No se puede hacer más lento El documental El gran simulador (2013) se centra en la figura de Héctor René Lavandera, o René Lavand. ¿Quién es René Lavand? Muchos le reconocerán como el malo de Un oso rojo (2002), pero el hombre lleva una exitosa carrera de más de 50 años como ilusionista, haciendo tours alrededor del mundo, acogiendo discípulos y viviendo de su arte. Perdió la mano derecha de pequeño, pero a pesar de eso – o quizás gracias a ello – se convirtió en un aclamado prestidigitador. Lavand y su mujer reciben al documentalista Néstor Frenkel en su cabaña de Tandil, donde el ilusionista reside de pequeño y todo el mundo parece conocerle. Vemos material de archivo del ilusionista, haciendo apariciones televisivas a lo largo de los años y poniendo en escena sus trucos de magia. Orgulloso autodidacta, Lavand desarrolló su propio estilo, ya que por aquel entonces ningún manual enseñaba prestidigitación a zurdos o mancos. En definitiva, “No tenía nadie a quien copiar”. Lavand se muestra canchero, de pie ante la mesa, con una mano siempre metida en el bolsillo y la otra mezclando y cortando el mazo de cartas. Acompaña sus trucos con narraciones, con poesía, con payadas que acompañan el artificio con el objeto doble de cautivar al espectador y de elevar el truco a un estrato artístico. Cada tanto dirá, insistente, “no se puede hacer más lento”. Lleva la naturaleza del artificio al límite, dando al espectador la oportunidad – o al menos la ilusión de oportunidad – de poder entrever los gajes del oficio. El atractivo del arte de Lavand es con cuan poco logra engañar al espectador. El carismático histrionismo de su voz, su pose canchera, las narrativas con las que adorna y enhebra sus trucos tan apasionadamente son herramientas más útiles y menos obvias que luces y colores. Conocedor de la magia del cine, la otra muletilla de Lavand es “la cámara implacable no me deja mentir” – si bien, en algún momento de la película, veremos cómo la cámara le devuelve su mano derecha durante un truco de magia. El gran simulador es una excelente oportunidad para rescatar el arte de René Lavand, una película divertida sobre un hombre divertido que contagia inmediata y efectivamente la pasión y el amor que siente por un arte al que le debe la vida.
El amigo taxista Podemos imaginar cómo nacen las historias de este tipo de películas: con un “¿Qué pasaría si…?”. ¿Qué pasaría si un micro lleno de personas no puede bajar la velocidad porque si no explota? ¿Qué pasaría si el pasajero de un taxista hiciera paradas en la noche, matando gente? Bueno, en Bomba (2013): ¿qué pasaría si pararas un taxi en la 9 de Julio y resultara ser un coche bomba? Walter (Alan Daicz) es un pibe de 19 años de Santa Fe. Es invitado a la Feria del Libro porque, magia, le han publicado su cómic. ¿Cómo pasó esto?, le pregunta la madre atónita. “No sé, gané un concurso,” responde el hijo. Qué lindo cuando una editorial publica tu obra a color, en papel ilustración, con tapa dura y te avisa el día anterior a la presentación. Estamos a un zapatito de cristal de un cuento de hadas. En fin, Walter nunca ha estado en Buenos Aires, y llega sólo y apurado a la ciudad. Walter (Jorge Marrale) es un taxista de 59 años en Capital Federal. El joven Walter tiene la mala leche de subirse al auto del viejo Walter, que es un coche bomba. Obviamente el conductor no puede dejarle bajar una vez que el pibe ha visto el cableado bajo el asiento, así que maneja en círculos por la ciudad, llevando a su pasajero de rehén. ¿Qué o quién es el objetivo del taxista? Podría ser cualquier cosa. Podría volar en cualquier momento. Los Walters discuten intensamente. El joven quiere saber por qué está haciendo esto. El viejo le pregunta burlón si lo que le importa es salvarse o detenerle. Pasado el shock inicial, los dos comienzan a hablar más tranquilamente, convidándose mutuamente los turbios secretos del pasado de cada uno. “Tiene suerte que le tocó alguien con un carácter tan frío como el mío,” reflexiona el joven Walter. Eso o padece un agudo Síndrome de Estocolmo. La película transcurre casi enteramente dentro del coche bomba, con excursos hacia el pasado de sus ocupantes, flashbacks que se van volviendo más frecuentes y van rompiendo la tensión inicial del thriller. La premisa se conecta a un miedo muy actual y muy primordial, pero el guión la desaprovecha con inverosimilitudes, hibridando en una mezcla de situación extrema y estudio de personaje sin llevar ninguna de las dos fuerzas a su máxima expresión.
