Brad Pitt y Angelina Jolie rescatan el cine europeo de autor de los años 60 y 70. En “Frente al mar” Angelina Jolie se convirtió en mujer orquesta: coproductora, guionista, directora y coprotagonista. Y además eligió compartir el set con Brad Pitt, su archifamoso marido. La intención era hacer una película pequeña desde su producción pero con objetivos ambiciosos: rescatar el cine europeo de autor de los años 60 y 70, con marcas visibles de Antonioni y Godard. Como era de esperarse, el traje le queda muy grande a la Jolie. La historia retrata a una pareja en crisis: Vanessa, una lánguida ex bailarina que combate su depresión a pura pastilla, y Roland, un escritor que busca salir de un largo bloqueo creativo. Los dos llegan a un hotel antiguo en una región costera de ensueño en Francia, como para “airear” la relación, y allí se cruzarán con una pareja de recién casados que será fundamental en esta dolorosa reconstrucción. El problema de “Frente al mar” es que todo parece lugar común: esa morosidad mal copiada del cine europeo (sus dos horas se hacen muy largas), el exceso de esteticismo, el papel de la bailarina que ya no puede bailar y el escritor que ya no puede escribir. Hasta las canciones de Serge Gainsbourg suenan previsibles. Jolie queda atrapada en la copia de un estilo sin más, con poco para decir, y así, incluso en el tenso drama que estalla sobre el final, la película se limita a un ejercicio artificial y despersonalizado.
El proceso de producción de “Un gran dinosaurio” fue tortuoso: el director original (Bob Peterson, el de “Up”) fue reemplazado por el debutante Peter Sohn, el guión sufrió retoques de todo tipo, el elenco vocal también cambió y la fecha de estreno se postergó varias veces. Así y todo, había expectativas con la película, porque en definitiva se trataba del nuevo filme de Pixar, el estudio que revolucionó la animación y que regaló joyas como “Toy Story”, “Buscando a Nemo”, “WallE” o la más reciente “Intensamente”. Pero por desgracia, cada “accidente” de ese proceso de filmación se termina reflejando en “Un gran dinosaurio”. Y no es tanto que la película falle porque se la compare con sus antecesoras o porque se le exija más por provenir de la factoría de excelencia de Pixar. “Un gran dinosaurio” no se sostiene en sí misma, más allá de las comparaciones. La historia del dinosaurio Arlo —un típico antihéroe torpe y querible, que se hace amigo de un niño salvaje— nunca encuentra el rumbo. El guión carece básicamente de ideas: es previsible, reiterativo y moroso. El humor físico nunca llega a ser gracioso, y la emoción se pierde cuando se machaca tanto sobre la moraleja. Visualmente la película es deslumbrante, y ese es su único punto a favor. La naturaleza (el movimiento del agua, las tormentas, los árboles, los campos sembrados) se reproducen aquí con un realismo que impacta. La tecnología digital está llevando al cine de animación a niveles de perfección y sutileza impensados años atrás. Sin embargo, el universo de Pixar —aún en ese nivel— se derrumba sin una buena historia.
Muchas manos en un plato El planteo de “Testigo íntimo” en principio es interesante: un thriller psicológico visto desde la perspectiva de una sociedad donde la tecnología aumentó a niveles impensables la vigilancia y la paranoia. El protagonista es Facundo, un abogado joven y exitoso, que mantiene un romance clandestino con la novia de su mismísimo hermano. Cuando la amante en cuestión aparece asesinada, la relación entre los hermanos entra en una espiral violenta de sospechas y conspiraciones. El director y guionista Santiago Fernández Calvete (que debutó el año pasado con “La segunda muerte”) maneja bien los códigos del policial negro y logra mantener la tensión, haciendo eje en el engaño y la culpa. El problema es que el director se enreda en demasiadas vueltas de tuerca y trucos gratuitos, con actuaciones rígidas y mal marcadas. Al mismo tiempo busca ensayar una reflexión sobre una sociedad invadida por las redes sociales y los organismos de control, y lo hace a través de un montaje paralelo (en un interrogatorio judicial), lo cual sólo aporta confusión y un discurso acartonado. Hacia el final la película se torna pretenciosa y sobrecargada, y se queda a mitad de camino entre la reflexión social y el thriller.
