Decepciona: cómo descuartizar un clásico Todo es explícito y exagerado en la nueva versión cinematográfica del clásico de Mary Shelley. Lo único más o menos interesante de Victor Frankenstein es visual: la inclusión de gráficos, dibujos y anotaciones sobre las imágenes de algunos cuerpos humanos o animales, como si se tratara de láminas de un manual de anatomía superpuestas a los huesos y órganos reales. No es un recurso original, pero funciona, y genera una textura que por momentos disimula la impotencia del guionista (Max Landis), el director (Paul McGuigan) y los dos protagonistas (Daniel Radcliffe y James McAvoy) para conservar un mínimo de dignidad frente al clásico de Mary Shelley. Pese a ser una novela mediocre, Frankenstein o el moderno Prometeo tiene la virtud de mostrar lo que implica infringir el supremo tabú de la ciencia: dar vida a lo que está muerto. Pero hay que tener en cuenta que en ese libro el ser creado con partes de diversos cadáveres no es un símbolo de la inhumanidad o la brutalidad sino una figura melancólica: un monstruo condenado a la soledad. Una vez más esta versión cinematográfica es un Frankenstein de Frankestein. O sea una criatura armada con fragmentos dispersos de la obra original, para lo cual previamente hubo que matarla y descuartizarla. De modo que no debería sorprender que la historia esté contada desde la perspectiva de Igor, el ayudante jorobado del científico. Un personaje que no existe en la novela y que fue inventado por el cine. El problema no es la libertad que se conceden los guionistas, el director y los actores sino lo que hacen con esa libertad. Y lo que hacen da un poco de vergüenza ajena. Ya que todo resulta enormemente explícito y exagerado, tanto en los diálogos como en las expresiones y las acciones. En vez de concentrarse en un conflicto central, el argumento desarrolla dos o tres líneas paralelas, cada una menos creíble que la otra: una trapecista enamorada de Igor, un detective de Scotland Yard (parodia malograda de Sherlock Holmes y el padre Brown) y un joven noble amanerado que quiere capitalizar la proeza científica de Frankenstein. Pese a que sobran persecuciones, tiroteos, explosiones y peleas, la falta de sentido dramático vuelve insípida la aventura de Igor y Victor. Es que ambos permanecen aplastados en mundo de dos dimensiones, donde parecen siluetas recortadas y pegadas sobre un fondo móvil, y nunca llegan a convertirse en auténticas personas transfiguradas por haber cruzado el límite entre la vida y la muerte.
La edad de ser libres Un fin de semana en París retrata en clave de comedia a un matrimonio de mayores que repasan una vida en común. La tercera edad es un tema que aparece de manera cada vez más frecuente en el cine en los últimos tiempos y no hay que ser un experto en demografía para vincularlo con el aumento de la población mayor de 60 años en el mundo. En una lista lo suficientemente variada en tono, géneros yd calidad debería incluirse El gran Torino, las dos partes de Red, Alguien tiene que ceder, El señor Schmidt o Pasante de moda. También habría que distinguirlas de sus hermanas mayores de la cuarta edad (personas mayores de 80 años), como Elsa y Fred, Amour o El gran hotel Marigold. En términos muy generales, puede decirse que esas películas son manifestaciones de una reconfiguración imaginaria de la sociedad posindustrial. Aquellos jóvenes que en la década de 1960 condenaron a sus mayores al ostracismo de las cosas obsoletas, ahora, cuando ellos mismos tienen la edad de sus abuelos, tratan de encontrar una manera de incluirse en una cultura donde la juventud es la única religión. Pocos intelectuales más conscientes de esa forma de hipocresía generacional que Hanif Kureishi, el novelista inglés (autor de Un buda de los suburbios e Intimidad) quien firma el guion de Un fin de semana en París. Sin embargo, en su más desesperada que elegante búsqueda de una solución para el dilema, termina apostando a una especie de anarquismo íntimo, como si el sólo hecho de haber cumplido más de 60 años fuera suficiente para que una persona se sienta liberada moral y psíquicamente de sus compromisos con la sociedad. Esta meditación ideológica en clave de comedia se filtra a través del supuesto tema principal de la historia: la convivencia entre un hombre y una mujer de más 60 años que cumplen 30 de casados y deciden festejar ese aniversario en la capital francesa, con todas las alegrías, decepciones y pases de facturas. La elección de Jim Broadbent como uno de los protagonistas puede parecer, al principio, como tendeciosa, ya que sus rasgos toscos y su aspecto descuidado parecen delatar a un típico fracasado. Y eso se nota mucho más por el contraste que hace con la bella y distiguida Lindsay Duncan. Pero Broadbent es una actor tan talentoso que consigue despegarse de su propio cuerpo, para decirlo de algún modo, y pasar de lo patético a lo sublime con la cara que le tocó en suerte en el reparto universal. Si bien Un fin de semana en París es una película fácil de ver, digna en sus momentos cómicos y en sus momentos dramáticos, falla cuando los personajes dejan de ser personas posibles y se convierten en mensajeros de las ideas sociológicas y filosóficas del guionista y del director, quienes creen que la tercera edad sólo puede ser redimida por una libertad a prueba de tarjetas de crédito.
