El Moderno Pigmalión Luego de más de veinte años, Pedro Almodóvar vuelve a unir fuerzas con su musa masculina Antonio Banderas en La piel que habito (2011), adaptación de la novela Mygale de Thierry Jonquet atravesada por “el toque almodovariano”: sensibilidad kitsch, revisionismo del género y una compleja trama enraizada en la perversión interna de sus personajes y las relaciones de deseo y repulsión entre ellos. El Doctor Ledgard (Antonio Banderas), el cirujano estético más codiciado de Toledo, opera en su clínica privada El Chaparral. Tiene una sola paciente, Vera (Elena Anaya), encerrada en un cuarto, confinada en un traje que protege su frágil piel. El ama de casa, Marilia (Marisa Paredes), vela sobre sus vidas con la férrea diligencia que Almodóvar suele dotar a sus mujeres: abnegadas al bienestar de los otros, pero siempre con una actitud sardónica que delata una esclavitud voluntaria. La muerte de su mujer Galatea ha castrado emocionalmente a Ledgard, que pasa sus días cual Frankenstein agazapado en su laboratorio, experimentando con la transgénesis y desafiando la bioética para crear un tipo de piel artificial que podría haber salvado a su mujer. Su nueva Galatea es Vera, y Ledgard literalmente esculpe a la mujer de sus sueños cual moderno Pigmalión. Un inesperado giro melodramático deviene en crimen y, a través de un flashback se vuelve a la génesis de un primer crimen, que transformará a Ledgard de un prometeico doctor a un faustiano científico loco, corroído por rencor, lujuria y venganza. Eventualmente se volverá al presente, donde nuestra percepción de los personajes cambiará por completo hasta el mismísimo clímax de la historia. En un film sobre la piel, nada es lo que aparenta. La piel que habito es uno de los thrillers más logrados de sus tiempos y otro punto cúlmine en la carrera de Almodóvar. Compuesto de estilemas genéricos tomados del horror, el melodrama y el noir, está vivo y aterra por su estudio de sus retorcidos personajes, sin caer en exhibicionismos sangrientos y sustos descartables. Los tres protagónicos dominan sus escenas y confieren a esta grotesca historia un nivel de verosimilitud espeluznante. Almodóvar siempre ha reforzado el mito de que todos sus films tienen algo de autobiográfico, y como la Vértigo (1958) de Alfred Hitchcock, probablemente éste sea uno de sus films más personales. Pocos directores pueden ostentar un estilo propio que ha patentado códigos actorales, puestas en escena, dirección artística y fórmulas de guión. Almodóvar ingenia una película propia y auténtica, digna de un autor.
Los 3D Mosqueteros Alexandre Dumas serializó Los tres mosqueteros como folletín a lo largo de 1844. Fue el primero de tres libros, “romances” que mezclan lo histórico, lo apócrifo y lo ficticio al reinterpretar una Francia de siglo XVII con una historia llena de intriga y aventura. Alejado de los hechos por más de 200 años, el propio Dumas ya era caníbal de la historia: cambiaba fechas, mezclaba personajes, inventaba motivos. Donde los historiadores dejaban un espacio en blanco para especular, Dumas rellenaba con su versión sensacional de los hechos, capturando el imaginario popular y reescribiendo la historia por default. Dumas probablemente celebraría la más nueva versión de su obra, Los tres mosqueteros (The Three Musketeers, 2011), como un acto caníbal digno de su pluma. La