Cómo no amar a Steven Spielberg. Es casi como no amar al cine. Y es una definición simplista, sí, pero este espacio impone ser breve. Al igual que en “La lista de Schindler”, “Rescatando al soldado Ryan”, “Munich” y “Lincoln”, Spielberg retoma en “Puente de espías” su “cómo contar la historia” sin perder filo ni estilo. Aquí se apoya en un caso real que ocurrió en plena Guerra Fría: un abogado tan eficaz como idealista (un papel justo para Tom Hanks) decide tomar el caso de defender a un espía ruso atrapado en EEUU, con todo lo que eso conlleva. Y después, como si fuera poco, tendrá un rol esencial en una misión secreta para rescatar a un piloto americano atrapado en territorio soviético. Lejos del cine vertiginoso y efectista que abunda en Hollywood, Spielberg se mantiene firme en un formato clásico que potencia sus virtudes: ese arte de que parezca simple lo complejo, su narración precisa y su naturalidad para combinar suspenso, tensión política y acción sin dejar de lado el pulso emocional de sus personajes y hasta algunos toques de humor. “Puente de espías” es casi minimalista por momentos, nunca cae en trazos gruesos ni se excede en la banda sonora. Sobre el final puede incomodar cierta solemnidad, lo cual es sólo un detalle al lado de la decisión de Spielberg de exponer valores y defenderlos a través de su protagonista. Además su lectura de la historia es tan abarcadora que hasta puede ser pensada desde la Argentina de hoy.
Finalmente llegó a la cartelera local “Dos días, una noche”, la última película de los hermanos Jean-Pierre y Luc Dardenne (“La promesa”, “El silencio de Lorna”), por la cual Marion Cotillard recibió una justa nominación al Oscar como mejor actriz (los Oscars de febrero pasado). Los cineastas belgas vuelven a concentrarse aquí en las miserias del mundo laboral, que ya habían visitado con éxito en “Rosetta”, y hacen foco en el eslabón más débil de esa cadena: una mujer que viene de sufrir una fuerte depresión y que, cuando va a reincorporarse a su trabajo, se encuentra con que va a ser despedida, salvo que sus compañeros acepten renunciar a un bono extra anual de mil euros. Sandra, la protagonista, apenas tiene fuerzas para atender a su familia y depende de los tranquilizantes para afrontar cualquier situación. Sin embargo, su marido y un par de amigos la animan para que trate de convencer a sus compañeros de que no la dejen en la calle. Con cámara en mano, una narración rigurosa y un naturalismo extremo, los Dardenne muestran a través de los ojos de Sandra ese recorrido por los suburbios de la clase trabajadora del primer mundo, con personajes arrastrados por un sistema perverso, un universo plagado de mezquindades, prejuicios, necesidades y culpas. Los directores no juzgan a sus personajes, y tampoco transforman a su protagonista en una víctima. Y ese es uno de sus mayores aciertos. El espacio para las contradicciones está abierto, sin trazos gruesos ni bajadas de línea, y el espectador es interpelado por un cine potente y humanista. Marion Cotillard le pone el cuerpo a esta mujer desesperada y maneja a la perfección todos sus matices, desde esa línea del principio (“Yo no soy nada, no existo”) hasta el último gesto del final.
“Operación ultra” es un pastiche. Y podría haber sido un pastiche divertido, pero humor es justamente lo que le falta. El segundo filme del director británico-iraní Nima Nourizadeh (“Proyecto X”) intenta parodiar las películas de espías que perdieron la memoria, al estilo Bourne, y cruza esta parodia con las comedias “stoner” de los 70, más una buena dosis de sangre y violencia. El protagonista es Mike Howell (Jesse Eisenberg), un chico de pueblo tímido y fumón que está perdidamente enamorado de su novia Phoebe (Kristen Stewart), una compañera incondicional que le perdona todo. Claro que nada es lo que parece y Mike es en realidad un agente encubierto de la CIA entrenado para matar, aunque él no lo sepa. Convengamos que la premisa del espía con amnesia está trillada y Nourizadeh no hace mucho para aportar algo nuevo. “Operación ultra” se vuelve aburrida y previsible, y cuando pasó menos de una hora el interés decae a cero. Y como comedia bizarra tampoco funciona. Sólo algunas escenas de acción vibrantes logran meter tensión, pero este efecto se agota a los pocos minutos. Jesse Eisenberg (“Adventureland”, “Red social”) se salva porque siempre es un gran actor y al personaje de loser se lo sabe de memoria. Kristen Stewart, en cambio, es pura belleza gélida y un puñado de mohines.
Al director canadiense Denis Villeneuve le gusta lidiar con temas densos. Basta citar la escalofriante “La sospecha” (2013) para recordar su estilo: oscuro, perturbador, algo estilizado y siempre disparador de preguntas. Esta vez metió su cámara en el submundo de la lucha contra el narcotráfico: un universo de operativos encubiertos, mercenarios y policías corruptos. Todo está fuera de la ley pero en última instancia bendecido por el sistema. La protagonista es una agente del FBI que de golpe se encuentra envuelta en una misión especial para atrapar a un poderoso capo de la droga. Pero nada es lo que parece y los jefes del operativo irán revelando de a poco su modus operandi. El tema no es tanto lo que cuenta Villeneuve sino cómo: todo lo que toca lo convierte en un thriller vibrante, con una narración precisa y sin fisuras. La frontera entre México y EEUU se convierte aquí en un personaje más, como un fantasma omnipresente, y en ciertos pasajes la película recuerda a la atmósfera de “Sin lugar para los débiles”, un dato no menor teniendo en cuenta que comparten al mismo director de fotografía, el genial Roger Deakins. Hay algunos puntos flacos en “Sicario” (la protagonista demasiado ingenua) y se pueden hacer distintas lecturas sobre lo que se muestra de un lado y del otro lado de la frontera. Sin embargo estas cuestiones quedan relegadas a un segundo plano ante el impacto y el intenso viaje que propone la película.
