OBSERVACIÓN DE CAMPO “Acá lo que se juega no es la promoción del año, sino que le encuentren un sentido a seguir viniendo a la escuela”. Dicha afirmación se convierte en el marco y el límite de la lente de la cámara puesto que ésta explora, busca, sondea y pone de manifiesto diversas cuestiones que engloban ese presupuesto pero siempre desde un ángulo más “objetivo” puesto que su lógica opera bajo la idea de exhibición y puesta en circulación del material en lugar de un análisis. La reflexión, por el contrario, se desarrolla de forma individual en cada espectador. De esta forma, el primer largometraje de Francisco Márquez no sólo se propone como una suerte de cámara exploratoria que observa, se detiene, rastrea y continúa su estudio para la recopilación de más material; además, podría pensarse como el trabajo de campo de una investigación pues los fragmentos recolectados funcionan, en cierta medida, como las muestras que habilitan la elaboración posterior del trabajo propiamente dicho. Dentro de esta concepción interactúa también el título de la película ya que Después de Sarmiento puede pensarse tanto como una suerte de proyección del futuro de los jóvenes una vez finalizada la escuela secundaria como también las nuevas técnicas o herramientas de enseñanza para suplir las deficiencias actuales. De hecho, en el filme hay una fuerte impronta docente, institucional y estudiantil para mejorar el acercamiento de los alumnos a la escuela. Esto se percibe, en mayor medida, tanto en las discusiones de los alumnos del turno mañana y tarde para tratar de formar un centro de estudiantes común como también en las propuestas de varios colegios que se reúnen para conversar sobre los planes de enseñanza. El mismo efecto también se produce por la introducción de algunos egresados de múltiples edades que comentan sus experiencias en el Colegio Domingo Faustino Sarmiento. Por tal motivo, el documental funciona como un primer acercamiento al campo, entendido como la tarea de concebir ciertas hipótesis, buscar las variables, indagar para obtener la información y recolectar los diferentes materiales. Después de Sarmiento se detiene en ese punto, en el cual sólo resta unir los fragmentos dispuestos sobre la mesa para demostrar o no la eficacia de las hipótesis antes formuladas. Allí entra en juego el rol del espectador, quien debe, de manera singular, armar su propio proyecto. Por Brenda Caletti redaccion@cineramaplus.com.ar
PRISIÓN DE PAPEL “No hay nada más ridículo que registrar la propia vida, uno parece un clown. Sin embargo, estoy convencido de que si no hubiera empezado esa tarde a escribirlo, jamás habría escrito otra cosa”. La frase de Ricardo Piglia es determinante y paradójica, como si se tratara de la antesala de la acción que busca llevar a cabo: la lectura de su diario íntimo, un registro de 327 cuadernos iniciado a los 16 años, luego de abandonar su casa de Adrogué. Pero como bien indica el escritor y crítico literario argentino, volver sobre su escritura implica un doble pasaje de la experiencia de vida, un recorrido hacia un pasado por momentos borroso o, en ocasiones, muy nítido; un rejunte de fotos, listados, recortes, anotaciones o materiales, algunos poéticos y otros más vergonzosos. La propuesta del director Andrés Di Tella es “hacer un diario de la lectura de un diario”. Para esto, no sólo utiliza los testimonios del protagonista (articulación entre lo escrito y lo oral) o la exhibición de sus múltiples registros, sino también la incorporación del material de archivo para contextualizar el inicio de los diarios, una cierta poética de las imágenes y algunos rasgos de cotidianidad. Pero pareciera ser que el desafío del director se presenta en la forma de captar esa lectura, en la manera de devolver al recuerdo su enmarcación presente. Por eso introduce también algunos fragmentos de una película donde aparece Horacio Quiroga, entre otros escritores, como precedente de aquello que busca producir o también la comparación entre dos grabaciones del mismo sitio con una diferencia de varios años. El formato con el que presenta 327 cuadernos tiene un poco que ver con la idea esbozada por Piglia: por un lado está la ficción mientras que por el otro se encuentra la experiencia personal. En el medio surge la experimentación, la idea de “un como si” o de un laboratorio que sondea con el material de descarte (como todos los papeles que Piglia no recuerda por qué anotó o conservó). A pesar de lo interesante de la idea, esa