Mark Ruffalo interpreta a un productor musical, y Keira Knightley es una talentosa cantante con el corazón roto. Sin dudas, una comedia romántica perfecta debe incluir a Mark Ruffalo y Keira Knightley entre sus protagonistas. Sin embargo, y pese al título en español, ¿Puede una canción de amor salvar tu vida? no es exactamente una comedia romántica y tampoco es una película perfecta. Pero sí es una declaración de amor a la música, a la vida y a Nueva York, con las cantidades imaginables de sentimentalismo que contiene cada uno de esos componentes. Dan (Ruffalo), un productor musical en decadencia, escucha cantar en un bar nocturno a Gretta (Knightly), una chica retraída que tiene una voz angelical, que escribe canciones preciosas y que, por supuesto, pronto lo sabremos, tiene el corazón roto. El cuadro se completa con el exnovio de Greta, Dave, un cantante que se ha vuelto famoso de un día para el otro (interpretado por Adam Levine, el líder de Maroon 5), con la exposa de Dan, Miriam (Katherine Keener) y con la hija de ambos, Violet (Hailee Stainfeld). La idea de la película no es otra que mostrar el poder de la música para volver a soldar los fragmentos de esas vidas más o menos destrozadas. Por suerte, el director John Carney (Once) confía más en la música por sí misma que por sus propiedades terapéuticas, y la intensidad con la que disfruta cada canción es visible en todas las escenas y en todos los escenarios que eligió para filmarlas. En ese sentido, hay un momento que roza la epifanía: ocurre cuando los dos protagonistas, conectados al mismo iPod por el cable de un auricular bifurcado, se sientan a ver pasar a la gente, y Dan le explica a Gretta que sólo la música puede hacer que cualquier instante se transforme en una perla de tiempo. Mientras narra las peripecias de grabar un disco en distintas locaciones de la ciudad, Carney se permite una mirada lateral sobre la industria discográfica y sobre el sistema de celebridades de los Estados Unidos. Si bien manifiesta su disconformidad con ese mundo de las apariencias, no llega a ser crítico, no por pacato, ni por respeto a Adam Levine (una superestrella musical, con talento, es cierto, pero superestrella al fin, y adicto al falsete), sino porque su confianza en el poder de reconciliación de la música es tan grande que las artimañas del capitalismo cultural le parecen un detalle menor. Ideologías aparte, hay que decir que el gran Ruffalo peca de italiano por primera vez en su carrera y sobreactúa en varias escenas, en especial en aquellas en que se muestra trabajando de productor musical con la banda. El resto del elenco, en cambio, cumple con el mandato de darle a cada uno de los personajes una nota personal y distintiva.
Una secuela que hace escuela En el filme hay humor en buena dosis. El argumento es lo de menos, pero sirve para unir eventos desopilantes. El número en el título de Comando especial 2 no debería entenderse sólo como la referencia a una segunda parte, sino como la indicación de que la idea original fue multiplicada por sí misma. Es la fórmula conocida, pero elevada al cuadrado. Eso se llama “potenciación” y puede aplicarse también a una comedia carente de cualquier ambición que no sea mantener el ritmo de intensa felicidad narrativa y hacer reír con toda una panoplia de situaciones obvias y no tan obvias. Mucho tiene que ver en el resultado final la improbable dupla que forman el versátil Jonah Hill y el inexpresivo Channing Tatum. Funciona tan bien que tiene algo de clásico instantáneo y lo mejor que podría pasar es que gozara de una larga vida en la pantalla, como irónicamente lo sugieren las imágenes que acompañan los créditos finales y que ubican a la pareja en escuelas de policías, de cocineros, de buzos, de artes marciales, de danza, etcétera. En Comando especial 2, los policías Schmidt (Hill) y Jenko (Tatum) pasan del colegio secundario a la universidad de la ficticia ciudad Metro. Su misión es descubrir una red de distribución de una nueva droga de diseño que hace furor entre los universitarios y que ya se ha cobrado una víctima fatal. Obviamente, la trama es lo menos importante, sólo sirve para unir entre sí una serie de episodios desopilantes en los que se combinan en distintos grados el humor físico (la escena inicial es fantástica en ese sentido), la parodia y la autoparodia y la relación de amistad traducida magistralmente al lenguaje de la ambigüedad sexual. Las zonas de alta previsibilidad que debe atravesar una comedia tan esquemática son aliviadas en este caso por unas permanentes comillas implícitas, remarcadas ya sea por los personajes o mediante alusiones a bandas sonoras o a escenas de otras películas. Sin embargo, esa conciencia de estar manejando un código conocido no impide que las situaciones humorísticas tengan la fuerza de una descarga directa, simple e inmediata. No hay nada más inteligente que parecer estúpido, y en eso esta secuela hace escuela.