Todo menos inmortal Sin sentido del suspenso ni del misterio, a la película El último cazador de brujas, sin embargo, le sobra imaginación, esa clase de imaginación que puede obtenerse a precio de oferta en cualquier supermercado de fantasía esotérica. El musculoso Vin Diesel, a quien le debemos por los menos tres personajes icónicos del nuevo siglo (Toretto, de Rápido y furioso; Riddick, de la saga del mismo nombre; y Xander Cage de xXx) esta vez le da cuerpo a Kaulder, un guerrero que fue condenado a la inmortalidad el día en que mató a la reina de las brujas en la Edad Media. Desde entonces ha vagado por el mundo eliminando a los exponentes más dañinos de esa raza de criaturas con poderes sobrenaturales que conviven con los humanos. Pero, salvo por la escena inicial, esa introducción histórica es presentada por la voz de un viejo sacerdote contemporáneo (Michael Caine, ya reducido desde el Batman de Nolan a simpática figura secundaria). De modo que el tramo más significativo del relato se desarrolla en el presente, con lo que la prometedora escenografía gótica del principio se transfigura en una insípida Nueva York, siempre más apta para las comedias o los policiales que para el terror fantástico. Si bien cualquiera que conozca la historieta Gilgamesh, el inmortal hubiese preferido que contrataran al maravilloso Robin Wood como guionista, hay que decir que los tres escritores que firman el guion de El último cazador de brujas (Cory Goodman, Matt Sazama y Burk Sharpless) le entregaron un material más que digno al director Breck Eisner, con todos los cabos atados y una serie de personajes interesantes. Sin embargo, esa trama bien tejida no sirve como red de contención a la indiscriminada abundancia de efectos especiales, detalles decorativos, explicaciones innecesarias, flashbacks y subrayados sonoros que hacen de esta película algo así como un catálogo de todo los pecados que no deben cometerse a la hora de contar una historia en la pantalla.