analogía de recolección y puesta en conjunto de objetos disímiles para producir un nuevo significado, como si el mismo documental fuera un diario mayor de ese recorte en papel, se vuelve saturación, un pastiche inconexo que va diluyendo su frescura inicial. Ya no hay un aprovechamiento de esa libertad del diario, de la letra no entendida o de los nombres de personas que sólo existen en el papel; la lente de la cámara, por el contrario, simula clausurarse sobre sí misma hacia el abarrotamiento y el desgaste. Entonces, pareciera que tanto la recuperación de cada diario en su singularidad como el trabajo de registro de dicha reposición quedan sepultados bajo una muralla, un pastiche de 327 cuadernos que, en lugar de permitir el recorrido fluido sobre el pasado o su aprehensión, lo encierra en una combinatoria de elementos sin dejarlo salir del papel. Por Brenda Caletti redaccion@cineramaplus.com.ar
INSINUACIÓN DE LO OMITIDO La mesa está abarrotada de objetos: un termo, el mate, frascos, la computadora, los materiales de trabajo, algunos libros. La luz, aún apagada y los sonidos provienen del afuera ya sea desde otro sector del hogar (el contestador del teléfono) como la lluvia. Entonces, Ana llega a su casa y comienza a despojar a la mesa de sus pertenencias, con pausa y de manera arbitraria. Ese gesto –en apariencia simple, cotidiano y quizás hasta mecánico –adquiere otra connotación en la ópera prima de Adriano Salgado: ya no se trata de una acción ordinaria, sino de una forma de entrecruzamiento de lenguajes, una articulación entre una puesta teatral y su captación cinematográfica. La disposición de ese único espacio –el living de Ana –y el juego con el espacio visible y el fuera de campo propone de forma continua una conexión o ruptura de un lenguaje y el pasaje hacia el otro. La cámara fija durante toda la película pone en evidencia no sólo ese punto de vista unidireccional, establecido, sino que pareciera jugar con las maneras de la expectación: en un teatro se dispone de un escenario donde el espectador puede realizar un recorte de la obra o elegir qué desea mirar; en la pantalla cinematográfica, por su parte, la mirada está mucho más centralizada y es más difícil efectuar dicho recorte. Sin embargo, Salgado consigue con La utilidad de un revistero que ambas formas de expectación puedan aunarse o sean posibles. Esto también lo logra a partir del uso del fuera de campo, un recurso que recorre todo el filme y que permite mantener esa tensión, por un lado, entre Ana y Miranda (grandes actuaciones de María Ucedo y Yanina Gruden) y, por el otro, entre ellas y el espacio. De esta forma, los mensajes en el contestador, el ruido de la lluvia o el tren, las llaves, los pasos en la escalera, el timbre o las voces de ellas fuera del espacio fijo de la cámara se van resignificando a lo largo de la película y habilitan otros matices en la construcción de los personajes. De la misma manera, tanto Ana como Miranda se componen de la información oculta dentro de la misma puesta. El director plantea un ocultamiento de las charlas de Ana en el facebook o de aquello que busca en la computadora, del video sexual, de los mensajes de texto así como tampoco exhibe los dibujos de Miranda (ni su porfolio ni lo que produce in situ). En consecuencia, el conocimiento de las protagonistas también se produce por fragmentación o elipsis, cuyo valor primordial pareciera ser una reconstrucción propia de cada espectador. Salgado pone especial atención al uso y apropiación de las simbologías. Una de las que se perpetúa en La utilidad de un revistero tiene que ver con esa reunión de trabajo: Miranda como una posible colaboradora de Ana para la escenografía y vestuario de una nueva versión de Caperucita Roja. La maqueta que Ana le muestra a Miranda, con esa división en tres espacios fijos (casa de la joven, vías de tren en lugar de bosque y casa de la abuela) puede pensarse como la posición de la lente en su casa (living, la puerta casi siempre cerrada de su cuarto en refacción y parte de la cocina) pero no comprendidos como reflejos entre sí, sino en tanto sitios exhibidos y la forma de su circulación. El pasaje de un ambiente a otro en la maqueta, la proyección de una luz cenital con linterna y el tren como motivo determinante se recontextualizan en los movimientos de las protagonistas en la casa de Ana, en esos otros espacios, en el momento de oscuridad total y el sonido del tren, la lluvia y las goteras como motivos recurrentes. Caperucita