Mamá, siento todo Hay muy pocas escenas memorables en Lucy y entre esas pocas se destaca un parlamento de la protagonista (Scarlett Johansson) quien llama a su madre por teléfono móvil y le dice: "Mamá, siento todo". Todo es todo: desde el sabor de la leche materna hasta los besos que sus padres le dieron en las mejillas. Ese momento, obviamente, no puede ser otra cosa que una distracción poética en un producto de acción y ciencia ficción diseñado por Luc Besson. Sin embargo, el prolífico director y productor francés parece pecar de solemne de forma voluntaria, como si hubiera querido combinar el guion de Nikita con el espíritu de Azul profundo, lo cual hace que sea bastante difícil definir el resultado. Desde el principio, está claro que intenta hacer algo distinto, pero también enseguida salta a los ojos que los procedimientos para realizarlo son estéticamente dudosos. En la primera escena, por ejemplo, las imágenes del momento en que un novio trata de convencer a Lucy de que entregue un maletín cerrado se yuxtaponen con fragmentos documentales del ataque de un leopardo a un venado. Ese tipo de comentarios visuales o verbales a situaciones que se entienden por sí mismas abundan en Lucy y terminan pesando como un lastre, más allá del interés de la ciencia o de la filosofía que trata de divulgar. El propio Besson ha demostrado que cuanto menos distancia hay entre la acción y la reflexión más adecuada es la fórmula narrativa(véase, si no, El perfecto asesino). Por la vía del exceso constante, se viola varias veces la frontera del ridículo y de la coherencia interna. Una vez asumido en la ficción que una personaje tiene la capacidad mental de imponerse a las leyes de la física, como es el caso de Lucy, ya no es posible volver atrás en la imaginación y considerarla vulnerable. Hay que saltar de nivel y ahí es donde se evidencian las fallas argumentales. La trama tropieza una y otra vez y cae en sus propias trampas, si bien cada tanto se despabila con alguna escena energizante (una persecución o un tiroteo impecables) y con uno o dos villanos memorables (que lamentablemente se diluyen en la historia). Salvando algunas distancia, Lucy se ubica en la categoría de película futuristas y espirituales, como Trascendence, identidad virtual o La fuente de la vida, que le deben demasiado a esa nueva religión norteamericana llamada "new age", la cual tiende a manifestarse como una reconciliación alucinada entre la naturaleza y la tecnología (electrónica y química). Los ojos de enajenada con los que mira el mundo Scarlett Johansson durante casi toda la película son el mejor comentario posible a esa clase de ideas.
Los matices entre el fin y los medios No necesariamente una película de espías morosa y melancólica es interesante, aun cuando esté basada en una novela de John Le Carré. Sin embargo, la morosidad narrativa y el argumento diseñado por el novelista inglés son elementos fundamentales en El hombre más buscado. La acción no está ausente, por cierto, aunque se parezca más a una partida de ajedrez que a una pelea de artes marciales. El tablero es la ciudad de Hamburgo, el puerto del norte de Alemania, mostrado por la cámara de Anton Corjbin como si se tratara de un personaje más, ausente y presente al mismo tiempo en su atmósfera opresiva. A ese puerto llega de forma ilegal un extranjero (Grigoriy Dobrygin) llamado Issa Karpov (no en vano el nombre en musulmán significa "Jesús" y el apellido remite a un famoso ajedrecista ruso). Su llegada no pasa inadvertida para el hipersensible y secretísimo servicio de inteligencia alemán y tampoco para la agencia norteamericanas asentada en ese país. La gran pregunta: ¿es un refugiado o un terrorista? Nadie quiere que se repita un atentado como el de las Torres Gemelas; la diferencia son los métodos. Mientras el equipo que lidera Gunther Bachmann (Philip Seymour Hoffman) prefiere la vía moderada, el que conduce Dieter Mohr (Rainer Bock) se inclina por la eficacia inmediata. Entre ambos polos, parecen oscilar los servicios norteamericanos guiados por la diplomática Martha Sullivan (Robin Wright). La complejidad de la trama, en la que también participan un banquero (Willem Dafoe), una abogada de una organización humanitaria (Rachel McAdams) y un potentado árabe (Homayoun Ershadi), evita que la historia se demore demasiado en el simbolismo del hombre venido de lejos y nos ahorra una eventual tentación mesiánica, que es el problema que la película denuncia, tanto en su variante religiosa como en su variante racional. En cambio, no le impide desarrollar a fondo los personajes, más en sus filosofías (o en sus éticas) que en sus psicologías, lo cual en última instancia se traduce en una mirada distinta sobre el terrorismo y sus consecuencias no sólo políticas sino también familiares y sentimentales. Si bien todo conflicto de posiciones puede reducirse a dos bandos básicos (como "blancas" y "negras" en ajedrez), la lección de esta sociedad entre el ojo de Corjbin y la mente de Le Carré (productor de la película) es que hay muchísimos matices entre el fin y los medios.