Arma Mortal 5 ¿Es Iron Man 3 (2013) el final de una trilogía, u otra iteración de un fenómeno cultural más grande que la suma de sus partes? Algunos querrán compararla con Batman: El caballero de la noche asciende (The Dark Knight Rises, 2012), pero no es particularmente grandiosa o épica, sólo muy divertida. “Empecemos por el principio,” narra la sardónica voz de Tony Stark. Sí, empecemos por el principio. Robert Downey Jr. encarnó por primera vez al Hombre de Hierro en Iron man - El hombre de hierro (Iron Man, 2008). En cinco años le ha interpretado cinco veces: como personaje principal de su propia serie, como miembro de un coral spin-off y como invitado sorpresa al final de otro. Su Tony Stark, alias “Soy Iron Man”, ha ido luchando con sus demonios personales de una película a la vez: contra la frivolidad de su vida de playboy en la primera, contra el legajo de su padre en la segunda, contra su falta de camaradería en la… ¿segunda bis? La cuestión es que Tony sufre de ataques de pánico desde su experiencia de muerte en The Avengers: Los vengadores (The Avengers, 2012), habiendo desarrollado una necesidad a sus trajes de hierro como un adicto a su droga. Y desde que su novia Pepper (Gwyneth Paltrow) se ha hecho cargo de Industrias Stark, Tony pasa sus días inventando nuevas y mejores armaduras en el sótano de su mansión de Malibu. En este contexto surgen dos nuevos enemigos que sacudirán drásticamente la vida de Tony Stark: el industrial Killian (Guy Pearce), que como todo rival de negocios de Tony posee un severo caso de resentimiento y complejo de inferioridad, y el esotérico “Mandarín” (Ben Kingsley), un autoproclamado terrorista sospechosamente parecido a Bin Laden que envía amenazas por televisión nacional, tomando crédito por una serie de recientes bombardeos en EEUU. “Esto no es política, es venganza a la antigua,” dice Tony, desafiando al Mandarín. ¿Lo es? La película no comparte su certeza. Refleja el pánico y la paranoia norteamericana del terrorismo y el mundo exterior en general, y las políticas de estado que llevan a hombres de lata a patrullar el dícese tercer mundo. Tópicos calientes como Medio Oriente, el petróleo, los bombardeos y la “Guerra Contra el Terror” son usados y descartados como quien explota una moda. Pero la trama hace suficientes giros y volteretas como para dirigirse tibiamente en varias direcciones sin tomar ninguna posición definitiva acerca de nada. Una gran influencia estética en la película es Shane Black, que hereda la serie de las manos de Jon Favreau como director y co-guionista. Escritor de las películas de Arma Mortal (Lethal Weapon, 1987), Black convierte la supuestamente más oscura y definitiva película de Iron Man en la más cursi, infantil y pochoclera de la serie. Importa derecho de las películas de acción de los ‘80s: secuaces cómicos e incompetentes, líneas de diálogo a lo Bond, muelles con contrabando nocturno, peleas en bares pueblerinos, escenas en las que Tony y su amigo Rhodes (Don Cheadle) se escabullen como polis compinches, y hasta un niño que se convierte en aliado de Tony cuando éste le enseña a resistir a los matones de la escuela. Tenemos pues los dos hemisferios del cerebro de la película debatiéndose esquizofrénicamente si quiere ser un mordaz comentario sobre la manipulativa “Guerra contra el terror”, o una comedia bastante sonsa pero divertida que reflota todos los tropos de acción de los ‘80s como le gustaría hacer a Los Indestructibles (The Expendables, 2010) si no estuviera demasiado ocupada con su casting. Funciona mejor cuando el hemisferio segundo predomina, terminando por ignorar los esquemas a medio cocer del primero. Iron Man 3 guarda su genialidad para las escenas de acción. El guión se las ingenia para vulnerar a Tony y poner a prueba su creatividad cuando es despojado de su dinero y su tecnología y debe valerse del héroe interno que hay en él sin la parte “súper”. Las mejores secuencias de acción le muestran luchando desesperado, combinando fragmentos de sus armaduras y peleando de maneras que nunca hemos visto pelear a Iron Man. “Esto no es política,” podría haber dicho Tony, “Es una sintaxis de venganza estructurada con semántica política a efecto de entretener”
