Demasiadas lecciones La fórmula ¡pongan a Hugh Grant! ya no es infalible. Y la culpa no es del actor inglés, protagonista de por los menos tres de las cinco mejores comedias románticas de los últimos 25 años (Cuatro bodas y un funeral, Notting Hill y Letra y música). Él hace de sí mismo, como siempre, y podría seguir haciéndolo por una década más o dos. Pero es díficil encontrar una película que se adapte a sus dimensiones de patrimonio mundial de la comedia. El director Marc Lawrence parecía tener la llave del cofre de los secretos. Ahí están la graciosísima Amor a segunda vista y la monumental Letra y música. Sin embargo, Lawrence perdió la memoria en ¿Dónde están los Morgan? (pese a volver a juntar Hugh Grant y Jessica Sarah Parker en el territorio que mejor conocen) y, lamentablemente, no la recupera en Escribiendo de amor. Se trata de una comedia plana y voluntariosa, con más ganas de transmitir un mensaje sobre el valor de los vínculos sentimentales y familiares que de divertir con ese juego de ingenio que puede ser el amor narrado en clave cómica. En vez de optar por el artificio, trata de ser creíble por todos los medios. Y tanto empeño pone en aterrizar que nunca levanta vuelo. El personaje que le toca esta vez a Grant es el de Keith Michaels, un guionista autor de un solo gran éxito (cualquier parecido con Letra y Música no es mera coincidencia), quien para sobrevivir debe aceptar un cargo de profesor de escritura en una universidad pública de una ciudad lluviosa y fría del este de los Estados Unidos, algo así como las antípodas de Los Ángeles. No tiene ninguna fe en la docencia, porque está convencido de que el arte de escribir un buen guion no puede transmitirse en un aula. Así que trata de aprovecharse de lo poco que ese mundo puede ofrecerle: una hermosa estudiante que lo admira y el tiempo libre para dedicarse a un nuevo proyecto. Las cosas empiezan a complicársele enseguida, cuando aparece una joven madre (Marisa Tomei) que quiere asistir a sus clases y que encarna todo lo que el guionista no es: abnegada, alegre, vital, una especie de huracán de vida al que resulta casi imposible resistírsele. Toda la filosofía de mesa de liquidación de Escribiendo de amor puede sintetizarse en el aforismo del economista Ernst Schumacher: "Lo pequeño es hermoso". Nadie niega que una de las funciones históricas de las comedias románticas es enseñarnos a vivir, pero es fundamental que esa lección sea impartida como una cuento de hadas, como una ficción, y no como sucede en este caso, a través de escenas obvias y parlamentos trillados.
Terror para club de fans Es probable que no haya nadie más fanático de la saga de La noche del demonio que Leigh Whannell. ¿Quién este señor? El escritor de la primera y segunda parte y el director de la tercera. Pero también es uno de los tres personajes que aparecen en todas las entregas: Specs, quien junto a Tucker (Angus Sampson), componen la dupla de torpes cazafantasmas encargados de inyectarles una dosis de autoparodia a cada película. Esta vez la familia Lambert es reemplazada por la familia Brenner, compuesta por el padre, la hija adolescente y el hijo pequeño. La madre acaba de morir de cáncer y es la que abre el pasaje entre el mundo de los vivos y el mundo de los muertos, la topología sobrenatural básica de esta saga. Por supuesto, como la época lo exige, será la adolescente (Stefanie Scott) la que sufra el asedio del demonio, aun cuando esto implique resignar la presencia de un gran actor como Dermot Mulroney. El escenario es el mismo viejo edificio de departamentos al que se mudan los Lambert en La noche del demonio 2. Hay conexión más: la vidente Elise (Lin Shaye), cuya historia adquiere relieve ahora, pues su personaje se ha convertido en un sello de la franquicia y todo indica que seguirá en las eventuales próximas entregas. Resulta obvio que Whannell conoce a fondo el género y ese conocimiento le permite manipular las expectativas del espectador típico de estos productos. Pero también es obvio que juega con los tópicos de la saga y en cierto modo parece dirigirse a una especie de club de fans, formado por esa parte del público capaz de reconocer y decodificar todos sus guiños. Sin embargo, en ese intento de abonar su propia mitología, La noche de demonio 3 mantiene una poderosa fuerza de invención visual que se manifiesta, sobre todo, en las escenas que se desarrollan en esa especie de pasaje entre el mundo de los vivos y el de los muertos. Son como cuadros surrealistas en movimiento, no sólo inquietantes sino también animados de una lógica distinta a la de la realidad cotidiana. Pero quizá lo más memorable sea el personaje del hombre que no puede respirar. Si bien ni el mismo Whannell termina de apreciar el poder de sugestión de ese demonio que respira a través de una máscara de oxígeno, la verdad es que sus siniestras apariciones tienen el magnetismo suficiente como para quebrar la regla de que el mal pierde fuerza cuando se vuelve visible. Lástima que la trama lo desperdicie para justificar un descenlace que más que un final es una declaración de confianza de que habrá una próxima Noche del demonio y que también será un buen negocio.