Bella durmiente en terapia intensiva Si decido quedarme fue calificada como apta para mayores de 13 años, pero debería sumar otra advertencia: no apta para mayores de 18. Su espectro emocional se limita a esa franja de edades. Más allá o más acá, es probable que no encuentre la empatía que exige su planteo intensamente melodramático. Todo parece perfecto en el mundo de Mia (Chloë Grace Moretz), una adolescente virtuosa del violonchelo, nacida en Portland, Oregon, que podría entrar en Julliard, la prestigiosa escuela de música de Nueva York. Cuando la ve ensayar, en trance y hermosa, se enamora de ella el líder de la banda de rock del colegio, Adam (Jamie Blackley), un chico apuesto, talentoso y decidido a cumplir sus sueños de artista. Lo único que la hace sentirse un poco "marciana" –en sus propias palabras– es la estirpe rockera de su familia: su padre es un exbaterista de una banda punk; su madre, una exgroupie, y su hermanito un experto en rock anterior a 1978. ¿Cómo pudo ella convertirse en una amante de la música clásica? Pero ser distinta no significa que no sea aceptada. Al contrario, sus padres, sus parientes y sus amigos la adoran. Todos saben que es una criatura elegida. Ese paraíso terrestre se transforma en un limbo un día de invierno en que toda la familia sale en auto y, en medio de una ruta nevada que atraviesa el bosque, chocan contra una camioneta. Mia entra en coma y según le dice al oído la enfermera que la atiende, sólo depende de ella seguir viviendo. Así que mientras yace inconsciente en una sala de terapia intensiva, su alma o su fantasma va enterándose de la suerte que corrió su familia en el accidente y a la vez empieza a recordar momentos positivos y negativos de su vida a fin de determinar si tiene o no tiene sentido permanecer en la Tierra. Si bien el esquema ya fue probado en muchas otras películas, esas idas y vueltas temporales son conducidas con eficacia narrativa por el director R.J. Cutler, y acompañadas por una banda sonora que combina con precisión y sensibilidad la música clásica y el rock. La historia tiene algo del cuento de la bella durmiente versión siglo 21 –sin las madrastra maligna ni los enanos trabajadores–, es decir, adaptado a la mentalidad de un público adolescente en el cual la corrección política ya se hizo carne y cuyos sueños están diseñados a imagen y semejanza de American Idol o Hannah Montana.