Sombra de lo obvio Lazos perversos (Stoker, 2013) marca el debut en inglés del surcoreano Park Chan-wook, conocido mundialmente por sus sanguinarias películas de venganza. Su nuevo film no es ni tan violento ni tan sangriento como se podría esperar del director de Oldboy (2003), pero posee un característico morbo por temas escabrosos como abuso, estupro e incesto. Que la película logre sostener un buen gusto, aunque sea marginal, es toda una hazaña de dirección, actuación y guión. India Stoker (la lánguida Mia Wasikowska) habita una mansión gótica en el sur estadounidense junto a su enviudada madre Evelyn (Nicole Kidman). Su padre acaba de morir en un accidente, cosa que ha dejado a la niña aún más enajenada de lo usual. En vísperas del velorio surge un desconocido: el joven, el apuesto, el seductor tío Charlie (Matthew Goode), que ha venido a dar una mano a la familia y “se estará quedando un tiempo”. India le hace asco al intruso y a su madre, que está demasiado atontada por la atracción que siente por su cuñado como para guardar luto. El tío Charlie, por su parte, sólo tiene ojos para India: enormes ojos azules con los que le mira intensamente, incomodando a su sobrina y al espectador. La tensión crece a medida que Charlie se hace un lugar en el seno de la familia Stoker, e India va encontrando razones varias para desconfiar de su tío. La labor de Goode en el papel es impecable. No hay empatía alguna entre su mirada llena de lujuria y la voz compuesta y medida con la que habla. Wasikowska recorre un camino más difícil, pasando por el odio, la desconfianza, la fascinación y, quizás, el deseo hacia el tío Charlie. La película está anclada en su subjetividad reprimida. De sus interacciones con Charlie, ¿cuánto es real, cuánto imagina; cuánto de lo que imagina es una pesadilla y cuánto un deseo del subconsciente? Las actuaciones, a su vez, se ven algo asfixiadas por la estética de la película, que Park Chan-wook compone con sobreexcedido estilo: cada línea de diálogo es subrayada por un elaborado movimiento de cámara, cada cambio de escena es un opus de transparencias y montajes alternativos en los que se genera una gran tensión. El barroquismo de la dirección y la puesta en escena no deja lugar para sutilezas ni implícitos. La película tiene la seriedad de una farsa. El guión ha sido escrito por Wentworth Miller (la estrella de la serie Prison Break). Está claramente inspirado en La sombra de una duda (Shadow of a Doubt, 1942), de Alfred Hitchcock, en la cual un sospechoso tío Charlie visita a su sobrina favorita. Lazos perversos hace realidad los fetiches que se sugerían tanto más cautelosos en La sombra de una duda, lo cual no es necesariamente algo bueno, pero vaya que lo hace con estilo.
Puede que sean gigantes A las huestes de cuentos de hadas modernizados recientemente en la pantalla grande se suma Jack el Cazagigantes (Jack the Giant Slayer, 2013), adaptación de “Jack y las habichuelas mágicas”, en el que un enorme tallo se eleva hacia los cielos de la noche a la mañana, transportando al héroe a un palacio poblado de gigantes. El director Bryan Singer y su séquito de guionistas toman esta sencilla premisa y la convierten en una épica de dos horas, protagonizada por adolescentes y orientada al público infantil. La película comienza con un prólogo animado (de una curiosa baja calidad, queriendo quizás señalar la “ficción dentro de la ficción”), un tour por los hechos históricos que serán pertinentes a la trama: concretamente, años atrás, hombres y gigantes libraron una guerra que terminó con la hegemonía de los primeros y el exilio de los últimos. En el mítico reino de Cloister (“claustro”), dos niños, un campesino y una princesa, se van a dormir todas las noches con esta leyenda, alimentando su sed de aventura. “Diez años después”, Jack (Nicholas Hoult) e Isabelle (Eleanor Tomlinson) son prisioneros de sus respectivas condiciones sociales. Él debe trabajar arduamente para mantener su cabaña mientras que ella está comprometida al claramente villanesco Lord Roderick (Stanley Tucci). Sus peripecias están sacadas del diario de la Princesa Jazmín. Se escabulle del palacio para catar la vida plebeya en un bazar y es salvada de una situación peliaguda por el héroe, sólo para ser devuelta a su sobreprotector padre, el rey. Isabelle vuelve a escapar de todas formas, y da de casualidad con Jack en su cabaña. Jack ya ha cambiado su caballo por las proverbiales habichuelas, de las cuales una germina esa misma noche, disparándose el tallo hacia