Steven Spielberg vuelve a unirse con Tom Hanks para Puente de espías. Y el resultado es otra vez positivo. Un episodio de la Guerra Fría idealizado es lo que ofrece Steven Spielberg en Puente de espías. Reconstruye, por no decir mitologiza, dos momentos históricos vinculados por un mismo protagonista: el abogado mediador James Donovan, interpretado por Tom Hanks, siempre en ese estado de gracia que tanto le ha servido para representar al norteamericano bueno. Donovan fue el hombre que defendió ante los tribunales de los Estados Unidos al espía soviético Rudolf Abel (un inolvidable Mark Rylance), a fines de la década de 1950, y llevó el caso hasta la Corte Suprema. Si bien perdió por cinco votos a cuatro, evitó que el espía fuera ejecutado. Unos años después, en 1962, Donovan fue el negociador principal en un intercambio de prisioneros que involucró a Estados Unidos, la Unión Soviética y la República Democrática Alemana y en el cual los norteamericanos entregaron precisamente a Rudolfo Abel a cambio del aviador Francis Powers y del estudiante de Economía Frederic Pryor. En términos cinematográficos, Spielberg conecta una película de tribunales con una película de espías, y lo hace con el virtuosismo que lo caracteriza para contar historias, sean puramente ficcionales o basadas en hechos reales. Con un relato clásico, que tal vez respeta más la sensibilidad que la inteligencia del espectador, vuelve a un momento crucial de la historia del siglo 20, la época en que el mundo estaba dividido en dos frentes y la peor fantasía de la humanidad era desaparecer de la faz de la tierra por una conflagración atómica. Pero el espíritu de ese retorno no es revisionista sino moralista, con la moral un tanto voluntarista pero a la vez necesaria de los derechos del hombre. Si en Bastardos sin gloria y Django desencadenado Quentin Tarantino vuelve atrás las páginas del tiempo para que las víctimas del nazismo y del racismo sean redimidas en una historia paralela, Spielberg lo hace para empapar esas páginas de su propio humanismo. En Puente de espías, ese humanismo se impone a las razones de Estado como una razón más profunda, pero como Spielberg no es un filósofo -y tampoco intenta serlo- sólo puede exponer sus ideas en la forma más básica del relato norteamericano: el individualismo. Donovan sostiene su concepto de justicia y de humanidad contra la presión familiar, social y política y el único que parece entenderlo en el fondo es el espía soviético, quien de hecho provee la metáfora central de la película: la del hombre que se vuelve a parar una y otra vez sin importar cuántos golpes recibe. En ese sentido, tanto la elección de Hanks (inadecuada desde el punto de vista de la edad pues Donovan tenía poco más de 40 años en esa época y el actor ya cumplió 59) como la de Rylance resultan perfectas para evitar la sobrecarga de solemnidad patriótica y de tensión dramática. Lo mejor de la película son los sutiles virajes hacia la comedia que en la segunda parte, cuando Donovan ya está en Berlín, tienen algo de humor kafkiano apto para todo público. Por suerte, la necesidad de dejar un mensaje humanista nunca le ha impedido a Spielberg contar bien una historia, y en este caso está tan bien contada que uno deja pasar las obvias manipulaciones ideológicas e históricas y hasta le perdona su inconmovible fe en el norteamericano bueno.
Actividad paranormal 5: la dimensión fantasma queda muy atrás respecto a las películas predecesoras. Según el propio productor Oren Peli, la franquicia de Actividad paranormal termina en esta quinta entrega. Es una despedida tan poco inspirada que merecería una nueva oportunidad. De hecho, se trata de una flagrante traición al espíritu de la saga, caracterizado por la economía de medios y el principio de mostrar el mal a través de sus efectos y no de sus apariciones. En vez de esa austeridad visual y narrativa, lo que propone Gregory Plotkin (que tiene un interesante currículum como montajista pero nula experiencia como director) es un tutti frutti en el que se mezclan los recursos de los últimos éxitos del género: los archivos de VHS encontrados, las puertas a otras dimensiones, los fantasmas oscuros y amorfos, las conexiones temporales. Todo esto sin contar el ya conocido arsenal de luces que parpadean, símbolos esotéricos, objetos que se mueven, juguetes que se prenden solos, etcétera. En síntesis, es una Scary movie a la que le amputaron la parodia. Lo cual no significa que el guion no se contorsione en busca de momentos graciosos. Pero lo que encuentra es un humor absolutamente incoloro, de la mano de un personaje –el tío de la nena protagonista–, cuya ausencia sería más efectiva. Debe constituir algún tipo de récord que en sus menos de 90 minutos, Actividad paranormal 5, la dimensión fantasma también tenga tiempo para abundar en situaciones inconducentes que giran en torno a una trama principal mínima: los esfuerzos de unos jóvenes padres para defender a su hijita del espíritu maligno que se la quiere llevar. Curiosamente, el único principio de austeridad que se respeta en esta última entrega es la renuncia a la música incidental. Si bien en las escenas más intensas hay un sonido grave de fondo que no consigue ser inquietante, la ausencia de los típicos crescendos termina percibiéndose como una falla. Esa falta expone de manera brutal la carencia de auténtica tensión en la película.