Tan divertida como el sexo conyugal Un raro experimento fallido termina siendo Nuestro video prohibido, una película cuya filosofía es absolutamente ingenua mientras que su contenido ha recibido la calificación de apta para mayores de 16 años. Esta desafortunada combinación de pornografía de bajas calorías y comedia familiar tecnologizada sólo puede presentar como credencial más o menos respetable la ocurrencia de plantear una respuesta contemporánea a la pregunta: ¿Cómo es posible el buen sexo en un matrimonio con hijos pequeños? En su época de estudiantes universitarios, Annie (Cameron Diaz) y Jay (Jason Segel) tenían un apetito sexual mutuo insaciable. Ningún lugar les resultaba demasiado incómodo o demasiado público para sus intercambios de fluidos. Ahora ese tiempo ha quedado atrás y Annie lo recuerda mientras escribe un artículo para su blog dedicado a la maternidad. Hay una primera disociación entre la nostalgia de la protagonista y la forma de catálogo de situaciones ridículas con que se presentan esas escenas del pasado. La contradicción es comprensible en función del humor, pero ya anticipa que la narración va elegir siempre el camino menos complicado. De todas maneras el dilema que no consigue resolver y que directamente aplasta a Nuestro video prohibido hasta hundirla en el subsuelo de los productos desangelados es la superposición de dos conflictos, uno existencial y otro funcional. El primero: ¿cómo conciliar el buen sexo con las responsabilidades familiares? El segundo: ¿cómo evitar las consecuencias de la viralización involuntaria de un video porno conyugal? Como el director Jake Kasdan nunca termina de distinguir cuál de los dos conflictos es el más importante, vacila entre uno y otro, y su desorientación se hace visible en el modo en que dilata las situaciones hasta exprimirles toda la sustancia cómica posible, para abandonarlas después, secas y desabridas, en el basurero de su propia narración. Algo parecido sucede con los actores, los principales y los secundarios. Sienten tanta obligación de ser cómicos que resulta patente la distancia entre los personajes insípidos que encarnan y el vertiginoso remolino de gestos y morisquetas con el que tratan de mantenerlos, si no vivos, al menos en movimiento. La obvia moraleja final no cierra precisamente con un signo de admiración esta comedia cuya única virtud es documentar los esfuerzos del género por ponerse a tono con una época signada por las redes sociales y la exposición de la intimidad.
El tema es la venganza Relatos salvajes, la nueva película de Damián Szifrón, reúne seis historias que tienen como eje la violencia contenida en situaciones identificables para los argentinos. Las poderosas imágenes de la promocionada última película de Damián Szifrón caen literalmente encima del espectador desde la primera de las seis historias de rencor y venganza que propone como una especie de catarsis colectiva del resentimiento nacional. Hay, o parece haber, una tesis sobre la violencia ya en el diseño mismo de los créditos que aparecen recién entre el primero y el segundo de los episodios. En una secuencia de fotos fijas, se ven distintos animales salvajes: leones, tigres, hienas, elefantes, gorilas, zorros. No deja de ser una indicación bastante explícita de que existe en los hombres una parte no domesticada que puede emerger en cualquier momento, y no siempre como un ataque de nervios sino también (al menos en dos de los episodios) en la forma de un plan deliberado. Las recientes declaraciones de Szifrón acerca del problema de la inseguridad en la Argentina podrían generar un malentendido respecto del tema de su película. No es la inseguridad, ni su relación con las distintas clases sociales (aun cuando roce el tema en el episodio "La propuesta"). El tema es la venganza. Pero no se trata de un estudio en profundidad de ese fenómeno sino un pretexto para narrar una serie de historias contundentes y efectistas, con alguna vuelta de rosca de más, en ciertos casos. Todas están sostenidas por un impactante uso de la cámara y por un conjunto de actuaciones muy sólidas (con Leonardo Sbaraglia, Oscar Martínez y Diego Gentile en el podio). Cada uno de los seis episodios (titulados "Pasternak", "Las ratas", "El más fuerte", "Bombita", "La propuesta" y "Hasta que la muerte nos separe") parte de situaciones reconocibles y particularmente irritantes para los argentinos, aunque podrían ocurrir en cualquier país más o menos civilizado del planeta. El mejor de todos es "El más fuerte", en el que dos conductores (uno en un Audi cero kilómetro; otro en un Peugeot 504 destartalado) llevan a sus últimas consecuencias un estúpido altercado en la ruta. La escalada de violencia es mostrada con un verdadero gozo narrativo por el director, el gozo que siente cualquier buen contador de historias, lo que no le impide ser consciente de lo patético de la situación. Ese patetismo, que tiene algo de ironía del destino o de efecto colateral no previsto, es constante en los seis episodios, aunque no siempre alcanza el mismo grado de concisión y contundencia. En la mayoría, se percibe una tendencia a ganarse la simpatía del espectador mediante la exageración de las reacciones de los personajes y las situaciones que estas desencadenan. Relatos salvajes cuenta todo, y todo, casi siempre, es demasiado. El problema no es tanto la exageración en sí misma como el efecto acumulativo de relato en relato. Un efecto de saturación y de previsibilidad emocional. No se sabe lo que va ocurrir, pero se sabe la tonalidad de lo que va a ocurrir. Es extraño que un narrador tan eficiente como Szifrón no haya tenido en cuenta ese inconveniente básico de cualquier estructura episódica. De todos modos, la promesa de emociones fuertes formulada desde el principio nunca es traicionada por esta película que no se propone otra cosa más que contar seis historias brutales, y que cada espectador saque sus propias conclusiones, si es que tiene sentido sacar conclusiones después de salir de un cine.