el cielo y llevándose consigo a la princesa. Inmediatamente se forma un contingente de rescate que incluye a Jack, Roderick (siempre con motivos ulteriores) y el galante capitán de la guardia, Elmont (Ewan McGregor). La película se desenvuelve con lujo de efectos especiales, desde los gigantescos habitantes de las nubes hasta una climática batalla final. Pero sus méritos son puramente cosméticos, y no con cosmética se mantiene el interés en una película tan larga, con tan poco humor y con tan poca imaginación. Para tratarse de una “modernización”, la historia de Jack, los gigantes y las habichuelas se reproduce casi intacta en media hora, y el resto es relleno tomado de películas similares. La historia es particularmente cruel hacia el personaje de Isabelle, en comparación a las recientes y poderosas encarnaciones de femmes fantastiques como Caperucita Roja, Blanca Nieves o incluso Gretel a secas. Consideremos: la historia arranca más o menos prometedoramente, presentando a dos niños muy distintos unidos por un amor mutuo a la aventura, y luego reduce a uno de ellos a una damisela en apuros cuya función en la vida será motivar las acciones de personajes menos interesantes que el suyo. Jack, por ejemplo. Jack el Cazagigantes entretiene de a momentos, así como aburre en otros tantos, en los cuales se entrevé cuan mecánica, rutinaria y poco inspirada es la película. En ningún momento vislumbramos una idea original, algo que nos convenza de que hay otra intención que el breve impacto de ver un gigante las primeras dos o tres veces.
Empastillados Se corrió el rumor de que ésta sería la última película de Steven Soderbergh, director de clásicos como Traffic y Erin Brockovich (ambas del 2000). Sobre su retiro, el realizador dijo “Es sólo un sabático”. De momento nos ha dejado Efectos colaterales (Side Effects, 2013), un pequeño y efectivo thriller psicológico que entretiene, pero a fin de cuentas es otro de esos proyectos menores en los que Soderbergh vuelca todo su estilo sobre un guión sin substancia. Emily Taylor (Rooney Mara, la de los ojos perturbados) recibe a su marido Martin (Channing Tatum), que acaba de salir de prisión luego de una condena por tráfico de influencias. La pareja posee una sólida base de clase media y comienza a rearmarse social y laboralmente, muy a pesar de Emily, que es diagnosticada con depresión y pronto queda bajo el cuidado del Dr. Banks (Jude Law). Banks le receta un largo cocktail de drogas que culmina con la experimental Ablixa, alias Retome el Mañana (“puede incluir efectos colaterales como confusión, pensamientos suicidas y molestias para dormir, incluyendo sonambulismo”). Luego de verse enredada en un infortunado cuadro de tales “efectos colaterales”, el protagonismo pasa a manos del Dr. Banks, que se enfrenta al dilema de culpar a la droga (y a sí mismo por prescribirla), o lavarse las manos del asunto y dejar a Emily a merced de la corte. ¿Y qué si elige la segunda opción? ¿Quién es la culpable, Emily o Ablixa? Banks hace su propia investigación, durante la cual acude a la vieja psiquiatra de Emily, la Dra. Siebert (Catherine Zeta-Jones) – aquella que le había hablado de Ablixa en primer lugar. Son los personajes de Emily y Banks los que generan tensión, jugando con la atención y la simpatía del espectador a medida que recorren en paralelo caminos muy distintos. Las indagaciones del Dr. Banks lo llevan a considerar conspiraciones sin fondo que de a poco le van costando trozos de su vida, mientras que Emily se ve atrapada por el largo y arduo proceder de la justicia, que no tiene muy en claro a quién culpar. Todo lo que aman cae bajo amenaza: sus hogares, sus carreras, pero por sobre todo – horror de horrores – su credibilidad. De a momentos parece que Soderbergh está construyendo la secuela espiritual de Contagio (Contagion, 2011), película sobre la medicina en tiempos de pandemia (y su inquietante irrupción en la cotidianidad de nuestras vidas). Ambas fueron escritas por Scott Z. Burns . Pero a medida que la película progresa se vuelve evidente que no posee tales pretensiones, que la trama existe para dar sensacionales puntos de giro y dejar la crítica social a medio cocer. El desenlace es tan implausible y absurdo que automáticamente baja la película a los estratos de la serie B y la graba en la memoria como el entretenido y tonto thriller que siempre fue.
