La sociedad en estado bruto 12 horas para sobrevivir es la continuación de Noche de expiación, aunque menos elegante y compleja que aquel primer filme. Siempre que una buena idea se convierte en una franquicia uno tiene el legítimo derecho de sospechar. Hay que reconocer, no obstante, que más allá de sus fallas Noche de expiación exhibía las cualidades básicas para devenir un producto serial. Incluía un principio de repetición obvio: las depuraciones anuales en las que cualquier persona tiene permiso para matar durante el curso de una noche y así purgar sus instintos asesinos. De ese principio se vale 12 horas para sobrevivir, la continuación más cronológica que lógica de aquel éxito que incluía a Ethan Hawke como protagonista y que en esta secuela presenta un elenco de eficaces desconocidos. De hecho, la acción transcurre un año después, en 2023, pero ahora el foco no está puesto en una familia sino en toda la sociedad norteamericana. Lo que se ofrece mediante el retrato de esa utopía negativa es una caricatura de la verdadera desigualdad entre ricos y pobres en ese país. Eso no significa, por cierto, que la nueva entrega sea más o menos política que la anterior. Se trata simplemente de un cambio de foco. Pero las consecuencias son brutales. Lo que había sido una elegante película de suspenso sobre las diferencias de clases (con una coda sangrienta) se transforma en la calculada explotación del resentimiento social con fines espectaculares y especulativos. No debe de haber nada ideológicamente más cínico que esa operación. Sin embargo, funciona, como siempre le ha funcionado al cine norteamericano transfigurar las más oscuras pulsiones de la fantasía popular en historias impactantes. Esto quiere decir que 12 horas para sobrevivir, mal catalogada en el género de terror, es tan incorrecta en el modo en que expone la indignación de los menos favorecidos como entretenida en sus escenas de acción. Arranca con tres historias paralelas que muy rápido se unen en una sola: una mujer latina y su hija, quienes afrontan problemas económicos; un joven matrimonio a punto de separarse cuyo auto se descompone en pleno centro de la ciudad; y un hombre que tiene un objetivo muy claro para participar en la depuración, aunque lo oculta hasta el final. Ellos cinco son los motores de la narración y el desafío que afrontarán juntos será el de sobrevivir a esa noche terrible, tras quedar expuestos al fuego cruzado de diversas bandas de asesinos. Bien definidos como personajes y con algún que otro conflicto interno, pero metidos hasta los huesos en la lógica de una guerra anárquica, experimentarán distintas formas de miedo compartido, empatía y solidaridad, elementos que componen quizás el magma primigenio de toda organización humana. Sin ironía y sólo con trazos gruesos, curiosamente, la brutalidad es la máxima virtud de 12 horas para sobrevivir. Como efecto colateral, sólo hay que tolerar algunos minutos de mala conciencia por haber disfrutado de cómo se matan entre sí un montón de personas que uno nunca conocerá en un ficticio Estados Unidos del futuro.
El peligro de ser demasiado humanos El planeta de los simos: confrontación tiene momentos dramáticos y bélicos de alta intensidad combinados con cierta pereza narrativa. Las diferentes versiones de El planeta de los simios –las cinematográficas y las televisivas– incurrieron siempre en una excesiva humanización de los monos. Sin dudas, esa es la clave de esta fábula contemporánea. Cuestionarla implicaría tachar con una equis ideológica todo el planteo argumental. En esa fórmula ficticia, los simios y los humanos se parecen más de lo que están dispuestos a aceptar y ahí está el nudo de la cuestión de sus principales conflictos. La novedad que ha aportado esta nueva saga -que empezó en 2011 con la contundente – es remontarse al punto en que la humanización –y posterior rebelión– de los simios se hizo posible. Una década después de aquel famoso combate en el puente de San Francisco, las cosas han mejorado para los simios, liderados por César (ahora el nombre del mono híper estimulado es todo un símbolo), mientras que han empeorado para la humanidad, devastada por un virus que ha matado a millones de personas. El escenario de El planeta de los simios: confrontación, entonces, es retrofuturista y apocalíptico. La ciudad de San Francisco destruida y sin electricidad transformada en un refugio donde se juntan los sobrevivientes inmunes a la enfermedad letal (no inocentemente bautizada "fiebre de los simios"). La ambición de