Fantasma protector Un pasado infernal es un filme de terror con buenos climas que se excede con la complejidad de sus tramas. En la década y media que transcurrió desde el estreno de El cubo hasta el de Un pasado infernal, el director Vincenzo Natali (apellido italiano, documento estadounidense) pasó de ser una gran promesa del cine a un engranaje más de la industria audiovisual. Sin embargo, el gusto por las tramas complejas no lo abandonó. Y la verdad es que hay más de una conexión entre aquel enigma geométrico de varias dimensiones y esta actual película de fantasmas perdidos en una especie de laberinto temporal. El problema con los argumentos que tienen la forma de un acertijo es que en algún momento hay que encontrarles una solución y el tamaño de la decepción suele ser inversamente proporcional al misterio planteado. Un pasado infernal se desarrolla en realidad en un presente absoluto. Una familia que vive en un limbo temporal, una y otra vez en el mismo día de 1985, justo en la víspera del décimosexto cumpleaños de Lisa (Abigail Breslin). Es esta adolescente la que comprende que la eterna repetición significa que su madre, su padre, su hermanito y ella están muertos. Al revés de lo que ocurría en Sexto sentido o en Los otros, por ejemplo, aquí el punto de vista de los fantasmas no es el secreto mejor guardado de la trama sino un componente dramático más. Se lo expone desde el principio, porque Natali es un especialista en complicaciones argumentales y les tiene reservado más de un giro inesperado a sus personajes y a sus espectadores. Si bien todas las piezas del rompecabezas encajan tarde o temprano en una figura completa, es difícil generar empatía con una adolescente muerta que se sabe muerta y que por lo tanto es inmune a cualquier peligro. Además, aquella maravillosa nena que era Abigail Breslin en Pequeña Miss Sunshine se ha convertido en una adolescente que no distingue muy bien entre actuar y poner caras. Un defecto que vaya saber por qué razón se contagia a todo el elenco. Esa distancia emocional entre la protagonista y su destino se acorta un poco, sólo un poco, cuando esta entiende que debe luchar contra la maldición de la casa donde están encerrados para conseguir la paz de las víctimas pasadas y salvar a las víctimas futuras. En esas peripecias temporales hay más suspenso que terror, y el escaso terror aparece vinculado a situaciones y escenas que no se condicen con la sutileza del argumento. No obstante, en la maquinaria de repetición que es la industria del terror, Un pasado infernal ofrece un interesante repertorio de novedades y una idea griega clásica de la muerte (o de las almas en pena) cuyas posibilidades aún no fueron muy exploradas en el cine.
Un psicópata perfectamente integrado Primicia mortal, de Dan Gilroy, funciona como un retrato realista del periodismo televisivo en Estados Unidos, con el foco puesto en la acción. Hay algo extremo, insidioso y definitivamente incómodo en Primicia mortal, la primera película de Dan Gilroy (no confundir, con Tony, su hermano mayor). No resulta fácil clasificarla. ¿Es un retrato realista del periodismo televisivo en Estados Unidos? ¿Es una tremenda exageración? ¿Describe la crueldad del sistema o la crueldad de los hombres que producen y consumen noticias dentro de ese sistema? Se trata de un debut tardío e impecable, la obra de un director maduro (55 años) que no se permite demasiadas concesiones estéticas ni ideológicas, sólo las imprescindibles para contar una historia fuerte que en vez de denunciar y horrorizarse se limita a mostrar de forma dramática el modo en que se producen noticias televisivas de alto impacto en la ciudad de Los Ángeles. Gilroy llega al fondo de la cuestión, a la llaga misma, y hunde el dedo ahí. Si no provoca las reacciones negativas que en su momento provocó Muerte en directo (una hermana de sangre que se enfocaba en el mundo de los realities y que fue censurada en los Estados Unidos) es porque ese tipo de llaga ya no duele. El ojo de cada espectador es una enciclopedia de insensibilidad. Ya vio todo lo que podía ver. Ejecuciones. Torturas. Suicidios. Descuartizamientos. Pero el ojo siempre pide más, más, más. Y más es precisamente lo que ofrece Lou Bloom (Jake Gyllenhall), un buscavidas nocturno que recorre las calles de Los Ángeles en busca de cualquier actividad legal o ilegal que le permita ganarse unos dólares. Bloom es uno de los mejores psicópatas de la historia del cine, un psicópata integrado, no como el Patrick Bateman de Psicópata americano, que era un yuppie con trastornos de personalidad, sino una especie de autista calculador, que se ha formado a sí mismo a base de filosofía de autosuperación y cursos en Internet. Por casualidad, un buen día descubre que la mejor manera de hacer plata es dedicarse a grabar imágenes sensacionalistas en video (accidentes viales, asesinatos, incendios) y vendérselas a los canales de noticias. Pronto encuentra su alma gemela femenina en una veterana productora (Rene Russo), que tiene tan pocos escrúpulos como él, Con ella entabla una relación de mutua necesidad que por momentos se vuelve más extorsiva que económica o erótica. Las buenas series de TV de las últimas dos décadas ya han demostrado que no es necesario que un personaje sea virtuoso para que uno se identifique con él. Bloom es la prueba definitiva de esa demostración. Un tipo que resulta tan repulsivo cuando es ingenuo como cuando es canalla. Si bien la acción, tanto física como dramática, es el punto de máximo interés de Primicia mortal, la fotografía –a cargo de otro Gilroy, John, el mellizo de Dan– muestra la noche de Los Ángeles como una especie de actividad onírica y digestiva a la vez de la que sólo quedaran imágenes morbosas a la madrugada.