Corazón Zombie Las películas de zombies gozan de una codificación genérica tan rigurosa que al público se le hace fácil apreciar las pequeñas variaciones en la rutina. Todas parten del canon establecido por George A. Romero: los zombies son lentos, contagiosos y hay que apuntarles a la cabeza. Con Exterminio (28 Days Later, 2002), los zombies aprendieron a correr. Con Muertos de risa (Shaun of the Dead, 2004), se sumaron a las comedias. Mi mascota es un zombie (Fido, 2006) involucra romántica y sexualmente a zombies con humanos. Colin (2008) ya cuenta con un zombie de protagonista. Mi novio es un zombie (Warm Bodies, 2013) es la continuación lógica de esa secuencia: una comedia romántica en la que el protagonista es un zombie enamorado de una humana viva y coleando. El protagonista es ‘R’, interpretado por Nicholas Hoult, el rarito de Un gran chico (About a Boy, 2002). ‘R’ es un zombie de cuerpo pero no de mente, y su narración en primera persona contrasta cómicamente con su rigor mortis y el rictus de la boca. De él aprendemos que los zombies comen cerebros para mantener su conciencia humana “viva”, aunque atrapada en el tejido muerto de viciosos zombies. No solo eso, comer cerebros es lo más cercano que tienen a ‘soñar’, ya que heredan los recuerdos de aquellos a quienes canibalizan. Los zombies hacen expediciones en busca de cerebros mientras que los pocos humanos sobrevivientes hacen expediciones en busca de provisiones. La manada de ‘R’ cruza caminos con la tropa de Julie (Teresa Palmer), y como cualquier comedia romántica, hay amor a primera vista (y desmembramiento). El corazón de ‘R’ se entibiece – literalmente – y conduce a Julie a su guarida, un avión, donde promete protegerla de los demás zombies que merodean el aeropuerto. La comedia pasa a desenvolverse más o menos predeciblemente, pero la premisa es tan absurda que aun cuando la película no está contando chistes, se mantiene graciosa. Y no deja de plantear situaciones interesantes con las que subir la apuesta del género. ‘R’ es, en definitiva, un ser humano atrapado en un cuerpo sobre el que no tiene dominio, incapaz de comunicarse más allá de unos pocos gruñidos. Su humanidad pende de un hilo. ¿Cómo se desarrolla el amor entre un humano y un subhumano? Hacia el tercer acto entran en juego las ‘familias’ de R(omeo) y Julie(eta). Por un lado tenemos al coronel Grigio, padre de Julie y líder de la resistencia humana (John Malkovich, en una decisión de casting acertadísima. ¿Quién no le elegiría líder?). Por otro tenemos a una monstruosa sub-categoría de zombies, que consiste en aquellos muertos vivos que han perdido lo que les quedaba de humanidad al canibalizar su propia piel y ahora son poco más que esqueletos demoníacos. Son tan violentos y horripilantes que hacen que los zombies parezcan afables humanos por contraste. De alguna forma, Mi novio es un zombie es heredera de esa moda tan popular de emparejar seres humanos con criaturas sobrenaturales en triángulos románticos. Por esta vez, el monstruo es nuestro protagonista, y su drama es palpable y hasta melancólico. El rostro zombificado de ‘R’ tiene más rango dramático que el de Kristen Stewart, y su película cuenta la misma historia, solo que con muchos más sustos y muchas más risas de las que tiene la saga Crepúsculo (Twilight, 2008-2012).