La soberbia de un gran cineasta En su último filme de terror, el mejicano Guillermo del Toro lleva a un extremo su imaginación barroca y su gusto por lo sobrenatural. Tan buenas y tan rentables películas hizo Guillermo del Toro desde Mimic hasta el presente (El espinazo del diablo, Hellboy, Titanes del Pacífico y un doble signo de admiración para El laberinto del fauno) que no necesita del permiso de nadie para compilar sus manías y obsesiones en una sola historia. La perversa y a la vez maravillosa fantasía que caracteriza a todas sus obras –reconocibles casi cuadro por cuadro, algo que se puede decir de muy pocos cineastas masivos– supera en La cumbre escarlata esa marca del termómetro artístico que divide el talento del exhibicionismo. Del Toro es un dios del cine, sin dudas, pero la condición para que un humano ejerza la divinidad tal vez radique en no ser demasiado consciente de esa grandeza. El peligro es precisamente lo que sucede en este caso: la soberbia. Tan ambiciosa, tan detallista, tan barroca es la imaginación del cineasta mejicano que parece enamorada de sí misma y el espejo donde se mira a cada momento refleja esa obvia autosatisfacción. La cumbre escarlata se sitúa cronológicamente en la época ideal para un visionario: fines del siglo XIX y principios del siglo XX. Es el momento en que las formas maquínicas de la revolución industrial aún conviven con la arquitectura victoriana y la afición romántica por los castillos y las ruinas. Como buen guionista, Del Toro combina ese choque de imaginarios opuestos con otras fuerzas contrarias: la aristocracia inglesa y la burguesía industrial norteamericana, el amor puro y el amor perverso, y la dialéctica fundamental entre vida y muerte, con un agudo sentido de la corrupción y la transfiguración, simbolizadas por las mariposas, las libélulas y las polillas gigantes que en esta película aparecen por todas partes. Así, la primera parte se desarrolla en una populosa Nueva York en plena construcción, y la segunda en una mansión escocesa aislada, con techos agujereados, pisos que se hunden y rodeada de máquinas para extraer arcilla. La protagonista es una joven escritora neoyorquina, hija de un constructor (desarrollista, diríamos ahora), que se enamora de un noble británico venido a menos. El padre se opone a la relación, porque sospecha de las verdaderas intenciones de ese hombre seductor, refinado y arruinado que ha llegado a Nueva York acompañado por una hermana no menos misteriosa. Amor e interés, ese es el tema. Pero lo que parece ser una historia libremente inspirada en una novela de Henry James -el escritor que retrató las relaciones ambiguas entre América y Europa a fines del siglo XIX– está desde el principio afectada por el sentido de lo sobrenatural de Del Toro (que no oculta ni relativiza a sus monstruos y sus fantasmas) y por un detallismo escenográfico que no deja nada que desear (imagino yo, ustedes admiren). Un director contratado hubiera reducido el guión a los 90 minutos reglamentarios y hubiera eliminado varias escenas redundantes. La grandeza de Del Toro es no haberse conformado con hacer una buena de terror en minúsculas sino en intentar algo mayúsculo. El resultado debía ser soberbio pero fue soberbia.
