Una película de terror cinco estrellas: lleva al género a una nueva dimensión Nuestro comentario del filme dirigido por David Robert Mitchell, que evita las lecturas psicológicas. La belleza nunca estuvo entre las prioridades del cine de terror. Y tal vez por ese motivo Te sigue resulta una película tan singular, tan extaordinaria, porque tiene el poder de mostrar el espanto a través de la belleza y la belleza a través del espanto. No se trata sólo de buena música, buena fotografía y buenos movimientos de cámara. Es posible encontrar todas esas cualidades en varios productos del género. Tampoco se trata de una importación al ámbito del cine de los buenos modales estéticos de las bellas artes, a lo Stanley Kubrick en El resplandor o a lo Alejandro Amenábar en Los otros. Lo que vuelve maravilloso a este segundo largo de David Robert Mitchell (también director y guionista de la preciosa The Mith of the American Sleepover) es su potencia visionaria traducida al lenguaje de la vida cotidiana de un grupo de adolescentes en una ciudad indeterminada de los Estados Unidos. Pero lo que podría parecer costumbrista o paródico –alusivo a las carnicerías juveniles de Scream o Sé lo que hicieron el verano pasado– queda disipado por el sutil artificio de hacer convivir distintas épocas en un mismo espacio (por ejemplo: autos de la década de 1970 y celulares y e-books con forma de polvera). El centro de ese universo es Jay (Maika Monroe), una chica hermosa cuya vida parece transcurrir en un limbo de felicidad melancólica: bañarse en la pileta de natación, charlar con su hermana y sus amigos, mirar televisión y salir con un chico que acaba de conocer y que le gusta bastante. La premisa de la acción es simplísima, tan simple que resulta difícil decidirse entre el calificativo de ocurrente o el de genial: la condena a ser perseguido por un fantasma asesino pasa de una persona a otra como una enfermedad de transmisión sexual. Claro que por ocurrente o genial que sea una idea, sólo importa por sus consecuencias cinematográficas. Y en ese sentido David Robert Mitchell consigue hacer algo que prácticamente nadie hizo antes que él: combinar el horror que producen las visiones siniestras con la plenitud de las epifanías adolescentes. El acoso de los fantasmas (híbridos de zombis y espectros, pues se mueven muy despacio y sólo los pueden ver los contagiados) genera una estado de paranoia y agotamiento psicológico en sus víctimas, una desesperación que es como una versión letal de la ansiedad típica de esa edad. Sin embargo, la otra gran virtud de Te sigue es que elude todas las lecturas psicológicas y alegóricas. La simplicidad y la inverosimilitud de su argumento, potenciadas por la extrema belleza de sus escenas y la precisión de su música, la vuelven inmune a cualquier interpretación abusiva y reduccionista. La pregunta que se harán los fanáticos del género es: ¿Da miedo? Sí, da miedo. Un miedo diferente, casi interrogativo, receloso, porque nunca antes lo sentimos de esa manera, aunque ahora que lo vimos con nuestros propios ojos va a ser díficil ignorarlo.
Pasado de gracia La nueva comedia de Peter Peter Bogdanovich remite a la edad de oro de Hollywood y cuenta la historia de una actriz que evoca sus inicios como prostituta de lujo. Una exquisita comedia de enredos que remite a la edad de oro de Hollywood es lo que se propone Terapia en Broadway y lo consigue desde el principio hasta el final. Por suerte, con mucho sentido del humor y nula melancolía. Su director, Peter Bogdanovich, tiene un prestigio que sobrevivió a varios fracasos, pero que se justifica al menos por dos títulos: La última película y El maullido del gato. No sólo es una enciclopedia viviente de cine sino un refinado amante de los diálogos chispeantes y de la gracia artificial. Terapia en Broadway se plantea como una entrevista en la que una joven actriz famosa (Imogen Poots) recuerda su pasado de prostituta de lujo y su debut teatral ante los oídos escépticos de una periodista de espectáculos. La clave es que la chica cuenta su vida como si se tratara de un cuento de hadas. Todo lo sórdido y humillante, todo lo horrible y doloroso desaparece, y lo que queda del pasado es el artificio, el acto de magia, la experiencia depurada y pulida como una joya que brilla bajo la luz. El personaje de Poots es el centro de una telaraña de infidelidades y mentiras, en la que están atrapados un director teatral, su esposa, un actor famoso, un juez, un dramaturgo, el padre de este (que también es detective privado), una psiconalista y varios más (incluidos el padre y la madre de la chica). El guion se las ingenia para mantenerlos a todos activos y en estado de combustión, lo cual se materializa en una sucesión ininterrumpida de escenas graciosas o patéticas, sostenidas por un elenco que no le teme a la exageración, ni al ridículo. Si bien la neurótica hiperactividad de los personajes y la inteligencia de los diálogos recuerda al mejor Woody Allen, Bogdanovich no es cínico, ni desprecia a nadie, ama tanto al cine que ese amor absoluto se derrama a toda la humanidad.