Detrás de todo gran hombre... Dos películas fueron estrenadas en el 2012 sobre el Maestro del Suspense Alfred Hitchcock. La primera, The Girl, le imagina soez y libidinoso, intentando resucitar a sus rubias muertas a través de Tippi Hedren en Los pájaros (The Birds, 1963) y Marnie (1964). En la segunda, un Hitchcock menos desesperado pero igual de dubitativo se prepara para rodar Psicosis (Psycho, 1960) – aquella que sería, a la larga, su película más memorable. “Forzosamente necesito avanzar, evolucionar, y no sé todavía si lograré todo lo que tengo en la cabeza” – Alfred Hitchcock, El cine según Hitchcock (1965). El título, “Hitchcock”, es engañoso. El film trata tanto sobre Hitch (interpretado por Anthony Hopkins, cuya papada fue nominada al Oscar en los últimos Academy Awards) como sobre su mujer y colaboradora Alma Reville (interpretada por Helen Mirren), y la historia es tanto una oportunidad para documentar el divertido rodaje de Psicosis como para reivindicar la figura de Alma en los anales del cine. Ella es la proverbial mujer detrás del gran hombre, ya sea detrás de los guiones de sus películas o más literalmente detrás de su marido en la alfombra roja, dejando a Hitch acaparar las cámaras de la prensa. A comienzos del film, Intriga Internacional (North By Northwest, 1959) se estrena exitosamente, y Hitchcock decide darse el gusto/desafío de financiar personalmente Psicosis. Es un proyecto fatal a los ojos de los ejecutivos de Hollywood: de un presupuesto bajísimo, rodada en blanco y negro con equipo televisivo, temáticamente cruda y con la audacia de matar a su protagonista a fines del primer acto. Es más, los censores están horrorizados de que, por primera vez, una película americana mostrará un inodoro (y lo que es peor, en funcionamiento). Hitchcock, ansioso por probar su relevancia ante las generaciones más jóvenes, hace del proyecto uno de sus más personales. Hopkins y Mirren, ingleses de porte, condecorados por la realeza, eternamente populares con las audiencias más jóvenes, son la elección idónea para interpretar a Hitch y a Alma. Desgraciadamente, el personaje de Hitchcock se construye como una caricatura: se desplaza sigilosamente, sorprendiendo a la gente por detrás, mostrando su perfil ensombrecido. Habla de sí mismo y de sus películas como sólo los críticos recién comenzarán a hablar muchos años después de su muerte. Los personajes de esta película, en general, poseen una claridad crítica improbable. Uno de ellos le comenta a otro: “¿Viste Vértigo? Es una elaborada metáfora sobre la frustración sexual del director”. Mientras tanto, la fofa sombra perfilada de Hitchcock acecha. Hopkins, mentón en alto, es bueno imitando la gestualidad petulante de Hitchcock, pero se ve limitado por las dimensiones de la caricatura que le toca interpretar. Mirren tiene más libertad con su personaje, sin duda gracias al bajo perfil que Alma mantuvo toda su vida comparado a la grandilocuencia de su marido. Sus escenas de amargura y reproche son de lo mejor que ofrece la película. Entre los actores de reparto encontramos a la carnal Scarlett Johansson (haciendo de Janet Leight), Jessica Biel (haciendo de Vera Miles) y James D'Arcy (encarnando a Anthony Perkins). El personaje de este último es el más menospreciado de todos, y el guión le reduce a una parodia de Norman Bates. D’Arcy copia las risitas y los tics nerviosos de Bates impecablemente… como si Perkins se hubiera interpretado a sí mismo en la película. No es que Hitchcock, el maestro del suspenso (la película) no sea fiel al epónimo director de cine, o a los sucesos que ocurrieron durante el rodaje de Psicosis, o siquiera a la relación entre marido y mujer. Probablemente confirme todo lo que usted creyó que sabía sobre el hombre y su obra, y la memoria de Alma Reville reciba una merecida pulida. Pero todo lleva consigo un aire de parodia. El guión de la película es indulgente con los deseos de su guionista, que fuerza situación tras situación – su Hitchcock es demasiado caricaturesco, sus personajes poseen una perspectiva histórica imposible y las analogías entre el rodaje de Psicosis y la vida personal de Hitchcock demasiado ridículas.