Un cuento filosófico No toda la filosofía es tediosa y abstracta. A lo largo de la historia, los filósofos han utilizado distintos tipos de narraciones en la construcción de sus explicaciones o sus argumentaciones. Los casos más famosos tal vez sean Platón, con su mito de la caverna, y Descartes, con su espírtu maligno. Esos cuentos filosóficos suelen ser breves y, más allá del efecto literario que puedan tener, siempre están al servicio de una idea que de algún modo los justifica. Si no son breves, se transforman en novelas de tesis, un género que sobrevivió sólo hasta que se inventaron las pastillas para regular el sueño. Hombre irracional es uno de esos cuentos filosóficos dilatados hasta agotar la paciencia. Después de esas dos maravillas que fueron Blue Jasmine y Magia a la luz de la luna, Woody Allen incurre otra vez en una de sus máximas obsesiones: el crimen perfecto. Y vuelve a condimentarlo con la filosofía francesa de la segunda posguerra (el existencialismo) y la atormentada psicología de Dostoievsky, más un toque de Kant y de Kierkegaard. Todo lo cual puede ser interesante para que un profesor de filosofía de colegio secundario se evite preparar una clase y comparta con sus alumnos los ilustrativos dilemas de Abe Lucas, el filósofo encarnado por el siempre intenso Joaquin Phoenix. Precedido por una leyenda romántica de borracho y depresivo, Abe Lucas llega a una universidad de segundo orden de los Estados Unidos y enseguida llama la atención de todo el mundo. En especial, de dos mujeres: otra profesora (Parker Posey) y una alumna (Emma Stone). La comedia de campus universitario vira hacia el policial cuando por una serie de circunstancias más o menos fortuitas (el azar es uno de los temas preferidos de Abe Lucas), el profesor se plantea el sentido moral de matar a una persona que perjudica a otras. Pero ese problema, al menos en el modo directo y expositivo en que lo plantea Woody Allen –a través de largos diálogos, voces en off y clases universitarias– resulta ridículo por un exceso de seriedad. Su eventual carga dramática queda desactivada por el tono de "fantasía filosófica" con que lo plantea desde el principio.
Rehenes de sí mismos Nuestro comentario de la película protagonizada por Anthony Hopkins, Jim Sturgess, Sam Worthington y Mark van Eeuven. Un filme basado en una historia real. El secuestro de Alfred Heineken, el multimillonario dueño de la famosa fábrica de cerveza, fue uno de los acontecimientos más importantes de la historia criminal de Holanda en el siglo 20. Tan importante que esta es la segunda película sobre el tema, la anterior fue estrenada en 2011, con Rutger Hauer en el rol del empresario. Ahora, lo interpreta Anthony Hopkins, en clave de caballero inglés, que tal vez no sea lo más adecuado a la hora de recrear un espécimen de la alta burguesía continental. La historia se basa en el libro del periodista de investigación de Peter de Vries y es dirigida por Daniel Alfredson, el realizador sueco conocido por la miniserie Millenium. Alfredson es tremendamente eficaz para narrar las escenas de acción y para transmitir la tensión que se va generando entre los secuestradores. Un grupo de jóvenes emprendedores que ven derrumbarse su empresa y deciden pasar a la criminalidad. Tal vez haya una cuestión ideológica de fondo, cierta conciencia de clase que en los artistas europeos suele ser más una manifestación de buenos modales que una verdadero compromiso revolucionario, pero la obvia simpatía del director hacia los secuestradores hace que el drama adquiera muchos más matices de los que tendría en caso de que la frontera entre el bien y el mal estuviera trazada con una línea recta. Por suerte, tanto las condiciones materiales como la atmósfera familiar y psicológica que rodea a los secuestradores –en especial a los dos cabecillas Cor van Hout y Willem Holleeder (interpretados por Jim Sturgess y Sam Worthington)– son mostradas de manera lateral, en el curso del drama, y no subrayadas con trazos gruesos. Tampoco la relación entre Heineken y los criminales durante las tres semanas que duró su cautiverio parece interesarle demasiado a Alfredson. Sólo lo justo y necesario para mostrar el temple, la inteligencia y el espíritu manipulador del empresario. Lo que realmente le interesa es la mecánica del secuestro como acto criminal que transforma a un grupo de amigos en rehenes de sí mismos y de sus propias debilidades.