La película de Olivier Assayas es una ficción cerebral sobre el paso del tiempo en la vida de una actriz. Tal vez el cine no sea el medio más adecuado para reflexionar sobre el tiempo. Y tal vez tampoco los vaivenes emocionales de una actriz famosa sean un tema atractivo para un espectador medio. Si a esos obstáculos iniciales se les suma la dificultad que implica insertar dentro de la historia principal el ensayo de una obra de teatro cuyo argumento refleja y distorsiona a la primera historia, entonces la película parece directamente inviable. La buena noticia es que Olivier Assayas (el autor de la magnífica miniserie Carlos, sobre el terrorista venezolano) consigue superar casi todas esas dificultades y llegar a la última escena con la dignidad de quien ha estado a la altura de sus ambiciones. El resultado, por cierto, es una ficción demasiado cerebral, que va perdiendo calor dramático a medida que avanza por el sinuoso camino que se ha trazado a sí misma. Pero esa frialdad se ve compensada por la intensidad de las actuaciones de sus dos protagonistas: Juliette Binoche, en el rol de la actriz famosa Maria Enders, y Kristen Stewart, que interpreta a su joven asistente, Valentine. El desafío del tiempo le llega a Maria Enders en la propuesta de volver a actuar en la obra de teatro que la lanzó a la fama cuando tenía 18 años. La diferencia es que ahora debe interpretar a Helena, la empresaria de 40 años que se enamora de Sigrid, una joven empleada seductora, que fue el papel original de Maria y que en esta nueva versión será asumido por una jovencísima estrella de Hollywood (Chloe Grace Moretz). Este personaje le permite a Assayas compartir su visión irónica y a la vez fascinada del cine norteamericano. Maria siente que los años le ponen un espejo frente a la cara sólo para mostrarle lo que ya no es, lo que ya nunca volverá a ser. El ensayo de la obra teatral y los diálogos que mantiene con su asistente son el contenido fundamental de El otro lado del éxito, todo enmarcado en el tremendo paisaje alpino de Sils María, que si bien está perfectamente integrado a la trama, más de una vez se impone por su propia presencia y rebaja la tensión dramática a mera contemplación. En términos cinematográficos, la virtud de Assayas es retratar ese universo artificioso con un naturalismo sutil. Su cámara no persigue la cruda verdad, sino que explora la materialidad de las cosas y revela que también son ilusorias. En todo caso, cuando expone los cuerpos de ambas mujeres (los kilos de más de Binoche desnuda o un rollito inesperado de Stewart, por ejemplo) traspasa el fetichismo (el propio y el de los espectadores) y se sumerge en la belleza como si esta fuera el agua en la que se bañan sus dos protagonistas en la escena más memorable de la película.