Roja ahora se llama Ayelencita –con su buzo con capucha roja –; el lobo es reemplazado por Roly, un puntero de paco; la madre y la abuela. Algunos de estos caracteres se plasman explícitamente, por ejemplo, la madre que llama a Miranda porque es tarde, y otros podrían rastrearse a partir de ciertos objetos o rasgos puestos en funcionamiento. Incluso, un espejo se coloca en oposición a la cámara de tal forma que, no sólo se puede ver un sector antes oculto, sino que podría considerarse como una metáfora de ese cuento como circulación dentro de lo real. Los objetos se muestran, disponen, resignifican y vuelven a ocultarse; los diálogos permiten conformar las realidades de las protagonistas a través de lo fragmentario pero, en definitiva, el conjunto se manifiesta como productor de identidad, una identidad tan fuerte en su esencia conceptual como metafórica dentro de ese espacio único, dirigido y cautivante que se prolonga hasta los créditos. Está claro que la octava y última pintura de la serie de Miranda va a ser todo un éxito. Por Brenda Caletti redaccion@cineramaplus.com.ar
NO CUALQUIER TRIÁNGULO “Es importante, cuando se ama, que haya obstáculos para ser superados”. La frase que, al principio, se plantea como una declamación del triángulo amoroso se vuelve decisiva, incluso categórica, y funciona en varios niveles del discurso. Porque no sólo puede pensarse a partir de la peculiar relación entre las hermanas von Lengefeld y el poeta y dramaturgo Friedrich Schiller, sino también en los vaivenes de la unión entre ellas. Ya se anticipa desde el título: Amadas hermanas enfatiza el vínculo casi inquebrantable entre Charlotte y Caroline, lazo que se intensifica con la promesa de ambas de confianza y confidencialidad, antes del casamiento por conveniencia de ésta última con Friedrich von Beulwitz. La infelicidad de Caroline “Line” se revierte por las noticias de Charlotte “Lollo” sobre su viaje hacia Weimar para convertirla en una dama de la corte y sobre algunas infidencias del lugar que su hermana le comenta. El inicio de ciertas dificultades aparece cuando “Line”, de visita en Weimar, le contesta una carta a Schiller como si fuera Charlotte. De allí en más, los tres empiezan una relación profunda, honesta y abierta; un amor intenso encarnado en múltiples misivas codificadas con círculos, líneas y triángulos. Pero la frase del comienzo se resignifica con el paso del tiempo, en las capas que va desmontando el director Dominik Graf, donde esa apertura fresca, incluso ingenua, del inicio se torna un tanto más brumosa, con algunos secretos o elipsis que resquebrajan una promesa de eternidad. De la misma forma, se puede considerar que el eje de la película también realiza un corrimiento: si bien el tema continúa siendo la relación entre ellas, el flaqueo en el cumplimiento del juramento o el juego de seducción del triángulo, se percibe que, tras el casamiento entre Charlotte y Friedrich, el ojo de la lente se enfoca más en el poeta y sus proyectos relegando un poco a las hermanas. De esta manera, esa segunda parte del filme se detiene y examina en mayor medida el contexto histórico, los años posteriores a la Revolución Francesa, su relación con el poeta y dramaturgo Johann Wolfgang von Goethe, las publicaciones, el debilitamiento de su salud, las clases en Jena, la revista Die Horen o la ayuda a Caroline para la publicación de Agnes von Lilien, su obra en forma anónima. “Es la trinidad de Schiller la que siempre he estado buscando”, les confiesa el poeta a ambas hermanas, como si con ello sellara la unión. Y en verdad, lo hace. Porque el pacto permanece vivo, incluso, en la crisis o en una suerte de traición y egoísmos. Allí, el obstáculo parece imposible de sortear y, en efecto, su desafío se vuelve más excitante que nunca. Por Brenda Caletti redaccion@cineramaplus.com.ar