cuestión es si sus lectores han de hacer lo mismo. El film se construye a partir de unos pocos capítulos del libro original: D’Artagnan (Logan Lerman ), aspirante a mosquetero, entra al servicio del rey de Francia junto a los célebres “Tres Mosqueteros”, Athos, Porthos y Aramis. El elemento villanesco de la corte incluye al híper demonizado cardenal Richelieu (Christoph Waltz) y sus acólitos Rochefort (Mads Mikkelsen) y Milady (Milla Jovovich). Un complot contra el rey lanza a la aventura a nuestros héroes a lo largo de Europa, en busca de las joyas de la reina con el objetivo de evitar una posible guerra franco-bretona. Las similitudes llegan hasta ahí. Personajes que deberían morir, viven, y personajes que deberían vivir, mueren. El ideal de “todos para uno y uno para todos” no es tan importante como el de “explosiones, muchas explosiones”. Este camelo es de Paul W.S. Anderson, que al lado de Wesy Paul Thomas hace poca cosa con su apellido. Se le conoce mejor por sus films de acción y sus adaptaciones de video juegos (Mortal Kombat, 1995; Resident Evil, 2002). El texto de Dumas recibe el mismo tratamiento: se lo eleva al estándar de un juego de lucha (Finishhim!, grita Rochefort; Round two!, grita Athos) y de acción-aventura, en el que se reflotan las mejores escenas de Indiana Jones, James Bond e EthanHunt. Abundan pasillos laser, armas automáticas, herramientas estilo MI6 y barcos voladores “diseñados por Da Vinci”. Si Hollywood nos ha enseñado algo, es que el espectador ha de creer en barcos con ametralladoras sobrevolando el Palais Versailles de 1625 porque alguien en la película dice “Da Vinci”. Su nombre es una especie de amuleto que los escritores invocan a la hora de insertar anacronías propias de la ciencia ficción, como pidiendo por favor que no suspendamos nuestra credulidad. “La gente me conoce como un director de acción y eso es lo que esperan” dijo Paul W.S. Anderson de la película. Mejor si no esperan más que eso: cuando los mosqueteros no están dentro de la Matrix, el film sufre de pobrísima actuación. El monofacético Logan Lerman , a los 19 años demasiado joven para el papel, debe ser el D’Artagnan menos galante de los cientos que le han interpretado, y Christoph Waltz, desganado Richelieu, interpreta a su malo menos memorable. Aún las mejores interpretaciones (Matthew Macfadyen como Athos, por ejemplo, o el Rochefort de Mads Mikkelsen) sufren por los vergonzosos diálogos. Cuando no los diálogos, el guión invita a la contradicción y la incoherencia con tal de desplegar nuevos escenarios de acción. Los mosqueteros han de recuperar unas joyas para impedir la guerra, pero comienzan una guerra para recuperar las joyas. Esta paradoja, desprovista de ironía, es un insulto a la lógica. Toda la atención está puesta en las suntuosas coreografías de esgrima kung fu, y la escenografía que las enmarca, que es amplia. Los motivos pocos importan. Este pequeño y tonto film de acción no es mejor o peor que la mayoría de las adaptaciones de los tres mosqueteros. Se acomoda mediocre entre ellas: cualitativamente, nada le separa de la anterior (y próxima) adaptación. Vale lo que dure en el cine, y quizás sólo por su uso del 3D, que en algo innova al narrar la historia por primera vez en tres dimensiones.Y después de todo, en algo es más que fiel al espíritu de Dumas: deja espacio para una secuela.