El paisaje perfecto para el terror En ese gran país de los relatos que es Estados Unidos, Louisiana ocupa un lugar privilegiado. Es la tierra del profundo sur donde los mitos haitianos y africanos siguen vivos en la imaginación popular, mezclados con dosis apreciables de cristianismo y otras yerbas religiosas. Una región multirracial, multilingüística y multicultural que es el equivalente norteamericano de los territorios explorados y explotados por el realismo mágico. El ritual del vudú y los zombis son quizá los elementos más conocidos de esa mitología que pasaron a la ficción. Lo mejor de Jessabelle -si dejamos de lado a su protagonista, la actriz australiana Sarah Snook– es precisamente emplear como condimento básico de su ensalada paranormal ese folklore maldito. Jessabelle es una chica que debe volver a su pueblo natal después de un terrible accidente. Está postrada en silla de ruedas y la única persona que tiene en el mundo es a su padre, un tipo hosco que vive en medio de los pantanos en una enorme casona deteriorada. El paisaje perfecto para el terror. Y el terror no se hace esperar. Desde el momento en que Jessabelle ocupa el dormitorio de su madre difunta, empieza a tener extraños sueños y visiones. Una presencia la asedia en la casa y, en vez de aclararse, todo se complica más cuando encuentra una serie de VHS grabados por su madre antes de morir. Podría decirse que en la aglomeración y aglutinación de elementos, la película de Kevin Greutert (responsable de las dos últimas entregas de El juego del miedo) replica el sincretismo cultural y religioso de la región donde se desarrolla la historia. Entonces, sería válida la fórmula de que Jessabelle es a las películas de terror lo que Louisiana a las supersticiones. A la vez, hay un contenido dramático, una sórdida historia familiar que va emergiendo gradualmente en la trama y que podría haber sido mucho más sutil, si el director y el guionista no hubieran cedido a la compulsión de explicarlo todo. Esto, sin decir nada de la otra compulsión: la de mostrar varios primeros planos innecesarios del escote de la protagonista. También en términos de terror puro, Jessabelle no termina de consolidarse como un gran producto. La abundancia de clichés –muchos de ellos sustraídos, sin demasiada reelaboración, del cine de horror oriental– tienden a suavizar su energía siniestra y a aplanar un relato bastante más complejo del que suele ofrecer el género.
No te mueve nada: pulgares para abajo Lejos de resucitar el cine catástrofe, la película Terremoto, la falla de San Andrés ni siquiera resulta entretenida y abusa de los golpes bajos y los efectos especiales. Hace falta un terremoto para volver a unir a una familia. Esa es la forma más rápida de resumir cómo se conectan entre sí la gran historia y la pequeña historia de Terremoto, la falla de San Andrés. La gran historia es la catástrofe en la costa Oeste de los Estados Unidos, mostrada de manera espectacular, con represas que se derrumban, edificios que se desploman y toda la parafernalia imaginable de incendios, explosiones e inundaciones, aunque con una alarmante falta de ritmo. Vinculada a esa destrucción masiva, hay una trama tangencial, casi parasitaria, que incluye a un sismólogo (Paul Giamatti), a su equipo de trabajo y a una periodista, que aun cuando sufran algunos sacudones sólo están incluidos para brindar datos científicos e informativos sobre la magnitud del fenómeno. La pequeña historia es la de un jefe rescatista (Dawyne Johnson), su esposa y su hija. Se trata de una familia separada (después nos enteraremos de que el origen de la separación es una tragedia), pero que todavía se quiere y sólo parece necesitar, bueno, un terremoto para volver a unirse. Así como para mostrar la catástrofe la película de Brad Peyton abusa de los efectos especiales, para exponer los vínculos familiares abusa de los efectos emocionales. Es como mezclar mermelada con miel. Ambos dulces son ricos por separado, pero juntos te empalagan. Precedida por las ambiciosas declaraciones de sus creadores, que pretendían resucitar el cine catástrofe, Terremoto ni siquiera llega a ser entretenida. Por corrección política, uno puede obviar el detalle genético de que un tipo como Johnson tenga una hija como Alexandra Daddario. Más difícil es tolerar los diálogos de reconciliación conyugal en medio del desastre y la falta de integración entre el primer plano y el fondo en las escenas donde los personajes deben interactuar con los efectos especiales digitalizados.