LA EXPRESIÓN DE UNO MISMO Programación para las 12 del mediodía: contar las monedas del tarro. En realidad, esta tarea no se incluía en el cronograma cuidadosamente estipulado por su Madre o como ésta lo designaba “su plan de vida” hacia la adultez. Pero la Niña estaba segura de que una simple distracción en los quehaceres diarios no podía cambiar su meta: ingresar a la Academia Werth tras haber malgastado su oportunidad anterior. Toma el tarro, desparrama su contenido sobre la mesa y en el momento en que junta un pequeño puñado de monedas, algo le pincha el dedo. Revuelve entre los círculos metálicos y halla al culpable: una diminuta espada. Un tanto sorprendida, la Niña hurga entre las capas de monedas y se topa con más tesoros: una pelota fluorescente, una flor, un avión rojo y el muñeco de un principito. Ella le devuelve su espada y mira aquellos tesoros todavía absorta, aunque no lo suficiente para desatender las restantes actividades. Los objetos se resignifican esa misma noche, cuando entra por la ventana de la habitación un avión de papel. Una vez desarmado, la hoja deja ver un dibujo del mismo principito y el inicio de su historia. Si bien al comienzo la Niña intenta alejarse del Aviador, el vecino extravagante que intenta acercarla al cuento y convertirse en su amigo, algo en su forma de presentarse frente al mundo y de la peculiar casa/ torre repleta de inventos le atrae. Para abarcar la nueva obra de Mark Osborne, quizás sea más prudente efectuar un acercamiento hacia El Principito como metatextualidad en lugar de pensarla como una adaptación del libro de Antoine de Saint- Exupéry puesto que el director construye una relectura de la obra original que está más ligada a una impresión crítica (en el sentido del análisis), a una elaboración y detenimiento de ciertos fragmentos significativos para afianzar su mirada o a un juego de realidades, texturas y colectivos imaginarios que funcionan como apoyatura y confluencia de la otra historia. De esta manera, el personaje de La Niña actúa como el nexo entre ambos mundos a través de su desdoblamiento: por un lado, se la posiciona como el reflejo de la enajenación de los adultos y, por otro, como el emblema de recuperación de la infancia. En las primeras imágenes sólo se distingue a La Niña de la Madre por el tamaño del cuerpo ya que las dos realizan ciertas actividades, como lavarse los dientes o levantarse de la cama, de la misma manera. Ambas componen una duplicación automatizada y en detalle del mundo adulto regido por una serie de estructuras que impiden una comprensión o conocimiento de lo más cotidiano, las fantasías, lo imaginario, lo lúdico, lo ingenuo; ya no hay tiempo para detenerse en mirar a una flor o reírse de uno mismo. El mundo, por el contrario, se limita a compartimientos estancos y reglados que se saturan en el cumplimiento de las obligaciones, en los grises y solitarios zoom in que muestran las oficinas, los barrios o las mismas calles. Pero La Niña produce un quiebre gracias a la compañía del Aviador y a la historia de El Principito: descubre la riqueza del mundo, de lo simple y de sí misma hasta el punto de volverse vulnerable a los sentimientos y a las personas. La revelación de la obra transforma la duplicación anterior del mundo adulto en su propio desdoblamiento en tanto niño/ adulto, como lo fue en el pasado el mismo aviador perdido en el desierto del Sahara tras la aparición de El Principito. Osborne realiza un gran trabajo visual en la película para la articulación de ambas historias. Utiliza animación digital para retratar ese mundo adulto e incomprensible de La Niña y su Madre y lo intercala con un tratamiento delicado a través del stop motion para representar el imaginario del cuento, donde los ambientes y personajes parecieran adquirir la textura del papel crepe o de la seda, con sus pliegues y transparencia que le devuelven la sensación de ensueño o de un plano más onírico. En consecuencia, en la combinatoria de puestas en escena, técnicas y simbologías, los personajes también se recontextualizan en la mirada del director, sobre todo en la última parte del filme, donde la duplicación se torna fundamental y la apropiación de rasgos distintivos permite jugar con los saberes ya dados hacia otros diferentes. “Ya no sé si quiero ser mayor”, le confiesa La Niña al Aviador y éste le responde sabiamente: “El problema no es crecer, sino olvidar”. El mundo onírico y la realidad gris se engullen entre sí, en principio, por la búsqueda de un dominio pero luego como resultado de una simbiosis y reciprocidad porque, a final de cuentas, la lucha reside en el propio ser y la victoria sólo depende de cómo se mire desde el interior. Por Brenda Caletti redaccion@cineramaplus.com.ar