Se va al demonio La segunda parte de la exitosa película de terror se queda a mitad de camino para ser una muy buena historia de este género. Nada más que 10 minutos separan a Sinister 2 de la muy buena película de terror que hubiera podido ser, si los astros se alineaban, el director se le proponía y el guion de Scott Derrickson (autor de la Sinister original) se lo permitía. Por supuesto, no son 10 minutos de menos, sino 10 minutos de más. Los suficientes como para que haya que tildar con un signo neutro lo que hasta ese momento era positivo. Uno de los méritos de esta segunda parte es que no pretende superar a la primera, que fue uno de los mejores productos del género de los últimos años. Arranca donde aquella terminó y recupera un solo personaje, el agente (ahora exagente) encarnado por James Ransone, cuya interpretación de un héroe patético es el máximo acierto del casting (no así la coprotagonista, Shannyn Sossamon, víctima de su propia apatía y de un vestuarista que se inspiró en Jesucristo Superstar para vestirla). Ransone se mueve todo el tiempo por esa cuerda tendida entre el pánico y la curiosidad que es como un concentrado psicológico de lo que genera en cualquier persona el miedo a lo desconocido (o a lo demasiado conocido que se vuelve extraño). Su presencia tiene la rara virtud de aliviar la atmósfera sin despojarla de tensión y suspenso. En el foco de la historia, otra vez hay niños, cuyas almas son siempre el botín más preciado del demonio (en este caso, en su versión noruega). Pero al revés que la primera –que se tomaba sus buenos minutos para entrar en tema– aquí el espanto se plantea desde el principio. Son dos hermanos que viven junto a su madre en una casa ubicada justo al lado de una iglesia abandonada donde ocurrió un crimen atroz. Otra vez, también, hay una cámara y un proyector Súper 8, con varias cintas que contienen escenas de asesinatos de familias. El denominador común en todas esas películas caseras es la irrupción de lo siniestro: una tarde de pesca, una fiesta o una misa que de pronto se convierten en una carnicería. Los 10 minutos problemáticos llegan, como es obvio, en las escenas finales, y si lo bueno erigido hasta ese momento se desmorona es porque el espectador debe conceder demasiado para creer lo que esta viendo, no lo sobrenatural, sino lo natural, lo físico, lo posible, justo lo que un buen relato de terror nunca debería traicionar.
El mensaje es demasiado visible a los ojos La poesía de El Principito sobrevive en esta versión reduccionista del clásico relato de Saint Exupéry. Lo primero que salta a la vista de esta nueva versión cinematográfica de El Principito es que se trata de una película rara. No parece diseñada con los mismos patrones de ingenio y humor que rigen hoy la industria del cine de animación infantil, que es por lejos la que ofrece los productos más interesantes en las salas masivas. Lo que pergeñaron Mark Osborne (Kung Fu Panda) y sus guionistas no es una adaptación directa, sino una historia dentro de una historia. Así algunas escenas y personajes del famoso relato escrito por Antoine de Saint Exupéry en 1943 aparecen enmarcados por otro relato: el de una nena estudiosa y aplicada que descubre en las figura del principito y del aviador (ahora anciano) el verdadero sentido de la infancia. Si bien desde un punto de vista narrativo, el ensamblaje entre ambas historias está logrado y de hecho se produce un diálogo fluido y dramático entre ellas, el inconveniente mayor es que la historia marco –la de la nena– funciona como una interpretación reduccionista del texto original. El relato de Saint Exupéry es tremendamente ambiguo y poético y parece cambiar de significado con cada lectura. Sin embargo, esta adaptación lo convierte en una especie de alegoría de la falta de imaginación en un mundo burocrático y uniformado, donde los adultos no son más que engranajes de una inmensa máquina laboral donde parecen fusionarse los peores defectos del comunismo y del capitalismo. Sin embargo, la poesía (incluso la cursi, en la que también incurría el escritor francés) sobrevive en varios momentos de esta versión, más en el aspecto visual –en las distintas texturas del dibujo animado, especialmente cuando evoca las ilustraciones del propio Saint Exupéry– que en aquellas escenas en las que se esfuerza por resultar poética y sólo consigue ser sentimental. No tanto El principito como su mitología contribuyó a imponer el concepto de que los niños son creativos, sensibles, ingenuos, desprejuiciados y esencialmente buenos. La película se arraiga en esa idea hasta el extremo de volverla maniquea, ya no un concepto sino un supuesto. Algo que incluso se ve en los marcados contrastes cromáticos que separan una realidad de la otra y que tienden a subrayar de manera demasiado didáctica o explicativa el mensaje de fondo. Por fortuna, aquí otra vez la carga de ambigüedad del texto original, su distancia respecto de cualquier realidad pasada, presente o futura y su melancólica universalidad tienen el poder suficiente como para abrirse paso y resplandecer a través de las imágenes de ese mundo gris y geométrico, concebido por unos guionistas cuya imaginación está a años luz de la del escritor francés.