Manual de superación en forma de comedia Gracias por compartir se enfoca en la vida de un grupo de adictos al sexo y describe con sensibilidad, sentido del humor y un mensaje voluntarista cómo cada personaje trata de rehabilitarse con la ayuda de los otros. Las películas que quieren enseñarnos a vivir siempre resultan un tanto empalagosas. Más que una historia parecen imponernos las lecciones de un manual de superación personal, que raramente resultan aplicables a la propia vida. Mucho de eso hay en Gracias por compartir, cuyo título alude a la fórmula de agradecimiento grupal que recibe un adicto luego de contar sus problemas ante un público de otros adictos. Lo curioso, en este caso, es que no son adictos al alcohol sino al sexo, de modo que la gama de situaciones potenciales, tanto dramáticas como humorísticas, podría ser muy diferente a la habitual cuando el cine trata estos temas. Y hasta cierto punto el director Stuart Blumberg indaga en ese nuevo territorio de posibilidades, pero no lo suficiente como para que su producto sea realmente original. Son cuatro los personajes que atraviesan distintas fases de rehabilitación. Adam (Mark Ruffalo) un soltero que ya lleva cinco años sin reincidir; su mentor, Mike (Tim Robbins), el sostén espiritual del grupo; Neil (Josh Gad), un médico ansioso e irónico que no puede controlar sus peores instintos, y Dede (Pink), una peluquera que sólo puede relacionarse con los hombres mediante el sexo. El elenco se completa con Gwyneth Paltrow, Patrick Fugit, Joely Richardson y la sorprendente Emily Meade (que protagoniza junto a Ruffalo la mejor escena de la película). Sostenida por esa constelación de buenos actores, Gracias por compartir es una comedia cuyo tono ligero a veces vira bruscamente hacia el drama y otras hacia la carcajada. Tiene momentos intensos y alguna que otra vuelta de tuerca interesante. Pero tal vez el principal problema es que cree demasiado en la misión de difundir el mensaje de que la sexualidad compulsiva es una patología y las personas que la padecen deben ser tratados como enfermos. Muchas de las conversaciones entre Mike y Adam o entre este y Neil podrían compendiarse y proyectarse como parte de una campaña mundial contra la adicción al sexo. Tampoco la carga de humor casi exclusivamente depositada sobre el rotundo cuerpo de Josh Gad colabora con el equilibrio emocional de la historia. Todo lo cual no impide que el producto final resulte simpático, incluso entretenido, y con algo más que una pátina de sensibilidad a la hora de retratar las relaciones humanas.
Manual de exorcismo para principiantes Líbranos del mal es la tercera película de terror que dirige Scott Derrickson tras El exorcismo de Emily Rose y Sinister. Todas evidencian la misma preocupación por las pruebas documentales de la presencia del demonio en el mundo. Más allá de que los hechos de posesión sean verdaderos o falsos, lo que importa es el tiempo narrativo que el director invierte para consolidar el peso específico de los fenómenos sobrenaturales. Mientras que la mayoría de los directores del género tratan de cumplir el cada vez más difícil objetivo de asustar a los espectadores, Derrickson parece más interesado en los procedimientos con que los hombres se relacionan con las fuerzas malignas, para aliarse a ellas o para enfrentarlas. Esos procedimientos se vinculan con una historia, una tecnología y un sistema de creencias particulares, todo lo cual ocupa espacio y tiempo en la trama. De allí que las tres películas superen largamente los 90 minutos que suelen durar estos productos. Derrickson entiende el mal como una incubación, como la lenta configuración de una enfermedad contagiosa en el cuerpo de la sociedad. Claro que las buenas intenciones no garantizan la calidad de una ficción. Lo que en Sinister era una tensa exposición de las relaciones entre lo siniestro y lo familiar, en Líbranos del mal se convierte en una tediosa disertación sobre la razón, la fe y la salvación del alma, algo que queda patente en la escena de exorcismo. Antes de practicarlo, el sacerdote explica las seis fases del acto de expulsión del demonio, lo que obviamente elimina buena parte del dramatismo de la ceremonia. Incluso, esta vez, el panorama de por sí amplio en el que Derrickson inscribe el fenómeno de las posesiones se abre todavía