La misteriosa nostalgia de la burguesía Philippe Claudel, coquetea con el policial y el melodrama filosófico. La originalidad reglamentaria suele ser una de las mayores virtudes y uno de los mayores defectos del cine francés. El horror al lugar común ha producido muchas cosas peores que lugares comunes, pero también muchas obras inolvidables. Antes del frío invierno puede ser descrita como un policial de misterio, como un melodrama conyugal de la edad madura o como una reflexión sobre el destino. Esa ambición narrativa y filosófica va desplegándose de escena en escena como una flor que se abre lentamente. Antes de que el proceso se complete, hay varios incidentes, episodios y conductas que no sólo parecen inverosímiles sino pretenciosos, incapaces de soportar una comparación con la vida cotidiana. Sin embargo, una vez que el dibujo muestra todos sus detalles, se justifican incluso los trazos más absurdos. Un prestigioso neurocirujano (Daniel Auteil) empieza a recibir ramos de rosas de un día para el otro. Su vida era un remanso hasta ese momento. Tiene una esposa (Kristin Scott Thomas) que lo ama, vive en una casa de ensueño en las afueras de París, juega al tenis con su amigo de la vida que es psiquiatra (Richard Berry), y lo único que parece no cuadrar del todo es la relación con su hijo quien no obstante le ha dado una nieta preciosa. Las rosas tienen la fuerza de impacto de un aerolito en ese mundo de rutinaria comodidad que se suele describir despectivamente como "burgués", pero que el director Philippe Claudel lejos está de presentar a través de personajes satisfechos de su estatus social y autocomplacientes. La inquietud que produce la irrupción de una extraña joven marroquí (Leila Bekhti) en la vida del médico –parece sugerirnos Claudel– se corresponde con cierta disponibilidad interna, cierta sensibilidad que ni el dinero, ni el prestigio, ni el afecto pueden aletargar. Esa parte maldita, que la cultura francesa ha adoptado como una especie de sombra o de reflejo invertido de su cacareada civilización, es la que se asoma en la tersa superficie de la película y hace gestos desesperados desde el otro lado de su estética de cine de calidad. Pero la ambigüedad aparece sostenida por una trama que no deja de ser rocambolesca aun cuando esté oculta la mayor parte del tiempo. Tan inteligente es Claudel que se anticipa a las objeciones y trata de equilibrar su artificio con algunos personajes más simbólicos que necesarios. El problema es que su inteligencia le quita poder de fuego al enigma central de la película: ¿por qué vivimos con nostalgia de la vida?