Un debut que da miedo La película Exorcismo en el Vaticano vuelve sobre la lucha entre el bien y el mal, y aunque logra un ritmo trepidante en algunos pasajes nunca logra transmitir verdadero terror. Es curioso el poder de sugestión que sigue teniendo el Apocalipsis en la fantasía humana. Son incontables las películas basadas en las visiones de San Juan apóstol y en especial en la figura del Anticristo. Si se lo piensa desde un punto de vista narrativo, ningún suspenso ha durado tanto como la espera de la segunda llegada de Cristo y la previa conflagración mundial. En Exorcismo en el Vaticano, esa fascinación y ese sentido de que la humanidad vive sus últimos días se materializan en una lectura un poco –sólo un poco– más atenta de la sección final de los evangelios. Así consigue plantear una trama relativamente seria en términos teológicos. Sin dudas lo mejor de la película de Mark Neveldine es la forma en que va mostrando las manifestaciones de la posesión satánica. Aun cuando recurre a símbolos ya gastados (como los cuervos, por ejemplo) consigue ser elegante y a la vez demostrar su talento para las escenas de acción (primero en un colectivo y después en un taxi). Lo cual no debería extrañar si se tiene en cuenta que Neveldine es el responsable del ritmo trepidante de las dos Crank. Pero esta incursión del director en el género del terror no da como resultado un producto tan divertido. La decisión de respetar el esquema básico de las películas de exorcismo termina atentando contra las buenas intenciones iniciales y genera la sensación de algo ya visto demasiadas veces. Las señales del Apocalipsis proliferan de un modo vertiginoso en el mundo, y en el Vaticano están preocupados. Pero lo que más los alarma es lo que ocurre con Angela, una chica norteamericana que convive con su novio y cuyo padre es coronel. En el día de su cumpleaños, Angela se corta un dedo y de pronto nada vuelve a ser lo mismo en su vida y en la de quienes la rodean. La historia es presentada como si proviniera de los archivos audiovisuales del Vaticano (el título en inglés es The Vatican Tapes). Pero si bien se apela al recurso de las cámaras de vigilancia de un hospital y de una clínica psiquiátrica, la parte más importante del drama de la posesión es mostrado de forma convencional. Aun cuando Neveldine filme bien, su narración se debilita por la falta de una clara contrafigura de Angela. En vez de concentrarse en el novio, el padre, el cura del hospital o el cardenal del Vaticano que practica el exorcismo, distribuye entre todos ellos la carga del conflicto, y así la lucha entre el bien y el mal se vuelve abstracta, mera coreografía, sin ninguna clase de angustia espiritual, y por lo tanto sin verdadero terror ni temblor.