Horror del mal tipo Terror en Silent Hill: La Revelación (3D) (Silent Hill: Revelation 3D, 2012) adapta al cine el tercer videojuego de la serie ‘Silent Hill’, y sirve de secuela directa a Terror en Silent Hill (Silent Hill, 2006). La primera película ya era confusa por sí sola, planteando un misterio que no podía explicar ni aunque derrochara todas las escenas que la componían para ese propósito. La secuela no solo copia el mismo modelo, sino que se hunde bajo la inescrutable mitología de su antecesora. Sharon, la niña maldita de la primera película, es ahora adolescente. Ella y su padre viven mudándose de ciudad en ciudad, huyendo de fuerzas misteriosas, adoptando alias tras alias. En sus sueños ve ese pueblo – Silent Hill. Sufre visiones espantosas que interrumpen su vida con la indulgencia de números musicales: a la merced del guionista, en otras palabras. Pronto se verá forzada a regresar al pueblo fantasma a lidiar con la epónima “revelación”. Nótese cuan alegremente las secuelas suelen recurrir a palabras como revelación, revolución y retribución sin dejar del todo claro qué se está revelando, cuál es la revolución o contra qué se retribuye. Terror en Silent Hill: La Revelación (3D) soslaya estos tecnicismos al dejar bien en claro cuál es la gran revelación (en 3D). Es la misma que se hizo en la primera película: quién es Sharon. El gran misterio de la película fue revelado hace siete años durante el clímax de la primera. La secuela no tiene razón de ser alguna excepto volver a revelar lo mismo. En 3D. Esto lleva a una pequeña paradoja: para comprender la segunda película, hay que ver la primera; pero viendo la primera, se arruina La Revelación de la segunda. Terror en Silent Hill: La Revelación (3D) redobla la apuesta sobre una trama incoherente y el mediocre arte de querer explicar todo sin aclarar nada. El subtítulo “revelación” es más que engañoso, es pura mentira. Y lo que es peor en una película de horror, no provoca temor alguno. Comienza con una secuencia colmada de fragor infernal en la que Sharon huye de monstruos al son de heavy metal, se refugia en una calesita demoníaca y un anillo de fuego les rodea, incinerándolos a todos. Luego de un grotesco tan espectacular la película no tiene a dónde ir, y sus débiles intentos de intriga, suspenso y terror no llegan muy lejos. Los monstruos poseen un diseño bello y terrible, engendros sin vida, casi mecánicos, sus cuerpos deformes y sexuales a la vez, pero se desperdician bajo la pésima dirección de Michael J. Bassett, que les exhibe demasiadas veces demasiado pronto. ¿Cuántas veces puede un monstruo atacar al camarógrafo antes de que se torne gracioso? Uno tiene que atribuir el fracaso al guionista/director. Por querer expandir una mitología confusa y por querer continuar una historia aún más confusa. Por no saber que en la pantalla grande los videojuegos rinden buenas premisas pero malas historias. Por no saber tomar un concepto interesante y deshacerse del relleno. Por hacer precisamente lo contrario. Por no tener nada particularmente interesante para revelar.
Desesperad aquellos que entran El rascacielos latino (2012), el nuevo documental de Sebastian Schindel, explora el diseño y construcción del Palacio Barolo, en cuyo entramado histórico circundan rumores sobre los restos de Dante Alighieri, el sectarismo masónico y templario, y una serie de trágicos robos, muertes y desapariciones. En su presentación este año dentro del 14° BAFICI Schindel comentó que “la película empezó como un juego, algo casi lúdico, sin objetivo comercial”. Valga agregar, definitivamente lúdico, y sin ningún objetivo en particular. La película persigue todo tipo de tangentes hasta acabar más o menos donde empezó. Schindel entrevista a todo tipo de gente con opinión pero sin fundamento; es un documental basado no en hechos sino en rumores, los mismos rumores cuya premisa pretende dilucidar. Por ejemplo, en ningún momento del documental un profesional opina afirmativamente sobre la teoría de que los restos del Dante descansan en algún recodo del Palacio, y sin embargo el rumor persiste a lo largo de la película y probablemente persistirá más allá de la misma. Lo mismo puede decirse de los rumores entorno a los masones. Una visita al moderno centro masónico termina como tantos otros, frente a un impasible burócrata que opina por opinar. Y sin embargo la película posee una cierta cualidad espeluznante, bancada por la innata fascinación del hombre por las coincidencias (de fechas, de sucesos, de nombres, de rumores). Posee entusiasmo y ritmo y sostiene la atención aunque sea con los malabares de estas coincidencias y el uso incidental de música y la narración autora de Schindel, que quizás no sepa muy bien a dónde quiera llegar pero se mantiene en constante movimiento. El rascacielos latino tiene un valor documental nulo. Empieza a base de unos cuantos rumores y hacia el final no quedan más que rumores. Funciona a base de ficciones y se la disfruta mejor como ficción – curiosa, aventurera, amarilla, lúdica.