Babel Viral El escritor de ciencia ficción Brian Aldiss alguna vez le criticó a su colega John Wyndham sus “catástrofes cómodas”, en las que sus personajes no han de temer el apocalipsis, ya que un aura metatextual les protege hasta el final por ser los protagonistas. Se podría decir lo mismo del film clásico, en el que la fama del actor es garante de su importancia y por extensión, su supervivencia. Steven Soderbergh remata esta falencia estructural en Contagio (Contagion, 2011), en el que un elenco estelar de oscarizados se enfrentan a una pandemia global cuya disipación el film cronometra en días y millones de muertes. Los personajes incluyen una parejita suburbana (Matt Damon y Gwyneth Paltrow), un renombrado científico (Laurence Fishburne), un deificado blogger (Jude Law) y dos epidemólogas de trinchera (Kate Winslet y Marion Cotillard). La tensa premisa del film es que cualquiera puede enfermarse y morir en cualquier momento. Las subtramas de los personajes se interconectan, cartografiando la evolución de la enfermedad y los esfuerzos de unos pocos para analizarla, contenerla y curarla. El esquema recuerda al de Traffic (2000), también de Soderbergh. En ella, una red de tramas interconectadas por la droga crea un pintoresco mosaico de un mundo sumido en caos, mientras sus personajes relevan historias fragmentadas “al nivel de nuestros ojos”. Contagio se hace del mismo procedimiento y le estetiza hiperrealistamente. Jamás recae en el tibio efectismo de lo espectacular o el despliegue banal de efectos especiales. Thriller viral redolente del H1N1, la crónica de lo que parece ser la extinción del hombre se desenvuelve metódica y fríamente, haciendo hincapié en las numerosas fases de deducción científica, prueba y error, y los gajes políticos y burócratas que parecen impedimentar la salvación de la humanidad. Mientras tanto, la paranoia colectiva pone en cuestión cuan civilizada es la arquitectura social sobre la que montamos día a día. El film posee dos debilidades comunes al género: en primer lugar, ciertas líneas narrativas no terminan de encajar del todo en el orden mayor del film, ya sea porque no son lo suficientemente interesantes o relevantes a la trama principal. En segunda instancia, Soderbergh clausura su film con un improbable final que contrasta con el tono primordial de la película. Su lenguaje episódico busca delinear un fenómeno omni-catastrófico a partir de selectas “porciones de vida”. Entonces, ¿cómo plantear un final creíble a una historia sin inicio ni medio? Ver Traffic. Contagio se presenta como un thriller efectivo y original, listo para capturar la atención del público, capitalizar sobre la reciente fobia colectiva al virus pandémico, y dejar una o dos observaciones agudas sobre una realidad actual llena de paranoia y recelo.
Bye Bye Pina Mezcla documental y musical, Pina (2011), el nuevo largometraje de Wim Wenders, se erige como una pícara y afecta elegía dedicada a Pina Bausch, famosa bailarina y coreógrafa alemana, directora del ballet del Tanztheater Wuppertal, fallecida hace unos años en vísperas de la colaboración con Wenders que nunca logró hacer. La huérfana troupe de Bausch se reúne delante de la cámara y la homenajea interpretando algunas de sus más famosas piezas: Le sacre du printemps, Kontakhof, Café Müller y Vollmond. El film alterna entre teatro filmado, donde la cámara observa cual espectador el escenario, y otra modalidad más cinematográfica y compleja, en la que la cámara se convierte en otro componente de la danza junto a la troupe del Tanztheater y “monta bailando”. Mientras tanto, Wenders entrevista los pensamientos de cada miembro del Tanztheater, y les pone a recorrer las urbes y desiertos de la región de Westfalen, evocando con ellas una fantasmagoría de imágenes surrealistas que lindan entre lo cómico y lo sublime. Rodada en formato estereoscópico, el film ostenta ser “la primer película de cine arte en 3D”, lo cual depende de la conspicua definición de “cine arte” (aparentemente aquí significa “no narrativo”). El 3D no es un componente fundamental de la obra; quizás busca emular la inmediatez del teatro “en vivo y en directo”. Wenders privilegia por sobre todo la composición fotográfica y la coreografía entre danza y montaje. Las piezas fluyen con altibajos, pero casi todas generan secuencias e imágenes memorables. “He pasado de ser un hacedor de imágenes a un narrador de historias. Sólo una historia puede dar significado y moral a una imagen”, dijo Wenders. Su nuevo film parecería contradecirle. El formato episódico y disperso de Pina no narra desde ningún punto de vista técnico, más bien genera sensaciones en el espectador mientras que el film busca purgar las propias. Los bailarines-oradores, más que tomar el podio y decir algunas palabras, rinden homenaje a su maestra a través de la danza. Y sin embargo, detrás de la elaborada puesta en escena, y desde la más absurda coreografía hasta la más galante, una historia oculta se enhebra entorno a Pina Bausch, que sobrevive la muerte a través de material de archivo y proyecciones holográficas sobre un escenario que comparte con sus bailarines. Ella tiene la última palabra del film: “Dancen, dancen, de lo contrario estamos perdidos”.