Una descarga de electricidad Misión Imposible 5 sigue siendo uno de los mejores productos de entretenimiento masivo de Hollywood. Explosión menos, explosión más, persecución menos, persecución más, todo lo que sucede en Misión Imposible 5, nación secreta ya se vio en alguna de las anteriores. Sin embargo, por esa clase de milagros que procuran sagas como las de James Bond o Batman, sigue siendo uno de los mejores productos de entretenimiento masivo que hoy está en condiciones de ofrecer Hollywood. La intriga y la acción recorren de punta a punta la trama como una descarga de electricidad, y en esa constante suba de tensión hay suficiente espacio para el sentido del humor, la insinuación romántica y el culto de la amistad. Todo en su punto justo, como si cada uno de esos componentes fuera un engranaje de un instrumento de precisión. El responsable de esa armonía ideal es Christopher McQuarrie, un guionista talentoso (Los sospechosos de siempre, Operación Valquiria, Al filo del mañana) que en esta película demuestra que la diferencia entre un producto adocenado y una obra impecable a veces sólo es cuestión de ingenio bien aplicado. Y si algo se necesita en un género como el espionaje es ingenio. Pese a que la realidad ha demostrado que la inteligencia no sobra en los servicios de inteligencia (ver la magnífica: El hombre más buscado), en esta clase de ficciones es la premisa fundamental. McQuarrie (que también firmó el guion) dibuja una trama en la que no faltan vueltas de tuerca y ambigüedades, aun cuando sean complicaciones de digestión rápida y no exijan el gasto de demasiada materia gris para captarlas. Esta vez Ethan Hunt (Tom Cruise) y su equipo deben enfrentar una misteriosa organización terrorista internacional llamada "el Sindicato". No se conoce cuáles son sus fines ni quién la lidera, por lo que resulta díficil justificar las costosas operaciones para desactivarla, más en un contexto político en el que se ha decidido la disolución de la Fuerza Misión Imposible. Además de esos problemas burocráticos, no hay muchas conexiones entre el mundo tradicional de los espías y esa nación secreta (de allí el subtítulo de la película) cuyas acciones terroristas no llevan ninguna firma, salvo que tienen la forma de extraños accidentes y catástrofes. La delgada línea entre conspiración y fantasía paranoica es más invisible que nunca en este caso. De todos modos, uno de los puntos de contacto entre ambas realidades es la agente Ilsa Faust (Rebecca Ferguson), una bella y letal espía que no se sabe muy bien para qué bando juega y que prácticamente es la coprotagonista. Se trata de un perfecto ejemplar de chica poderosa, esa figura cada vez más recurrente en el cine de acción y que aquí forma una excelente dupla con Cruise (quien por cierto mejora en la medida en que se muestra vulnerable). Como en un juego de ajedrez en el que la piezas se mueven en cámara rápida y sangran o explotan a cada rato, Misión Imposible 5 da todo lo que se espera de ella y un poco más, y eso la ubica, sin problemas, entre las mejores películas de entretenimiento del año.
Mucho juego, poca guerra: flojo debut de "Píxeles" Píxeles tenía todo para ser una película genial pero queda en una historia insulsa, sin gracia y sin drama, reducida al mero juego Una idea genial no siempre se transforma en una película genial. La mayoría de las veces, por exceso de confianza o por inercia, ocurre lo contrario. Píxeles parte de una premisa fantástica: los extraterrestres interpretan como una declaración de guerra los videogames mandados en una sonda espacial desde la Tierra a principios de la década de 1980. Sin embargo, esa ocurrencia original es encadenada al enorme lastre de una historia insulsa, sin gracia y sin drama, y con una serie de personajes tan previsibles que parecen recortados de decenas de películas ya vistas y pegados en esta con la esperanza infantil de que cobren vida. Pero tal vez lo más grave es que el concepto "sólo es un juego" pareciera haberse filtrado hasta la médula espinal del equipo de guionistas y del director (nada menos que Chris Columbus, realizador entre otras de Mi pobre angelito y las dos primeras de Harry Potter) y los hubiera paralizado para generar un mínimo de tensión y de suspenso. El sentido lúdico que anula la violencia puede ser correcto en una manual de pedagogía, no en una ficción que propone como conflicto central una guerra, aun cuando los enemigos sean versiones malignas de las criaturas surgidas de los jueguitos de Arcade. El tipo de historia que cuenta Píxeles (la reivindicación del nerd y su transfiguración de antihéroe en héroe) se está volviendo tan familiar en Hollywood que tal vez no sería una mala medida decretar su prohibición de los guiones durante un par de años. En este caso, el protagonista de esa mutación es Adam Sandler, quien ya no puede sostener por sí solo el contenido cómico de un largometraje y debe ser auxiliado por dos figuras de la comedia norteamericana: una ascendiente (Josh Gad) y otra descendiente (Kevin James). Pero como esa escolta tampoco alcanza, le agregaron al siempre eficaz Peter Dinklage, cuyo talento actoral es inversamente proporcional al tamaño de su cuerpo. A ellos se suma la simpática Michelle Monaghan en la triple tarea de madre, jefa militar y contrafigura romántica. Debido precisamente al espíritu de "solo es un juego", el interés de los combates entre los humanos y las criaturas pixeladas sólo es visual. Y ya se sabe, una vez que asimilan la maravilla, los ojos piden otra cosa: acción, emoción, pasión. Nada de eso ofrece Píxeles, apenas alguna que otra mueca de gracia, algunos guiños a la cultura televisiva y deportiva y muchas escenas sólo pensadas para el lucimiento personal de los actores. No deja de ser sintomático que el mejor chiste llegue después de los créditos finales, en una coda digna de aplausos. Un problema adicional: al menos en la versión 2D en castellano, el doblaje es tan mejicano que uno llega a pensar que toda la película es un mal sueño del Chavo dentro de su tonel.