ALETEO DETONANTE Sólo es suficiente un aleteo de mariposa para modificar el destino; sin embargo, éste siempre se las ingenia para relacionar a las mismas personas de alguna forma. Marco Berger parece saberlo bien y por eso no sólo toma estas premisas como base de su última película, sino que las modela y dispone para un juego de realidades paralelas hacia el espectador y, por qué no, hacia los mismos personajes. Ya la primera escena anuncia la dualidad inmanente: un plano general y con profundidad de campo, donde en la parte más lejana se encuentra una joven con una beba en brazos. El bosque, como cierto lugar atemporal y de ensueño, enmarca ese instante perdido y difícil de ubicar mientras que el primer plano está ocupado por una mariposa posada en una rama. La muchacha mece en sus brazos a la beba y las alas de la mariposa empiezan a batirse en destellos de colores y brillos. Ella, dolorida, sale de aquel sitio para abandonar a su hija en la ruta. Un matrimonio la encuentra y, enseguida, el niño de la pareja se encariña con ella. Entonces, se retoma la escena anterior pero esta vez el aleteo exhibe el cambio: la joven decide quedarse con su bebé. Estas dos realidades son las que conforman el universo de Mariposa: por un lado, Romina (Ailín Salas) y Germán (Javier De Pietro) son hermanastros que se pelean pero también se cuidan. Ambos tienen pareja: Germán está de novio con Mariela (Malena Villa) mientras que Romina sale con Bruno (Julián Infantino). Más allá de los lazos familiares y sus propios impedimentos– aunque el director jamás aclara si los protagonistas conocen el origen real de Romina –, entre ambos se genera una tensión sexual difícil de apaciguar y que pareciera provocar sentimientos más profundos como el amor. Por el otro, ambos se conocen por casualidad, cuando su padre choca por accidente a Romina en el mismo lugar donde habría sido recogida. Germán queda prendado de ella enseguida, como ese niño que fue antes y le dio muestras de cariño. Entre excusas e invitaciones, ambos se vuelven amigos y comienzan a salir de a cuatro (junto a Mariela y Bruno). Las parejas se repiten puesto que ninguno de los dos demuestra o se juega por lo que siente por el otro. De esta forma, los universos conviven, se atraviesan y se superponen de manera constante puesto que no sólo conforman un discurso narrativo, sino también de simbologías. Hay ciertos objetos compartidos como la moto o la música pero otros diferentes que permiten crear los rasgos de individuación de cada historia ya sea desde la decoración de los cuartos de Romina –como determinantes de su personalidad –o de sus dos casas –entendidas como forma social o de status –como también las vinculaciones entre los mismos protagonistas según las realidades. Por tal motivo, el desdoblamiento requiere, por un lado, de un espectador ávido y dinámico para complementar las elipsis y el entrecruzamiento permanente entre las realidades – aunque el director lo ayude gracias a los cambios de aspecto de los protagonistas según el caso –y para analizar las simbologías. Por otro, evidencia las complejidades de los personajes no sólo entre ambas realidades paralelas, sino también dentro de cada historia. Los cuatro se valen del mismo cuerpo como objeto contenedor de sus identidades y que, a su vez, comparte la raíz en ambos mundos. De hecho, no es casual que mantengan las mismas parejas incluso cuando son libres para estar juntos. Pero, al mismo tiempo, algunos deben combatir contra sus propios deseos y, por ende, contra su identidad dentro de una u otra realidad. Tal es el caso de una latente homosexualidad de Bruno o de la lucha interna de Germán hacia el deseo de estar con Romina en tanto incesto. “Me interesaba jugar con las posibilidades de la vida y cómo, con un cambio, se modifican las cosas”, asegura Berger y su compleja e interesante construcción del discurso pone más que en evidencia esa dinámica. Como aquel aleteo del comienzo tan sutil pero vigoroso, en esa multiplicidad de colores y brillos que no sólo cautiva, sino que busca detonar su energía en cualquier punto del planeta. Por Brenda Caletti redaccion@cineramaplus.com.ar
LIBERTAD DEL DESEO _ Ojalá experimentara eso yo misma – anhela Anna. _ Lo harás – la alienta su madre Irena. _ Una vez soñé que estaba parada ahí y se me olvidaba la letra del Himno. Fue terrible; quería cantar pero no sabía qué. El deseo de Anna parece cada vez más cercano: llegar a los Juegos Olímpicos y obtener la ansiada medalla de oro. Pero antes debe pasar una serie de pruebas para conseguir clasificarse. Para ello, el entrenador Bohdan no sólo aumenta el nivel de exigencia en los entrenamientos – carreras alpinas, en la nieve o dentro de una pileta llena de agua–, sino que altera también su tratamiento médico. En una reunión, más que sospechosa, junto a miembros del Centro Nacional de Deportes, Bohdan hace que Anna firme