La máxima virtud de Poltergeist, juegos diabólicos consiste en resaltar cuán avanzada era la versión original. Todas las películas de terror pueden dividirse en dos partes bien definidas. La parte de los indicios y la parte de las manifestaciones. Por lo general, los indicios preceden a las manifestaciones, pero a veces aparecen mezclados o equilibrados de distintas maneras. El caso es que en Poltegeist, juegos diabólicos, la parte de los indicios está mucho más lograda, desde un punto de vista dramático, que la parte de las manifestaciones. Es decir que toda la tensión acumulada durante los minutos iniciales no explota de la forma adecuada cuando llega la hora del verdadero terror. Tal vez no tenga sentido comparar esta remake con la versión original, dirigida y guionada por dos grandes: Tobe Hooper y Steven Spielberg. Y es que en los 33 años que pasaron entre una y otra, el género ha sufrido varias mutaciones, la más sensible no involucra tanto a los efectos especiales como a la constitución y a la demanda del público y al modo en que la industria lo satisface. Mientras que desde finales de la década de 1960 hasta principios de la de 1980 el terror trataba de conquistar un espacio en el cine de primera calidad (con títulos como El Bebé de Rosemary, El exorcista o El resplandor), desde mediados de la década de 1990 hasta el presente, lo que importa es seguir abasteciendo a un nicho de mercado insaciable: los adolescentes en busca de experiencias de autoafirmación. Así antes que una remake, esta nueva versión dirigida por Gil Kenan es una adaptación de la historia a las condiciones contemporáneas. Su máxima virtud, no obstante, consiste en resaltar lo avanzada que era la original (que ya planteaba una fuerte relación entre el mal y la tecnología y que exhibía unos efectos especiales impresionantes para la época). Salvo por detalles menores, la historia es la misma: una familia compuesta por la madre, el padre, una hija adolescente, un hijo de 8 años y otra nena de 6 llegan a su nueva casa en un suburbio. Todo parece feliz, pero pronto nos enteramos de que el padre (Sam Rockwell) ha perdido el trabajo y nos les ha quedado otra opción que mudarse a ese barrio. Si hubiera que trazar un línea entre los indicios y las manifestaciones, sería la noche en que los niños se quedan solos y se desata un tormenta en la que la furia de la naturaleza se confunde con las fuerzas sobrenaturales. Curiosamente, lo más notable en términos visuales de ese inframundo conectado a la casa resulta anacrónico, ya que es una obvia réplica digital del infierno imaginado por Gustave Doré en el siglo XIX para ilustrar la Divina Comedia. Si bien el drama se libera en una secuencia de acción vertiginosa, el ritmo creciente es entorpecido por una especie de comedia instalada en medio del horror, cuyos protagonistas son los investigadores de fenómenos paranormales a los que recurre la familia. Ahí la película pierde definitivamente el rumbo y tropieza varias veces antes de llegar agotada al final.
Una segunda taza de té "La historia retoma a los personajes casi en el mismo punto en que habían quedado en la película anterior y desarrolla de un modo esquemático los distintos conflictos" Un inglés debería saber mejor que nadie que no es posible preparar una buena segunda taza de té con el mismo saquito. Pero cuando se trata de cine, la tentación es demasiado grande, y John Madden no pudo resistirse a repetir la fórmula de El exótico hotel Marigold. El sólo dato de que el enorme Tom Wilkinson ya no integra el elenco –y que en vez de él aparece Richard Gere (buen mozo pero insípido)– basta para sospechar de que se trata de una copia descolorida. De todos modos, el resto de los actores que componen esa corte de jubilados ingleses retirados en un hotel de la India son maravillosos, incluso a la hora de mostrar emociones obvias y de pronunciar diálogos poco elaborados. La historia retoma a los personajes casi en el mismo punto en que habían quedado en la película anterior y desarrolla de un modo esquemático los distintos conflictos, todos ellos vinculados con el amor en la tercera edad, salvo el de la ama de llaves interpretada por Maggie Smith. Esa vieja señora solitaria y escéptica es la contrafigura perfecta del simpático joven dueño del hotel, compuesto por un Dev Patel cada vez más carismático y versátil. Si bien no puede decirse que sea el protagonista, sin dudas el tema de su boda es uno de los hilos conducotes que mantiene unidos los distintos componentes del relato. El otro es menos interesante desde el punto de vista emocional. Se trata de la necesidad de conseguir inversiones para que la idea de un hotel para jubilados europeos crezca de acuerdo con sus potencialidades. Este vector de la trama introduce al personaje de Gere, quien además se siente atraído por la madre del joven hotelero. Sería impropio acusar de exotismo a una película que ostenta la palabra "exótico" en su título, pero lo cierto es que al igual que en la primera parte no hay una sola imagen que no exprese la nostalgia colonialista inglesa. Todas son postales en las que la belleza y la miseria conviven como una fatalidad al que el voluntarioso adjetivo de "maravillosa" no vuelve menos fatal. Si bien el mensaje sigue siendo que la vida hay que vivirla hasta el último momento, la ilusión de un mundo perdido e irrecuperable se filtra en cada una de esas postales e impregna a toda la película con la atmósfera de una comedia forzada, como si fuera posible reírse de verdad cuando la muerte está cerca.