Sociedad de irresponsabilidad ilimitada Los hermanos Farrelly fueron una especie de terapia de shock para la comedia en la década de 1990. En pocos años, legaron tres obras maestras: Tonto y retonto, Loco por Mary e Irene, yo y mi otro yo. Y después empezaron a incurrir en el pecado de copiarse a sí mismos y de aplicar la fórmula del humor incorrecto casi de un modo reglamentario, más por instinto que por creatividad. Dos décadas después de aquel primer éxito, los Farrelly vuelven al principio y lanzan de nuevo a la aventura a una pareja protagónica que tiene todo el derecho del mundo a aspirar al podio de los personajes más idiotas de la historia del cine: Lloyd Christmas y Harry Dunne, encarnados por la magníficos Jim Carrey y Jeff Daniels. Si hace 20 años, cuando se los veía por primera vez juntos, uno podía apostar que tenían todo para convertirse en una dupla comparable a la de Walter Matthau y Jack Lemmon, ahora esa promesa incumplida por Hollywood se vuelve retrospectivamente melancólica. Pero a la vez ofrece una segunda oportunidad, un nuevo crédito con menos futuro, quizá, pero con idéntica rentabilidad potencial. La pareja Carrey-Daniels es demasiado buena como desaprovechar el negocio. Por supuesto, los Farrelly no pierden las mañas ni el mal gusto. Recurren de nuevo al amplísimo catálogo de situaciones vinculadas con fluidos corporales, enfermedades, deficiencias e impedimentos físicos y mentales. Son verdaderos especialistas en el arte de dar asco. El pis, las caca, los mocos, la saliva, los genitales conforman el cuerno de la abundancia escatológico de su humor. Un humor que tiene la forma de una perpetua secreción, de algo que el cuerpo necesita liberar para no envenenarse a sí mismo, y que por esa razón, en última instancia, está relacionado con la muerte. De hecho, como en ninguna de sus películas anteriores, la muerte es el objeto de risa casi exclusivo de Tonto y retonto 2. Planteada como una especie de road movie de la irrisión, lo que ahora mueve a los dos tontos por la geografía de los Estados Unidos es la enfermedad de Dunne, quien necesita un trasplante de riñón y se entera de que es padre de una chica que podría ser la donante más compatible. En esa sinuosa epopeya de barbaridades y malentendidos, los Farrelly aprovechan para burlarse de los más arraigados tabúes culturales. No hay tristeza, dolor o duelo que no sea susceptible de su sarcasmo. Y gracias a esa irreverencia fundamental –tan extrema que sin dudas es imposible ir más allá–, esta segunda parte, aun con sus pozos y mesetas cómicas, tiene tanto valor como la primera.
Alicia en el país de las pesadillas Todavía las páginas de Internet conservan un rubro destinado a los juegos de misterios. Son aventuras gráficas en las que se debe resolver un enigma con la ayuda de diferentes instrumentos y mensajes crípticos que uno encuentra en el camino. Así en la tierra como en el infierno tiene la estructura de ese tipo de juegos. Tanto en el desarrollo como en la resolución, hay una apuesta al ingenio, al conocimiento y a la erudición como los mejores guías para moverse a través del laberinto de las catacumbas de París que son asimiladas al infierno. Toda la aventura es promovida por Scarlett (Perdita Weeks), una joven antropóloga dispuesta a develar el misterio de la alquimia que obsesionaba a su padre: la piedra filosofal. En esa búsqueda de un equivalente material de la realidad espiritual, embarca a un grupo de veinteañeros que la siguen por distintos motivos (desde el amor hasta la ambición). El guionista y director es John Erik Dowdle, quien había dirigido la fallida versión norteamericana de Rec, titulada Cuarentena. Más allá de aquel fracaso, es obvio que se quedó con las ganas de contar una buena historia a través de cámaras personales y sin banda sonora que subrayara los momentos de tensión. Por fortuna, puede decirse que esta vez lo logró. Hizo una película que es el cruce improbable de El código Da Vinci y El proyecto Blair Witch. Como en la primera, hay una simbología que puede remitir, con una erudición de Wikipedia, al infierno de Dante, al Apocalipsis de San Juan o a la tradición alquímica. Y como en la segunda, el principal instrumento dramático son las cámaras, no los actores y muchos menos la relación entre ellos. Ambiciosa y económica a la vez, Así en la tierra... presenta como heroína, en la figura de Scarlett, a una especie de Alicia en el país de las pesadillas, siempre dispuesta a dar un paso más hacia en la dirección del peligro, porque está convencida de que la única salida es seguir avanzando.