mantener bien alto la vara de calidad de la anterior película se nota desde el principio y se revela en el modo en que la historia se toma el tiempo de sondear en la complejidad psicológica de los personajes, en especial los masculinos. Entre los simios, César; su lugarteniente, Koba -nótese: el sobrenombre de Stalin–; y el hijo de César. Mientras que entre los humanos, la previsibildad del protagonista (el típico bueno norteamericano) se ve compensada por la ambigüedad de su jefe, interpretado por Gary Oldman. Esa morosidad atenta contra el ritmo de lo que se supone que es un producto de cine de acción. Algo que podría tolerarse si el planteo inicial de la confrontación entre humanos y simios –formulada como un conflicto de "necesidades" (unos necesitan energía para sobrevivir; los otros quieren conservar su forma de vida)– derivara en una verdadera tragedia. Es decir, en una situación sin salida, donde no importan las malas ni las buenas intenciones. Pero tal vez por temor a que una verdadera tragedia no fuera el mejor negocio para una superproducción, el director y los tres guionistas han optado por "villanizar" la conducta de algunos personajes de los dos bandos y así consiguen que la acción se oriente por los carriles de la moral convencional, que nunca es la moral de la política y mucho menos de la guerra. Por fortuna –o justicia estética, si se quiere– se reivindican a último momento con una especie de salto mortal filosófico, mediante el cual le devuelven al cine de Hollywood algo que parecía perdido: el código de honor de los caballeros. Claro que en las dos horas previas hubo una rara mezcla de momentos dramáticos y bélicos de alta intensidad combinados con cierta pereza narrativa para sintetizar los conflictos o mostrar de una manera menos obvia la distancia abismal y a la vez indiscernible que hay entre los hombres y los simios.
Un terror diferente Tal vez no exista mejor emblema de lo siniestro que un espejo, porque devuelve una imagen exacta y a la vez invertida de la realidad, y esa sutilísima distorsión condensa un vértigo infinito. En Oculus, Mike Flanagan (quien ya había exhibido su personal visión del terror en Ausencia, estrenada el año pasado) saca las máximas consecuencias posibles de la idea del espejo como entidad maligna. La historia se centra en los hermanos Kaylie y Tim Russell –que fueron víctimas de un espejo cuando era niños– y se desarrolla en dos planos temporales que se cruzan y se funden entre sí: aquel pasado terrible y el presente, cuando ha llegado la hora de cumplir el juramento de vengarse de ese objeto sobrenatural. El problema es que los hermanos tienen diferentes puntos de vista sobre lo que vivieron en la infancia. Kaylie (Karen Gillian), la mayor, que no recibió tratamiento psiquiátrico, insiste en destruir al espejo. En cambio, Tim (Brenton Thwaites), el menor, fue rehabilitado y cree que todo se trata de una trauma. Esa división de opiniones (la racional y la irracional, la psicologista y la esotérica), sostenida en la primera parte de la película mediante varias confrontaciones entre los hermanos, le permite a Oculus plantear un problema filósofico que en vez de ser resuelto mediante una fórmula conocida será amplificado en un final tan ambiguo como perfecto. Si bien roza algunos tópicos del cine de terror, la película de Flanagan es absolutamente distinta a los productos del género que se estrenan semana tras semana. En primer lugar, apuesta a la complejidad (y si tiene un defecto es precisamente los momentos en que esa complejidad se transforma en confusión). Y en segundo lugar, intenta que el miedo sea el fruto de la extrañeza y no de una sucesión de golpes bajos efectistas. El gran interrogante que abre Oculus está relacionado con la percepción. ¿Cómo es posible enfrentar a una entidad que tiene el poder de modificar lo que perciben quienes luchan contra ella? Es un tipo de pregunta que tal vez se haya planteado con cierta asiduidad la ciencia ficción pero no el cine de terror. La mayor virtud de Flanagan –su genialidad si se quiere– es haber encontrado una tercera vía para salvar la tradicional oposición entre experiencia natural y experiencia sobrenatural. Se trata de una tercera vía ambigua, por cierto, pero sólo desde esa ambigüedad, es posible narrar esta historia que vale a la vez como cuento filosófico y como ficción extraordinaria. Claro que la ambigüedad nunca puede ser del todo justa ni apropiada. Sus excesos también son visibles, y a ellos hay que resignarse como al lado ciego de un espejo.