Hong Kong, mon amour La actriz francesa Zabou Breitman lanza su tercer film como directora, La quise tanto (Je l’aimais, 2009), adaptación de la novela de Anna Gavalda. Puede que algo deba a Hiroshima mon amour de Alain Resnais (1959), piedra angular del género: un romance a cuarto cerrado entre dos extraños que se conocen en el extranjero, y sus largas charlas acerca del hogar y la vida que han dejado atrás o a la cual les gustaría volver; romance condenado por nuestra sabiduría del presente. Pierre (Daniel Auteuil), su nuera Chloe (Florence Loiret Caille) y sus dos nietas huyen de la ciudad. Se refugian en una casa de campo. Pierre abandonó a su amante hace veinte años y el esposo de Chloe la acaba de abandonar por una amante. Él no habla mucho –de sus muertos, a veces– y ella pasa las tardes llorando. En este marco catatónico charlan, una noche. Pierre cuenta su historia: conoció al amor de su vida, Mathilde (Marie-Josée Croze), en un viaje de negocios en Hong Kong. Él está casado y tiene familia, pero comienza a inventar viajes de negocios y horas extra de trabajo para poder verla aunque sea un rato. Lo suyo es una fascinación mutua que se extiende a lo largo de los años. El enunciado corta a presente, de vez en cuando. El Pierre del presente, viejo y con una copa en mano, lamenta sus indecisiones. Chloe quizás está a tiempo para hacer lo correcto. Auteuil, especialista en interpretar a mezquinos burgueses de clase media, aquí caracteriza a un personaje inusualmente patético e inseguro, incapaz de apostar por el amor y condenado a una muerte en vida por ello. Croze hace de musa decepcionada por el hombre que no sabe devolverle lo que ella le da. Loiret Caille, interpelada por el Pierre de Auteuil, pronto se relega a un segundo plano y cede el estrellato a la dupla Auteuil-Croze. Pierre y Mathilde han sido amoldados por el arquetipo de la pareja francesa encerrada en una recámara. El cuadro más honesto y representativo del film les muestra de espaldas, en batas de hotel, asomados por un balcón, considerando sin éxito salir a pasear. Auteuil y Croze se ven tan bien juntos y sus actores transmiten tan buena química que logran alivianar el tedio de una fórmula harto gastada, a veces con el ingenio del diálogo (descontando un par de “mon amours”), a veces por simple presencia y lenguaje corporal. Se suele diferenciar la nostalgia de la melancolía de la siguiente manera: la nostalgia es la añoranza de lo perdido, mientras que la melancolía es el añoranza de aquello que quizás podamos volver a encontrar. Pierre es definitivamente un nostálgico. La esperanza es que quizás Chloe solo sea una melancólica.