Un chiste de gallegos contado por un gallego No debe de haber muchas cosas más graciosas en el mundo que un chiste de gallegos contado por gallegos. Y eso es precisamente lo que ha venido haciendo Santiago Segura con su saga de Torrente: contar buenos chistes de gallegos en formato de película. La manera en que expone la imbecilidad, los prejuicios y las taras de sus compatriotas sería no sólo forzada, sino insoportable para el orgullo nacional de cualquier otro país. Sin embargo, resulta natural para la cultura española, que se viene riendo de sus pretensiones de grandeza y de sus obtusas torpezas desde la época del Libro del Buen Amor hasta el cine de García Berlanga y del primer Almodóvar. En Torrente 5, Operación Eurovegas, Segura ofrece un verdadero desfile de esperpentos, una desopilante procesión de hombres y mujeres de dudoso coeficiente mental. Una serie de personajes de los que uno se ríe de sólo verles las caras, austrias menores sin nobleza, pero impulsados por una avidez y una ingenuidad que los redime de todo mal y de toda melancolía. Corre el año 2018, Torrente acaba de salir de la cárcel y España de ser expulsada de la Unión Europea. Cataluña se ha independizado y su selección de fútbol está a punto de jugar la final del Mundial contra Argentina. Pero tal vez lo que mejor define el carácter posapocalíptico del paisaje social es la imagen del estadio Vicente Calderón, donde juega el Atlético de Madrid, en proceso de demolición. Más allá de que el detective racista, borracho y corrupto, interpretado por el propio Segura, es el centro de atención, esta vez aparece casi todo el tiempo acompañado de un cortejo de deficientes mentales, justificados por un guion que es una burda parodia de La gran estafa y que para más irrisión incluye una estrella de Hollywood en el elenco: Alec Baldwin. Guiados a la distancia por ese ladrón extranjero, toda esta banda de ineptos se propone robar el casino de Madrid, con un plan tan elaborado, tan complicado y tan preciso que resulta imposible imaginar que vaya a ser ejecutado por semejantes bestias semihumanas, en quienes el deseo de ser millonarios no se distingue demasiado de la gula, la lascivia o la incapacidad de entender y de hacerse entender. Contenidas por ese marco argumental, todas las formas del humor se combinan, se mezclan y se confunden para no darle tregua ni un momento al músculo que conecta el cerebro con la mandíbula del espectador y cuyo movimiento más expresivo y más convulsivo se conoce como carcajada.
La película de la vida Boyhood, el nuevo filme de Richard Linklater, es una obra maestra, una ficción que corre paralela a la realidad temporal y retrata sus momentos. Sin dudas Richard Linklater es uno de los artistas más grandes de los Estados Unidos. La palabra "artista", excesiva para calificar a la mayoría de los cineastas (sean estos exitosos, populares o elitistas), se aplica perfectamente en este caso. ¿Por qué? Porque Linklater consigue fusionar en casi todas sus películas las exigencias, los recursos y las tradiciones de las artes visuales con las del cine. En Booyhood, el autor de la trilogía Antes de amanecer, Antes del atardecer y Antes de medianoche, se supera a sí mismo en sus propios términos y entrega una obra maestra, la vida misma en una película. Mejor dicho: la vida misma que busca y encuentra sus formas divergentes y convergentes en una película inolvidable, una ficción que se pega como una lámina transparente a la realidad temporal, y a la vez que retrata sus momentos los hace brillar, en un esplendor de sentido y de fugacidad. El principio rector de Boyhood es extraordinario, todo un procedimiento radical, una apuesta máxima a una idea que en otras manos podría haber sido sólo una ocurrencia para un documental o para un reality desmesurado. Esa idea consiste en captar la vida de sus personajes durante 12 años en tiempo real. El rodaje empezó en 2002 y terminó en 2014, aunque en total insumió sólo 39 días. En ese período, obviamente, tanto los personajes como los actores que los interpretan crecieron (los niños) o envejecieron (los adultos) y esa dimensión de temporalidad biológica resulta única en una ficción. El efecto, sin embargo, no se parece a esos videos que muestran las mutaciones aceleradas de una flor desde que es un pimpollo hasta que se marchita. Al contrario, la película de Linklater reorganiza el tiempo en una constelación de instantes, no traducidos en términos de memoria o de relato sino de experiencia vital, como si los guiara la premisa de que a vivir se aprende viviendo. La experiencia para el espectador no deja de ser extraña, vertiginosa incluso, porque ese presente perpetuo de más de una década ya fue articulado en otros relatos (históricos, periodísticos, literarios, psicológicos), y lo que de pronto salta a los ojos es una evidencia de otro orden: el pasado que sigue diciendo ahora, ahora, ahora. En el centro de Boyhood, como bien indica el intraducible título en inglés, hay un niño que crece, Mason, interpretado por Ellar Coltrane, y alrededor del centro hay una familia de padres separados, una hermana mayor, amigos del barrio, del colegio, parientes, etcétera. Sin énfasis y sin trazos gruesos, aunque lejos de cualquier realismo aséptico y documental, ese crecimiento es mostrado a través de diversos núcleos de sentido que se funden entre sí y que parecen trazar un camino sensible y sentimental en las relaciones de Mason con su madre (impresionante, Patricia Arquette), con su padre (Ethan Hawke) y con su hermana (Lorelei Linklater, la hija del director). Sin bien le interesan más las personas que los fenómenos sociales, Linklater no deja de ofrecer una visión singular de los Estados Unidos, equidistante del patriotismo de propaganda y del cinismo crítico. Una visión que es amor puro, amor incluso por aquello que no comparte ideológicamente y que sin embargo entiende como parte inescindible de la experiencia humana.