un contrato que alude como ciertos médicos particulares crean programas de “medicina moderna” para expandir las capacidades de los atletas. En el caso de la corredora, el reemplazo de la vitamina B por el Stromba, un medicamento que ayuda al crecimiento del tejido muscular y aumenta la velocidad de la regeneración. Si bien, a pesar de las dudas, Anna acepta la condiciones con tal de conseguir su sueño, tanto los efectos del Stromba en su cuerpo como la comprensión de que las mejorías del estado físico no se deben a sus esfuerzos, sino a la droga, harán que la joven decida interrumpir el tratamiento en secreto, con el único conocimiento de su madre. Lo más interesante de Juego limpio es percibir cómo a partir de la historia de la protagonista se desprenden una serie de micro relatos con cierta autonomía pero que, leídos en conjunto, refuerzan su significado mayor. Tres de las cuestiones más diferenciadas por la directora Andrea Sedlácková son los aspectos políticos, sociales y deportivos. En el primer caso, se reconstruye la Checoslovaquia de los años 80 aún bajo la forma de república socialista. Para ello trabaja desde la acumulación de situaciones breves como puede ser la migración (como posibilidad de futuro o como acción ya efectuada) y el contraste por la negación de los permisos para salir del país, las investigaciones policíacas hacia los ciudadanos para detectar subversivos, los tratados de voto de silencio, la mención de un occidente infame o la justificación de ciertas acciones por la patria. La directora trabaja el tratamiento del lenguaje por el cuidado en los diálogos, por el uso de la sugerencia, o a través de la repetición de la palabra camarada o un locutor de radio que saluda “están escuchando Radio Europa libre”. El trabajo de la cuestión social se subraya en la oposición entre quienes tienen un poco de poder (los médicos del Centro Nacional de Deportes, el entrenador, la policía) frente a los ciudadanos. Los ejemplos por excelencia son Anna frente a su entrenador e Irena contra el jefe de policía. La joven se rebela al dejar de tomar el medicamente prescripto y, pese a un engaño provisorio y a algunos inconvenientes, mantiene su línea de conducta hasta el final. Por su parte, la madre actúa de la misma manera: ayuda a un disidente copiando material considerado subversivo en más de una ocasión y esto le acarrea problemas con la policía no sólo por en encubrimiento, sino por la misma propagación del material. Y ambas, al final del filme, vincularán mucho más su modo de obrar. La representación del mundo deportivo funciona como excusa para las cuestiones antes mencionadas, aunque la directora busca también poner en escena el uso de drogas para conseguir determinados niveles físicos y la aceptación o el impulso desde el aparato médico. A pesar de que se trata de crear una gran polémica, bastante evidente entre los personajes de la película, no termina por conseguir profundidad en el tema; por el contrario, queda un poco apagada por el fuerte contexto político, como en la escena donde el entrenador intenta justificar frente a la madre el uso del Stromba y le explica que todos los atletas toman la droga, de lo contrario, sería imposible pensar en los resultados de Alemania del Este o la Unión Soviética. La maraña de relatos se desarma hacia una línea más uniforme, hacia una simbiosis completa en las escenas finales, donde las palabras sobran y los gestos lo son todo. Porque, a veces, los deseos que parecían claros terminan por volverse brumosos mientras que los principios y valores aún construyen carácter y singularidad; tal vez el esfuerzo pareciera ser en vano pero, a final de cuentas, recibe su merecido. Por Brenda Caletti redaccion@cineramaplus.com.ar
CUERPOS REVELADORES Los cuerpos se muestran en todo su esplendor y sin tapujos ya sea con manchas, arrugas o la piel caída de la vejez pero también en la tersura, firmeza y elasticidad de la juventud. Los pares de pies se alzan al aire con las plantas pegadas, incluso parecerían ofrecerse en una volátil caricia mientras el contraste entre ambas mujeres se subraya cada vez más. Porque ya no sólo entran en juego las edades o la procedencia, sino los modos de actuar y vivir: una ama, la otra juega con la ambigüedad. Anne (Geraldine Chaplin) es una anciana francesa que parece refugiarse en República Dominicana de algún secreto familiar o disputa con su hijo; problema sugerido pero jamás revelado. Anne le paga a Noelí (Yanet Mojica), una joven dominicana