The Moon Witch Project John Fitzgerald Kennedy prometió en 1961, que al finalizar la década el hombre llegaría a la luna. Ocho años y once cohetes más tarde, cumplió su promesa. El programa Apollo de la NASA terminaría en 1972, con el Apollo 17. Apollo 18 (2011), de Gonzalo López-Gallego, inventa un viaje decimoctavo, ostensiblemente “la razón por la cual nunca volvimos a la luna”. El proyecto Blair Witch (The Blair Witch Project, 1999) no fue ni el primer ni último film en presentarse como “material de archivo encontrado ”, pero indiscutiblemente se trata del centro canónico del género: toda película rescatada de algún desastre ficticio adeuda algo al film de bajo presupuesto, actores desconocidos, cámara en mano y sonoro terror de los directores Daniel Myrick y Eduardo Sánchez. Apollo 18 se presenta en perspectiva de primera persona, restos de una expedición fallida en la que tres astronautas se filman entre sí, ansiosos por documentarlo todo (los actores, con sus intensas miradas en primer plano y su recitar dramático, no parecen los “hombres cualquiera” que deberían ser). Falsea una estética de crudeza inédita, a través de la cual busca crear un sentimiento prevalente de peligro e inmediatez. En efecto, ésta es una doble falsa: los títulos de la película ya informan que el producto final es la edición de cuarenta y ocho horas de material, resumido en una hora y media de película. Es decir que Apollo 18 no solo es un film (obviamente) ficticio, sino que la presentación del metraje también lo es: el espectador no ve el material tal cual supuestamente fue filmado por los personajes (como El proyecto Blair Witch o Cloverfield, 2008) sino como ha sido recortado, montado y editado por terceros, desgrasando “tiempos muertos” y perdiendo cualquier noción de ritmo y tono. Todo lo que se muestra tiene una función dramática o expositiva; nada amerita el uso de la estética hiperreal de “metraje encontrado”. La mayor parte de los sustos son cortesía del repetitivo diseño sonoro y una multiplicidad de repentinos ruiditos precedidos por silencio. Hay, además, banda sonora compuesta y orquestada, la cual termina por romper cualquier ilusión de minimalismo realista. ¿Qué, la NASA recupera cuarenta y ocho horas de metraje inédito de una misión secreto-de-estado y no solo decide montarla como peli de terror sino que además le pone musiquita para ayudar con los sustos? Por lo menos Actividad Paranormal (2007) era creíble como documento virgen, sino por su tema, por la forma en que lo trataba. Valuado su costo de producción en “solo” $5 millones, parecería que por menos dinero la película podría haber sido menos barroca y más auténtica, quizás más aterradora. Está claro que el miedo, en este subgénero, se encuentra en la vivencia inmediata e inédita de la contingencia de la realidad. ¿Por qué arruinarlo con montaje clásico y sustos previsibles? Presentándose como “material de archivo encontrado”, el film ha tomado todos los recursos estéticos del género, y ninguna de sus ideas.
Lo que es del César... Considerando que esta película se ha hecho seis veces ya, El planeta de los simios (R) Evolución (Rise of the Planet of the Apes, 2011) no merece su subtítulo. Ya en 1968 Charlton Heston había inmortalizado la fábula sobre los peligros de la ciencia irresponsable y la fragilidad de la sociedad humana en El planeta de los simios (Planet of the Apes). Aparecería en 2 de sus 4 secuelas, más la malhadada remake de Tim Burton del 2001, en la que cambia de bando e interpreta a un simio. La nueva versión del director Rupert Wyatt no sólo reinicia la serie, sino que la lleva a un punto originario. Provee una nueva perspectiva sobre el ya conocido escenario apocalíptico en el que los simios dominan la Tierra, y muestra su génesis. Los mitos de origen han cobrado popularidad en una Hollywood dedicada al nacimiento de superhéroes reiniciados en la pantalla grande, y éste es un claro peldaño para el surgimiento de una(s) secuela(s). La trama sigue a un bata blanca (James Franco) en busca de la cura del Alzheimer. Está motivado por la enfermedad de su padre (John Lithgow) y bajo presión del sector burócrata de la corporación Gen Sys. Con él comienza un largo tándem de infracciones éticas, comenzando por la adopción de un simio genéticamente alterado, “César” (interpretado a través de captura digital por Andy Serkis , la sombra de personajes como Gollum y King Kong). César sufre los efectos de una droga experimental que salta millones de años evolutivos y amenaza en paralelo con exterminar a la humanidad de la faz del planeta. El planeta de los simios (R) Evolución hace pronto a un costado a su acartonado elenco humano -que incluye el romance de facto entre Franco y la india Freida Pinto, desperdiciada en un papel de soporte femenino- y enfoca sobre César. Surca la gama de cariño, rencor y odio hacia la humanidad. Su inteligencia se duplica de la noche a la mañana y termina por convertirlo en el líder de la revolución que promete el título del film. Los simios, todos computarizados, han