Largo viaje para los infestados En Rec 4, un regreso al horror clásico, la lucha por la supervivencia viaja en un barco donde se busca un antídoto para combatir un virus que produce zombis. Nuestro comentario. El retorno al cine de horror clásico que ya se insinuaba en Rec 3 termina de confirmarse en Rec 4. Si bien la anterior era dirigida por Paco Plaza y esta por Jaume Balagueró, es evidente que los dos integrantes de la sociedad que firmó las impactantes Rec y Rec 2 van en la misma dirección estética. Este retorno –paralelo al de buena parte de la industria del género en los últimos tres o cuatros años y visible en títulos como El conjuro, Sinister, Posesión, Líbranos del mal o Anabelle– parece tener en la saga de los españoles una razón más profunda que la moda o el negocio. Y esa razón es narrativa. Hay que recordar que en la primera Rec todo se veía a través del foco de una sola cámara; en Rec 2, a través de varias cámaras incorporadas en los cascos de los rescatistas; y en Rec 3 ya se introducía –aunque de manera intermitente– una narración visual clásica. Un dato significativo: en las cuatro, el camarógrafo es Pablo Rosso, un ejemplo de ductilidad técnica. Rec 4 se desarrolla en un barco plagado de cámaras de vigilancia, y Balagueró explota al máximo esos dispositivos visuales, pero las cámaras ya no son el instrumento del horror (no tiemblan, no caen, no ruedan, a lo sumo titilan o se prenden y se apagan). Es decir vuelven a ser sólo artefactos de visión; testigos, no protagonistas. Es probable, más que probable, que no se trate únicamente de una renovada confianza en el cine de vieja escuela, sino de una cuestión de presupuesto. Para filmar como filma ahora, Balagueró ha necesitado varios millones más en el rubro producción. Pero lo que importa es que ha gastado ese presupuesto de una manera digna, contando una historia que está a la altura de la saga y que tiene las dosis de suspenso y de acción suficientes como para dejar conforme a la mayoría de los espectadores de esta clase de productos. Esa decisión –que puede parecer reaccionaria, concesiva y sumisa a los principios de eficacia estética y económica de Hollywood– es en última instancia la constatación de que sólo excepcionalmente es posible narrar una historia de manera original y de que tarde o temprano hay que volver a las fórmulas tradicionales. Respetuosa no sólo del pasado en general sino también de su pasado particular, esta cuarta Rec también se inventa su propia versión del infierno, un infierno aún más aislado que los anteriores. En este caso, es un barco contratado por un equipo de científicos, quienes han montado un laboratorio en la bodega para hallar un antídoto al virus que convierte en zombis furiosos a los infestados. Además de los científicos, sus guardas y los tripulantes, viajan en el Zarathustra (¿un guiño a Nietzsche?), tres personajes secundarios de las películas precedentes y uno principal, la periodista Angela Vidal (Manuela Velazco), que vuelve a ser la protagonista. La pluralidad humana y Ña atmósfera de encierro le dan otra densidad a la lucha por la supervivencia, el relato básico que vuelve a contar Balagueró.