La culpa es del fantasma La invocación comete la misma equivocación de muchas películas de terror: traicionar su propia sutileza narrativa al final. Ya ha sucedido tantas veces que puede decirse con una fórmula de digestión rápida: Invocación es una buena película de terror que se arruina al final. El problema es que se arruina realmente, se arruina tanto que hay que hacer un esfuerzo para admitir que los 75 minutos anteriores al colapso son una exhibición de virtuosismo narrativo en el manejo del suspenso. Ni siquiera para equivocarse resultan originales el director y el guionista: el instante fatídico se produce, por supuesto, cuando se expone el origen del mal y toda la tensión acumulada se libera en la imagen de un espectro cuyo diseño parece una versión animada del tatuaje de una parca. Sin bien se lo ve venir por insinuaciones previas en las escenas de alta tensión, la cámara consigue mantenerlo en una especie de neblina visual durante un buen rato, lo cual evita la frecuente decepción que producen los fantasmas surgidos de los departamentos de efectos especiales. Como si el desastre no fuera suficiente, el autoboicot se complementa con un flahsback explicativo que termina de apagar la posible tercera estrellita de nuestra calificación. En menos de medio minuto el espectador conoce con lujo de detalles qué sucedió en la casa embrujada y por qué. Y ese conocimiento, claro, no hace más que confirmar las líneas más obvias del argumento y sepultar todo posible misterio. Indigna ese final justamente porque lo precedía una historia bien contada, que se permitía una levísima sonrisa reflexiva sobre el género (al menos en la presentación y después en la coda) y a la vez prometía un desarrollo paralelo de la trama sobrenatural y la trama romántica de la pareja adolescente protagónica (Harrison Gilbertson y Liana Liberato). Un rasgo de inteligencia del guion consiste en concentrarse en el vínculo sentimental entre estos dos personajes. Él, Evan, es el hijo mayor de la familia que compra la casa maldita; ella, Samantha, vive con su padre borracho y abusivo en una casa cercana. Juntos (y enamorados) empiezan a explorar el pasado oscuro del lugar e intentan comunicarse con los muertos que los rodean. La belleza despojada con la que se muestra esa relación es digna de otra película. Hay un diálogo nocturno –frente a una pileta de natación llena de agua sucia y medio congelada– que vibra con la intensidad de un poema. Sin duda esa carga de sentimientos tiene el sentido funcional de que la tragedia se vuelva más cruda e insoportable a la hora de la verdad. Hubiera sido perfecto si en vez de concluir de manera efectista, Invocación concluyera con una escena patética, acorde con sus premisas y sus promesas iniciales. Pero tal como ha quedado, lo que había ganado con el amor lo termina perdiendo con el terror.
El terror todo lo explica No deja de ser un fenómeno interesante que películas de tan dudosa calidad consigan un espacio en el circuito comercial mientras que cientos de otras producciones bastante más dignas sólo se muevan en el limbo de los festivales y los cineclubes. Pero el negocio del cine de terror de bajo presupuesto merece algo más que un mueca de desprecio. Es un fenómeno de mercado y eso implica un deseo colectivo que ha alcanzado la masa crítica suficiente como para ser relevante en términos económicos. El pacto se inscribe en la larga lista de películas del género que se han estrenado en los últimos años y que casi no tiene sentido analizar como obras individuales, porque ni siquiera alcanzan a ser las correctas materializaciones de una fórmula repetida. El umbral inferior de tolerancia a este tipo de productos es tan bajo que incluso una parodia insípida, como In-actividad paranormal (también en cartel), supera por la vía del absurdo a buena parte de lo que se ofrece como "verdadero terror". Lo que sí debe decirse en favor de El pacto es que no se trata de lo peor que ha llegado a los cines locales. Si bien las limitaciones de presupuesto y la escasa pericia cinematográfica de su director saltan a los ojos desde la primera imagen (casualmente: un plano detalle del ojo de la protagonista), hay un cierto sentido del suspenso y de la dosificación de los datos que mantiene en equilibrio inestable la frágil arquitectura total. No es la primera vez ni la última que se cruzarán fenómenos paranormales, e incluso sobrenaturales, con la historia de un asesino serial. Un cruza que, en este caso, no llega a ser un híbrido sino apenas un injerto con poquísimas probabilidades de brotar en una segunda parte. Por último, la actriz principal, Caity Lotz (Arrows), tiene la belleza y la energía necesarias para afrontar la acción física que le exige el papel, pero lamentablemente la zona traumática de su personaje no fue explotada en absoluta y esa es otra de las tantas deudas de El pacto.