cruzado el incómodo umbral del maquillaje y los efectos especiales poco convincentes. La inverosimilitud ahora se reduce a su comportamiento antropomórfico, el cual queda excusado entre exposiciones científicas y una cuota de suspenso de incredulidad. Nada de esto impide notar que, en San Francisco, aparentemente hay más monos que policías, y que un neurótico EEUU post-9/11 no posee un plan de contingencia efectivo para un centenar de chimpancés rabiosos. Entreviendo entre los efectos especiales y los largos planos secuencia de acrobacias, el film posee una debilidad fundamental: su blanda ideología. Consideremos la furtiva imagen de Heston en el papel de Moisés, apenas visible en una pantalla. Momentos después, el mesiánico César guía a su pueblo hacia la libertad a través de un río. ¿Suena al éxodo judío? En una escena anterior, los primates “inventan” la democracia, repartiendo galletitas. En otra, inventan el fascismo, evocando la simbología del ramillete fasce recogido en un firme puño. La epónima revolución es poco más que un pastiche de imágenes cuyo uso denigra su significado original, y peligrosamente les ubica a todas en un mismo nivel. Toda empatía ha sido dirigida hacia César y su encrucijada identitaria; las miradas desahuciadas de sus colegas simios se cobran todo el favor del público. El momento más trágico de la historia se construye entorno a la muerte de un simio. En un film donde mueren decenas de humanos y la propia humanidad entera está a punto de ser aniquilada, la mirada de Wyatt parece estar levemente fuera de foco.
Juguetes para el Ministerio de Defensa La mejor crítica a Transformers la hizo Thoreau dos siglos atrás: Aprovechen el tiempo, observen las horas del universo, no las de los autos. El término original refiere al car (vagón) de tren, pero ello no resta efecto a la cita. Se dirige al espectáculo de lo artificial. Técnicamente esto implicaría a toda la cinematografía de la historia, pero probablemente la austera mirada de Thoreau estaba más dirigida al posible efecto enajenante de las cosas y menos hacia su construcción intrínseca. Los Transformers van por su tercera entrega en la serie de Michael Bay. Se dividen en dos bandos alienígenas, los Autobots (los buenos) y los Decepticons (los malos). Ambos poseen dos formas: una antropomórfica y otra mimética, en la que pueden transformarse en autos (o plasmas, o fotocopiadoras, aparentemente). La lucha ha destruido su planeta natal hace dos películas y algunos miles de años, por lo que la continúan en la Tierra bajo la legislación del gobierno de los EEUU. El eje humano se centra en Sam (Shia LaBeouf), el “protagonista” de la serie, si se quiere. Su conflicto es sospechosamente metareferencial: está frustrado por el protagonismo que los efectos especiales (es decir, los Transformers) han cobrado por sobre él, el rostro del bando humano de la cuestión. Naturalmente se vuelve a involucrar en la lucha extraterrestre y termina olvidando que es un simple deuteragonista al lado de efectos especiales. Pero la audiencia, en dos horas y media de bombardeo audiovisual, no lo olvida. Filmada en un 70% en formato estereoscópico, Transformers: El lado oscuro de la luna (Transformers: Dark of the Moon, 2011) introduce la variación 3D a la serie. El recurso da algo de relieve a las imágenes, pero por lo demás no está tan aprovechado como en otros films más efectistas y menos técnicos. Éste es uno de esos films técnicos, y el fragor de sus secuencias se debe menos al 3D y más a Bay, que con tres films encima ha perfeccionado su dirección de los Transformers y las batallas hacen gala de una libertad coreográfica otrora opacada por el montaje. Aquí parece finalmente haber dominado las iteraciones posibles con sus juguetes. ¿Qué tiene de distinto la nueva película de Bay, que repite la trinidad de humor adolescente zonzo, espectacular hibridación de autos y armas y la objetificación fetichista de la mujer cual rezo? Los Transformers han sido un fenómeno de masas particular por su recorrido, habiendo comenzado como una línea de juguetes producida por Hasbro en los ‘80s y continuando como series de televisión, films de animación, cómics y video juegos. En el corazón del mito, siempre han sido juguetes, y Bay debería tratarlo correctamente como tales, animándolos para contar la eterna historia de acción y aventura. Su visión, no obstante, se ancla en la actual coyuntura política norteamericana y su deleznable visión del mundo como una gran bomba de tiempo: los Transformers ya no son juguetes para niños, son juguetes para el Ministerio de Defensa, que les envía en misiones a “Medio Oriente” y Chernobyl. El punto más bajo del film llega cuando Optimus Prime (Peter Cullen, que le da la voz desde hace 30 años), líder de los Autobots, contempla una Washington DC sometida por terroristas y lo que otro personaje identifica exactamente como “armas de destrucción masiva”. Optimus se vuelve a la cámara y lanza su grito de guerra: “¡Declaramos la guerra en nombre de la libertad!”. ¿No lo hacen todos?