Filmada en un único plano secuencia, sin cortes, “Victoria” es toda una experiencia cinematográfica y también una película dura y perturbadora. El cuarto filme como realizador del actor alemán Sebastian Schipper (que supo aparecer en “Corre, Lola, corre”) fue rodado en tiempo real, en el final de una noche en Berlín, desde las 4.30 de la madrugada hasta las 7. La historia se centra en Victoria, una chica española que vive en la capital alemana y que a la salida de un boliche de música electrónica se encuentra con cuatro berlineses borrachos que la invitan a seguir tomando con ellos. Sola en la ciudad y ávida de compañía, Victoria se engancha con estos desconocidos que prometen guiarla por la verdadera Berlín, “la que está en las calles”. No conviene adelantar más detalles del relato, pero sí advertir que aquí el peligro y la violencia están delicadamente agazapados hasta que explotan, y se mezclan naturalmente con la amistad, el amor, la soledad y la desesperación. La cámara va detrás de estas vidas a la deriva, de frustrados marginales disfrazados de cool, personajes que se esconden detrás de las noticias policiales (a veces insólitas) que vemos casi a diario. El director no necesita trazar un perfil de los personajes porque le alcanza con mostrarlos desde este presente urgente y arrebatado, con una tensión que va in crescendo y que subyuga y golpea durante toda la película. Es cierto que “Victoria” se excede un poco en el metraje y que algunas situaciones pueden sonar inverosímiles, pero el trabajo del director Sebastian Schipper, del camarógrafo noruego Sturla Brandth Grovlen (que fue premiado en la última Berlinale por esta película) y de la actriz española Laia Costa redondean un thriller dramático que te deja con el corazón en la boca.
Julián (Ricardo Darín) es un actor argentino que está radicado en Madrid, fue un galán en su juventud y trabaja en el teatro. Hace más de un año viene luchando contra un cáncer rebelde, pero ahora, ya cansado de los tratamientos, decide abandonarlos porque no tiene más esperanzas. Julián vive solo con su perro, un mastín inglés viejo llamado Truman, y un buen día le cae de visita Tomás (Javier Cámara), un antiguo amigo que vive en Canadá y que llega para acompañarlo y tratar de convercerlo de que siga con la quimioterapia. Así planteada, “Truman” pintaba para un drama lacrimógeno, con primeros planos de un perro haciéndose el simpático. Pero el afiche es engañoso y la nueva película del catalán Cesc Gay (“Krámpack”, “Una pistola en cada mano”) es más bien todo lo contrario. El director y guionista transita un tema tan delicado como la cercanía de la muerte sin apelar a los golpes bajos, construyendo con sutileza una comedia agridulce y frontal, que puede recurrir al humor negro y también tener momentos de gran ternura. Estos dos amigos redescubren su vínculo en miradas silenciosas, o con las palabras justas, caminando por Madrid mientras buscan a una familia que quiera adoptar a Truman o viajando a Amsterdam para una tensa visita al hijo de Julián. Darín, que a esta altura ya parece infalible, se agiganta en esta película, y encuentra en el talentoso Javier Cámara a su contrapunto ideal.
Escalar el Everest es la máxima ambición de todos los montañistas. Es la aventura soñada pero también puede convertirse en una trampa mortal. “Everest”, la nueva película del islandés Baltasar Kormákur (“Dos armas letales”, “Contrabando”), reconstruye la historia real de una accidentada expedición a la montaña más alta del mundo que ocurrió en mayo de 1996. Con sus aires de superproducción en 3D y su elenco de primeras figuras (Jason Clarke, Josh Brolin y Jake Gyllenhaal, entre otros), “Everest” podría pasar como una película más de cine catástrofe con aspiraciones en la taquilla. Pero no es así. Kormákur filma la aventura y la odisea de este grupo de montañistas con un realismo seco y crudo, sin efectismos, y se acerca por momentos a un tono documental. Es cierto que en algunos tramos sacrifica el ritmo cinematográfico, aunque en este caso “menos es más”. Un mérito de la película es estar desprovista de vicios hollywoodenses: es clara y rigurosa, sin trampas ni vueltas de tuerca; no presenta a sus protagonistas como héroes ni como mártires; no abusa del flashback ni de la frase hecha y tampoco tiene pretensiones de grandes metáforas. Con una narración rigurosa, espectaculares tomas aéreas y un uso realmente eficaz del 3D, el director muestra la pequeñez de la obsesión humana frente a la belleza brutal y amenazante de la naturaleza. En ese contrapunto apoya toda la tensión dramática y acierta.