Falla la puntería La nueva película del autor de Ted tiene algunas escenas graciosas, pero no termina de convencer como una verdadera comedia. No son pocas las escenas graciosas que contiene la nueva película del creador de la aplaudida Ted, Seth MacFarlane. Sin embargo, esas abundantes dosis de humor no bastan para compensar una historia débil e inorgánica, esbozada apenas como un hilo conductor entre un chiste y otro. No mucho más puede decirse en beneficio de Un millón de maneras de morir en el Oeste. Como director y guionista, MacFarlane se toma todas las libertades posibles en relación con el tema que trata: el lejano Oeste, libertades que ya se había tomado Mel Brooks 40 años atrás en Locuras en el Oeste. Pero Brooks, como declaró alguna vez, quería hacer reír a Dios mismo. En cambio, MacFarlane se conforma con la carcajada adolescente y con quedar bien con Tarantino (la cita a Django desencadenado tras los créditos finales es casi una súplica de alguien necesitado de afecto intelectual) . También el mismo MacFarlane interpreta al personaje principal: Albert Stark, un criador de ovejas, que es abandonado por su novia (Charlize Theron) por cobarde, pero que en el curso de sus desventuras viriles y sentimentales descubrirá, gracias a otra mujer (Charlize Theron), que tiene un corazón valiente. Obviamente, lo que importa, desde el punto de vista cómico, no es la sinopsis argumental, sino todas las historias menores que se intercalan en esa historia mayor. Algunas son bastante insípidas, como la que vive el mejor amigo de Stark, Edward (Giovanni Ribisi) en su casto noviazgo con una prostituta del pueblo (Sarah Silverman). Otras elevan la puntería, como las apariciones del fantástico Neil Patrick Harris, en el rol del nuevo novio rico de la ex de Stark. En contraste con este último actor, que funciona perfectamente bien tanto en la comedia verbal como en la física, MacFarlane tiene enorme dificultades para hacer algo gracioso con su cuerpo. Casi al principio de la película, hay una escena en la que cabalga borracho que parece actuada por un colegial aficionado y subida a YouTube por su amigo cruel. Si hubiera que trasladar a un gráfico la cadencia humorística de Un millón de maneras de morir en el Oeste, veríamos una serie de mesetas interrumpidas por varios picos no muy altos, un paisaje abstracto bastante parecido al desierto de Arizona donde transcurre esta comedia.
El nuevo filme de Tom Cruise y Emily Blunt ofrece buena acción con un argumento ingenioso y un ritmo creciente y sostenido. Una de las mejores películas de acción estrenadas en lo que va del año. Suena como la leyenda de una afiche promocional, pero no deja de ser cierto: Al filo del mañana tiene la forma de esos milagros que de vez en cuando ocurren en Hollywood: una buena historia, bien contada y entretenida desde el principio hasta el final. El argumento podría describirse como la trasposición de la idea de Hechizo del tiempo al género bélico: un soldado que despierta una y otra vez para revivir las mismas situaciones en un campo de batalla donde se enfrenta a un ejército de alienígenas. La noción de la física teórica de que el tiempo es reversible, extraída de los manuales de divulgación científica, ha inspirado decenas de películas de todos los géneros (algunas de ellas clásicas, como Volver al futuro o Terminator), y hay que decir que Al filo del mañana es digna de ese linaje (al menos bastante más digna que X-men, días del futuro pasado, también en cartel). La fórmula del director Doug Liman (El caso Bourne) para que el mecanismo recurrente funcione está asociada al ritmo con que se presentan las repeticiones y variaciones de la situación inicial. Mediante las dosis justas de novedades que se introducen en cada ocasión, la historia avanza como si fuera un complicado videojuego en el que los obstáculos deben superarse no sólo a fuerza de un extenuante entrenamiento sino también de mucho ingenio. En ese sentido, el personaje de Tom Cruise es perfecto, porque no es presentado como un héroe. Todo lo contrario: se trata de un militar publicista a quien una serie desafortunadas de malentendidos empuja al frente de combate. Más acorde con la figura de una heroína es el papel de Emily Blunt, una sargento que se ha revelado como una máquina de matar extraterrestres en un batalla anterior. La sociedad entre ambos forjará un excelente dúo protagónico, en el que los roles débil-fuerte no coinciden precisamente con los tradicionales femenino-masculino. Ellos aprenderán el uno del otro la clave para salir del círculo temporal en el que están atrapados. Con varias escenas de acción más que logradas y un ritmo creciente y sostenido (que parece potenciarse gracias a esa especie de recurrente fatalidad en la que ambos personajes están inmersos), Al filo del mañana cumple con la promesa implícita de resolver cada uno de los problemas que se plantea y lo hace con las mejores armas del gran cine de acción.