El tiempo todo lo destruye Blue Valentine (Una historia de amor) (Blue Valentine, 2010) es, de hecho, la historia de un cortejo y la historia de un desencanto. Es el relato de un chico y una chica (Ryan Gosling y Michelle Williams) divido en dos temporalidades: los días de flirtear y prometer, y los días de pelear y acabar el matrimonio. La narración corta temporalmente entre el escenario chico-conoce-chica y la disolución de la misma pareja, más vieja, fofa y con una hijita encima. El título promete amor y probablemente haya algo de eso, pero la anatomía del film se ocupa mayormente de elipsarlo. “El tiempo lo destruye todo”, reza el epílogo de Irreversible (2002). Este era el film de Gaspar Noé donde las escenas se resolvían en un solo plano y todas corrían al revés (comenzando por el fin y terminando por el principio). Al invertir la lógica causal de los eventos, volvía impotente la mirada del espectador y todo intento de reconstrucción del argumento. Por otro lado, el conocimiento de la consecuencia mantenía al público atentamente buscando una causa inmediata. El film no posee tanta crueldad manipuladora (o temática), pero comparte una cierta simetría en la elaboración de sus relatos, que se presentan como paralelos y alternos, cuando en realidad son dos momentos de una misma línea temporal. Ahí está lo intrínsecamente terrible del tiempo: que la “historia de amor” ocurra entre líneas, entre cortes, un vacío que sólo ha de ser representado por su causa y su consecuencia, pero nunca en sí mismo. Es, también, el verdadero mérito de Blue Valentine: representa una relación madura y verosímil sin recurrir a los más típicos gajes de construcción. Esto, a su vez, la hace una película gris (desde la tonalidad de su paleta hasta el registro más simbólico de la imagen). Está filmada, cortada y montada al estilo del cine “introspectivo”, de moda hoy en la periferia cinematográfica: tomas largas, saltos de foco, planos secuencia y general ascetismo de la imagen. Las escenas del pasado se han filmado en 16mm y las del presente en formato digital, aunque el director/guionista Derek Cianfrance no llegó a concretar su deseo en la realidad de filmar ambas temporalidades con años de distancia entre sí, para avejentar tanto a los actores como la relación entre ellos. El núcleo de prácticamente toda escena yace en la interacción entre Gosling y Williams. Pesa sobre sus dotes actorales sostener el relato. Improvisan gran parte del material y logran generar una química tan humana que la película puede prescindir perfectamente del proyecto “a tiempo real” del director. Cianfrance ha pasado los últimos doce años de su vida haciendo documentales para recaudar fondos de financiación. Es su primer largometraje y es implícitamente autobiográfico, una película “independiente” de esas que encuentran distribuidores de renombre a último momento, en parte gracias al peso de los protagonistas, y así logran trasgredir los códigos de producción moralistas de la industria. No de otra forma un director desconocido lograría colar escenas (de sexo, de injuria, de incorrección política) en una película distribuida por los hermanos Weinstein (los mecenas de Steven Spielberg y Quentin Tarantino, entre varios otros). El tiempo todo lo destruye y esta película da cuenta brutal de ello. No es realmente un ejercicio sobre la nostalgia, ni un drama de golpes bajos que quiere sensibilizar a toda costa: es, simplemente, la exposición apasionada de un antes y un después, las terribles fauces de una elipsis que traga todo lo bueno del medio.