Liam Neeson, santo patrono de la violencia En el cine del siglo 21, se convirtió en el mejor protagonista de los filmes más crudos y violentos. Liam Neeson había prometido que ya no interpretaría personajes duros y violentos. Por suerte no cumplió la promesa. Y aquí lo tenemos de nuevo encarnando a Jimmy Conlon, un veterano delincuente, atormentado por sus crímenes pasados, que debe retornar a las malas prácticas por el imperio de la fatalidad. Con distintas variantes, la fórmula fue probada y aprobada tanta veces que no debería sorprender que siga siendo eficaz. Hay que tener en cuenta, además, que Una noche para sobrevivir es la tercera película de la sociedad Neeson-Jaume Collet Serra, que tan buenos resultados diera en Desconocido y Sin escalas. La primera mitad de esta nueva colaboración es brillante: una perfecta combinación de drama, tragedia y acción. Conlon debe salvar a su hijo del hampa y de la policía corrupta. El problema es que salvarlo implica enfrentarse a su mejor amigo, Shawn Maguire, un capo mafioso (interpretado por Ed Harris) que maneja los hilos de la ciudad y que pretende vengar la muerte de su propio hijo. El escenario es Nueva York de noche, retratada en todos sus contrastes, desde la incandescencia turística de Time Square hasta el hacinamiento de los conglomerados de edificios donde viven los estratos inferiores de la sociedad. Como sólo puede hacerlo una mirada extranjera, Collet Serra le devuelve a la metropoli limpiada por la ideología de la tolerancia cero de Rudolph Giuliani la oscuridad de sus peores años, aquellos que rememoran Conlon y Maguire en sus amargas conversaciones. Sin embargo, lo que sostiene la tensión no es tanto esa rivalidad entre viejos amigos como la necesidad de Conlon de reivindicarse frente a su hijo. Un hijo que es una buena persona y que ha cortado los lazos con su padre de un modo tan definitivo que ni siquiera le permite conocer a su esposa y a sus hijos. Otra de la virtudes de Collet Serra es la economía de movimientos con la que expone todas esas historias previas a la noche en que se desata la guerra. Y si bien algún que otro diálogo suena poco creíble, conviene recordar que el planteo básico de un delicuente con conciencia de culpa sólo puede ser producto de la ficción. Lo que tal vez complica innecesariamente las cosas es la aparición de una asesino a sueldo, contratado por Maguire, que origina varias escenas de acción magníficas, pero que desvía la atención del núcleo fundamental del conflicto y cuya presencia sólo parece justificarse para prolongar el suspenso y para que se luzca el rapero Common. Por supuesto, escrita con sangre, la palabra "reivindicación" se lee "redención". Liam Neeson es el santo patrono de la violencia del cine del siglo 21. Nadie como él puede ser tan patético disfrazado de Papá Noel borracho, al principio de la película, y a la vez tan sublime al final.