X-men, días del futuro pasado vuelve a reunir a los personajes de la saga y tiene escenas impresionantes, pero su acción es dispersa y le falta sentido dramático. Se supone que el máximo tabú de los viajes en el tiempo es modificar la historia. Como en aquel famoso cuento de Ray Bradbury, sólo bastaría pisar una hoja en un bosque prehistórico para trastornar todo lo que viene después. Lo contrario de ese tabú es lo que sostiene a X-men, días del futuro pasado: si el presente es pura decepción (o extinción) no queda otra alternativa más que volver hacia atrás y ajustar las tuercas allí donde todo empezó a funcionar mal. En este caso, el presente indefinido de la civilización de mutantes es una variante oscura del infierno. Están en guerra contra esa parte de la humanidad que quiere exterminarlos y la derrota final parece inminente. La causa: unos soldados robots fabricados con materiales derivados del ADN de una X-men: Mystique (Jennifer Lawrence). La mayor virtud de esta entrega –que vuelve a ser comandada por Bryan Singer (autor de las dos primeras)– es a la vez su mayor defecto. Por un lado, la trama consigue atar los hilos sueltos de las versiones anteriores y reunir a los personajes principales, pero por otro lado divide la acción en múltiples direcciones, para darles espacio a todos los protagonistas. El efecto es una dispersión dramática que no termina de ser equilibrada por el carisma de los actores ni por algunas escenas formidables, como la del rescate de Magneto en el Pentágono, donde brilla Quicksilver (Evan Peters). Para colmo esas armas asesinas que son los robots carecen de las emociones básicas que vuelven interesantes a los seres malignos, con el agravante de que el científico que los dirige (Peter Dinklage) siempre está demasiado lejos de la verdadera acción. Al revés de lo que ocurría en X-Men, primera generación, que ofrecía una versión secreta de la historia del siglo 20, X-men, días del futuro pasado directamente modifica los hechos históricos, los distorsiona, y por eso mismo los desencanta y los vuelve relativos, les quita ese peso de fatalidad que tienen las cosas ya ocurridas. Y si bien el guion se permite cierta ironía retrospectiva hacia la figuras del canciller Henry Kissinger y presidente Richard Nixon, la crítica a los poderes reales no pasa de una caricatura. Todo indica que la saga cinematográfica de superhéroes más interesante del nuevo siglo sigue siendo una máquina de generar ficciones y millones. De hecho, ya se han anunciado una nueva Wolverine y X-men Apocalipsis. No habrá que faltar a la cita.