de unos 20 años y quien intercambia favores sexuales por dinero, como dama de compañía. Pero en los tres años de relación, Anne se enamora de la joven y quiere llevarla a París con ella para ofrecerle otro tipo de vida. Frente a estos contrastes que no se pueden alterar – ya sea la edad, el color de piel o el país de nacimiento – se evidencia un hecho que sólo les pertenece a cada una y que podría rebatir los anteriores: los sentimientos. ¿Aún se enamoran los ancianos? ¿Cómo se ama un cuerpo viejo? Los directores Israel Cárdenas y Laura Guzmán navegan por la ambigüedad de Noelí como motor del aumento del amor de Anne y de la oposición entre ambas: a través de sus parcas respuestas, de la poca información sobre la joven, de la entrega de su cuerpo para el disfrute del momento y de quien pueda pagarlo, incluso, de los escasos celos de su novio frente a la Doña. Y Anne lo acepta sin resignación, aunque sean migajas o breves momentos. El problema de Dólares en la arena es que la lógica se vuelve reiterada, previsible y termina por perder su brillo: ya no basta con la mostración de los cuerpos, la ambigüedad o los sentimientos para construir el discurso, sino la búsqueda de otros mecanismos que le devuelvan la verosimilitud, el ritmo y que la alejen del estereotipo. Porque, a final de cuentas, todo el trabajo más interesante del contraste visual se diluye en la repetición, en ese ir y venir de las protagonistas; en lugar de generar matices se torna predecible y agotadora. Esa premisa ya se instaura en el nombre de la película– que corresponde a la novela homónima del francés Jean-Noël Pancrazi –: la relación entre ambas no es más que a base del dinero. Para una, los dólares le brindan la compañía y el amor que su soledad insiste en apartar; para la otra, se trata de un acuerdo de conveniencia que la ayuda a conseguir solvencia y los documentos necesarios para salir del país. A pesar de esto, también se desprende del título que dicha retribución económica sólo se mantiene efectiva mientras se produzca en las playas del Caribe y esta simbología se realza en determinados momentos del filme para cada caso. El contacto tan íntimo de una planta del pie sostenida por la otra acaba, el lazo se libera y ambos cuerpos recuperan su autonomía: la lógica se repite pero la última frase pareciera indicar, por fin, una nueva connotación. Esta vez es para siempre. Por Brenda Caletti redaccion@cineramaplus.com.ar
JUEGO DE CAJAS HEREDADAS “Tiene usted una vida por delante, Mathias; no hay riqueza mayor. Yo soy una anciana. – reflexiona Mathilde –. No hay nada más extenuante que la exasperación y usted me ha exasperado. Por favor, ¿podría dejarme sola?”. El cansancio de Mathilde Girard (Maggie Smith) poco tiene que ver con sus 92 años; por el contrario, se debe al reencuentro con el pasado, con ciertas verdades ocultas que luchan por resurgir del olvido y hacerse carne en la herencia. Porque, en efecto, lo que se subraya de forma constante en Mi vieja y querida dama es que la herencia no sólo se despliega en tanto legado material, como la gran casa en París obtenida por Mathias Gold (Kevin Kline) en el testamento de su padre – con el aditamento de un desconocido tratado de usufructo vitalicio entre él y Girard –, sino también referido a los modos de vida, de relacionarse con otros o con el mundo, de sentir o actuar. Pero esta resignifiación no se completa sin la interacción de un tercer personaje: Chloe (Kristin Scott Thomas), la hija de Mathilde que vive junto a ella en la casa y quien no esconde su desagrado ante el nuevo inquilino/dueño. Por tal motivo, la mujer adquiere una doble función: por un lado, se sitúa como la bisagra entre su madre y Mathias; por otro, es a partir de las discusiones con Gold que ambos revelan sus sentimientos más íntimos y se redescubren en su vulnerabilidad. Esto también ocurre gracias a la intervención de algunos objetos ya sea fotos o la libreta de Mathias casi al final de la película. De todas maneras, el trabajo más interesante de la opera prima de Israel Horovitz, curiosamente basado en la novela homónima escrita por él mismo, es el tratamiento y la construcción del relato como una suerte de mamushkas: cada muñeca se descubre debido a las preguntas formuladas por Mathias hacia la señora Girard sobre su vida privada, dudas que parecen ingenuas pero que pronto se convertirán en algo determinante. De igual manera, las respuestas claras de la dama destapan el peso de recuerdos abrumadores. El