Tal vez no figure entre los sueños prioritarios de la humanidad mutar en algo tan minúsculo como una hormiga, un tipo de insecto que, además, no es precisamente simpático. Sin embargo, en esa maquinaria humeante que era el cerebro de Stan Lee a principios de la década 1960 no había lugar para esta clase de fobias. Con la fórmula universal del científico loco –ese heredero de los alquimistas medievales pasado por el filtro positivista del siglo 19 y potenciado por los avances tecnológicos del siglo 20–, el genio de Marvel inventó al doctor Henry Pym: un bioquímico que descubre el modo de acortar la distancia entre las partículas subatómicas y así reducir el tamaño de los objetos y las personas. Pero esta versión cinematográfica no retrocede a la edad de plata del cómic sino que se enfoca en la serie del Hombre-Hormiga iniciada en 1972, cuando el ladrón e ingeniero Scott Lang se convierte en el superhéroe y reemplaza a Pym, ya elevado a personaje mayor del mundo Marvel. El actor elegido para encarnar a Lang es Paul Rudd, un especialista en comedias románticas, quien además firma una cuarta parte del guion. Rudd es sin dudas un efecto colateral de Robert Downey Jr, quien en la piel del millonario Tony Stark de Iron Man impuso una nueva escala de valores para interpretar a esta clase de personajes. Rudd tiene todo para ser el perfecto antihéroe y por eso mismo puede ser un héroe en un mundo desmasculinizado, creado a imagen y semejanza de la hipercorrección política que hoy impera en el cine de Hollywood. Es lindo, frágil, gracioso y muy tierno en las escenas en las que hace de papá, y como no hay forma de que tenga cara de duro, cuando llega la hora de la acción siempre puede recurrir al casco del hombre hormiga. Una virtud adicional: tiene la misma estatura que Michael Douglas, quien interpreta a Pym. Como en la apenas correcta pero exitosa Guardianes de la Galaxia, aquí también el humor, los efectos especiales y el psicoanálisis de Wikipedia (alguien ya debe de haber escrito un ensayo sobre la tóxica influencia de Freud en estos productos) se fusionan en una sustancia de dudosa calidad nutricional, pero bastante dulce y adictiva pese a todo. El hombre hormiga es una comedia de aventuras cuya única ambición de profundidad está reservada al rubro motivación. ¿Qué motiva a Lang y a Pym? Los cuatro guionistas parecen haber levantado la mano al mismo tiempo para responder: ¡La paternidad! Y esa respuesta obvia reduce el papel de Douglas al de una marioneta obsesiva y melancólica. Por suerte, lo que la falta de tensión dramática y de imaginación visual (las escenas en el mundo subatómico del final parecen extraídas de un caleidoscopio comprado en el Paseo de las Artes) es compensado por el buen humor liviano y permanente que guía todas las peripecias.