La película sin cabeza La chica de la capa roja (Red Riding Hood, 2011) no es otra cosa que la fiel y sumisa reproducción de la lectura universal que ha tenido Caperucita Roja, cruzada con el fenómeno pop de Crepúsculo (Twilight, 2008) para potenciar su venta al público más joven, de cuyo bastión importa un triángulo amoroso, un pueblito embrujado, bosques nevados, lobos computarizados y hasta la misma directora, Catherine Hardwicke. El relato sigue a Valerie (Amanda Seyfried, la muñeca de porcelana de Hollywood), que ama al leñador Peter pero no al herrero Henry, con quien está forzosamente comprometida. La huida de Valerie y Peter se ve obstaculizada por ataques lupinos, que sumen al pueblo en terror y cercan la entrada de un chiste anacrónico, un cura/inquisidor/paladín/cazador de hombres lobo interpretado por Gary Oldman. El carácter Freudiano de los cuentos de hadas ya había sido analizado en Charles Perrault y los hemanos Grimm, y llevado al cine con En compañía de lobos (The Company of Wolves, 1984), que tomaba el relato de Caperucita Roja como una alegoría del despertar sexual y lo conciliaba con la licantropía. La figura del lobo reemplaza la manzana cristiana y tienta a la virgen con promesas de libertad (literal, pero también sexualmente retórica) y engulle el icono de conservación que es la familia: su abuela. La contextualización cristiana de la película ancla el hipotético mundo de Caperucita Roja en una dimensión histórica/real, con lo que los varios anacronismos y errores que la decoran no pueden ser excusados a través de la lógica de lo maravilloso. Dentro de este innecesario marco histórico, la película retoma el camino de Corazón de caballero (A Knight’s Tale, 2001) y da la versión poco educada (o adolescente, o pop) de la Edad Media: fiestas rave con música tecno y cacerías montadas con riffs metaleros, cabello parafinado para los chicos, melena hippiesca para las chicas y rastas para la abuelita de los ojos tan grandes. Cualquier intento de seriedad se ve socavado por el próximo peinado en escena. Según el tráiler (de esto no nos enteraremos en la película) el relato transcurre “alrededor de 1300s”. América no ha sido colonizada aún (quizás ni siquiera descubierta), pero los habitantes de esta supuesta Edad Media hablan todos en inglés norteamericano y los púberes parecen importados de alguna escuelita perdida en Memphis, Tennessee. Huelga decir que un importantísimo giro narrativo ocurre cuando Valerie descubre a Peter bailando al son del tecno con la (¿porrista?) del pueblo. Ya lo dijo Roger Ebert – esta película tiene todo el ridículo, todo el absurdo, todo el sinsentido necesario para convertirse en la próxima comedia de los Monty Python. Así como se presenta, balanceada en la medianera entre el cómic y el kitsch, esta moderna “reinterpretación” de Caperucita Roja es puramente estética, y en todo caso, de una estética de mal gusto, masticada demasiadas veces para sentirla como otra cosa que un producto de consumo dentro de una larga e inagotable cadena de montaje especializada en reciclar triángulos amorosos entre apuestos y sombríos jovencitos que dotan cada aliento y cada mirada de sexo. La espina dorsal del relato está directamente calcada de Crepúsculo, y la superioridad comparativa de esta película hace sombra a cualquier intento de originalidad dentro del “nuevo” film de Hardwicke.