Una fábula demasiado humana Ese monstruo mitológico de la cultura pop japonesa de siglo 20 que es Godzilla sigue esperando la película que le haga justicia. Todo parecía indicar que con la superproducción de Gareth Edwards había llegado su hora, pero el resultado no está a la altura de las expectativas. Es que más allá del dinero invertido y de la perspectiva humana con la que se cuenta la fábula ecologista de la enorme criatura submarina, esta nueva versión falla en términos narrativos. El principal problema es que no consigue desarrollar el conflicto más importante que contiene el relato: la ambigua relación entre los hombres y Godzilla. En vez de apuntar a la tensión entre quienes quieren eliminarlo y quienes comprenden que el monstruo es un aliado de la humanidad contra los otros fenómenos de la naturaleza, el director y sus guionistas prefirieron enfocarse en el drama de la familia Brody. Primero, el padre, Joe Brody (interpretado por el genial Bryan Cranston, ex-Breaking Bad) y después, el hijo, Ford Brody. La primera parte transcurre en 1999: Joe Brody, un científico a cargo de una planta de energía nuclear, pierde a su esposa (Juliette Binoche) durante una tragedia que se atribuye a un terremoto pero cuya causa real es un secreto de Estado. La segunda parte transcurre en la actualidad: Ford Brody asume como propia la larga lucha de su padre por saber la verdad de lo que sucedió una década y media atrás. Todo ese planteo dura tal vez más minutos de los necesarios, aunque el tiempo sólo sirve para profundizar en los personajes del padre y del hijo, mientras que el resto de elenco carece de relieve dramático y lo único que aporta son informaciones útiles para comprender el contexto técnico-científico de la trama. Por supuesto, esa inclinación hacia el lado humano resiente la acción, que llega demasiado tarde (el primer plano entero del monstruo recién se ve a la hora cuarto) y nunca alcanza el nivel de máxima intensidad. Además, cuando empieza la catástrofe, se vuelve evidente que el director es un virtuoso de la acción realista (los movimientos de tropa, los lanzamientos en paracaídas, las corridas) y un aprendiz en el terreno de las peleas de monstruos. Defecto imperdonable en este género de películas, que para colmo queda más expuesto a causa del diseño deficiente de los dos insectos gigantes que se enfrentan con Godzilla.
Alianza para el ridículo La sociedad entre John Turturro y Woody Allen en Casi un gigoló da como resultado una comedia fallida sobre el sexo, la religión y la amistad. Alguien debería haberle sugerido a John Turturro que el argumento de su Casi un gigoló presentaba algunos problemas insalvables y ese alguien tendría que haber sido Woody Allen, un genio de las complicaciones. Pero como esa sugerencia crítica se disipó en un mundo imposible, las cosas llegaron demasiado lejos, mucho más allá de las fronteras del rídiculo. Si bien en los borradores las películas no son buenas ni malas, hay ciertas ideas que se denuncian a sí mismas como escasamente recomendables para invertir en ellas los millones de dólares que requiere una producción cinematográfica. ¿Cómo se puede suponer que la historia inverosímil de un pobre viejo judío (Allen) que prostituye a su amigo florista (Turturro) es combinable, por un lado, con la historia cómica de dos bellas millonarias (nada menos que Sharon Stone y Sofía Vergara) dispuestas a pagar por un trío sexual y, por otro lado, con la historia romántica de una viuda judío-ortodoxa (¡Vanessa Paradis!) que descubre los síntomas del amor en su cuerpo. Esa salsa étnica y génerica es condimentada con una profusión altamente tóxica de lugares comunes musicales, humorísticos, raciales y eróticos. Por ejemplo: en el primer encuentro entre los personajes de Turturro y Sofía Vergara, la lid amorosa se resuelve bailando un tango. Sí, da vergüenza ajena. Ni Casanova, ni Don Juan, este gigoló por accidente, experto en idiomas, en botánica y en libros antiguos, sufre una especie de melancolía constante, que es lo que mejor cuadra con la cara de Turturro. En paralelo, Allen se resigna a ser la versión anciana del eterno Woody: charlatán, neurótico y sabio a pesar de sí mismo. Ese contraste, en vez de potenciar a ambos personajes, los coloca en hemisferios opuestos, como si estuvieran en películas diferentes. Hay más, y peor: entre todas las cosas que pretende ser Casi un gigoló, no faltan la sátira religiosa y la crítica sexista, aunque no sale beneficiada en ninguna de esas incursiones por los parques temáticos de la buena conciencia. Por suerte, en contra de lo que dice el refrán, del ridículo también se vuelve. Turturro casi lo logra al final, mediante un sutil pase de magia. De pronto, de forma inesperada, en la última escena, saca de su roída galera algo distinto, tan artificial como todo lo anterior, pero aún vivo y latente. Y justo ahí, la película termina.