu mitad humana te hace más fuerte” – lo cual invita a uno a hacer memoria y preguntarse, ¿no aprendió esto ya en la primer película? Esta verdad no tiene nada que ver con nada de lo que Perseo hará por el resto del film, pero como mantra suena sabio y disculpa la subsecuente carnicería de monstruos tridimensionales, de la cual habrá copiosamente. Le acompañan en su viaje Agenor (Toby Kebbell) y Andrómeda (Rosamund Pike en reemplazo de Alexa Davalos), en su defecto el chistoso y el interés romántico del grupo, aunque por más estereotipados que sean sus personajes, suplen las miradas dramáticas que jamás dominará Worthington en todos sus días de luchar contra imágenes computarizadas. Y qué bellas que son estas imágenes computarizadas. Qué grotescos y salvajes que son sus monstruos. Todos miran y persiguen la cámara como animalillos de circo entrenados, no sea que el espectador no pueda apreciar la labor de su diseño. La quimera ruge hacia cámara, el cíclope huele la cámara, el minotauro embiste la cámara. Hasta la escenografía tiene la tendencia coreográfica de desmoronarse sobre la cámara. Jonathan Liebesman, director de turno, ha pagado buen dinero por sus truquitos. ¿Es este film distinto al del año pasado (o para el caso, al original de 1981)? Sigue peldaño por peldaño los pasos comercialmente exitosos de sus pares, desde su versión distorsionada del mito griego original hasta el camino heroico que Perseo recorrerá y con el cual volverá a aprender, literalmente, lo mismo. No toma ningún tipo de riesgo – es igual de entretenida, igual de aburrida e igual de mema que su antecesora, y aquellos que hayan odiado o disfrutado la primera podrán con toda seguridad de juicio evitar o ir ver la segunda. Quizás en dos años salga Furia de Titanes 3, donde Perseo olvida lo que ha vuelto a aprender y lucha contra no uno sino dos titanes. Entonces el título al fin tendrá sentido.
Tintin y la peli de Spielberg Se dice que Hergé opinaba que Steven Spielberg era “el único que podría hacerle justicia a Tintin”. Hacía poco que el director había estrenado Los cazadores del arca perdida (Raiders of the Lost Ark, 1981). Desde el grotesco propagandista que signa distintas fases de sus carreras hasta la corrección política con la que han refinado su estilo, ambos autores tienen mucho en común. Han mantenido intacta, a lo largo de su obra, la postura de niños fascinados por lo exótico; sus miradas infantiles, maniqueas, estereotipadoras. La aventura aguarda ante la aparición de lo meramente diferente en la vida de sus héroes: la diferencia es tanto una oportunidad como una amenaza. Las aventuras de Tintín (The Adventures of Tintin: The Secret of the Unicorn, 2011) refiere a varias aventuras del joven trotamundos belga, pero adapta principalmente La Leyenda del Unicornio a modo de marco narrativo. Fiel a una cierta tendencia en el cine de superhéroes, la historia es originaria, y se dedica a establecer personajes y subtramas que sin duda serán importadas ad hoc no bien se dé la luz verde para un tándem de secuelas. Este primer ciclo sigue a Tintin en busca de un legendario tesoro pirata en compañía del considerable elenco de caricaturas de Hergé (su perro Milou, el capitán Haddock, los detectives Hernández y Fernández, etc.). No están todos presentes, pero el film reserva algunas sorpresas (y probablemente vacantes estelares para la inminente continuación). La historia impulsa a Tintin por tierra, mar y aire, alternando las secuencias de suspenso con las de acción, en pleno ejercicio folletinesco y potencialmente infinito: la aventura ha comenzado mucho antes que la película, y no termina ni pasados los créditos. La estética linda entre la animación digital y el fotorrealismo analógico que volvió impopulares (y algo perturbadoras) a films como El Expreso Polar (The Polar Express, 2004) y Beowulf: La Leyenda (Beowulf, 2007). Aquí la animación (también captura digital) corre mejor suerte; los personajes son claramente caricaturas, y no híbridos de un limbo no del todo humano. No por ello deja de extrañarse la simplicidad de las líneas de Hergé. La animación hiperreal de las facciones de Tintin cae innecesaria, sobre todo cuando el resto de los personajes parecen haber retenido su diseño naiv. La película está animada y se ofrece al público infantil, pero de a momentos se expone sobria y obscura y adquiere la estatura de su propia trama de espionaje (no por ello la cantidad de disparos deja de ser inversamente proporcional a la cantidad de sangre, que es nula). A pesar de toda esta “carga adulta”, Spielberg corta esquinas en lo que refiere a la mordacidad política de Hergé y prefiere concentrarse en sus impresionantes persecuciones, lo cual resulta en una película entretenida, dinámica y llena de espíritu aventurero, aunque un poco hueca de cabeza. ¿Es el Tintin de Spielberg digno de Hergé (y más importante, de aquellos que crecieron con él)? La película recrea fielmente al personaje, y homenajea cuantas veces puede a su creador. Redunda en una excelente película de aventuras (acaso un poco apurada por establecerse en franquicia) y una fortuita indagación de Spielberg en el reino de la animación, éste siendo su primer largometraje de índole 3D. Expectativas y subjetividad fanática de lado, el Tintin spielbergiano provee toda la diversión que promete y resulta aunque sea una noble versión de su original.