"Desde la oscuridad", un caso de terror que no da miedo ¿por qué? Desde la oscuridad, la película de terror de la semana, limita su trama por intentar ser políticamente correcta. Pese a la cantidad de leyendas y supersticiones que pueblan la imaginación popular de los distintos países de Latinoamérica, ni la literatura ni el cine han desarrollado en todas sus posibilidades el género del terror. Por ese motivo es lógico que se generen expectativas cuando se estrena una película como Desde la oscuridad, en la que no sólo la geografía sino también la mitología de Colombia forman parte del menú. Lamentablemente el entusiasmo dura una sola escena. La primera. Si mantuviese hasta el final la calidad y la tensión de esos minutos iniciales, sin dudas estaríamos hablando de una obra maestra. Pero el director barcelonés Lluís Quílez entrega rápido las armas de su talento a un relato tan convencional y previsible que incluso el gran Stephen Rea cae víctima de la abulia. Con fondo de vegetación tropical, lo que cuenta es la típica historia de la casa embrujada. Un joven matrimonio con una hija pequeña llegan a una ciudad colombiana donde el padre de la mujer tiene una fábrica de papel. Ella (Julia Stiles) debe hacerse cargo de la dirección de la empresa, mientras que su esposo y su hijita se quedan en la mansión en medio de la selva. La ciudad tiene una leyenda negra de los tiempos de la conquista, leyenda que a su vez solapa a una tragedia más reciente, más prosaica y más capitalista. Ambas implican la muerte masiva de niños. Por eso la nena resulta ser la víctima ideal, de acuerdo con ese manual de psicología de fantasmas del que todos los cineastas de terror parecen tener una fotocopia. Quílez y sus perezosos guionistas desaprovechan la ocasión de explotar en términos cinematográficos la convergencia de dos épocas distintas y de tejer en una misma trama tensa la crueldad histórica (ya vuelta folklore y mitología) con la no menos cruel actualidad. Prefieren atenerse a una insulsa progresión del suspenso, no entendido como la sustancia narrativa del misterio, sino como la gradual resolución de un enigma que, por supuesto, termina siendo si no decepcionante al menos demasiado políticamente correcto. Un tipo de corrección que el buen cine de terror nunca se permitiría.
Listos para el fin del mundo La nueva entrega de la saga Maze Runner es más larga y predecible que su predecedora, pero no decepciona. Si en algo se destacaba la primera parte de Maze Runner era en su poder de síntesis visual y argumental a la hora de presentar una historia de supervivencia de adolescentes. Nadie sabía muy bien qué ocurría en ese laberinto que cambiaba de forma constantemente y que encerraba a un grupo de chicos en una tierra de nadie donde formaban una sociedad carente de adultos. El misterio, el suspenso y el recelo eran las sensaciones dominantes, mientras que la acción se reducía a lo esencial: recorrer el laberinto hasta hallar una salida. Maze Runner 2, en cambio, es una película mucho más épica, más larga (20 minutos) y más previsible. Pese a que el director se repite (Wes Ball), lo que ofrece esta vez es un mundo complejo y una narración convencional. El grupo de chicos liderados por Thomas (Dylan O'Brien) que creían haber escapado de la organización CRUEL -una especie de laboratorio totalitario que busca un antídoto a la epidemia que ha arrasado con buena parte de la humanidad– se encuentra ahora en una base militar. Sin embargo, ese encierro inicial sólo es el principio de una larga serie de peripecias a través de diferentes escenarios infernales. Como si tratara de un videojuego, se accede a un nivel superior de dificultad y los peligros a los que deben enfrentarse para mantenerse vivos aumentan de manera exponencial. Los enemigos ya no son piedras que se mueven siguiendo un patrón variable, sino soldados, armas de fuego, helicópteros, aviones, guerrilleros disidentes y zombis. Esa acción desencadenada impide que la historia respire a través de los personajes y de sus dramas individuales. Casi todo lo que hacen tiene un único fin: salvar sus vidas, y el conflicto más poderoso -las opiniones divergentes de Thomas y Teresa (Kaya Scodelario) sobre lo que es mejor para el futuro de la humanidad– se solapa con su relación sentimental y con la aparición de otra chica, Brenda (Rosa Salazar), que acapara la atención del protagonista. Más allá de que renuncia a la originalidad de la primera, lo interesante de Maze Runner 2 es que no decepciona en ninguno de los géneros en los que incursiona. Sigue siendo la mejor saga de películas de pruebas adolescentes (en la línea de Juegos del hambre y Divergente) y tanto los zombis como la atmósfera posapocalíptica que presenta son dignos de la tradición cinematográfica que los precede. En términos políticos, podría decirse que la industria audiovisual está entrenando a más de una generación para que se acostumbren imaginariamente al fin del mundo. Pero mientras ese entrenamiento tenga la forma de películas entretenidas y emocionantes, qué importa cuánta cruda verdad presente o futura medie entre una pantalla y la realidad.