juego de cajas chinas, aunque aquí se trate de una inglesa (señora Girard), una francesa (hija) y un norteamericano, despliega entonces un arsenal de preguntas, respuestas, recuerdos y sentimientos que ahonda en las fibras más finas de los personajes, sobre todo en cuestiones de la infancia o juventud, despojándolos del bagaje personal, incluso, de sus propias certezas. Ese desplazamiento de lo más general hacia lo particular no sólo opera en conjunto con la recontextualización del concepto de herencia, sino que además hace posible la mostración de los personajes en su propia vulnerabilidad, en sus rasgos más humanos y, a la vez, más brutos. La última muñeca se deja ver en todo su esplendor y exhibe la condensación del recorrido de cada uno de los miembros: la herencia vuelve a reconfigurarse con la esperanza de que, esta vez, sea la definición correcta. Por Brenda Caletti redaccion@cineramaplus.com.ar
EL LÍMITE QUE DEJA MARCAS La toma se cierra de forma pausada recortando al director Sebastián Sarquís hasta un plano detalle de su mano. Ésta toca la soga atada a unos palos, recorre la extensión y cuando la cámara vuelve a alzarse ya no se trata de la mano del director; en su lugar aparece la de Farías (Omar Fanucchi), un personaje de la nueva película que busca filmar Sarquís. El desdoblamiento se vuelve efectivo: en Yarará la realidad y la ficción se entremezclan de manera constante, articulan una serie de motivos que adquieren, según el caso, diferentes significados, se miran en los matices para copiarlos u oponerlos y hasta podría pensarse que comparten las raíces puesto que se trata de una película dentro de otra. Esto quiere decir que, por un lado, está el homenaje de Sarquís a su padre Nicolás y hacia su ópera prima Palo y Hueso (1968) basada en el cuento homónimo del escritor argentino Juan José Saer. Por el otro, la construcción de un nuevo filme basado en otro cuento del escritor, El camino de la costa, y gracias al cual Sarquís hijo explora los escenarios que alguna vez conoció su padre en San José del Rincón, provincia de Santa Fe, y retoma el diálogo con los actores. De esta forma, la puesta en juego de ambos recorridos no sólo se evidencia en el relato a través del entrecruzamiento o el uso de uno u otro aspecto según el hecho, sino también en la ambientación y en los mismos intérpretes. Sarquís junto a Rudy Chernicof y a Héctor da Rosa (quien hizo de Domingo en Palo y Hueso) visita los espacios elegidos por su padre, los compara con su visión o intenta repensarlos para el nuevo proyecto. Aunque también les devuelve el valor del pasado, por ejemplo, cuando reproduce, 47 años después, la escena donde Domingo y Rosita (Juana Martínez) se guarecen de la lluvia en la puerta de la biblioteca y traspone imágenes en blanco y negro. La misma lógica se repite con la incorporación de objetos o su articulación en ambos relatos. Por ejemplo, un bastón perdido en el río que luego usará Farías o la marca de una M en un árbol que, por un lado, se realizó en la filmación de Palo y Hueso o que luego funcionará para Montenegro como metáfora. El trabajo se repite ya sea con la búsqueda de Martínez y el reencuentro entre ambos protagonistas o con otros involucrados en el filme de 1968.Mientras que, del lado de la nueva ficción, Juan Palomino, quien encarna a Ramón Montenegro, y Farías se presentan como los emblemas del cuento y, por qué no, como lazo con el título del filme. Puesto que Yarará poco tiene que ver con el animal propiamente dicho, sino con la metáfora de su mordida, con esa marca que tanto se busca dejar al descubierto y que se subraya a lo largo de todo el metraje: la idea de que la mordida de la serpiente puede salvar del cáncer (como se indica en la película), la marca de Montenegro por su destino o la puesta en duda de ese destino, la herencia de Sarquís padre al hijo o la de ambos directores para con el cine argentino. Como indica Farías: “¿no podría nacer la gente con una marca para saber si van a ser buenos o malos?”. Por más que el hombre continúe con su vacilación, la pregunta queda sin respuesta porque la marca a la que se refiere no deja huella como pueden ser la M en el tronco del árbol o la mordedura de la serpiente. Por el contrario, es interna y sólo se descubre en un instante particular, en el borde de esa realidad y ficción que Sarquís tanto se empeña en volver difusa pero que, como los dos botes a la luz de la luna, termina por coexistir. Por Brenda Caletti redaccion@cineramaplus.com.ar