El miedo tiene cuerpo de muñeca Annabelle es un eficaz producto de terror surgido de El conjuro, aunque no está a la altura de aquel éxito. Una de las mejores y más exitosas películas de terror de los últimos años fue El conjuro. Su fórmula consistía en revivir no sólo la estética del cine de este género de los años 1970 sino también su sentido del suspenso. Annabelle es lo que en lenguaje técnico se denomina una precuela spin off de El conjuro. Es decir: una historia que cuenta un episodio anterior en el tiempo y cuyo argumento se desprende de un elemento de la película precedente. En este caso, de la muñeca expuesta en el gabinete de objetos extraños de los Warren, un matrimonio dedicado a estudiar fenómenos paranormales. La reconstrucción de época vuelve a ser sobria y cuidada, pero sobre todo cargada de sentido. Sin dudas la distancia temporal aún relativa contribuye a que la atmósfera sea más siniestra que tétrica, al revés de lo que ocurre con las películas ambientadas en la era victoriana, por ejemplo. Si bien un televisor en blanco y negro, una máquina de coser o un cochecito no plegable son objetos del pasado, conservan todavía un aura de familiaridad que los vuelve mucho más ambivalentes que un objeto del siglo XIX reglamentariamente terrorífico. No obstante, la muñeca sí es más antigua, y eso genera una especie de anacronismo, funcional a la trama, pero un tanto inverosímil, porque nadie en su sano juicio podría convivir con una criatura inanimada tan reluctante (por no decir repulsiva) en su casa. No es raro que su presencia resulte más poderosa cuando se la muestra de forma parcial (los pies, el perfil o la sombra). Pero no sólo los objetos remiten al pasado en Annabelle, también se menciona a los asesinatos cometidos por la secta de Charles Manson, una de cuyas víctimas fue Sharon Tate, la actriz esposa de Román Polanski, el director de El bebé de Rosemary, la película canónica sobre posesiones diabólicas que involucran a un recién nacido. En el fondo -y no tan en el fondo- la historia es la misma: una madre (la impresionante Annabella Wallis) que trata de defender la vida y el alma de su bebé. Es obvio que John Leonetti, más experimentado como fotógrafo que como director, juega con las reglas (y con las expectativas que estas provocan en los fanáticos del terror) y las subvierte de manera sutilísima. Lamentablemente, ese recurso se transforma en una especie de tabla de salvación narrativa al final, lo que produce una decepción más perdurable que las contadas veces en que por falta de fe en la invisibilidad del mal necesita mostrar al demonio.
Uno contra todos, ¿adivinen quién gana? El justiciero tiene grandes escenas de acción y muestra a Denzel Washington en un rol ideal para cambiar de tipo pacífico a hiperviolento a la velocidad de la luz. La gran fantasía norteamericana de que un hombre sólo puede solucionar todos los problemas a los tiros es útil para dos cosas. Una: calmar la ansiedad de patriotas resentidos. Dos: hacer buenas películas de acción. Sin bien ambas utilidades están íntimamente entrelazadas, la segunda siempre compensará a la primera, de lo contrario no existiría eso que se llama con justicia "el gran cine de Hollywood". A su manera, El justiciero pertenece a la tradición de Duro de matar o de Rambo, adaptada al contexto actual de las crisis económica de los Estados Unidos y las redes internacionales de las mafias rusas. Si algo ha demostrado el director Antoine Fuqua (Día de entrenamiento) a largo de su irregular filmografía es talento para apostar a la ideología que más le conviene a su narración. Y esta vez, el cinismo le dio resultado. Todo el planteo argumental de El justiciero está al servicio de la acción explosiva que se desatará a partir del momento en que Robert McCall decida empezar a hacer justicia por mano propia. El concepto no puede ser más elemental, pero tampoco más efectivo. McCall es Denzel Washington, un actor tan experimentado y tan icónico que ya ni siquiera es necesario prestarle atención al personaje que encarna. Basta y sobra con sus tics, su sonrisa, su mirada, su asombrosa capacidad para mutar de tipo pacífico a híper violento a la velocidad de un parpadeo. Desde la jovencísima prostituta amenazada (Chloë Grace Moretz), a la cual defiende, hasta cada uno de los mafiosos contra los que se enfrenta (casi en una escalada de videogame, donde cada enemigo es más peligroso que el anterior), todos los que se cruzan en su camino son comparsas, marionetas que se mueven al ritmo del personaje principal. Incluso el villano más fascinante de la película, un exmilitar ruso apodado Teddy (Marto Csokas), queda desdibujado frente a McCall. Ese magnetismo natural del actor es potenciado por una serie de escena de acción de un magnetismo extremo. Nada nuevo, nada especial, y todo estetizado hasta ese punto exacto en que la violencia se transfigura en espectáculo sin dejar de ser tremendamente cruel al mismo tiempo. La falta de piedad y de ironía que la película exhibe con un orgullo descarado tal vez no sea sólo una declaración de indigencia intelectual, sino una forma de darle una vuelta completa a la mala conciencia que implica siempre la exaltación de la violencia y la justicia por mano propia.