El más oscuro de los malentendidos El cuarto azul lleva al cine una novela de George Simenon. Una historia de amor y de muerte, en la que la trama tiene estructura de rompecabezas. No es fácil trasladar el espíritu del novelista George Simenon al cine. Su estilo tan particular no tiene una inmediata traducción en imágenes. Y tal vez por ese motivo, el actor y director Mathieu Amalric junto con la guionista y actriz Stéphanie Cléau decidieron adaptar la novela del gran escritor belga como lo hubiera hecho Alfred Hitchcock, con más atención en el misterio que en los seres humanos y en la atmósfera social que los rodea. Si bien esos elementos están presentes en El cuarto azul, lo que se impone es la reconstrucción del caso, a partir del burocrático proceso judicial. Es una historia de amor y de muerte. Pero por la estructura de rompecabezas de la trama, levará un buen rato saber quién o quiénes son las víctimas y quién o quiénes los asesinos. Esa necesaria complicación narrativa no sólo duplica o refuerza el enigma sino que también proyecta el malentendido central del relato a los propios espectadores. La película sale fuera de sí misma y así le suma una dimensión más a la ficción. Como ya es un tópico en el cine francés, todo empieza con una escena sexual. Pero aquí está tremendamente justificada, porque en el diálogo posterior entre los dos amantes, Julien y Esther (interpretados por los mismos Amalric y Cléau) se cifra buena parte del malentendido que originará todo el caso. Las cosas que se dicen no significarán lo mismo para cada uno de ellos y también cambiarán de sentido a los ojos del juez de instrucción. El punto de vista es el de Julien, un ingeniero agrónomo al que le va bastante bien, con una hermosa casa en la afueras, una mujer que no parece sospechar nada y una hija pequeña. Lo que siente por su amante, al menos en su relato retrospectivo, resulta ambiguo. Tal vez ni él mismo lo sabe. En los interrogatorios a los que lo someten los investigadores y el juez, se lo ve en un estado de estupefacción constante, como si fuera incapaz de entender por qué sus propios actos y sus propias palabras son usados en su contra. La reticencia de información y la economía de medios es la marca más visible de El cuarto azul. Dura sólo 76 minutos y cada uno de esos minutos está cargado de tensiones y de dobles sentidos. "La vida es diferente cuando la vives que cuando la cuentas después", dice Julien en un momento. La película se hace eco de esa distorsión y la lleva a sus máximas consecuencias.
Los monstruos prefieren estar solos Dos leyendas populares norteamericanas se funden en una sola en esta nueva película de Eduardo Sánchez, quien aún no ha podido hacer nada parecido a su obra maestra inicial, El proyecto de la bruja Blair. La primera de las leyendas es un tópico del cine de terror: un grupo de amigos que va a pasar un fin de semana en una cabaña perdida en medio del bosque. La segunda involucra a Pie Grande, esa antropoide peludo y gigantesco que siempre aparece borroso en las fotos que figuran en Internet. Sánchez se las arregla para darle una mínima vuelta de tuerca a esta doble fábula y consigue no sólo una decente película de terror sino también presentar, de manera bastante creíble, algo así como una ética de las relaciones entre los hombres y esa criatura de especie indefinida, entre homo sapiens y simio. Podría decirse, incluso, que Terror en el bosque es una variante de El planeta de los simios, menos ambiciosa desde el punto de vista cinematográfico y político, pero más comprometida en términos del sentido de los actos individuales. Por supuesto, todas estas reflexiones surgen después de una hora y media de tensión continua, en el momento en que la pantalla se pone negra y en letras rojas aparece la palabra "Exists" (existe). Se trata del título original en inglés, mucho mejor que el español, sólo explicable por ese dogma publicitario subnormal que indica que toda película de terror debe declararse de terror en su mismo título. La larga sombra de El proyecto de la bruja Blair se proyecta también en Terror en el bosque y es visible en la decisión de que uno de los personajes sea un fanático de las cámaras y esté grabando todo el tiempo con la idea de subir los videos a YouTube. Demasiado elemental o demasiado sutil, Sánchez parece sugerir que del otro lado del tabú de mirar lo que no debe ser mirado (una parte sustancial de la leyenda de Pie Grande es su aversión a cualquier tipo de contacto con los humanos) hay una posibilidad de entendimiento y de conciliación con los monstruos.