más. Arranca con un episodio de la guerra de Irak, y así por el precio de una obtiene una doble carga simbólica: el trauma de los tres soldados implicados y el misterio del esoterismo oriental. En esos términos generales, el planteo es parecido al de la novela Voces que susurran, de John Connolly. Al igual que ese libro, Líbranos del mal es un thriller sobrenatural, protagonizado por un detective escéptico pero "sensitivo" (Erica Banna), a quien su compañero (Joel McHale) le dice "radar". Guiado por el instinto, empieza a seguir la pista de unos extraños crímenes que involucran a niños y mujeres en Nueva York. En un momento de la pesquisa se cruza con un sacerdote con pinta de dark musculoso (Edgar Ramírez), quien desviará la investigación desde el terreno sociopatológico inicial hacia una zona más oscura. A todos los elementos mencionados, hay que sumarles algunas obviedades del género, como que el detective tiene una mujer y una hijita que le reclaman presencia y afecto, y que también desempeñarán una función esencial en el desarrollo de la trama. Pero esa abundancia de componentes, supuestamente al servicio de la complejidad del fenómeno del mal, no disimula la torpeza expositiva de Derrickson, que no consigue ensamblar los pensamientos y las acciones de sus personajes en una narración sólida y contundente desde el principio hasta el final.
Hay equipo A Guardianes de la galaxias le sobra simpatía y buen humor, además de excelentes efectos digitales, aunque resulta bastante obvia. La simpatía, el buen humor y los efectos digitales son los ingredientes básicos con los que Marvel elaboró este nuevo producto de escala internacional llamado Guardianes de la galaxia. Y todo indica que fueron necesarias cantidades extras para animar una materia prima bastante desabrida (carente de misterio y demasiado fiel a su público objetivo: los adolescentes). Más allá de la introducción melancólica con la que se presenta al personaje de Peter Quill, el único del que se cuenta un episodio de la infancia (nada menos que el momento en que muere su madre), el tono vira enseguida a los colores estridentes de una comedia de aventuras ambientada en un universo que parece imaginado por el cerebro de un adicto a la psicodelia no del todo rehabilitado. 9 datos curiosos sobre "Guardianes de la Galaxia" que te pueden sorprender Ese arco iris que se despliega en la pantalla y su correspondiente set de efectos digitales generan una inmediata adhesión visual, como si las imágenes de la galaxia ficticia directamente se enchufaran en los ojos y a través de ellos transmitieran su energía al cerebro. A la manera de esos fosforescente rompecabezas infantiles, las piezas que componen la historia encajan rápido entre sí y las escasas ambigüedades morales y psicológicas se apagan cuando ya no son útiles para la acción. Antes incluso de que empiecen a simpatizar entre ellos, es obvio que Quill, la bella huérfana Gamora, el brutal Drax, el ingenioso zorrino Rocket y el árbol consciente Groot tienen mucho más en común que la codicia o el apetito de venganza que los guía al principio. Un raro objeto llamado Orb (el curso de la trama revelará por qué es tan valioso) está en el centro de la vorágine de fuerzas cósmicas desatadas contra las que deben enfrentarse estos delicuentes autodenominados "guardianes de la galaxia". Esa difícil misión los convierte en expedicionarios de un universo poblado por dioses, semidioses y mortales de diversos colores y formas, que componen una versión pop de la mitología griega combinada con el culto a las armas de la Sociedad del Rifle. Si bien hay una loable aunque un tanto remanida intención de presentar una galaxia multirracial y multicultural –y dentro de esa galaxia cada uno de los cinco protagonistas simboliza algo humano, animal o vegetal– la verdad es que los personajes que se destacan son Quill (encarnado por un apuesto y simpatiquísimo Chris Pratt) y Rocket, un zorrino o mapache de diseño digital, tan inteligente como cínico e interesado. Ellos dos, sumados a los efectos especiales, justifican la confianza de la corporación Marvel, expresada en los créditos finales, de que los guardianes de la galaxia volverán pronto. Probablemente nadie que haya disfrutado la primera quiera perderse la segunda. Así funcionan los negocios fantásticos en la Tierra.