La dignidad de un museo vivo La quinta entrega de la saga es es una especie de parque temático de todas las anteriores. Empecemos con un repaso general. Hay cinco Terminator. La primera es un clásico: la que inventó la trama de los viajes temporales para eliminar en el pasado lo que será demasiado peligroso en el futuro. La segunda es una de las mejores películas de ciencia ficción de la historia, con la introducción de un efecto especial que todavía perdura. La tercera es un bodrio. La cuarta -sin Arnold Schwarzenegger, pero con Christian Bale- hace lo imposible para mantenerse a la altura de la leyenda y casi lo logra. Y la quinta, la que acaba de estrenarse, es una especie de parque temático de todas las anteriores. Eso significa que si uno vio las cuatro precedentes va a disfrutar más esta última que si las ignora, aunque es justo decir que el guion se toma el tiempo necesario como para explicarles a expertos y profanos de qué se trata la cosa, lo cual sin duda tiende a demorar la acción más de lo conveniente. Por supuesto, de lo que se trata es otra vez de lo mismo: cyborgs y humanos que viajan en el tiempo para arrancar de raíz los problemas que vendrán. Es el año 2029 y John Connor está liderando con éxito la guerra contra Skynet, el laboratorio de inteligencia artificial que ha decidido eliminar a la humanidad para que sólo las máquinas reinen sobre la Tierra. Pero debido a que justo antes del ataque final de los humanos un cyborg es enviado a 1984, el líder de la resistencia se ve obligado a mandar a su mejor amigo y lugarteniente con la misión de salvar a su madre, Sarah Connor. Las paradojas temporales abundan en Terminator, génesis, aunque ya no provocan ese estupor lógico que producían en la década de 1980, cuando además de la primera Terminator, dirigida por James Cameron, se estrenaban la maravillosa saga de Volver al futuro y El vengador del futuro, también con Schwarzenegger. Lo que sí cambia es el concepto de cuáles son las consecuencias de alterar el tiempo, ahora sostenido por una física de los mundos paralelos, que hace incurrir a los personajes en diálogos científicos largos y prescindibles. Por lejos lo mejor es el propio Schwarzenegger, como el viejo T 800, que tiene la triple carga de aportarle energía, humor y una pizca de ternura a la trama. No sólo se parodia a sí mismo, también se resigna a ser una especie de escolta de lujo para la pareja protagónica (a la que por cierto le falta la mitad de la tabla periódica para tener verdadera química). La presencia de Schwarzenegger basta para que tantos los defectos como los efectos especiales queden en segundo plano y Terminator, génesis tenga la dignidad de ser un museo vivo de una de las mejores ideas que surgieron de Hollywood en la década de 1980.
Cuidado, son adictivos: Los simpáticos y torpes Minions merecían tener su propia película. Sin dudas esas adorables criaturas amarillas, ingenuas, torpes y simpatíquisimas que son los minions merecían una película propia, no sólo por el bien de los productores que con Mi villano favorito 1 y 2 recaudaron más 1.500 millones de dólares, sino por el de los espectadores de cualquier edad. Ahora Minions ya estrenó en la Argentina –como parte del menú cinematográfico de las vacaciones de invierno– y, por suerte, el resultado es una especie de bola de nieve de acción y risas que arrastra todo a su paso y cae como un alud desde la pantalla. El planeta de los Minions: lo que hay que saber antes de ver el estreno más esperado La velocidad es vertiginosa, no hay un instante de descanso, sólo movimientos y más movimientos, accidentes, peleas, persecuciones, bailes, etcétera, como si todas las leyes de la física se hubieran descontrolado al mismo tiempo. Así, en los minutos iniciales, asistimos a la evolución completa de los minions, desde que eran organismos unicelulares hasta que deben exiliarse en una gruta de Siberia perseguidos por la furia de Napoléon, víctima de la fidelidad excesiva de sus comedidos servidores. Es que la felicidad de estas criaturas también es su condena. Necesitan subordinarse a un personaje maligno, al peor de los villanos del mundo, y el punto de fusión entre la extrema obsecuencia e ingenuidad de los minions y la maldad de sus jefes tiene una fuerza cómica irresistible. Luego de esa introducción evolutiva (que recorre milenios de la mano de un dibujo lineal neopop), tres de ellos (Kevin, Stuart y Bob) salen de la gruta en busca de un nuevo amo para superar la depresión de estar librados a su suerte. Más por accidente que por previsión, llegan a la Nueva York de 1968. Allí, también por casualidad, se enteran de una convención de villanos en Orlando, donde se ponen al servicio de Scarlett Overkill, la más mala de los malos. Las fechas y las ciudades sólo son referencias fugaces, salvo Londres -donde se desarrolla la segunda parte de la trama– y la banda sonora que homenajea a las grupos de rock icónicos de fines de la década de 1960: The Doors, The Kinks, The Who, Beatles, entre otros. Acompañada por esa música, la energía inagotable de los minions se potencia hasta volverse alucinatoria. Nada menos que la corona de Inglaterra es la obsesión de la supervillana (un guiño al feminismo con el ojo derecho), y Kevin, Stuart y Bob moverán cielo y tierra para conseguírsela. La comedia física y el cine catástrofe se unen así en una especie de frenesí perpetuo. Los minions son como las reencarnaciones de los tres chiflados o de Buster Keaton en una juguetería donde nada ha quedado en pie. La energía que irradian es contagiosa. Peor: adictiva.